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El incidente (obra finalizada)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Évano, 7 de Enero de 2013. Respuestas: 9 | Visitas: 1918

  1. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Al final del relato la vida de Carlos habrá desaparecido.

    Los cristales recogían la respiración de Carlos mientras sus ojos enfocaban, desde las alturas, a la cafetería de enfrente. A ella se dirigía la panadera de su calle, entre la fina lluvia y la niebla exterior, como un muñeco de piernas de goma que resbalara en la acera mojada. Cinco minutos, con la exactitud de un reloj suizo, y estaría de vuelta en su tienda.

    Si un minuto más pasara explotaría la realidad, pensó Carlos.

    La vecina de arriba de la cafetería, con su bata rosada de siempre, abría las cortinas justo en el momento de salir la panadera, echándole un mal de ojo esquinado. Otros cinco minutos más y el somnoliento caminar de los pocos niños del barrio hacia el colegio se haría presencia. Lo cotidiano de cada día. Como un reloj de piedra suiza que avanzara con pesar.

    Las diez, la hora en la que su madre le traía el desayuno, y él todavía arrojando vaho a esos cristales de la ventana de enero, de principios de un día cualquiera, de un día más.

    Se sentaría a la mesa y comería su bocadillo de atún, su naranja y su vaso de leche con cacao, con su madre al lado, mirándolo con ojos de oveja y gata. Aprovecharía el silencio de su masticar para repetirle los consejos matutinos de siempre:

    Hijo, tienes que salir a buscar trabajo. Sabes que no me importa mantenerte. Te lo digo porque tienes que rehacer tu vida. Ya tienes una edad... -el resto ya no entraría por los oídos de un hombre al que el mundo hizo sordo.

    Sí mamá, me lo dices cada día, y cada día te respondo lo mismo: que estoy harto de ir a los polígonos industriales, a las fábricas, a los talleres, a los restaurantes, a los supermercados y a las tiendas y a todo lo que tiene pinta de trabajo. Y sabes que te he dicho lo de sus caras preocupadas, su miedo y la rabia que les da ver a alguien acechando su puesto, la mala cara que ponen cuando ven peligrar su sueldo. Yo los entiendo. Veo las puertas abiertas y a ellos dentro, fregando y barriendo, limpiando el polvo porque no tienen nada que hacer. Sabes que es inútil ir a buscar trabajo.

    Una caricia en el cabello y un sollozo inaudible y le dejaría otra vez cara a cara con el cristal y el vaho, viendo pasar las luces cambiantes de su calle pétrea, donde los personajes parecían representar una obra que olvidaban durmiendo y recordaban de golpe al despertar, representándola año tras año.

    Las doce del mediodía es la hora en la que su madre sale al supermercado, con su carrito de las compras, y le dice mientras cierra la puerta:

    ¿Por qué no lees un libro o pones la televisión? Sabes que me pone nerviosa verte todo el día mirar por la ventana a la calle. Me preocupas, hijo.

    Luego se iba, sin esperar respuesta y sin saber si Carlos se acostaba, sentaba o silbaba La muerte tenía un precio. Pero Carlos a esa hora acudía al váter para hacer sus necesidades, para evacuar sus heces descompuestas. Porque el no tener trabajo le descomponía el cuerpo y lo deshacía poco a poco, por lo que tenía la sensación de ir cayendo a trozos por las cañerías del desagüe. Dudaba de cuánto tardaría en caer enfermo si la situación no le cambiaba.

    Después de cagar volvía a su ventana y a su cristal, a seguir los pasos cotidianos de la gente de su calle por las aceras, de la gente entrando y saliendo de la cafetería y de la frutería de al lado. Otra vez el cartero pasando por las huellas que dejó el día anterior; a los niños volviendo del colegio, al repartidor y a los actores de la escena cotidiana; y él ahí, enfrentándose a un rostro que mira al suelo con la frente resbalando y los brazos flojos y las lágrimas retenidas. Así, como estatua a punto de estallar, hasta que llegara su padre y la pregunta de qué había hecho hoy, con las mismas respuesta y los mismos gestos, pero ninguna idea, nada de vamos a tomar una cerveza, a jugar un billar, a pasear, a pescar, a nadar a la playa aunque fuese enero; a la montaña a buscar setas, a la porra, aunque sea.

    No.

    Ni un te quiero ni un qué necesitas, un qué te ocurre, un qué problemas tienes, hijo.

    Ni abrazos.

    Ni besos.

    Carlos reflexionaba interminablemente sobre su vida. Se decía que es difícil describir al tiempo que duerme en sus brazos mientras lo acurruca por miedo a despertarlo. Y duerme tanto que cuando se ha dado cuenta han pasado años y sigue sin despertarse. Ya perdió el contacto con el mundo, con el espacio, con los amigos, con las amigas, con la realidad; se ha cansado de la televisión, de la radio, del ordenador, de los libros, de la pintura.No es buen escritor, ni pintor ni actor. Es aprendiz de todo y oficial de nada, como diría su padre. No tiene dinero ni casa ni coche. No posee, por lo tanto no vale para los demás, o esa es la idea que se le ha metido dentro de la puta cabeza. Pero no, sabe que no es él, porque ve cómo los espacios entre él y los demás se han agrandando, y siente el frío de esos espacios, y la oscuridad, que se acrecienta en ellos. Las bocas que se dirigen a él cada vez son menos, y las voces más bajas y las palabras más escasas. No, no es por él, sino por la gente que le rodea y que se aleja del perdedor, del débil, del desahuciado, del que no es capaz de enfrentarse a la vida y a su propio rostro, al que hasta los espejos le envuelven en vahos para no verlo.

