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El Veneno del Alacrán (Instintos Asesinos)

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por Christian Jiménez, 28 de Octubre de 2015. Respuestas: 1 | Visitas: 879

  1. Christian Jiménez

    Christian Jiménez Poeta recién llegado

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    23 de Octubre de 2015
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    Martes, 24 de Agosto de 1.971.​

    Borja Dengra fue un chico que no disfrutó de una infancia demasiado satisfactoria. Sus padres se separaron cuando tenía seis años y su madre Isabel, no pudo superarlo. La frustración acumulada la volcó hacia el hijo; y aunque éste tuviera una hermana su progenitora sólo lo pagaba con él.

    Llegaba a encerrarle en su habitación y no le dejaba salir por la más pequeña minucia. Allí alimentaba su odio contra su madre, y fantaseaba con asesinarla y torturarla de mil maneras distintas, y cada una de ellas más terrorífica que la anterior.

    Socialmente no sabía relacionarse con naturalidad. A las chicas de su clase las observaba de un modo extraño, deseándolas para él, incluyéndolas en sus fantasías. Hasta llegó a ver a su propia hermana, Estefanía, de manera anormal. Tal como él dijo, la quería más de lo que un hermano quiere a su hermana. Y, con dieciséis años, y ésta con dieciocho, la violó. Su madre no le llevó ante la justicia, pero le castigó de forma severa. Le dio una paliza y lo dejó encerrado en su cuarto, por lo menos tres meses.

    Al cabo del tiempo, él intentó aparentar ser normal, aunque ya no lo sería, nunca más. Estefanía se fue a vivir con su padre, dejando a Borja solo con Isabel. Cuando éste cumplió veintiún años torturó, violó y asesinó a tres muchachas jóvenes, a lo largo de un mes. La única relación que vio la policía fue que las chicas eran atractivas, que solían frecuentar “pubs” alejados del centro de la ciudad y que, por desgracia, caían en el ejercicio del auto-stop. Él no dejaba huellas, ni pelos, ni ningún rastro.

    Cuando pasaron dos semanas Borja dirigió su atención hacia el centro de todo: su madre. La ahogó, le cortó la cabeza y la quemó. El resto del cuerpo lo enterró en el jardín, y nadie supo nada.

    Pero alguien sí lo sabía. Pablo Anaya fue psicólogo del joven, antes de que liquidara a las chicas. Él siguió la trayectoria de ese chico que le tenía aterrado y fascinado al mismo tiempo, pero le había perdido la pista…hasta ahora.
    Pablo estaba sentado en su Opel, acechando a un Renault que se situaba hacia su diagonal derecha. Dentro estaba Borja; acababa de recoger a una mujer alta, rubia, muy atractiva, de las que a él le gustaban. Ya oscurecía; la extensa carretera se alargaba infinitamente.
    Aquello era un paso no muy transitado. Muy por detrás, las luces de un club otorgaban algo de color al gris paisaje. El psicólogo fumaba un cigarro, muy pendiente de lo que se desarrollaba en el otro auto. Hacía poco que ella había subido y entonces, se habían detenido. Probablemente Borja había simulado que el coche tendría un fallo.

    Pablo esperaba, y esperaba…y entonces percibió mucho movimiento en el Renault. Había comenzado la pesadilla, y él no iba a permitirlo. Aceleró y se colocó al lado del otro vehículo. En efecto, el infractor abusaba de ella de manera cruel. Ya se empezaban a oír los gritos.
    Bajó del Opel y abrió la otra puerta, sorprendiendo a los dos por igual, pero aún más al chico. Ella se quedó inmóvil, mirando a su salvador, desconcertada.

    —Vete de aquí—le dijo. Acto seguido, salió corriendo sin pensárselo dos veces. Se detuvo y dio unas tímidas “gracias” a Pablo.

    El otro ocupante, irascible, se lanzó contra este último, que, gracias a unos buenos reflejos, derrumbó de un golpe en el estómago. Tan fuerte le dio que le hizo vomitar sobre el asiento del copiloto.

