El río

Los veranos en Villafranca, con mis abuelos, siempre tenían un encanto especial. Los largos día de calor se resolvían en juegos, en aventuras, en pequeñas exploraciones que yo hacía por las huertas próximas y las excursiones al Monte de la Gallina.


Aquella tarde, cuando la abuela Casilda llegó a casa, venía de dar una vuelta por el plantío de frutales, al que se iba acompañada del cerdo de casa que sacaba a pasear para que comiera toda aquella fruta, peras, manzanas, pavías… que caían algo tocadas de los árboles y con las que el cerdo se daba un festín. El gochín, acostumbrado a aquellos paseos, la seguía como un perrillo faldero y llegaban a establecer lazos de afecto que, indefectiblemente, acaban en lloros y disgustos a la hora de la matanza, pues la abuela encariñada con él no quería que terminase hecho jamones y chorizos.


Pues, como os iba contando antes de esta digresión, cuando la abuela llegó a casa me dijo: “Voy a ir a lavar al río. ¿Quieres venir?”. Nunca se me había puesto tan a tiro una aventura y por supuesto dije que sí.


Seleccionó cuidadosamente la ropa blanca, la dobló y la metió en el balde grande de zinc. Se colocó el rodete de tela en la cabeza y subió a ella el balde, cosa que siempre me maravillaba pues parecía abultar tanto el balde con la ropa, como toda ella. En la mano izquierda cogió la taja de madera y el jabón y llevando la mano derecha en la cintura, nos salimos a las calles para llegar al río.


La abuela Casilda era menuda, delgada y bajita, pero risueña y siempre alegre. Vestía de luto, como casi todas las mujeres del pueblo, ya que nunca faltaba un hermano, un primo, algún pariente más o menos cercano que había fallecido y por quien habían de guardarse las formas.


El río era como una fiesta. Había mujeres dispersas por las orillas, afanadas en lavar la ropa. Mientras restregaban en los surcos de la taja las sábanas, cantaban y reían. Se comentaban los últimos cotilleos del pueblo y se ponía voz a las canciones de siempre:


“Que se la lleva el río
que se la lleva el agua,
la cañita y el corcho
con que pescaba…”


La abuela había dado jabón a la ropa y ahora tocaba ponerla al sol para que blanquease. Al cabo de un buen rato, tocaba aclarar y era digno de ver cómo aquella mujer menuda lanzaba las sábanas totalmente desplegadas sobre las aguas del río, que las aclaraba en un instante. Ayudaba yo entonces a escurrir la ropa, que volvía al balde, lista para ir al tendal que había en el patio de casa. Con cierta parsimonia, se aclaraba las manos, limpiaba bien la taja y recogía el jabón.


El camino de vuelta, era alegre y yo siempre pedía a mi abuela que me cantase una canción. Ella me miraba sonriente y preguntaba: “¿Cuál quieres?” y yo respondía: “Esa de la mora que no es mora y la rescata su hermano…”


Me miraba entonces fijamente, como si fuese a reprocharme que nunca cambiase de romance, y en ese instante sonreía y comenzaba:


“El día de los torneos
pasé por la morería
y vi una mora lavando,
al pie de una fuente fría”

 

Una prosa llena de sentimiento, nostalgia y recuerdos. Dicen que recordar es volver a vivir. Debería de estar en prosa de amor porque pueden palparse las emociones entre sus letras. Un placer leerle poeta

 