    Continuaba el cristal de la ventana recolectando un aliento cansino. Pero ya no lo haría más. La vida de Carlos, a partir de ahora cambiaría, porque siempre hay una gota que colma el vaso, y no ha de ser algo especial, como que le peguen un tiro, o le atropelle un coche, o le echen de casa los padres. Puede ser algo tan sencillo como entender que el tiempo que duerme en sus brazos no despertará jamás.

    Metió en la mochila su ropa, y en una bolsa de viaje, los zapatos, artículos de higiene, calcetines, calzoncillos y camisetas. Fue al cajón de la mesita de noche de su madre y le robó el dinero que guardaba. Vio que eran trescientos euros y se dijo que no daba para mucho, pero no desistiría.

    En una bolsa de plástico metió cuatro botellas de litro y medio de agua natural, pensando la tontería de señalar lo de natural. Añadió fruta, pastas, embutidos, latas de atún, sardinas, cocidos preparados en lata y pan Bimbo. Cogió las llaves del Seat Ibiza de su padre y salió de su habitación, de su casa y de su edificio; y de su calle, a paso ligero y sin mirar atrás, sudando y temblándole los músculos del cuerpo.

    Abrió el maletero y arrojó en él a la mochila y la bolsa y el agua y la comida. Se sentó a los mandos del vehículo, y se abrochó el cinturón de seguridad, y arrancó y aceleró, parando en la gasolinera de las afueras, para llenar el depósito y volver al Seat Ibiza, para olvidar a su barrio y a su ciudad, entrando en la autopista que le sacaría de su comunidad, con rumbo a los Pirineos aragoneses.




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  2. Évano

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    Emergía el crepúsculo por las espaldas de las montañas pirenaicas, todavía al final del horizonte, pero al alcance de sus ojos.

    Carlos encendió las luces de cruce y la idea del tiempo despertando en sus brazos le vino a la mente. Pensaba en esa imagen extraña, en cómo y qué imagen tendría o daría a su tiempo. Se imaginó que esa cuarta dimensión era un niño soñoliento que al despertar llorara por hambre y sed.

    Sí, en cierto modo era una buena imagen, porque en el fondo es lo que había sido hasta entonces, una criatura que absorbió las costumbres y actos de los mayores. Y esa ha sido la vida real de cualquiera, pues todos, al fin y al cabo, fuimos niños que aprendieron para transmitir luego, cuando se nos suponía hombres o mujeres, las enseñanzas asimiladas a los que empezaban su camino.

    La noche siempre es oscura y es ocaso, y solo rompe la negrura esos pequeños puntos luminosos titilantes y lejanos que son las estrellas, y una vez al mes, va rasgando el manto opaco, una luna que asoma poco a poco hasta dejarse ver entera, para luego ir escondiéndose en esa cortina opaca bordada de diminutos diamantes.

    La luna todavía dormía, no le tocaba despertar por ahora. Fantaseó Carlos que el tiempo también podría ser esa luna, pero no le gustaba tanto como la imagen del niño durmiendo y despertando en sus brazos. Prefería que su tiempo tuviese un cuerpo vivo, con sus huesos y su carne, otorgándole así la condición de un ser perecedero como él.

    Sólo rasgaba la oscuridad la luz de los faros de su Seat Ibiza, como dos ojos que proyectaran rayos hacia delante, enfocando un alquitrán interminable y unos árboles que pasaban veloces a formar parte de su espalda.

    Un letrero con un flecha le informaba que de continuar se toparía inevitablemente con la frontera de Francia. Pero él no quería ir a Francia, deseaba perderse en las montañas, estar sólo, ilocalizable, perderse en el vasto espacio de los Pirineos. Deseaba que su hijo, ese tiempo adormecido en su regazo, despertara en la naturaleza, aunque jamás hubiese estado en ella. Pero era el otro mundo posible en la Tierra. Uno de los dos mundos ya lo había probado: el de la ciudad. Por lo tanto sólo le quedaba el otro: el de la naturaleza. Alargó la reflexión mientras giraba a la derecha y salía de la autopista, indicado por un letrero azul con letras blancas que le informaba de la salida para ir a Jaca, la última antes de adentrarse en túneles y túneles desembocando en el otro lado de la inmensa cordillera.

    Pagó los cuarenta y cinco euros de peaje sin tan siquiera mirar ni ser mirado por el cobrador, y se dijo que este era el mundo que se estaba creando. Ni una sola mirada entre dos personas en un lugar de poquísimo tránsito. Podrían haber sido los únicos habitantes de este planeta y no se habrían visto ni los ojos. Tan sólo unas palabras mecánicas, las buenas noches y el buen viaje obligatorio.

    Se ciñó el cinturón de seguridad y continuó su viaje por una carretera cada vez más sinuosa y ascendente, una vía de comunicación secundaría que tomaba el camino de las primeras montañas del Pirineo.