    —¿Qué pretendías hacer?—le preguntó, y se instaló en el del conductor. Le miró de arriba abajo y sintió entre compasión y repugnancia.

    Él era rubio, de pelo largo y liso. Le caía por encima de sus ojos azules y le tapaba un rostro un tanto grueso: —¿Doctor?—musitó, entrecerrando los ojos.

    Adoptó una dócil tonalidad: —Sí, Borja. ¿Qué hacías aquí?

    —Un proyecto que tenía pensado—respondió fríamente.

    —¿Desde hace cuánto la seguías?

    —Un mes.

    —Ah, ¿sí?…¿te ha gustado?

    —No sé qué decirle. No he tenido tiempo de disfrutarla—dijo, muy serio.

    —¿Y creías realmente que lo ibas a hacer?

    —Eso es lo que tenía en mente.

    —Creo que no, Borja. Esta vez no.

    Sacó del bolsillo de su pantalón un pañuelo, anteriormente bañado en cloroformo, e hizo que el chico lo aspirase. Tardó, pero al final consiguió dormirlo.


    Las horas pasaron. La oscuridad lo envolvía absolutamente todo en un salón sencillo, donde se ubicaban una mesa frente a un televisor, una vitrina con libros, una chimenea, etc. Un salón normal de una casa normal…o eso parecía.

    Allí estaba Borja, atado al respaldo de una silla, por las manos. Estaba inconsciente todavía, y, cerca de él, su antiguo psicólogo. Pablo registró la casa entera, y lo que encontró fue muy interesante, y, a la vez, horripilante. En aquel cuarto estaban distribuidas varias cajas de cartón, todas llenas con pertenencias del muchacho.

    El doctor las fue sacando y revisando. En otro tiempo se habría sentido horrorizado, quizá habría vomitado, o incluso puede que se hubiera desmayado, pero ya no.

    En su mano izquierda empuñaba algo parecido a un cráneo, una calavera. Cogió una botella de agua, que yacía sobre el tablero, la abrió y empapó al joven, que abrió los ojos al momento y se llevó un respingo.

    —¿Qué es esto?—preguntó Anaya.

    —¿Por qué hurga en mis efectos personales?—devolvió, pestañeando, molesto por el agua que aún le caía.

    —Porque tenía curiosidad de hasta dónde fuiste capaz de llegar—esperó unos segundos, observó lo que tenía entre las manos y cayó en la cuenta. Ese cráneo que sujetaba era de una de las chicas a las que Borja eliminó—. Es una de esas chicas, ¿eh?

    —…Sí.

    —¿Y qué hacías con ella?

    —Beber.

    Eso provocó un silencio de diez segundos exactos: —¿Bebías dentro del cráneo de una chica a la que asesinaste?

    —Sí, siempre lo hacía—contestó, impasible.

    —¿Qué bebías?

    —…Agua, cerveza…líquidos…

    Pablo sonrió, dejó la calavera y alcanzó una caja que tenía a su izquierda, colocándosela sobre las rodillas; continuó sus pesquisas: —La policía estaría interesada en todo esto, seguro. Creo que te pondrían frente a una pared y te fusilarían, sin pensárselo—comentó.

    —Puede hacerlo, puede llamarles, no me importa—alegó éste.

    Se detuvo y le miró fijamente: —¿Sabes lo que distingue a una persona normal de un asesino psicópata?

    —Una enfermedad mental.

    —Sí, ¿y aparte?

    —No lo sé, pero puede decírmelo.

    Se le acercó, lo tenía a menos de cuarenta centímetros: —El miedo—hizo una pausa voluntaria—. ¿Por qué una persona es capaz de matar una y otra vez y otra sin detenerse, hasta que, finalmente, lo cojan? La ausencia de una sentimiento…el miedo. Carece de la conexión biológica que le haría sentir miedo por anticipado.

    —Agradezco su explicación—contestó Borja.

    Pablo se acomodó y buscó en la caja. Encontró pequeños estuches de plástico donde se almacenaban dedos. En una estaban los índices, en otra los pulgares; ocho dedos de cada clase repartidos en esos recipientes: —¿Cuál es el de tu madre?

