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El Veneno del Alacrán (El Paciente)

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por Christian Jiménez, 26 de Octubre de 2015. Respuestas: 1 | Visitas: 802

  1. Christian Jiménez

    Christian Jiménez Poeta recién llegado

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    Hombre
    Miércoles, 12 de Septiembre de 1.979


    La doctora Verónica Navarro salía de su Citroën color aceitunado, con una tranquilidad propia de ella. Siempre se había mantenido en calma cuando tenía que visitar uno de esos lugares, y ese día no iba a ser una excepción.

    Se dirigía a la entrada de un centro psiquiátrico, con el paso firme y sujetando su bolso de cuero marrón y unas capetas que solía rellenar cuando acababa sus investigaciones. Por aquella época tenía veintiocho años, y rebosaba juventud. Saludaba correctamente a todos los encargados, celadores y tipos con los que se iba encontrando por los diversos pasillos del edificio. Era un lugar bastante antiguo, edificado veintinueve años atrás, pero se conservaba bastante bien. Su fachada de ladrillo rojo no había sufrido imperfecciones de ningún tipo, y sus cimientos parecían capaces de aguantar otros veinte años.

    En unos segundos se ubicó en el despacho del director, el Sr. Ricardo Pacheco. Era un tipo alto, con una buena planta, de pelo canoso y un rostro muy definido, a pesar de sus cincuenta y ocho primaveras, que transmitía seguridad. Éste se hallaba dentro, ojeando un libro del psicólogo Sigmund Freud, sentado en el borde de su bonita mesa de madera de roble. En cuanto vio a la chica se levantó y la saludó: —Buenos días, Verónica—le estrechó la mano y se volvió a sentar en el mismo sitio.

    —Hola, Ricardo.

    —¿Ha leído alguna vez a Freud?—preguntó, mostrándole el libro.

    —Claro—sonrió educada.

    —La verdad es que no me impresiona. Yo me considero más de Jung. Siempre he creído que el inconsciente es una zona mucho más profunda...una realidad colectiva. Las diferentes funciones psíquicas constituyen una totalidad orgánica—mientras efectuaba sus dilucidaciones se movía cogiendo una serie de papeles que tenía en su mesa. Luego se los dio a la señorita, que esperaba muy paciente, acostumbrada a las evidencias de petulancia de aquel hombre.

    —¿Y esto?

    —Bueno, ¿no habrá venido sólo para verme criticar a filósofos de renombre, verdad?

    —Pero esto es…un expediente de Pablo Anaya…de mi…

    —Sí, de su Pablo, de su querido Pablo—interrumpió sonriendo.

    —No diga eso—pidió, sin llegar a molestarse.

    —La mitad de los que trabajan aquí creen que ustedes dos tienen algo.

    Ella se sonrió y miró a otro lado, para ocultar su vergüenza: —Pues están muy equivocados.

    —Yo no he dicho nada, que quede claro.

    —Vengo como cada dos semanas, para ver cómo está.

    —Y me parece muy bien—Ricardo salió del despacho y comenzó a andar por el pasillo, seguido por la joven—. Usted ha sido la única que ha tenido narices para hablar con ese desgraciado.

    Verónica reconocía los papeles que le habían sido entregados: —Pues aquí veo una buena conducta.

    —Sí, eso es lo que me preocupa…bueno, lo que nos preocupa.

    —¿Y eso?

    —Tengo un presentimiento.

    —¿Uno malo o uno bueno?—bromeó.

    —Más malo que bueno. Ese tipo, cuando está en silencio durante un tiempo, inmediatamente después, le da por montar algún escándalo. Se dice mucho, ¿verdad? La calma que precede a la tormenta.

    —Yo soy de las que prefieren tener un poco de fe en la Humanidad.

    El Sr. Pacheco se detuvo en seco: —So yo tuviera fe en la Humanidad no estaría aquí.

    —Ayudé a ese hombre a tenerla…de algo sirve, ¿no?

    —Nunca olvide lo que es…

    —No lo olvido.

    —No lo olvide. Un psicópata, un despiadado cabronazo. Por muy...erudito que sea, no debe dejar que sus palabras le confundan.