    Retornó a la reflexión de los dos mundos, el de las aldeas, ciudades y pueblos, y el de la naturaleza, diciéndose que a su vez, este último mundo, se podría subdividir en varios: en el de las montañas, en el de los desiertos, en el de los mares, en el de las islas y en el de los Polo Sur y Norte. Su imaginación parecía haberse alimentado con la aventura, así como las fuerzas y la adrenalina que se adquiere ante lo desconocido, ante el peligro y los miedos de no controlar el futuro.

    En el asiento del copiloto se hacinaban bolsas de mantecados, una caja de turrón vacía, sobrante de las recién pasadas navidades, y una botella de agua de litro y medio con poco líquido natural. Se sonrió ante lo de natural, porque, ¿qué agua bebible no es natural?

    La pendiente de la carretera se pronunciaba y estrechaba. Hacía más de una hora que no se cruzaba con ningún vehículo, aunque en la autopista tampoco tuvo mucha compañía, lo que era normal, poca gente viaja un día cualquiera de un mes de enero a las montañas.

    La carretera secundaria enlazaba Jaca con una pequeña aldea. La traspasó con la esquina de los ojos, divisando a penas una veintena de casas de piedra, con techos inclinados de pizarra y algunas luces amarillas destellando desde el interior de unas ventanas de rostros escondidos tras las cortinas.

    A partir de la aldea un sendero relevaba a la carretera secundaria. Por el retrovisor se alejaba y se preguntó si era él o la aldea la que se alejaba, respondiéndose que para el caso era lo mismo, que era otro espacio que se agrandaba entre él y los demás, un espacio que el frío y la soledad y la angustia aprovechaban para colarse por todas las hendiduras que él o la pequeña aldea abrían. Era otro ejemplo del egoísmo del mundo ciudadano. Seguramente, los pueblerinos conversarían a la mañana siguiente si habían visto pasar un coche en dirección a la cumbre de la montaña la noche anterior. Extraerían diversas conclusiones, que si un contrabandista, que si un prófugo, que si un terrorista, o un loco. El día siguiente tendrían conversación, pero a ninguno se le ocurriría pensar y decir que la persona que iba en ese coche, a altas horas de la noche, era un ser solitario, un ser aplastado por la sociedad, triste y melancólico, un inútil, un ser débil que necesitaba ayuda inmediata. Al final de la charla matutina, en el centro de la plaza, o en cualquier esquina, se dispersarían cada uno a su trabajo, a ordeñar sus vacas, o a sus huertos, o a dar de comer a los animales, o al trabajo que tuviesen.

    Las ramas de los robles del sendero acariciaban ahora el chasis del Seat Ibiza. Los faros iluminaban un camino de tierra donde los cantos rodados se repartían de vez en cuando a raíces de árboles salientes, trozos de tierra y hojas caducas. Se empinaba y al vehículo le costaba más proseguir, no era un cuatro por cuatro, un coche preparado para esos lares, era una herramienta del otro mundo. Aún así continuó todo lo que pudo, preocupado por los arañazos que ahora recibía su compañero mecánico, por los botes que daba y los golpes que encajaba por los bajos.

    Abrió la ventanilla. El parabrisas se empañaba con el choque vidrioso de la calefacción y el frío de afuera.

    Un viento helado le golpeó el rostro como si martillo de hielo fuera. No había traído mantas, aunque sí chaqueta de abrigo, una que le cubría el cuerpo casi entero, de azul marino y abotonada hasta las rodillas, con grandes bolsillos. Le recordaba a la de generales de alguna guerra. Puso el punto muerto en la caja de cambios y echó el freno de mano. Se bajó y del maletero sacó el abrigo y se lo puso. Buscó en la caja de herramientas, por si hubiera una linterna. La había, y buena, de esas que dando cuerda cargan las baterías, de las que no necesitan pilas.

    Mi padre siempre tan perfecto, pensó sin sentimientos, aunque dándole unas gracias sinceras por ser tan precavido.

    Enfocó los alrededores con la potente linterna. Robles por todo horizonte. Robles que parecían esqueletos por el deshoje del invierno, cubiertos de líquenes verdosos.

    Se puso delante del vehículo y ayudó a los faros en su afán por desvelar el futuro y la pendiente del sendero. El paisaje de cantos rodados, baches, hojas caducas y raíces sobresaliendo se prolongaba por el ascendente y sinuoso sendero. Alzó un poco más la linterna y se dio cuenta que la cumbre de la montaña estaba cerca, aunque al Seat Ibiza le sería imposible alcanzarla.

    Se dio media vuelta, para sentarse en el asiento del conductor, y antes de ello divisó en el fondo del valle a las pequeñas lucecitas de la aldea, ahora diminutas en la distancia.

    Con el dorso de su mano limpió el vaho de los cristales del parabrisas, recordándole a los vidrios de su ventana, los que fueron las gafas que le enseñaron la realidad pasada, y cotidiana, durante tantos años. Continuó conduciendo a duras penas, intentando encontrar algún hueco donde estacionar el vehículo, para que no estorbara, y para esconderlo.

    Unos cuantos metros más adelante había uno que parecía lo bastante grande, entre dos de los robles, aunque con ramas, malezas y arbustos. Giró y avanzó con el ruido y las quejas del hierro arañado y los bajos golpeados.

