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El secreto del amontillado (basado en un cuento de Edgar Allan Poe)

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por danie, 25 de Septiembre de 2016. Respuestas: 3 | Visitas: 960

  1. danie

    danie solo un pensamiento...

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    Todos los años en Andalucía se festeja la vendimia y este año la producción fue muy fructífera para el tonelero Delucas. Este produjo un vino borgoña exquisito en cuerpo y sabor. Una bebida genuina y muy distinguida que le permitió llevar su cosecha a ser una de las de mejor calidad, compitiendo cabeza a cabeza con los mejores vinos del mundo y llevándose holgadamente el primer lugar de todos los viñedos de Andalucía. Pero lo que muchos ignoraban era que Delucas tenía un secreto para elaborar tan fino borgoña. Un secreto oscuro y retorcido.

    Delucas siempre fue un proletario con algo de fortuna, y digo algo porque no eran muchas las riquezas que este tenía ni tampoco eran suficientes para permitirle alejarse de sus tareas laboriosas que le requería el viñedo. Delucas poseía en su haber un par de acres, una bodega con aproximadamente cien toneles y distintos tipos de vinos, desde el cabernet hasta el más fino borgoña de mesa, y una casa amplia en la que vivía. El dinero que Delucas guardaba no era mucho, pero alcanzaba para una digna jubilación en un par de años, o por lo menos eso era lo que él ansiaba. Todo eso lo había conseguido con su trabajo, con el sudor de su frente bajo el candente sol de tantas tardes de verano, jamás tuvo la suerte de heredar nada salvo el antiguo tonel de amontillado que pasó de generación en generación. Sus manos curtidas y gastadas por las cosechas mostraban que Delucas nunca nació en cuna de oro.

    A pesar de tener la edad de 60 años, Delucas tenía facilidad con las mujeres, y en especial con las más jóvenes. Aunque se rumoreaba en el viejo pueblo de Andalucía que todas esas mujeres que pasaron por la vida del tonelero lo hicieron por la pequeña fortuna que tanto trabajo le costó.
    Delucas se casó dos veces, y tuvo muchas amantes. Con la primera mujer enviudó después de doce años de casado y con la segunda, bueno, lo qué pasó con la segunda mujer es un verdadero misterio.

    Nadie sacó nunca el tema de su segunda mujer, pero se comenta por lo bajo que desapareció de la noche a la mañana, algunos dicen que se fugó con un joven comerciante y otros, bueno, otros son más sinceros y dicen que la mujer sufrió un trágico destino; pero entre todos los rumores no hay nada certero o comprobable.

    Podríamos decir que esta historia comenzó cuando el tonelero conoció a Elizabeth, su segunda mujer oficial, una joven de veinticinco años. Viendo la avanzada edad de Delucas, muchos que no lo conocían podían pensar que Elizabeth era su hija y no su mujer. Y por su eficaz belleza oportunidades de sobra tenía Elizabeth frente a los foraños y mercaderes que visitaban la tierra de Andalucía en épocas festivas. Con la escusa de pedir la mano de su, supuesta, hija siempre llegaba algún galante caballero que invitaba a bailar a Elizabeth. Delucas, nunca le decía a esos extraños que era el marido, él solamente dejaba que la joven Elizabeth baile un poco con aquellos jóvenes, ya que él mismo nunca la podía sacar a bailar por su enfermedad de artritis en las piernas. Pero siempre lo hacía controlando muy de cerca la situación y viendo que en ningún momento pasara a ser algo más fogoso que un baile. Si eso ocurría, si veía que había algún roce íntimo o intento de aproximación a los labios de Elizabeth, Delucas se paraba para expulsar a aquel extraño de la fiesta.

    Aunque Delucas no lo admitía, y a pesar de dejar muchas veces que Elizabeth bailara con los jóvenes, era extremadamente celoso. Era una labor difícil para Delucas aplacar sus celos cuando veía a Elizabeth riendo y bailando con aquellos jóvenes. Pero él sabía sobrellevarlo pensando que, debido a su edad avanzada, no podía satisfacer todas las necesidades de diversión de la joven mujer, y quería que Elisabeth por momentos llevara una vida normal, una vida que cualquier joven le podría dar y nunca un viejo como lo era él.

