El Trovador

A la menor desconfianza, aquel trovador de amplio semblante fruncía su odioso ceño. Y daba tumbos por la menguante alcoba. Donde hacía un minuto había hecho el coito con una gorda matrona. Maquinaba el músico de medievales melodías el modo de cómo lanzarse por la lucrativa ventana de melosa celosía. Y, así, terminar sus insomnes noches con el cuerpo destrozado. Y en reguero de obscura sangre descansar por fin. En muerte perruna en una calzada de la esplendorosa Florencia. Pero no se atrevía. Se calzó sus diminutos pies y, cogiendo unas llaves de llama laureada, abrió la habitación. Bajó por las podridas escaleras y salió al exterior. Ni un solo ser viviente paseaba a esas horas de la obscuridad sagrada por las avenidas. Empecinadas de aire lascivo y aroma a dulce vino de bodega. Deambuló sin parar. Hasta que, cuando ya amanecía, se topó con la matrona. La cual, le miró fijamente a aquellos azules ojos. Mientras el trovador dejaba caer su instrumento para girar loco en una espiral de lujuria y éxtasis sin fondo. Donde ya se fundirían ambos cuerpos en una esencia reverdecida de savia brutal. Cayendo por fin sobre ellos la losa ardiente de la vil defunción.