    Ató a la mochila la bolsa de viaje. Las de plástico, con las bebidas y comida, las apretó en el vacío que había dejado la chaqueta. Apagó las luces del Seat Ibiza. Cerró con llave y, con la linterna iluminando trocitos de paisaje, prosiguió la escalada hasta la cumbre, enfrentándose al viento helado y a un sendero que se estrechaba casi hasta estrangularlo.



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  3. Évano

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    A pequeños pasos avanzaba hacia la cumbre. Ya no había sendero. La luz de la linterna jugueteaba con el aliento que surgía de su boca. Se dijo que era bonito ver la imagen de su aliento, el cuerpo de su esfuerzo, aunque fuera en forma de vaho. Ahora le parecía algo bello, positivo, no como cuando estaba en casa de sus padres, cuando ese mismo vaho creía que era su alma descomponiéndose, la imagen de su melancolía, de su impotencia, de su fracaso como persona.

    Se abría paso entre la maleza con un palo seco arrancado de uno de los últimos robles. Quizás la altura impedía la proliferación de árboles, lo leyó en alguna revista. Ahora pisaba hierbas y malezas. Se detuvo para descansar la espalda y las piernas cargadas. No estaba acostumbrado a andar y menos por las duras cuestas de montaña. Pronto comprobó que le sería imposible dormir con el intenso frío. No sabría decir qué temperatura reinaba, pero seguro que eran varios los grados bajo cero.

    Debería caminar toda la noche o hacer ejercicio, moverse, porque de lo contrario moriría helado. Optó por alcanzar la cima.

    En la cumbre de la montaña respiró hondamente, con satisfacción, sin hacer caso de los ruidos que le rodeaban, sin saber decir qué animales eran los culpables de los diferentes sonidos, quizás ciervos, jabalíes, conejos... Deseando que no fuesen de osos o lobos, aunque demasiado cerca estaba la aldea para que estuvieran por aquí. Sí distinguió a los búhos y a los pájaros, esos eran fáciles de distinguir.

    Dirigió la linterna a los cuatro puntos cardinales: montañas a sus lados, y a su espalda, ni tan siquiera se divisaba ya la aldea ni sus luces. En frente, una cordillera totalmente blanca: los Pirineos en su máximo apogeo. Pero aún quedaba mucho por andar para toparse con la nieve. Enfocó al valle y se dijo que allí probablemente encontraría un buen lugar para acampar, porque habría jurado oír el susurro de algún arrollo. Con la luz de la linterna no podía descubrir nada más que el valle mismo. Empezaba a sentir dolor en los dedos de los pies y las manos, por lo que decidió bajar hasta el valle, allí el viento no pulularía tanto ni sería tan helado. Comenzó a descender.

    Varias horas hacía que bajaba en busca del valle. El frío, aunque más intenso y helado mientras se acercaba la madrugada, no hacía mella en él. El esfuerzo apartando zarzas enganchadas a su ropa y su mochila y el de sus piernas y brazos calentaba sus músculos más que suficientemente.

    Se reía de que probablemente los animales que le escucharan sentirían más miedo que él, por la escandalera que partía de su andar.

    Por fin llegó al valle, aliviado y contento por conseguirlo y porque ahora andaba en llano, sin tantas malezas ni piedras ni desniveles ante los que retroceder para sortearlos. La linterna le sirvió para eso, para no despeñarse por algún barranco.

    Se sentó a descansar y apagó la linterna. El crepúsculo del alba despertaba. Esperó al amanecer comiendo embutido a bocados con el pan Bimbo. Siguió oyendo ruido de agua, quizás una fuente, un manantial, arroyo o arroyuelo, pero agua natural, y se sonrió porque esa sí que era natural.

    La luz de la mañana se hizo, obligando a la bruma a elevarse a los cielos. Poco a poco la seda blanca se izaba, dejando ver los diferentes verdes de la naturaleza y algunos tonos rojizos y marrones y violetas. Su boca continuaba liberando vaho, pero el que a él le gustaba, ese que era la imagen de su esfuerzo, de su vida luchando por vivir.

    No había reparado en ello, pero a unas decenas de metros de donde descansaba, un árbol enorme sobresalía del resto. Dejó la mochila y corrió hacia el inmenso árbol. No había visto nunca nada igual. Se paró ante él y alzó los ojos. Debía tener más de treinta metros de alto, pero eso no era lo imponente, lo que sorprendía era el tronco. Pensó que se necesitarían un montón de personas para rodearlo. Se colocó en una punta del tronco y dio grandes pasos, para contar cuántos tenía de diámetro. Fueron cinco pasos de más de un metro. Tan entusiasmado estaba que no se apercibió de las castañas que pisaba y eso que eran cientos las que se aposentaban en tierra, algunas con sus cáscaras de pinchos abiertas. No supo el por qué, pero se abrazó al inmenso castaño y fue cuando se dio cuenta que sonó a hueco. Pero no podía ser, él lo veía de un verde estupendo y sano.

    Volvió a por la mochila y la linterna y con esta golpeó al tronco. Sonó a hueco por una zona, el resto parecía normal. Escudriñó dicha zona. Tenía corteza sana y no parecía ocurrirle nada, aún así, a golpecitos, localizó la frontera de lo entero y lo hueco, y en esa grieta de la corteza hizo palanca y ante su tremenda sorpresa se abrió una puerta circular por donde cabía una persona perfectamente. Enfocó al interior del tronco del castaño con la linterna y se quedó perplejo.