    En las fiestas de la vendimia de Andalucía, los mercaderes de otras tierras poblaban la región. Estos llegaban para generar un libre comercio haciendo una especie de trueque con los toneleros por el vino. Los mejores productores de los viñedos de Andalucía se beneficiaban con esta actividad, ya que a ellos no les costaba nada cambiar algún tonel por otros objetos que ellos necesitaban. Debido a estos movimientos las hosterías muchas veces estaban colmadas y a los comerciantes no les quedaban otra que dormir algunas noches en sus carretas. Otros tenía un poco de suerte y disfrutaban de la cómoda hospitalidad de la casa del Sr. Delucas.

    Delucas no tenía problema en hospedar a algún que otro mercader en su hogar, disfrutaba de la compañía de alguien que recorría el mundo, y personas así siempre tenían historias interesantes que narrar, por otro lado Delucas sacaba provecho en doble partida ya que los mercaderes se interesaban en el intercambio de objetos muy necesarios por el delicioso vino del tonelero. Así Delucas, en una ocasión, llegó a intercambiar un solo tonel de borgoña por cuatro vestidos de Chanel para su amada, un par de sogas para atar, herraduras para sus caballos, cuatros costales de trigo y una navaja suiza multifunción. Un negocio redondo para el dueño de la vendimia.

    Un par de noches antes de la famosa fiesta de la vendimia que se celebró este año, Delucas hospedó en su hogar a un comerciante.
    Estaba sumamente interesado en concretar algo con este sujeto ya que le ofrecía cosas que ningún otro comerciante antes le había ofrecido, y a su vez el joven comerciante estaba interesado en los toneles de vino y en alguna otro cosa que Delucas no vendía, pero si cuidaba como un gran tesoro. Y eso era su joven mujer Elizabeth.

    Así, en la cena, Delucas ya podía percibir un cierto brillo en la mirada de Elizabeth, y a su vez una intensa insinuación en el joven mercader por la bella mujer.
    El mercader se llamaba John, y era un hombre culto y de mundo, todo un caballero y principalmente, como una cualidad muy loable para los ojos y el deleite de Elizabeth era la juventud y la gallardía de tal señor.
    A diferencia de la tosquedad y rudeza de Delucas (costumbres que obtuvo por sus labores de campo), John era sutileza y sofisticación (prácticas obtenidas por la educación de la ciudad). Y Elizabeth llegó a un grado de admirar completamente a John, no sólo admirarlo sino también enamorarse de él. Para Elizabeth el concepto de amor a primera vista existía y lo veía posible en John.
    Pero había algo que no tenían en cuenta los jóvenes amantes, y eso era la capacidad de percibir la atracción sentimental de los jóvenes por parte del viejo y sagaz Delucas.
    Delucas conocía de sobra las artimañas de los jóvenes, y tenía una gran capacidad; como una especie de un sexto sentido, para saber cuándo lo estaban engañando. Y en ese caso no sería la excepción.

    Un tarde, Delucas llegó antes de las tareas de la campiña y se quedó detrás de la puerta escuchando la plática de los jóvenes.

    —Querida, ven conmigo. Seremos felices, allá, en la ciudad.

    —No sé, amor mío. Mi marido es muy celoso, si se entera que me fugue contigo, no nos dejará tranquilos. Él es capaz de perseguirnos hasta el fin del mundo.

    —Pero no es justo, mi amor. No es justo que pierdas tu juventud al lado de ese vejestorio. Y por otro lado, yo te amo. Yo te necesito para ser completamente feliz.
    Pero, espera un momento, ya tengo la solución. ¿Ese viejo ha amasado una pequeña fortuna, no?

    —Sí, es así. Tiene un dinero ahorrado para su retiro.

    —¿Y tú sabes dónde lo guarda?

    —Sí, en una pequeña bóveda que está escondida en la bodega. Pero, no comprendo qué pretendes.

    —¿Y la llave de esa bóveda?

    También está en la bodega, escondida debajo de su barril de amontillado, herencia de sus bisabuelos. ¡Pero, qué pretendes?

    —Pues es sencillo, mi amor. Con ese dinero nos podremos ir muy lejos, no necesariamente a la ciudad sino a otro lugar, incluso fuera del país. Y tu marido no sabrá a dónde fuimos, nos podrá buscar pero no nos encontrará nunca.
    ¿Qué dices mi amor, lo hacemos? ¿Le robamos al viejo ese dinero y nos vamos juntos, muy lejos?

    Delucas se quedó atónito, intentando oír con precisión toda la conversación, y en el momento que su mujer tenía que contestar a tan tremenda pregunta se sumergió en un abismo de desconsuelo y frustración.

