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El Caballo (La Caída de Ícaro)

Tema en 'Prosa: Filosóficos, existencialistas y/o vitales' comenzado por Samuel17993, 18 de Febrero de 2020. Respuestas: 0 | Visitas: 453

  1. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    El Caballo

    Nadie, nadie, nadie, que enfrente no hay nadie;
    que es nadie la muerte si va en tu montura.
    Galopa, caballo cuatralbo,
    jinete del pueblo,
    que la tierra es tuya.


    ¡A galopar,
    a galopar,
    hasta enterrarlos en el mar!


    Galope, Rafael Alberti.
    La hermosa presencia del caballo impresiona al único espectador. Éste se encuentra en una pequeña elevación detrás del llano donde está el equino, observándolo cómo cabalga al viento, venciéndolo con su pelaje marrón, con su relincho, y su velocidad. El animal va resoplando en torno suyo, atado a un árbol solitario, del que intenta escapar como si lo hiciese de su propia sombra. El hombre está quieto, mirando. No hace nada. Simplemente, mira al animal. Las patas entierran y mueven el polvo de un terreno rojizo y pedregoso.

    Es una vieja criatura: no por ser anciana, sino por su importancia en el mundo humano. Ya no lleva en su alma la honestidad y la noble sangre, ni es el símbolo de la velocidad, ni siquiera lo recuerdan por los símbolos lorquianos. De igual forma, la hermosura del animal se ha apagado entre sus cuidadores gitanos: su elegancia, como producto elitista, ha caído entre las moscas del abandono y el olvido que le acosan como deidad caída en desgracia. El Hombre se exaltó, en su momento, ante el ímpetu de aquella máquina biológica preindustrial; pero la carne ha sido sustituida por engranajes, que van lanzando los resortes a gusto de cada necesidad humana, desplazando tanto al hombre mismo como su cuidado sobre sus subordinados animales. Ya ni siquiera la genética del animal interesa: ni la modificación animal, como sucede en los alimentos, ni el perfeccionamiento de 'la raza', realizada durante milenios para su propio interés.

    El espectador está allí, todavía, como si fuera un científico que mirase a su experimento. Quiere saber la resistencia de la bestia aprisionada, atada, sin poder ir más que tras su sombra. Con este ejercicio el animal pierde la cabeza, se acelera y relincha reclamando su lugar en el mundo, remueve el polvo de la tierra que pisa; luego, cansado, exhausto, ha de parar. Tras esto, el animal, entre el enfado y la súplica, o eso parece con sus ojos fijos en él, se le queda pidiendo piedad, que le deje, le quite la cuerda y le devuelva a la naturaleza. Ya no tiene ningún sentido en ese mundo, pero los hombres todavía le tienen en ese estado penoso, a su merced, descuidado, sin atenciones. La imagen de la nobleza se ha descarnado entre las manos de la maquinaría humana, y mientras el hombre se cree dominador de todos sus deseos, el caballo ya no cabalga junto al que un día corrió buscando el Dorado en las nubes. Aquel Dorado se alimenta hoy de ese trabajo de metal y electricidad, sin la carne del animal, sin el que ha sido noble caballo, pieza es de un museo animal.

    Empieza a declinar el día, el sol se va a dormir o a esconderse de pura vergüenza, y la noche invita a la Luna antes que ella misma esté presente en los espacios del obre celeste y entre las nubes. También la noche ha invitado a más amigas suyas, a las sombras, que lo inundan todo con una brisa primaveral, la cual acuna al cansado equino. El animal se ha echado en la tierra, desesperanzado. El caballo de color de café con leche se ha oscurecido con las compañías nocturnas. Torna a un negro azabache, como la de un cielo cubierto. Precisamente, y en cambio, el cielo arriba suyo brilla enorme y sin final aparente; el animal puede ver titilar las estrellas del cielo, como mecheros que lanzasen llamas argentas y le guiaran hacia el horizonte. El resplandor hace al espectador y a la bestia mirar por igual, con asombro sobrenatural. Eso sí, el animal está hipnotizado por el parpadeo de los luceros que tienen el aspecto de llamas danzando con la Luna en un ritual. Ambos expulsan sus alientos al cielo, anonadados, helados.

    Pero aquel espectador vuelve sus ojos al equino con malicia, con la desvergüenza del vencedor, canalla y torpe, que tiene en el caballo su vida y su ganancia. Él es libre, el equino está atado a su cuerda. Trabajará las ansias del amo, alimentará su especulación despreocupada del cómo ni de quién la obtendrá, y dará las fuerzas para seguir su vida el avaricioso señor. No puede ya apreciar demasiado el amo a aquel recuerdo engañado de lo noble y lo bello, caído en desgracia, como un caballo de Troya hecho arder tras la quema de la ciudad. Únicamente un animal puede quedarse estupefacto, con ardor religioso, sin conocer ni necesitar la idea de lo bello ni de Dios, ni de la vida ni de la estrella... Sólo le hacen falta sus ojos para poder disfrutar de las vistas del manto de la noche, fenómeno de la vida, de la estética de la vida cotidiana, que su espectador no hace...

    El animal no se había movido un ápice: sabe que está preso. Que nada puede hacer. Que lo único que podría hacer es mirar esa maravilla lumínica del cielo; ese espectáculo que ha sido una bendición para una vida mundana, preso de aquel hombre. Ojalá poder acercarse más, debe de desear el animal, para tocar o olfatear esa belleza, como se tocaría la mano que acariciase su pelo y su cuerpo, le diera su cariño y le ofreciera atención. Pero no puede volar: es un Claviqueño de piel, no un muñeco para risas de la aristocracia humanoide. Es un animal con espíritu no visto en su amo. Sus ojos brillan como las estrellas. Sus patas se inquietan queriendo clamar al horizonte, y poder acercarse a las estrellas. Tiene alas en la imaginación de un pobre caballo. Sueña con liberar su crin, y ser libre (o lo que pueda comprender por libertad). Como caballo salvaje. Como lo que es.

    ¡Mira ese caballo, se asemeja a ti, queriendo con su cabeza tocar los cielos! ¡Mira al caballo que se enreda entre los pelos de la cabeza! ¡Mira su aliento en la rabia atada a la piel de corredor de campos!

    Sueña con el caballo salvaje que nadie ata, ni nadie manda.
     
    #1

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