    Verónica no perdió su atractiva sonrisa: —¿Por qué siempre que vengo me tiene que recordar eso?

    —Pues, precisamente por eso, para que lo recuerde.

    Bajaron unos cuantos pisos, y cada vez que bajaban se hacía más la oscuridad. Era como si penetraran en las mismísimas entrañas del Infierno. Pero a Verónica no le asustaba aquel ambiente.

    Llevaba estudiando psicología desde los diecisiete años. Le apasionaba ese mundo, y toda la gente que estaba metida en él; para algunos eran desequilibrados, o psicópatas, o simples desgraciados que querían llamar la atención, pero para ella eran seres fascinantes. Había estado ejerciendo la práctica desde hacía poco tiempo, gracias a que su profesor de universidad propuso a la clase que estudiara el perfil psicológico de un asesino. Verónica fue directamente al centro psiquiátrico más cercano. Allí conoció a un variopinto grupo de personajes, desde esquizofrénicos con trastornos de personalidad hasta gente que hablaba con las paredes, pero el que más le cautivó fue un tipo en especial:

    Pablo Anaya había sido escritor, psicólogo, había trabajado para la policía durante tres años y se consideraba un ferviente naturalista y pintor. Pero su vida le dio un vuelco a los treinta y siete, en diciembre de 1.970, cuando su esposa murió. Un tipo que estaba borracho la embistió indeliberadamente con su coche tras una noche de juerga. Ella murió a los pocos días. Hubo una rueda de reconocimiento, hubo un juicio, aunque Anaya no descubrió su rostro para que aquel hombre no le viera; no quiso hacerlo y persuadió al juez. Pero, por falta de pruebas, o por encontrarse bajo los efectos del alcohol, el culpable sólo tuvo que pagar una multa…y nada más. Pablo se enfureció con todo el mundo, entró en cólera con la sociedad. Juró que se vengaría, pero nunca tuvo las agallas suficientes para ir en serio a por aquel individuo. En lugar de eso se retuvo en su casa durante cinco meses, teniendo pesadillas horribles, sin dejar de pensar en su esposa y en el despreciable que la había atropellado. Debía de entregarle a su editor, un tal Sr. Enrique Clemente los capítulos de un supuesto libro que estaba escribiendo, pero no pudo hacerlo. Éste estuvo esperando tres semanas, y ya no aguantó más. Últimamente había tenido muchos problemas con Pablo, así que se cansó de seguir respaldándole.

    Ese fue el primer hombre al que Pablo asesinó. Terminada su afición por la escritura no le quedó nada más, sólo el recuerdo de una vida mejor. Mató a Clemente de forma brutal; primero le rajó la garganta, le hizo un torniquete en ésta para detener la hemorragia y que él durara más con vida, y luego le quemó vivo. El siguiente fue el juez que se ocupó del caso de su mujer. Anaya fue a su domicilio. El magistrado encontró a su pastor belga sobre la alfombra del salón sin vida. Pablo le sorprendió y le ató a una silla, le metió las manos en dos cubos que estaban llenos de ácido, y luego, según la historia, comenzó a dibujar el “San Agustín en su Celda”, de Sandro Botticelli, en su pecho, usando un pincel que sumergía en el ácido. Más tarde, sus demonios le persiguieron sin descanso. Matar le parecía una manera perfecta de canalizar su tan acumulada ira. A una paciente la descuartizó cuando ésta le hablaba de sus problemas matrimoniales; esa fue la última mujer que mataría...

    Desde entonces, fue acusado de unos cuantos asesinatos más hasta que se entregó en agosto de 1.971 y fue recluido en la prisión psiquiátrica de San Nicolás de Vermeer. Y allí seguía, con cuarenta y seis años, confinado y sin saber nada del mundo exterior, aunque pudiera ver la televisión y leer los periódicos que le iban dando. En el tiempo que había estado encerrado había acabado con la vida de once ingresados, tanto directa como indirectamente.