    —No, no sé si podría funcionar.

    —Claro que funcionará, si lo hacemos bien. Será el robo perfecto mi amor, y nos iremos lejos a disfrutar.

    —Bueno, pero lo debemos hacer bien. Nada a la ligera, debemos planearlo bien.

    Ese “bueno, pero lo debemos hacer bien” que respondió su mujer se quedó marcado en la mente de Delucas, y fue como una terrible puñalada en el pecho del viejo hombre.

    Inmediatamente después de oír aquellas palabras las sospechas de Delucas se volvieron firmes certezas y el tan temible temor de ser engañado, ese temor que siempre tuvo con todas sus jóvenes amantes se volvió con pasos agigantados una ira insostenible.
    Y lo peor que pensaba Delucas era que su mujer no estaba contenta con solamente engañarlo, sino también pretendía abandonarlo y robarle la pequeña fortuna que tanto trabajo le costó. Esa fortuna, que ella sabía bien, que para él significaba su retiro.
    Así los rumores del pueblo se le cruzaron por la mente, y bien recordó las habladurías de los otros viejos de la taberna que decían que las jóvenes mujeres que a él lo acompañaban lo hacían por sus pequeñas riquezas. Eso, Delucas, lo podía haber creído de algunas de sus amantes, algunas que no duraron un completo romance, pero jamás lo podía haber creído de su esposa Elizabeth, hasta ese momento y su tremendo trago amargo de desilusión.

    Así con el chasco de la decepción Delucas bajó a la bodega, destapó uno de sus borgoñas y comenzó a beber. A pensar y a beber. Y con cada copa de vino tinto el amor que tanto tenía por Elizabeth se volvía un poco más de odio y dolor.
    Dicen que los pesares sentimentales del corazón no duelen, pero sumergido en un mar de confusión, de necedad, de incredibilidad, de impresiones que nunca antes había sentido, Delucas pudo comprobar que tan equivocado está ese dicho.
    Y así mientras bebió una botella, dos, tres, cuatro… , y a pesar de tener una gran resistencia a la bebida, pudo terminar en un estado absoluto de embriaguez; fue entonces cuando se le ocurrió una oscura idea para solucionar aquel problema marital. Una idea tenebrosa y no muy racional, pero que satisfacía todas esas penosas emociones que tenía. Así Delucas conoció por primera vez en su vida el dulce sabor de la venganza.

    Al atardecer siguiente esperó al mercader que volviera de uno de sus recorridos, y lo hizo con un par de botellas de sus mejores toneles. Sabiendo que John nunca despreciaría una oportunidad para tomar un buen vino, apenas entró por la puerta lo invitó a beber con él.

    —Venga, amigo, vamos a celebrar —le dijo Delucas al mercader que para nada esperaba la presencia del tonelero en el hogar, por lo menos no lo esperaba hasta la noche que es cuando regresaba este de sus tareas laborales.

    —¿Usted, hoy, no fue a trabajar en la vendimia? —le dijo John algo sorprendido.

    —No, estimado, hoy yo no fui. Tuve que solucionar algunos asuntos en el hogar.

    —Ah, no me diga. Es bueno tomarse un tiempo para descansar después de tantos días de ajetreada labor. Y dígame, ¿pudo solucionar sus asuntos?

    —Por supuesto, amigo, pude solucionar esos asuntillos— dijo Delucas con una sonrisa irónica en el rostro.

    —Y dígame: ¿qué es lo que ahora tenemos que celebrar?

    —Pues, verá: primero que pude solucionar esos asuntos y segundo la liberación, estimado. Y no hay nada mejor para celebrar que el dulce sabor de un buen vino. ¡Venga, tome conmigo! Tengo las mejores botellas de vino listas para que usted las deguste.

    John no entendía para nada de lo que le hablaba el tonelero, pero no iba a desaprovechar la oportunidad de beber de varios tipos de vinos de textura y sabor exquisitos, por el otro lado Delucas conocía bien la debilidad de John por el vino y sabía que este no era un gran bebedor, su tolerancia al alcohol no era la misma que la del mercader, con facilidad después de beber varias botellas de vino John estaría completamente ebrio antes que el tonelero. Esto lo sabía bien debido al primer día que este llegó al hogar y ahí pudo comprobar que ya no podía hilvanar una correcta oración después de la cuarta copa de vino.
    Así bebieron dos botellas en la cocina de la hacienda y después se dispusieron a bajar a la bodega para que el mercader pueda conocer el secreto familiar del amontillado, ese tonel especial que le daba un sabor genuino a cada una de las demás botellas.

