El Imbécil

La superba dicotomía facial de aquel ser inmundo queda empañada por la trasquilada piel obscura del demonio infernal. No queda de él más que una mancha sacrílega en la frente obsoleta de un dios caducado. Pero, a pesar de todo, se divierte bebiendo por un plomizo embudo aceite ardiendo. Para, así, quemar las cuerdas vocales que tanta letanía religiosa lo tenía embebido de vozarrón oscurantista e hierático. Ahora, ya está mudo. Se refleja en el espejo cóncavo de una sala de baluarte decimonónico. Y hace gestos y ademanes propios de un imbécil. Los fantasmas de sus antepasados se ríen de él. Y, ya en los huesos, se pone a defecar. Mientras, el sonido de las tijeras le hace temblar por su aparente hombría. No. No es necesario que llegue a tanto. La noche sigue imperial el tacto jocoso de la infinita omnisapiencia. Y nuestro muchacho de escasa mollera se abalanza contra las cortinas de color carmín. Chocando contra las paredes de yeso. Cuando ya tiene un estúpido mareo merecido se mea encima. Y se acurruca como un feto color carne. Sí. Es hora de que se quite la vida semejante imbécil. Tomando sobredosis de pastillas para dormir. Y, así, entre blasfemos ronquidos, quedar ahogado por el vómito propio de una entraña ya podrida hace tiempo del agrio vino blanco.