    Se había convertido en un caso especial. Varios estudiantes de psicología de universidades habían ido a aquel centro y habían contemplado con sus ojos a aquel maestro del crimen. Verónica se tomó en serio su estudio y se graduó con matrícula. Entonces ayudaba a un doctor en psicopatía para tratar enfermedades graves de demencia o neurastenia, y uno de sus objetivos fue su “querido” novelista, pintor, naturalista y psicólogo Pablo Anaya. Todo eso era lo que ella sabía, y aquella era una de tantas veces que iba a visitarle, desde hacía tres meses y medio. Se había convertido en una rutina, una atrayente rutina, por muy poco tiempo que hubiera estado viéndole. Habían llegado a charlar desde siete minutos, como la primera vez, a una hora y media.

    Sólo había una celda en el pasadizo, y era la de Pablo. Uno de los celadores le indicó el camino, pero ella se lo sabía de memoria. No obstante se lo agradeció con su característica sonrisa. La acompañó unos metros más. —Está ahí, con su música—advirtió él.

    —De acuerdo, gracias.

    La dejó sola, ya que veía que se salvaguardaba bastante bien. En efecto, Pablo estaba escuchando su música como todos los días a las once y media de la mañana. La cadencia trascendió cada vez más a los oídos de Verónica mediante se iba acercando. La dulce serenata acústica de Nazareth, “Madelaine”, llenaba de melodiosas armonías el ambiente tan lúgubre y espeluznante de ese pasillo. Ella se allegaba más y le vio, allí de pie, de espaldas a la puerta de su celda, disfrutando de los agradables ritmos, que salían de un equipo de música. Tenía los ojos cerrados y movía las dos manos con delicadeza como si dirigiera una orquesta, mientras tarareaba los sonidos.

    La señorita esperó a que acabara la pieza musical para poder hablar con él. Le estuvo observando todo ese tiempo, como intentando indagar qué más se podía esconder debajo de esa mente tan compleja y turbulenta…y fascinante. Él iba ataviado con un mono gris, y debajo una camiseta blanca.

    Físicamente se conservaba bien. Tenía el pelo castaño, estaba un poco delgado, aunque mantenía una complexión espigada y un definido semblante. Lo que más llamaba la atención a la joven eran los ojos azules que poseía; le resultaban hipnóticos

    —…Algo precioso, ¿no cree?—preguntó él, aún con los ojos cerrados.

    Ya estaba casi pegada a la puerta de la celda: —Sí, la verdad.

    En aquella reducida habitación se encontraban los elementos típicos de una célula penitenciaria: la cama harapienta, el retrete, la pequeña ventana con rejas que daba al exterior, pero había más cosas. Un tocadiscos, cuyo cable salía de la estancia y acababa en un enchufe del muro de enfrente, y el cual Verónica se esforzó por no pisar; tres lienzos con famosas pinturas trazadas en ellos, la “Pesadilla”, de Johann Heinrich Füssli, el “Judit y Holofernes”, de Artemisia Gentileschi y el “Incendio de las Cámaras de los Lores y de los Comunes”, de Joseph M.W. Turner, aunque éste no estaba terminado; una pequeña colección de varios discos de vinilo y una mesita con varios libros, la mayoría de filosofía y psicología.

    Por fin, el recluso retiró el disco, se giró y clavó sus ojos en los de la chica, que se sintió un tanto recelosa: —¿Cómo está?—dijo ofreciéndole una amplia sonrisa de dientes blancos.

    —Muy bien, gracias—ella podía mostrarse tranquila, pero se la notaba nerviosa.

    —La veo especial hoy—expresó, se sentó en el borde del camastro y se posó en el tabique.

    —¿Y eso?

    —Tiene cierto brillo en los ojos que otras veces no había distinguido—su voz, profunda y a la vez suave, la atraía.

    Ella se acercó a una silla que había apoyada en la pared de delante y se sentó muy próxima a los barrotes: —Me sorprende cómo es capaz de enterarse de todo sin que le digan nada.

    —Bueno, ese era mi trabajo.

    La mujer se quedó unos segundos en silencio, mirando los cuadros: —Es un maestro de las manos—halagó.

    Él no desvió la cabeza, la mirada sin más: —Para nada. Yo no tengo la suficiente imaginación como para elaborar un diseño dentro de mi cabeza, pero ellos sí…y yo sólo reproduzco lo que idearon.