    —Venga, acompáñeme, vamos a la bodega. Ahí tengo uno de mis más preciados secretos— le dijo el tonelero palmeándole la espalda al mercader.

    John aún no sospechaba nada de lo que tramaba el tonelero, pero ya estaba algo entonado por las anteriores botellas de vino, y por lo tal al principio se negó a continuar bebiendo. Prácticamente nada le costó a Delucas convencer a John de que beba un par de botellas más y que baje con él a la bodega.

    —Hombre, acaso me va a negar que no le interesa saber cómo hago esta exquisitez. ¿O acaso aún no quiere probar el merlot o el caverne du pont d'arc?

    —No, no es eso señor. Es que siento que bebí demasiado. Pero igual le confieso que siento mucha curiosidad y no me hará nada beber un poco más. Siempre y cuando tenga tan buenos vinos como este.

    —Aún mejores, amigo, mejores que estos. ¡Venga conmigo! —exclamó Delucas con la satisfacción marcada en el rostro.

    —Dígame señor, no la vi a Elizabeth. ¿Dónde está? —le preguntó John al tonelero mientras bajaban por la escalera con forma de caracol hasta la bodega.

    —No se preocupe joven, ella en un rato estará con nosotros. Sólo fue a la casa de una amiga, pero le prometo que en un rato disfrutaremos de su compañía— inmediatamente, como cambiando el tema, continuó
    Deluca —venga que va a disfrutar de todos esos vinos que le comenté, y usted será el único que conocerá el secreto de la familia.

    El comerciante y el tonelero caminaron por toda la extensa bodega, parando en cada tonel para disfrutar de una jarra de delicioso vino.

    —Pruebe la textura, el aroma, los diferentes sabores. Saboree, estimado— decía el tonelero cada vez que se encontraban con un barril de otro tipo de vino.

    Así anduvieron un largo trecho, y para entonces, a John le costaba hablar o seguir el paso por todo lo anteriormente bebido.
    —Venga que aún le falta beber de ese último barril, ese barril que contiene el secreto de la familia—le dijo el tonelero señalando al final del recorrido un viejo tonel de amontillado.

    —Sabe usted, esta bodega es muy extensa, también es fría y húmeda—dijo John como intentando abrigarse con las manos.

    —Pues, así lo es estimado. Disculpe mi estupidez, le tendría que haber advertido de las condiciones precarias de la instalación, por lo menos para que traiga consigo un abrigo extra. Pero ya que estamos aquí no se va a volver atrás. Aún tiene que probar del secreto de la familia.

    —Obviamente que no, claro que no. Aunque estoy bastante tomado, aun quiero probar de ese amontillado que tanto me ha hablado.

    —Sí, sí… Pero mientras degustamos de este tonel le quiero comentar algo: ¿Sabe que esta bodega se construyó sobre las ruinas de una prisión colonial?

    —No, señor. No lo sabía.

    —Aún hoy, ahí, detrás del viejo tonel de amontillado, se pueden encontrar en el muro los grilletes con los que encadenaban a los prisioneros. Muchas veces los dejaban todo un día sin comer ni beber una gota de agua, para que luego estos confiesen sus crímenes.

    —Lo que me cuenta es realmente terrible —dijo John con cara de espanto por el relato que le estaba contando Delucas.

    —Sí, sí… Lo es. Usted no puede imaginar las torturas de mediados del siglo XVI que se efectuaron en este mismo lugar. Pero, beba hombre. Tómese otra jarra más de amontillado. ¿Qué tal le parece el vino?

    —Es realmente bueno. Es magnífico.

    —Tome, beba. Beba, que usted nunca conseguirá probar otro vino como este. Con sólo poner un par de gotas de este tonel sobre cualquier vinacho logro mejorarlo a un cien por ciento en textura, aroma e incluso en sabor. ¡Este viejo tonel es el secreto de mi familia!

    Así mientras Delucas le contaba la historia del amontillado y también la de la antigua prisión que antes era una parte de su actual bodega, el mercader simplemente bebía una y otra jarra más del exquisito vino hasta llegar a no poder más mantenerse en pie.

    —Hombre, parece que ha bebido mucho.

    —Sí… ¡Estoy mal!

    —Descanse por favor, repose un momento, acá, sobre este muro —le dijo el tonelero al mercader ya completamente ebrio.