    Había una mesa con su silla tallada aprovechando la madera del interior, al igual que unas estanterías que circundaban el tronco, llenas de diferentes objetos y alimentos y cuencos. En la esquina derecha, una estrecha y empinada escalera que daba a una entrada pequeña que daría seguramente a otra habitación superior. Sobre la mesa una esfera azulada, del tamaño de un puño de mano. Pudo observar que en las estanterías se hallaban varias de ellas. Entró.

    Le había llamado la atención esas esferas, por lo que se dirigió directamente a la que estaba encima de la mesa. La empuñó y la zarandeó en los oídos. Parecía no contener nada, pero al acercársela a los ojos se encendió, iluminando el habitáculo de una luz suave y azulada, pero potente y acogedora, una luz que calentaba a su mano y a su cuerpo helado. Fue a por otra esfera de las estanterías e hizo lo mismo. Viendo que tenía luz y calor más que suficientes, entró la mochila y cerró la puerta circular y se sentó en la silla a detenerse en los detalles. Luego subiría al piso de arriba.

    Una parte de la mesa surgía del tronco y sus dos patas, del suelo de este, al igual que las cuatro de la silla y el asiento y el respaldo, por lo que era imposible mover la silla, pero no hacía falta porque estaba a la distancia adecuada. Estaban talladas con unos dibujos extraños. Parecían figuras geométricas diminutas, muy pequeñas, como una escritura de jeroglíficos irreconocibles, por lo menos para él, que no era ningún entendido. El color no era el esperado, ese blanco de los interiores de los troncos, sino que era rojizo, de ese rojizo cerezo, como un barniz suave al tacto. Sin duda, el que talló los muebles no tenía prisa y sí buen gusto y paciencia. Sobre la mesa no había más que la esfera.

    Se levantó, dándose cuenta que el pelo de su cabeza rozaba el techo de la primera planta. Fue a las estanterías. Cada medio metro había una que rodeaba el tronco, exceptuando la puerta, y de un par de palmos de anchas. En total tres estanterías y almacenadas en ellas carnes de animales, secas, pero sanas. Diríase que habían sido cocinadas y tratadas de alguna manera para su conserva, sin conservantes ni colorantes ni nevera. Dio un bocado a una de ellas. Con cuidado fue masticando el trozo. Sabía a carne de barbacoa, sin sales ni azúcares ni condimento alguno. Era carne, seguramente cocinada con fuego, compacta y blanda al masticarla. Su tacto y consistencia le recordó a las chucherías, a esa especie de goma de masticar, a chicle. Las dos estanterías de abajo estaban repletas de ellas. En la de arriba un montón de cuencos, igualmente rojizos y tallados con los mismos o parecidos dibujos de la silla y la mesa. Había tantos y tan diferentes dibujos y formas y jeroglíficos que le era imposible decir cuántos estaban repetidos, pero alguno se repetía.

    Con cuidado agarró un cuenco y miró el interior. Como el agua. Y dio un sorbito, escupiéndolo rápidamente. Su sabor era ácido, quemaba en los labios y la lengua.


    Menos mal que lo he escupido, pensó. Desde luego esta no es forma de probar, me puede pasar algo. ¿Quién sabe la porquería que me habré comido?

    Estaba cansado, muy cansado, por lo que decidió subir al piso de arriba, porque si abajo habían muebles era probable que arriba hubiera una cama.

    Cogió una esfera y la zarandeó y subió los peldaños con cuidado y se introdujo por el hueco que daba entrada a la segunda planta.

    Un montón de artilugios extraños se hacinaban, unos encima de otros. Se extrañó, porque se había hecho la idea que el hombre que construyó tan bellamente la planta de abajo no podía ser tan desordenado. Luego pensó que tal vez no disponía de sitio suficiente, porque eran artilugios de diferentes tamaños, algunos imposibles de colocar en estanterías. Observó que otra escalera subía hasta una tercera planta. Seguía estando muy cansado, por lo que continuó en busca de la cama.

    Mientras ascendía por los estrechos y empinados peldaños se asustó de golpe. No había caído en ello, ¿y si el hombre estaba allí, en la tercera planta, durmiendo? ¿Se enfadaría? ¿Cómo reaccionaría? Pero siguió, se aventuraría. Más tarde, descansado y con tiempo, se entretendría con los extraños objetos de la segunda planta.

    Penetró la cabeza con la esfera en la mano, dando luz a la tercera planta y dio un grito y se le escapó la esfera, que fue a para debajo de una cama donde yacía un esqueleto anormal.

    Se acercó mientras comprobaba que no habían más escaleras y que el techo ya no era rojizo ni tallado con los signos de los otros, sino que de él partían los cuatro enormes nudos pertenecientes a las ramas principales que surgían del inmenso castaño. Otra mesa con otra silla, como la de la primera planta, acompañaba al otro lado de la habitación al lecho donde yacía el extraño esqueleto. No habían estanterías.
    Observó que la mesa daba a un círculo en la pared del tronco. Empujó y la luz de la mañana entró en el habitáculo, apagándose la esfera al instante. Sacó la cabeza y miró al exterior. Estaría a una altura de unos seis metros, por lo que más que copas de árboles vio ramas y un suelo enmoquetado de castañas. Cerró la ventanita redonda y encendió la esfera azulada, con ella veía mejor el interior. Fue hacia el esqueleto.