    —El que lleva el esmalte de uñas rojo—señaló.

    —…Antes de enterrarla, ¿verdad?

    —Sí.

    —En los años ’50 Ed Gein escuchaba la voz de su madre, tenía alucinaciones, y, más tarde, oyó la voz de Dios. Él creyó que era su instrumento, y que le pedía que matase.

    Si no me equivoco, la policía encontró caras en descomposición, de nueve mujeres, colgadas en las paredes. Utilizó las pieles para fabricar ropa y hasta pantallas para lámparas. Encontraron el corazón de una dependienta metido en una bolsa de plástico y, bajo su cama, una caja llena de narices cortadas.

    —¿Por qué me cuenta todo esto?

    —Porque me recuerdas a él. ¿Sabes qué le paso?…que le declararon demente y no lo condenaron. ¿Tú quieres llegar a lo mismo? ¿Haces todo esto para no hacer nada?

    —No le entiendo.

    —En mi opinión, todo esto lo haces porque no puedes encontrar trabajo, porque nunca pudiste independizarte, porque pudiste llevar una vida normal, y porque no puedes llevarla. Pero piensas en ello, de forma constante. Si te meten en un manicomio ya no tendrás que preocuparte de la sociedad, porque ya estarás fuera de ella. Creo que eres consciente de lo que haces. Eres muy listo.

    —Creo que no tiene ningún derecho a juzgarme, doctor Anaya. Yo leí lo que le hizo al juez que se encargó del caso de su mujer…y no le han cogido— objetó.

    Pablo inspiró: —¿Y cómo sabes que fui yo?

    —Porque yo habría hecho lo mismo.

    Parecía que una lágrima caía por el pómulo derecho del doctor: —Fue una situación distinta. Había muchos factores emocionales unidos.

    —Lo entiendo.

    —Bien—rebuscó aún más, y, esta vez, dio con unas fotos. En ellas, Borja se hallaba con las víctimas, cuando aún estaban con vida. Le mostraban besando a una de las jóvenes en los labios, o chupando el pezón de otra. Pablo las tiró al suelo, desagradado.

    —¿Le gustan?—preguntó el otro, manifestando su ironía.

    —No, sinceramente.

    —¿Sabe qué hice después?

    —Dímelo.

    —Me comí sus órganos.

    Pablo quedó en suspenso. No esperaba una respuesta como aquella. Se quedó frío, sin respiración.

    —A una—siguió el chico— la rajé a la altura del estómago. Le saqué el hígado y me lo comí. Otra…era muy especial—tenía al doctor en vilo—. Era lactante, ¿sabe?

    —¿Cómo?

    —Lo supe cuando le apreté uno de los pechos. Salió leche del pezón…y bebí de ella—Pablo tragó saliva y unas gotitas de sudor se deslizaban por su frente—. Luego se lo corté, y me lo comí…¿quiere saber más?

    —No…quiero tú sepas una cosa—se levantó y se plantó frente a él— Voy a matarte. Quiero que lo tengas presente, quiero que repases esa idea en tu cabeza. Porque no vas a salir de aquí…vas a morir aquí, junto a ellas.

    —Me parece justo.

    —Bien.

    Cruzaron las miradas, se taladraron mentalmente, y esa sería la última vez que lo harían.


    Pablo comenzó tapando con un esparadrapo la boca de Borja. No quería escuchar gritos, ni uno solo. De un pequeño maletín de cuero sacó un casete y metió una cinta y se empezó a escuchar “Life is But a Dream”. Acto seguido fue a la cocina y regresó con un largo cuchillo. Vació los estuches, arrojó las otras extremidades y le cortó cada uno de los dedos para luego introducirlos. Los organizó en el tablero según los iba cortando: dos índices en una, dos meñiques en otra, etc. En ellas metió tanto los dedos de las manos como los de los pies.
    Del maletín Pablo cogió un bote blanco y volcó el contenido sobre los antebrazos del chico. Era como un polvo blanquecino que comenzó a quemar su piel. Luego introdujo un alambre de hierro entre las muñecas y lo retorció, sacándolo después de forma violenta. Los tendones emergieron fácilmente; un cúmulo de sangre se repartía por los brazos de la silla, las manos de Pablo y el suelo.
    Echó el agua restante de la botella en las heridas y eso hizo que empeorasen. Un humo espeso cubrió manos y brazos. Borja se retorcía de dolor, pero eso era lo único que podía hacer.