    El mercader descansó, durmió apoyado en aquel muro aproximadamente una hora, pero cuando logró abrir los ojos se encontró que estaba sujeto por los grilletes a aquel frío espacio al final de la bodega.

    —¡Delucas! ¡Delucas… qué está haciendo, por favor?—dijo alertado el mercader mientras veía al tonelero levantar una pared de ladrillos como forma de cárcel para encerrarlo ahí. Pero ante las preguntas del asustado mercader, Delucas sólo respondía con silencio poniendo otro ladrillo más a la pared.

    —¡Delucas… por qué me hace esto? Ah, ya sé. Es una broma, ¿no? Una muy buena broma por no saber beber, ¿no? Créame que ya me asusté mucho, y ya aprendí mi lesión. ¡Libéreme Delucas, no voy alardear más de ser gran bebedor!

    Pero el tonelero en silencio seguía colocando los ladrillos de aquella habitación.

    —¡Delucas… por favor, contésteme! ¿Qué es lo que está haciendo? —gritó sumamente asustado el mercader, y de inmediato hizo una pausa y continuó —¿Es… por lo de su mujer?

    Pero el tonelero seguía con su labor en silencio.

    —¡Pero, usted, no puede dejarme acá, completamente solo y encerrado!—dijo a modo de ultimátum el comerciante.

    Delucas miró fijo al mercader y le dijo —Pero usted no estará solo. Ustedes; mi mujer y usted, querían estar juntos por siempre. Y ahora tienen la oportunidad de estarlo. ¿Recuerda que le comenté, que no se preocupe, que pronto disfrutaremos de la compañía de Elizabeth? Bueno, ella está con nosotros. Ahí, dentro del tonel de amontillado se encuentra su querida amada.

    Así Delucas sumergió su brazo dentro del barril para mostrarle a John la cabeza de Elizabeth que lo acompañaría por toda la eternidad detrás de aquel muro.

    —Que descanse, ¡descanse en paz, estimado! —dijo Delucas mientras ponía el último ladrillo de esa prisión eterna que albergaría a aquel joven comerciante.

    —¡In pace requiescat! —repitió nuevamente, pero en latín, Delucas y se marchó.

    Fin.
     
    #1
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  2. Lourdes C

    Lourdes C POETISA DEL AMOR

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    Ay pero que terrible historia y hasta corta se me hizo pues tan pronto como empecé a leer no pude detenerme sino hasta el final te felicito por tu gran talento. Saludos y Bendiciones.
     
    #2
  3. Lourdes C

    Lourdes C POETISA DEL AMOR

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    Regreso a leer tu relato pues es una historia
    muy interesante. Es triste pero bien escrita.
    Saludos y Bendiciones.
     
    #3
  4. danie

    danie solo un pensamiento...

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    Gracias, Lourdes. Lo que encierra el cuento (la idea misma con su trama y su final) se basa en una historia de Edgar Allan Poe “El tonel de amontillado” o sea que el mérito por todos sus derivados o incluso por la misma historia le corresponde al maestro del suspenso y el terror, que fue Poe.


    Te dejo abajo la obra de Poe para que si deseas puedas leerla.

    Un abrazo.


    El tonel de amontillado (Edgar Allan Poe)



    Había yo soportado hasta donde me era posible las mil ofensas de que Fortunato me hacía objeto, pero cuando se atrevió a insultarme juré que me vengaría. Vosotros, sin embargo, que conocéis harto bien mi alma, no pensaréis que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba definitivamente decidido, pero, por lo mismo que era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido.

    Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena disposición. Tal como me lo había propuesto, seguí sonriente ante él, sin que se diera cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la idea de su inmolación.

    Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre de respetar y aun de temer. Enorgullecíase de ser unconnaisseuren materia de vinos. Pocos italianos poseen la capacidad del verdadero virtuoso. En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se adapta al momento y a la oportunidad, a fin de engañar a los millonarios ingleses y austriacos. En pintura y en alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas; pero en lo referente a vinos añejos procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en este sentido; experto en vendimias italianas, compraba con largueza todos los vinos que podía.

    Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura más extrema, cuando encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había estado bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me pareció que no terminaría nunca de estrechar su mano.

    -Mi querido Fortunato -le dije-, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué buen semblante tienes! Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas.

    -¿Cómo?,-exclamó Fortunato-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mitad de carnaval…!

    -Tengo mis dudas -insistí-, pero he sido lo bastante tonto como para pagar su precio sin consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio.