    —Pues lo hace muy bien. No reconozco ese—señaló el “Judit y Holofernes”.

    —El episodio del Antiguo Testamento, en el que Judit emborracha al general asirio Holofernes, que sitiaba su ciudad, Betulia, y le corta la cabeza junto con su criada. La pintó Artemisia Gentileschi en 1.612, la primera mujer aceptada en La Academia de Dibujo de Florencia.

    —Es muy…violenta—declaró ella.

    —Estaba cabreada…necesitaba venganza.

    —¿Cómo?—se conmovió.

    —Había sido violada por su profesor, Angostino Tassi. Recreó en un lienzo lo que le gustaría haber hecho en la realidad—explicó sabiamente, dejando sin palabras a su oyente—.¿Cree que el arte nos sirve algunas veces para expresar lo que no nos atrevemos a hacer en la vida real?

    —…No…no sabría contestarle.

    —Pues yo creo que sí—se inclinó hacia adelante—. ¿Cree que si Oswald hubiera tenido alguna afición habría puesto tanto empeño en cargarse a Kennedy?

    Se reflejaba confusa: —Yo, no…

    —No hace falta que se ponga nerviosa…sólo es una pregunta retórica.

    —Pues, la verdad, no lo sé…

    Éste se difirió para abordarla con otra cuestión: —…En fin, cuénteme por qué viene tan risueña.

    —Primero me gustaría…

    Pablo la interrumpió con un ligero siseo y una sonrisa, indicándole que se detuviera: —Es de muy mala educación hacer que una persona se detenga en su deseo de obtener conocimiento.

    Suspiró, y vio que no tuvo más remedio que responder: —Me caso dentro de un mes.

    El doctor se volvió a incorporar: —Vaya—le sonrió—…supongo que es una gran noticia.

    —Sí—correspondió—…ya lo que creo.

    —Pues me alegro por usted. Lo digo en serio.

    —Gracias.

    —¿Qué es lo que quería preguntarme?

    Sacó una hoja en blanco de su carpeta y un bolígrafo de su bolso y se dispuso a apuntar: —¿Ha soñado recientemente?

    —Yo siempre estoy soñando, Verónica—resultó conciso—. El más cercano que recuerdo haber tenido fue muy extraño para que usted lo comprenda.

    —Cuéntemelo—él apartó la vista, pero no se frenó—…por favor…

    Con los ojos cerrados, inició su exposición: —Imagínese una gran montaña…nevada, y yo en uno de sus picos, con el Sol por encima de mi cabeza. La brisa me da en la cara y voy caminando…mis pies van hundiéndose poco a poco en la nieve, pero puedo andar perfectamente—mientras hablaba, Verónica escribía en el folio—. Al fondo veo unas nubes, de color rojo…rojo sangre.

    La joven levantó la vista y se quedó en suspenso: —¿Y qué ocurre?

    —Que traen tormenta. Los rayos son azules, pero no me importa. Yo me siento en la nieve y los contemplo.

    —¿Está usted solo?

    —No…hay una mujer conmigo.

    —A su lado…

    —Sí.

    —¿Es…es su mujer?—se atrevió, no muy segura.

    Él abrió los ojos y se quedó en silencio, respirando muy pausadamente: —Aún la sigo viendo…todos los días, a todas horas…cada segundo de cada minuto…y se queda conmigo, y nunca se va.

    —Entiendo lo que es echar de menos a alguien.

    Entonces, Pablo giró con lentitud la cabeza y la miró, de tal manera que hizo que las pupilas de Verónica se contrajeran del miedo: —¿Alguna vez ha tenido la sensación de que el mundo ha dejado de girar para usted?—ella no le devolvió respuesta—…¿de que las horas se han detenido?, ¿de que no existe aquello que llaman “evolución”?…¿de qué su vida queda estancada como cuando un árbol cae sobre un río, impidiendo el paso del agua y de los animales que viven en ella?—se detuvo un instante— Supongo que no. No creo que nadie le haya hecho cambiar su concepto, su visión del mundo. ¿Sabe lo que es eso?

    Suspiró: —…No.