    Otra vez el doctor se levantó y se dirigió a la cocina; volvió de allí con vinagre—y una lata de tomate que vació en la calavera— y lo vertió en la quemadura. En unos segundos el dolor desaparecería.

    …Pasaron unos minutos. Pablo encendió unas cerillas y quemó las plantas de los pies al chaval. Quedaron ennegrecidas. Le cortó una oreja y se la hizo tragar, sumergiéndola en la salsa. Dejó que vomitara, pero le calmó con agua y enseguida le puso otro esparadrapo.
    A cada herida, laceración o magulladura que creaba, la curaba con agua oxigenada y alcohol y vendaba las partes donde las había producido. En poco tiempo, Borja tenía vendas en brazos, pies, cara, etc. Así duraría más.
    Pablo estaba sentado en un sillón, de espaldas a su torturado, ojeando una biblia bastante gruesa. La había sacado de uno de los cajones de la vitrina. Llevaba un rato leyendo el libro del Apocalipsis. Se levantó, se volvió a acomodar frente a él, y, sosteniendo el libro, le relató:

    —“…Y vi subir del mar una bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas, con diez diademas sobre sus cuernos, y sobre sus cabezas títulos blasfemos. La bestia era semejante a una pantera, pero sus pies eran como de un oso y su boca era como de un león. El dragón le dio su poder, su trono y una autoridad muy grande. Una de sus cabezas parecía como herida mortalmente, mas había sido curada. Admirados todos los habitantes de La Tierra, se fueron tras la bestia, y adoraron al dragón, porque le había dado la autoridad, y a la bestia. Le fue dada una boca para que hablase palabras arrogantes y blasfemias, y le fue dada con la facultad de actuar durante cuarenta y dos meses. La abrió para lanzar blasfemias contra Dios, para blasfemar de su nombre y de su morada, y de los que moran en el Cielo. Le fue dado también hacer guerra contra los santos y vencerlos. Le fue dado poder sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación. La adorarán todos los habitantes, cuyo nombre no está escrito, desde la creación del mundo, en el libro de la vida del cordero degollado. Si alguno tiene oídos, que oiga”—sostuvo uno de los cuchillos en alto y lo acercó a la garganta de su oyente—. “Si alguno está destinado al cautiverio, al cautiverio irá…si alguno ha de morir a espada, a espada tendrá que morir…en esto está la paciencia y la confianza de los santos”.

    Cuando terminó de leer, con un fino movimiento de muñeca, rajó el cuello de Borja. La sangre se esparramó por toda su ropa y, por fin, la existencia de aquel chico concluyó. A su entender, Pablo había librado del mundo a un desecho más.
    Se esperó, le observó y cogió una cerilla. Prendió fuego al cadáver junto con algunas de sus pertenencias, sobre todo fotografías y libros, y junto con la biblia, que dejó sobre sus rodillas. Las demás cosas las dejó apartadas de él. Pasó un rato y el doctor, tras un largo momento de decisión, realizó una llamada…a la policía. Decidió que ese sería el último asesinato que cometía; se dispondría a entregarse. En aquella casa terminaría todo.


    El teniente Sainz, con cincuenta años a sus espaldas, se cuidaba bastante bien, manteniendo un tipo señorial y unos rasgos definidos, aunque su pelo revelaba muchas canas; estaba llegando a la escena del crimen y entró en la vieja casa. Todos sus subordinados hacían fotografías, registraban la morada, observaban. Llevaba un botellín de agua, del que bebió.

    Un compañero, Emilio, más joven que él, que se situaba en el grado de sargento, se colocó a su lado y le dio una palmada en el hombro: —¿Cómo estás?

