El gran vacío XIII

El abrigo de la primavera lo buscamos abajo, en otro cuerpo a media altura,
para que el paraguas vaya en los ojos.
Las flores de la luna se ven desde la cama
y hay un ciruelo tan gordo en este corazón.

Si hubiese un mar en esta provincia, sería muy negro y muy hermoso,
y los gritos de las mujeres serían olas largas, blancas y laxas.
Sin embargo, las mañanas, las colinas de este lugar no tienen nombres
y envuelven en melancolía a quien no quiere sentirse atrapado por la soledad.

Cuando uno le quita la flor a otro ser, no lleva consigo su fragancia,
el ser y su esencia no son sus ojos sus manos, son su forma de mirar, de tocar.
Todo el día podría intentar convertirme en pájaro
y cantar buenas nuevas y callar males viejos.

Mis hijos son una carga, dijo un hombre sin pensar, sin darse cuenta
que ya no crecerán flores para él.
Todos compartimos las mariposas que nos bailan,
hay quienes intentan atraparlas, ellos están dormidos y no van a despertar.

Cada vez que el viento me cambia de lugar el alma
yo me asusto tanto, que lastimo a la persona que quiero.
Mi histeria es una campana en un templo vacío,
su eco, me vuelve incapaz de sentir piedad por mi.

¡Bam! ¡Bam! Aturdes todo maldita campana,
el pájaro llora, el pez se transforma en su lágrima
y en medio de toda esa soledad el ciruelo deja caer su fruto
para los zorros, las ratas, y otros no invitados a cenar.