Ayyyyyyyyyyyyyyy Luís, qué canciones, y qué romances tan musicales y bellos te cantaba tu abuela Casilda mientras hacía la colada en el río, canciones antiguas del folclore popular y transmitidas de padres a hijos y que eran y son el deleite de grandes y de pequeños. A mí me son familiares las cosas que cuentas, pues yo me crié en Montefrío y de pequeñas mi madre los domingos nos llevaba al río de merienda y de camino ella hacía la colada de sábanas y mantelería, y los lavaba en una piedra del río, de esas a modo de tabla y con ciertas rugosidades para arrancar la suciedad a la ropa, luego aclaraba tal como lo hacía tu abuela y en los juncos la echaba para que se secase, antes le untaba jabón, hecho con aceites sobrados, y la ponía a solearse para que se fuesen las manchas más arraigadas en el tejido... mis hermanas y yo mientras jugábamos chapoteando por el río y metiendo renacuajos en una lata para llevarlos a casa y echarlos en una tinaja para el agua de lluvia que tenía nuestra madre en el jardín... ayyyyyyy qué recuerdos me has traído a la memoria con tus sabrosas y bellísimas letras. Disfruto más que un torbellino siempre que te leo querido amigo, un millón de besos para ti colmados de admiración y de cariño.....muáááááaacksssss...y gracias por estos momentos tan evocadores que nos has ofrecido al compartir tu escrito..Isabel.

 

Considero que la infancia es el período de la vida en el cual degustamos el sabor de la palabra libertad. Ver con ojos de niño es un ejercicio que no deberíamos perder con los años y las circunstancias adversas.
Tu relato me recuerda a lo que cuenta mi suegra acerca de su mamá y su vida en el campo argentino. La abuela de mi esposo era gallega y llegó como tantos inmigrantes a mi país.
Todas esas bellas sensaciones se desprendieron y vinieron a mi a partir de tus palabras.
Nunca nos faltes, amigo, que nunca nos falten tus cuentos.
Un abrazo.

 

Gracias Guadalupe por acercarse a este rincón de los relatos. Es un lugar pequeño en el Portal y algo escondido, pero es un rincón magnífico para ejercitar la memoria. Me gusta de vez en cuando recorrer mundos que me tocó vivir y que han ido desapareciendo. Tal vez compartiéndolos, perduren un poco más en la memoria de otras gentes. Un placer tenerte por mis letras.

 

Estos relatos forman parte de mis vivencias. Recuerdo el río, los juncos en las orillas, las pequeñas florecillas blancas de las riberas. Buscábamos piedras planas para arrojarlas sobre el agua, planeando, buscando que rebotaran contra la superficie, tres o cuatro o cinco veces. Y recuerdo oir cantar a las gentes. Cantaban las mujeres en sus ocupaciones, cantaban los hombres en los tajos, se silbaban ritmos de moda cuando se iba por las calles. Era gente más humilde, pero más feliz y más auténtica. Tal vez sea eso lo que me lleva a traerlos de ese rincón perdido de la memoria, o el afán de que otros sepan de aquel modo de vivir.
Me alegra infinito que te haya desertato la memoria de aquellos tiempos de la infancia y que hayas disfrutado con ello. Yo he disfrutado con tu comentario Isabel. Te mando un montón de besos.
Nota: muchos de esos romances los he cantado yo, ya que durante 13 años una de mis ocupaciones era ser cantor de romances medievales y pude llevarlos por los pueblos y por la ciudad de León. Algunos los recordaba de oírselos cantar a mi abuela.

 

Villafranca es un pueblo de León, en el Bierzo, limitando con Galicia. Es una región en la que se habla gallego y las costumbres eran muy semejantes a las de todo el noroeste de España. El lavar la ropa en el río fue algo muy usual hasta hace unos 55 ó 60 años. En los primeros años de mi ejercicio como médico, en muchos de los pueblos que yo atendía, había lavaderos públicos, donde iban las mujeres a lavar. Hoy, vinieron a mí los recuerdos de aquellos días, días largos de verano, cargados de luz, embriagados de aromas de las lavandas en las riberas. Por eso este pequeño cuento. Ojalá hayas podido pasearte por esas veredas y escuchar a las gentes cantar. Yo, todavía canto cuando camino por las calles o voy silbando, aunque los demás me miren como un bicho raro. Felices día Cecy. Un beso con todo cariño.