    —No muy bien. Después de lo que he tenido que oír estoy aún en estado de shock.

    —Ya, si cosas así no se ven todos los días.

    Avanzaron por el espacio. Al sargento se le revolvió el estómago al ver los restos de Borja incinerados: —Ya lo creo—se aproximó y observó algo que parecía un pedazo de cartón calcinado en las piernas de la víctima. Lo miró cuidadosamente—. “Sagrada Biblia”—leyó—…la Virgen.

    —Sí, esto es…muy raro.

    —¿Raro?—vio los estuches con los dedos cortados dentro— Joder, no vomito desde hace mucho, y creo que hoy voy a volver a hacerlo.

    —Tranquilo.

    Un policía se le acercó, portando una de las cajas: —Hemos encontrado todo esto, señor—dijo a Sainz.

    —…Pues llévenselo, ¡llévenselo!—gritó al ver la calavera— Coño…

    Salieron los dos y se arrimaron a uno de los coches. Dentro estaba Anaya, esposado.


    —Bueno…creo que se ha quedado a gusto, Sr. Anaya—le dijo, asomándose por la ventana. Él no contestó—. No sé qué es lo que le habrá dado, no sé qué habrá tomado, pero usted ocupa un lugar privilegiado en el podio de los desequilibrados. ¿No sé si se lo han dicho alguna vez?

    —El hombre que está ahí adentro…

    —Sé muy bien quien es—interrumpió. Miró al suelo y luego al doctor—. No sé si tengo que darle las gracias o empezar a darle ostias con un palo en la cabeza—amenazó—. Yo no entiendo a los que están locos; siento lástima por ellos, pero a los que son como usted o como…las cenizas del otro—escarneció—…hacen que me piense el estar de acuerdo con la utilización de la silla eléctrica.

    —¿Y cuál es su conclusión?—preguntó, tranquilo.

    —Que usted la ha usado con él, por lo visto. Pero yo no lo voy a hacer con usted. Usted…se pudrirá en un manicomio. De eso me encargaré yo—le dio orden al conductor de que pusiera el coche en marcha y se lo llevara. Un hombre del equipo forense pasó por al lado de Sainz. Éste lo detuvo—. Oiga, he visto que el cuerpo tenía dos agujeros en las muñecas, ¿saben qué pasó?

    —Sí, hemos encontrado algo que quizá tiene que ver con eso.

    —¿Sí?, ¿el qué?

    —Esto—el tipo le puso en las manos un bote de lejía en polvo—. El cuerpo está quemado, incinerado, pero había restos de lejía y de vinagre en sus brazos. Se los quemó con el polvo, lo cicatrizó y luego…bueno, le prendió fuego al resto del cuerpo.

    Los dos oficiales quedaron paralizados: —Vaya…ese tío está como una puta cabra, ¿no?

    —Evidentemente no creo que algo así se le ocurriera a alguien que tuviese un poco de juicio.

    —Ya…

    El aire se sentía frío, la atmósfera aterradora, y el olor nauseabundo, pero Pablo Anaya ya estaba muy lejos de él, y, con un poco de suerte, ya no lo estaría nunca más, en ningún momento.
     
    #1
    Última modificación: 30 de Octubre de 2015
  2. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Tan solo en el primer párrafo utilizas el verbo tener 3 veces, 2 el verbo poder , 2 veces el artículo él y 3 veces el posesivo su. Esto afea el texto y, seguramente, hará que muchos no prosigan la lectura.

    Borja Dengra fue un chico que no (pudo) disfrutar de una infancia demasiado satisfactoria. (Sus) padres se separaron cuando (él) (tenía) seis años y (su) madre Isabel, no (pudo) superarlo. La frustración que (tenía) acumulada la volcó hacia (su) hijo; aunque éste (tuviera) una hermana (su) progenitora sólo lo pagaba con (él).

    Espero que no te molesta esta crítica.

    Saludos.
     
    #2
    Última modificación: 28 de Octubre de 2015

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