    Se levantó y se sentó en el suelo, colocándose frente a ella: —La consideración, la estimación de que existe un mundo, una humanidad…una perspectiva establecida de un lugar en el que es posible que todos vivamos en él, en paz y armonía. Un lugar en el que se pueden imaginar conceptos como el respeto, la solidaridad, la bondad, la misericordia…el amor. Todo eso reunido en pos de una óptima coexistencia universal—sonrió, mientras la señorita se levantaba y se situaba frente al hombre, quedando cara a cara. Casi podía sentir su respiración—. Eso es el concepto que todo humano tiene de la humanidad… por desgracia, casi siempre, no se hace realidad para ninguno. ¿No es cierto?

    —…Es posible.

    —Sólo imagínelo. La educan desde pequeña para ser una buena persona; para saludar educadamente, para sentarse a la mesa como es debido, para no resultar demasiado monótona en una conversación, para ser capaz de sonreír cuando todo a su alrededor se desmorona. Tiene que ser capaz de acostumbrarse a todas esas enseñanzas…pero nosotros somos idiotas, somos confiados, y creemos que los que están fuera van a ser capaces de colocarse a nuestra misma altura…y lo más probable es que eso no ocurra. Siempre procuramos vencer nuestros miedos, acabar con los sufrimientos, para, como se suele decir, tener una vida feliz. Pero…¿y si los miedos nos persiguen, y los sufrimientos emergen cada día en nuestra existencia? Entonces jamás podríamos alcanzar ese bienestar con el que tanto soñamos. Desafortunadamente alguien, o algo, puede cruzarse en nuestro camino y arrebatarnos un pequeño pedazo de nuestra vida; una parte de nosotros, que constituía nuestro ideal de la esperanza, del optimismo…de la fe. Entonces, ahí, es donde se produce la destrucción de nuestra visión del mundo. Pensando que el destino no puede ir en contra de nosotros nos confiamos y nos entregamos a él, creyendo que sólo podrán llegarnos satisfacciones, o que si nos alcanzara alguna desdicha no sería peor que las que ya habíamos vivido. Y ese es el principal error…siempre hay algo que es más fuerte que nosotros, y que, por supuesto, no podemos vencer. Nos ponen a prueba, para ver si estamos a la altura de las circunstancias, para ver si somos de capaces de superar la desgracia.

    —Nos ponen a prueba…¿quiénes?—se exaltó.

    —Ellos, señorita Navarro.

    —Pero ellos…¿a…a quién se refiere?

    —A los demonios.

    Aquella respuesta hizo que se estremeciera. El vello y la piel se le erizaron. No supo que contestar a eso. Pablo tenía los ojos muy abiertos y continuaba exhibiendo la misma sonrisa desde que enunció su sentencia.

    Verónica se sorprendió cuando uno de los guardianes gritó su nombre. Al parecer alguien llamó por teléfono preguntando por ella. Se incorporó un tanto inquieta: —Lo siento, Sr. Anaya, pero…parece que tengo que irme.

    —Tenemos una conversación pendiente, señorita Navarro…no se olvide.

    —No lo olvidaré—dijo, mientras se marchaba.

    Él se levantó: —Prométamelo.

    —Tengo prisa.

    —¡Prométamelo!—requirió, de nuevo.

    La joven se detuvo en seco, se giró y le miró, a ese tipo, que estaba aferrándose a los barrotes, aparentando con ello un signo de debilidad: —Se lo prometo—dijo, al fin.

    —Gracias—vio cómo daba media vuelta otra vez y se marchaba de allí en una carrera—. Gracias—repitió éste, para sí, en voz baja.
     
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    A Luis Pragmah le gusta esto.
  2. Luis Pragmah

    Luis Pragmah Invitado

    Estimado Christian...
    Un escrito que mezcla psicología criminal con impensados dotes apocalípticos, a partir de la disyuntiva de una maldad con que se nace o se forja en el tiempo y sus recodos... Combinación que por estas fechas resulta atractiva sin duda. Por el final parece que continúa. Bueno ya me dirás... Un fuerte abrazo, encantado de llegar a tus letras.
     
    #2

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