    Era el primer esqueleto que tenía ante sus ojos. Lo midió a palmos, dándole unos seis palmos, uno suyo medía poco más de veinte centímetros, por lo que debería medir un metro y treinta centímetros de largo. No entendía mucho, pero todo parecía normal, exceptuando un cráneo más estrecho y alargado. Se sentó a su lado, en una cama desprovista de manta y restos de ropa. Sólo la madera tallada, con lo que a primera vista pudo comprobar, dibujaba un sistema solar y una constelación desconocida para él, aunque pocas conocía.

     
    Escrutó la habitación con su luz azulada y acogedora. Volvió a mirar al esqueleto y los dibujos de la cama que el esqueleto no tapaba y se preguntó si eso pudiera ser un extraterrestre. Y se dijo que sí, que era probable, más que probable: las esferas azules, los extraños artilugios de la segunda planta, entre los que destacaba una especie de escafandra; el esqueleto de un ser pequeño con su cráneo estrecho y alargado, la carne, no había que olvidar a la carne y la bebida y los caracteres y los signos y los dibujos y los jeroglíficos y la constelación y el Sistema Solar de la cama. Sí, esto es un extraterrestre, he descubierto un alienígena. Y su ánimo mejoró y subió su adrenalina y se sintió importante.

    Respiró hondo y se acercó la esfera, formando un ovillo con ella y tumbándose a los pies de la cama donde yacía el esqueleto.

    Poco a poco se fue durmiendo mientras pensaba en lo extraño de la situación y que, inexplicablemente, a pesar de la comida almacenada y los cuencos y el ser muerto y descompuesto, no había olido nada raro, sino todo lo contrario, olía como en el exterior, a hierba fresca, a naturaleza.

    Ya estaba a punto de entrar en un sueño de horas, quizás hasta la noche o más, cuando entre sueños también le vino a la cabeza lo raro de que no hubiera insecto alguno en el interior: ni gusanos ni moscas ni cucarachas. Pero el cansancio era tanto, por los esfuerzos, la adrenalina gastada y los cambios sufridos y encontrados, que el sueño venció al miedo y al temor y al hambre y a la sed.

    Se durmió.



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    Carlos durmió muchas horas plácidamente acurrucado con su esfera azulada sobre el suelo cálido del interior del tronco, en la habitación de arriba, la tercera, bajo la cama del esqueleto del extraterrestre. Abrió los ojos y los fijó en un rectángulo apoyado en la pared circular de la habitación. Era del tamaño de un cuadro pequeño, de dos palmos de largo por uno de ancho. Carlos medía casi todo de esa manera, por la extraña razón de que su miembro viril medía un palmo.

    Soñoliento y legañoso cogió el rectángulo. Era blando. Se le dobló al atraerlo hacia él. Tenía el grosor de un cuaderno de escribir. Se lo puso en la palma de la mano y se sobresaltó al iluminarse, quedando rígido, como una pantalla de ordenador que envolvía a su mano izquierda.

    Observó los caracteres y figuras geométricas y jeroglíficos similares a los que habían en la curiosa casa del interior del tronco, pero pronto cambiaron a letras que Carlos entendía perfectamente. Era su idioma, el castellano. Abajo, a la derecha de la pantalla luminosa, parpadeaba en rojo la palabra Entrar.

    Se levantó y dejó la esfera de la luz encima de la mesa. Se giró y observó al esqueleto. Continuaba estirado encima de la cama.

    ¿Dónde iba a estar?, se dijo.

    Abrió la ventana redonda y meó por ella. Era de noche, por lo que calculó que había dormido unas doce horas. Tenía sed y hambre. Bajó las escaleras con cuidado, hasta la primera planta, donde había dejado la mochila con la comida y el agua. Comió y bebió utilizando sólo la mano derecha, porque la pantalla luminosa seguía envolviendo su mano izquierda con la palabra roja e intermitente que decía Entrar.

    Se sentó en la silla, apoyando el codo y el antebrazo en la mesa e inclinando su mano izquierda para una mejor visión de lo que él llamaría un ordenador extraterrestre.

    Abalanzó el dedo índice de su mano derecha sobre la palabra Entrar y la tocó.

    Miles, millones de imágenes aparecían en grande para empequeñecerse hasta formar diminutas imágenes que daban la sensación de caer a archivos diferentes. La velocidad era tal que le fue imposible distinguir a ninguna de ellas. No duró demasiado, en una hora la pantalla se llenó de cuadrados y en cada uno de ellos, un número, hasta treinta. Carlos intuyó que tenía que ver con él, quizás porque treinta eran sus años.

    Antes de apretar el número, porque algo le decía que así descubriría más rápidamente de qué se trataba, recordó el sueño tan extraño que había tenido.

    Soñó que la vida de cada ser se componía de cientos de miles o millones de fotogramas, como una película que contara la biografía de toda la vida de ese ser, y cada fotograma era como una habitación con su largo por ancho por alto, con sus tres dimensiones.