    -¡Amontillado!

    -Tengo mis dudas.

    -¡Amontillado!

    -Y quiero salir de ellas.

    -¡Amontillado!

    -Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico, es él. Me dirá que…

    -Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.

    -Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo.

    -¡Ven! ¡Vamos!

    -¿Adónde?

    -A tu bodega.

    -No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y Lucresi…

    -No tengo nada que hacer; vamos.

    -No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro. Las criptas son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre.

    -Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado.

    Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.

    No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar alegremente el carnaval. Como les había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes expresas de no moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas les hube vuelto la espalda.

    Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le conduje a través de múltiples habitaciones hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de caracol, mientras yo recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo y pisamos juntos el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.

    Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles de su gorro.

    -El tonel -dijo,

    -Está más delante -contesté-, pero observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas.

    Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su embriaguez.

    -¿Salitre? -preguntó, después de un momento.

    -Salitre -repuse-. ¿Desde cuándo tienes esa tos?

    El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios minutos.

    -No es nada -dijo por fin.

    -Vamos -declaré con decisión-. Volvámonos; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario, te enfermarás y no quiero tener esa responsabilidad. Además está Lucresi, que…

    -¡Basta! -dijo Fortunato-. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de un acceso de tos.

    -Ciertamente que no -repuse-. No quería alarmarte innecesariamente. Un trago de este Medoc nos protegerá de la humedad.

    Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la misma clase colocada en el suelo.

    -Bebe -agregué, presentándole el vino.

    Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo un gesto familiar, mientras tintineaban sus cascabeles.

    -Brindo -dijo- por los enterrados que reposan en torno de nosotros.

    -Y yo brindo por que tengas una larga vida.

    Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.

    -Estas criptas son enormes -observó Fortunato.

    -Los Montresors -repliqué- fueron una distinguida y numerosa familia.

    -He olvidado vuestras armas.

    -Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.

    -¿Y el lema?

    Nemo me impune lacessit.

    -¡Muy bien! -dijo Fortunato.

    Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimulado también mi fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales aparecían también toneles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.

    -¡Mira cómo el salitre va en aumento! -dije-. Abunda como el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos… Ven, volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos…

    -No es nada -dijo Fortunato-. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de Medoc.

    Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciólo de un trago y sus ojos se llenaron de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en una forma que no entendí.

    Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

    -¿No comprendes?

    -No -repuse.

    -Entonces no eres de la hermandad.

    -¿Cómo?

    -No eres un masón.

    -¡Oh, sí! -exclamé-. ¡Sí lo soy!

    -¿Tú, un masón? ¡Imposible!

    -Un masón -insistí.

    -Haz un signo -dijo él-. Un signo.

    -Mira -repuse, extrayendo de entre los pliegues de miroquelaureuna pala de albañil.

    -Te estás burlando -exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos-. Pero vamos a ver ese amontillado.

    -Puesto que lo quieres -dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato, que se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban.

    En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes se habían apilado restos humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los huesos se habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía haber sido construida sin ningún propósito especial, ya que sólo constituía el intervalo entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y formaba su parte posterior la pared, de sólido granito, que las limitaba.

    Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en lo hondo del nicho. La débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.

    -Continúa -dije-. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi…

    -Es un ignorante -interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas colgaba una cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos segundos para aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.

    -Pasa tu mano por la pared -dije- y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis servicios.

    -¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción.

    -Es cierto -repliqué-. El amontillado.

    Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he hablado. Echándolos a un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero. Con estos materiales y con ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.

    Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez de Fortunato se había disipado en buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la segunda hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios minutos, durante los cuales, y para poder escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí encerrada.

    Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de aquella forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por cesar.

    Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba por colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me costó reconocer la del noble Fortunato.

    -¡Ja, ja… ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto… una excelente broma…! ¡Cómo vamos a reírnos en elpalazzo… ja, ja… mientras bebamos… ja, ja!

    -¡El amontillado! -dije.

    -¡Ja, ja…! ¡Sí… el amontillado…! Pero… ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán esperando en elpalazzo… mi esposa y los demás? ¡Vámonos!

    -Sí-dije-. Vámonos.

    Por el amor de Dios, Montresor!

    -Sí -dije-. Por el amor de Dios.

    Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:

    -¡Fortunato!

    Silencio. Llamé otra vez.

    -¡Fortunato!

    No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace!

    FIN
     
    #4
    Última modificación: 30 de Septiembre de 2016

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