    Apretó el número del cuadrado que marcaba treinta y de pronto comprendió que había acertado. La última imagen era justamente donde se encontraba. Era él, sentado en la silla mirando la imagen del ordenador. La anterior era la de él comiendo, y la otra la de él bajando las escaleras, y meando por la ventana, encontrando el ordenador, durmiendo bajo la cama del esqueleto extraterrestre... Era su vida al revés. Pero si empezaba por el principio podría rememorar toda su vida con un orden perfecto.

    Suspiró, relajándose, mirando a las estanterías con la vista perdida, reflexionando si le apetecía recordar una vida tan aburrida y miserable, tan de perdedor. Rememorar tantos fracasos no le apetecía ni lo más mínimo, ni ver a las novias que le abandonaron, ni a los amigos que se rieron de él ni su nefasta infancia. No, no le apetecía en absoluto.

    Volvió la vista a la pantalla luminosa. Arriba a la izquierda una flecha amarilla parpadeaba. Estaba claro que era para ir retrocediendo los fotogramas de su vida. La apretó y vio la noche del descenso hasta el valle, y apretó y aparecieron los fotogramas del Seat Ibiza, y fue apretando y apretando... Pasaban la aldea, la autopista, la gasolinera... Cientos de imágenes volaban rápidamente hasta que se observó mirando por los cristales de su ventana, viendo entrar a la panadera y la vecina de arriba con su bata rosa y a los niños somnolientos acudir a la escuela. Paró ahí, porque quería ver a su madre. La buscó y la encontró cuando le traía el almuerzo. Sollozó y la acarició con la yema de los dedos, saltando de golpe de la rígida silla, porque al tocarla, de la imagen salieron dos palabras: conservar, borrar.

    Se quedó estupefacto. ¿Qué significaba aquello?

    Lo sabía perfectamente. Estaba seguro que si apretaba borrar, ese trocito de vida suya, ese fotograma del espacio-tiempo de su vida, desaparecería, se borraría de la existencia.

    Volvió a caer en la silla, apesadumbrado. Tenía que meditar, reflexionar sobre las enormes consecuencias que podría conllevar la manipulación del ordenador extraterrestre.

    Deseó que se le desincrustara de la mano el aparto y al instante, como si lo hubiera oído, el aparato le hizo caso y quedó blando y apagado. Lo dejó sobre la mesa y se puso la chaqueta azul marino y saló al exterior del inmenso castaño.

    El intenso frío lo reconfortó, despejándole la cabeza y con ella las ideas.

    Paseó por los alrededores y miró a las estrellas. Millones de ellas titilaban en la lejanía. El olor de la naturaleza y los pequeños ruidos escondidos le hicieron sentirse todavía más a gusto consigo mismo. Era como otro animal escondido. Colocó la linterna bajo la barbilla e iluminó el vaho que emanaba de él. Era otro vaho, uno fresco, de fortaleza, de energía. Apagó la linterna y entró de nuevo en la casa del castaño. Se sentó en la silla y recogió el ordenador extraterrestre y este le envolvió en un instante la mano izquierda y se encendió. Apretó a Entrar y esta vez empezó por el número uno, por su año de nacimiento.

    La primera imagen era la de su nacimiento. La tocó y surgieron las dos palabras: conservar, borrar.

    Tocó la de borrar y al momento los millones de fotogramas que componían su vida quedaron reducidos a uno: al de su momento actual.

    Deseó que se apagara el ordenador y así fue. Lo dejó sobre la mesa y esperó al amanecer, a la luz del día, para escalar el valle y localizar el Seat Ibiza y volver a casa de sus padres.

    No durmió mucho, a penas unas cabezadas, por lo que madrugó. Cogió la mochila y la linterna y cerró la puertecita circular del castaño y se encaminó valle arriba.

    Logró encontrar el coche de su padre y darle la vuelta después de muchas maniobras.

    Bajó despacio el sendero y atravesó la aldea y Jaca y enlazó con la autopista en dirección a su comunidad y a su ciudad y a su barrio.

    Aparcó el vehículo cerca de la casa donde vivían sus padres y les llevó las llaves.

    Llamó a la puerta pensando que quizás se asustarían por una visita a tan altas horas de la noche.

    Abrió su padre, su madre esperaba unos pasos atrás.

    Buenas noches. ¿Qué desea joven?

    Carlos había imaginado la escena, pero al comprobar la realidad, la indiferencia real de sus padres, la indiferencia que sentían hacia él, no pudo contener las lágrimas y sollozando le tendió la mano con las llaves del Seat Ibiza y tartamudeando la dijo:

    Aquí tiene señor, creo que estas llaves son suyas. Perdóneme.

    ¿Me robó usted el coche?

    Sí señor. No tenía donde ir y aproveché que su señora salía a comprar al mediodía para robarles la casa. Cogí trescientos euros de la mesita de noche y las llaves de su vehículo. En él he dormido esta noche. Tenga, el dinero que me ha sobrado. Me gasté un poco. Le aseguro que en cuanto pueda se lo devuelvo. Yo no soy malo, no quise robarles, lo que hice fue por necesidad.

    Los padres se quedaron pensativos ante la sorpresa de la visita de ese joven desconocido para ellos, ese ladrón que parecía tan buena persona. Carlos bajaba las escaleras sollozando cuando oyó la voz de su madre.

    Vuelva joven, no consentiré que duerma en la calle. Esta noche hace demasiado frío y a nosotros nos sobran dos habitaciones.

    Carlos se detuvo, sin saber qué hacer. Pero la dulce voz de su madre insistiendo otra vez le hizo subir las pocas escaleras que había bajado.

    Entró en la que siempre había sido su casa y la de sus padres.

    ¿Que edad tiene hijo? ¿No le molesta que le llame hijo? ¿Treinta? ¡Qué casualidad, justo la que tendría mi hijo! Pero siéntese a la mesa, le traeré un plato de sopa y tortilla de patatas que nos ha sobrado. Y un poco de vino para calentar el cuerpo.

    La madre se fue a la cocina y el padre aprovechó para decirle:

    No le haga mucho caso y no le tenga en cuenta sus rarezas. Nunca tuvimos ningún hijo. Ella se refiere a un aborto que tuvo hace treinta años. Quedamos muy afectados porque el embarazo fue muy bien. El médico nos dijo que no entendía cómo podía haber nacido muerto, que el embarazo había ido de maravilla. Pero ya ve usted, la vida es así. Ya le digo, es una mujer bondadosa y buena donde las halla.

    El vaho de la sopa se mezclaba con el suyo y disimulaba su rostro. Era otro vaho, el vaho del error, de la injusticia que había cometido con sus padres. Pero ya era tarde, ya no podía explicarse sin que lo trataran de loco.

    De camino a su habitación volvió a apenarse al comprobar que ya no habían fotografías suyas ni ningún objeto que le perteneciera. Como si jamás hubiese vivido en esa casa, como si nunca hubiese existido.

    Se echó sobre la cama y antes de dormir rezó por sus padres, por lo que les había hecho. Rezó como nunca y como jamás hizo.

    Carlos se quedó a vivir en la casa de sus padres. Estos le tomaron cariño por lo bien que se portaba, por lo buena persona que era. Pero antes, como hijo, también lo había sido, por lo que le extrañaba ahora que ese señor, el que fue su padre, lo sacara a pasear a la playa y a la montaña y se tomara unas cervezas con él y lo acompañara a buscar trabajo, cosa que consiguió.

    Lo que no pudo conseguir en la vida como hijo, lo había conseguido ahora como un extraño en su casa, en su barrio y en su ciudad.



    Fin.




    Obra finalizada.





     
    #4
    Última modificación: 20 de Marzo de 2013
  5. gabynog

    gabynog Poeta asiduo al portal

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    Muy buen relato, has conseguido que me quede atrapada hasta no llegar al final... Cuantas personas se sienten hoy en día como el protagonista de este relato, la idea "no posee, por lo tanto no vale para esta sociedad" es muy real lamentablemente. Te felicito y te dejo estrellas, que reputación no puedo...
    Gabriela
     
    #5
  6. marea nueva

    marea nueva Poeta veterano en el portal

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    Estimadisimo Evano , ha sido un placer pasear por tus letras , una historia en donde se "exhalan"(en el vaho) emociones y estados de ánimo del personaje algunos más comunes de lo que creemos , un viaje con su tanto de fantasía pero creo que me deja con la idea de como a veces valoramos mucho mas aquello que no hemos tenido o que hemos perdido, por alguna razón a veces es asi. Es bueno creer que se puede volver a empezar.Dejo un abrazo enorme
     
    #6
  7. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Muchísimas gracias Gabriela por su paso, y no se preocupe por la reputación, su lectura y su tiempo son más que suficientes para mí.

    Y tiene usted más razón que una santa, estamos en un mundo materialista que da verdadero asco.

    Se la saluda afectuosamente.
     
    #7
    Última modificación: 9 de Enero de 2013
  8. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    ¡Hola Ethel! me alegro de volver a leerla, y a verla.

    Ha comentado usted de maravilla, esa es la idea, la cual captó extraordinariamente.


    Se la saluda en este año que empieza y se alegra uno de su reincorporación.

    Cinco abrazos y cinco saludos afectuosos.
     
    #8
  9. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Lo acabo de acabar de leer y me ha encantado. Lo que me extraña es que si borrará los recuerdos del "ordenador", no los olvidará él, o por lo menos eso me hizo entender el relato.
    Coincido con Marea; quizás a veces nos da más dolor lo que nunca tuvimos que lo que sí...
    Escribes genial, Évano.

    Un saludete de Samuel.
     
    #9
  10. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    16 de Octubre de 2012
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    Tiene razón, Samuel, quizás debería haberle borrado también los recuerdos a él, pero no era lo importante que quería explicar, sino, como bien habéis dicho tú y Ethel, que a veces no apreciamos lo que tenemos ni nos aprecian a nosotros estendo y viviendo cerca y juntos, por ello decidí dejar en segundo plano al extraterrestre y sus objetos, cosa que por otra parte puedo retomar en un futuro, para otro relato jajajajjaaja.

    Le agradezco muchísimo su tiempo y comentarios y paso a leer algo suyo.

    Saludos Samuel, y a Pisoraca y a Herrera del Pisuerga, sede de la legión Macedonica romana que sometió a los Astures, pero también antiquísima región del pueblo Celta de los Turmogos y poblaci'on que otorga el nombre al Pisuerga... Como verás leí La Wikipedia jajajjajaja.

    Se le saluda.
     
    #10
    Última modificación: 12 de Enero de 2013

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