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El Veneno del Alacrán (Un Descubrimiento Fatal)

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por Christian Jiménez, 28 de Octubre de 2015. Respuestas: 0 | Visitas: 834

  1. Christian Jiménez

    Christian Jiménez Poeta recién llegado

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    Hombre
    Lunes, 24 de Septiembre de 1.979

    La doctora caminaba por el pasillo, con un aire distinto, como despidiendo negatividad por los poros de su piel. Sabía que Pablo lo iba a notar.
    Ese día no se escuchaba música, sólo el lúgubre silencio que se alojaba entre aquellas frías paredes. Eran las ocho y media, la primera vez que Verónica visitaba tan tarde el edificio, cosa que le hacía tener escalofríos, porque si ya era terrorífico de por sí cuando penetraba luz, de noche hacía que alguien deseara estar en cualquier sitio, menos allí.
    Se escuchaba el sombrío rumor del viento entre los resquicios de los marcos de las ventanas, pero ella no se detuvo. Llegó hasta donde quería llegar. Una silla estaba colocada frente a la celda del doctor Anaya.
    Se sentó, esperando a que él hablara, y no tardó en hacerlo: —Buenas noches, Verónica—se escuchó desde la penumbra. Él estaba al fondo de la habitación, y la joven no le veía.

    —…Hola.

    —Me había acostumbrado a verla cada dos semanas. ¿Qué ha pasado?…aún faltan dos días.

    —No he venido porque me hayan mandado…sino porque he querido.

    —Mm…que detalle—aguardó un instante—. La noto distinta.

    Ofreció una sonrisa torcida: —Usted siempre me nota distinta cada vez que me ve.

    —Sí…pero he acertado, ¿verdad?
    Ella también esperó para confirmar: —…No lo sé.

    —No me mienta…lo noto.

    —¿En qué?—se sintió interesada.

    —En cómo le tiembla la voz, en lo tensa que está—Verónica no contestó, simplemente se resignó al éxito de Anaya—. Dejamos una conversación pendiente…¿se acuerda?—añadió.

    —Sí.

    —Síii—acentuó su inquietud.

    —Y he estado pensando en ella desde que me fui de aquí.

    —Qué amable.

    Sacó de su carpeta la hoja en la que estuvo apuntando sus diversas observaciones: —Sobre todo la parte en la que dijo “nos ponen a prueba, para ver si estamos a la altura de las circunstancias, para ver si somos capaces de superar la desgracia”…

    El característico chasqueo que el paciente hacía con la lengua volvió a campanear entre las paredes: —¿Se aprende nuestras conversaciones de memoria?

    —No…la grabé.

    No se escuchó ni un sonido. Diez segundos después, por fin, el cuerpo de Pablo surgió de la oscuridad, lo que provocó un sobresalto en la mujer, y se situó delante de los barrotes; parecía algo enojado, aunque se exponía sonriente: —Vaya…eso nunca me lo ha contado.

    —Tampoco me contó usted que, hace unos cuatro meses, empezó a mostrar buena conducta, y le dejaron ayudar en las comidas. Encontraron a un preso que también servía en la cocina con—cogió otro de los documentos que guardaba en la carpeta y reanudó mientras lo leía—…un escalpelo en la garganta y medio brazo arrancado y metido en la olla donde estaba preparando un cocido…y usted comiendo de ese cocido.

    —Sí…lo recuerdo. Es un incidente desagradable de contar, sobre todo a una dama como usted—se levantó y se sentó en la cama—. Muy hábil, señorita Navarro. Un suceso despreciable sacado de mi expediente para justificar una traición basada en el engaño.

    —No…usted nunca me lo preguntó—rebatió.

    Él volvió a sonreír y se recostó en el muro: —Bueno, me conformo con que, al menos, me lo haya dicho. ¿Ha estado escuchándome?

    —Sí…cada noche.

    —Yo no necesito una grabadora para escucharla.

    El tono de su voz lo abordaba desde un punto de vista confiado, sereno, y hasta meloso. Sabía cómo atraerla, pero no podía dejar embaucarse por las palabras, aunque le costara resistirse.
    —Bueno, pues…estuve pensando todo el rato en lo que dijo, y…

    —¿Sí?—interrumpió— Es fácil retener una situación en la memoria; lo difícil es comprenderla. Y no me refiero a buscarle el significado, sino a saber diseccionarla como es debido, preguntándose de cada cosa qué es en sí misma. ¿Sabe cómo se le llama a ese principio?

    —Sí. Simplicidad.

    —La sencillez, la evidencia, la llaneza, la facilidad…buscar la solución más fácil que se pueda encontrar y preguntarse por ella. ¿Por qué esa solución?… ¿a qué responde? No haríamos nada sin la simplicidad.

    —Lo que usted dijo fue…bastante complicado…

    —Y profundo—volvió a inmiscuirse—. A veces puedo sacar mi lado más poético…no lo puedo remediar—burló.

    —Ya. Me hizo pensar bastante.

    —Para eso lo dije.

    —…Y luego leí el sueño que usted me describió.

    —Ahh…ya…

    —Lo siento si le molesta mi insistencia…

    —Para nada…pero qué correcta es usted. Habría sido una estupenda británica—desairó nuevamente.

    —Sí…eh…¿era su mujer?

    —…Sí—Verónica no supo cómo explicarlo, pero se sentía más aliviada—…pero déjeme adivinar algo.

    —¿Qué?

    —Usted también ha soñado, ¿verdad?

    “¿Por qué tiene que acertar en todo?”, pensó: —Sí…aquella noche—fue lo que dijo.

    —Vaya. Así que…estoy en sus sueños. Pues ahora me toca a mí—se irguió y se sentó en el borde del camastro—. ¿Qué fue lo que soñó?

    La chica miró al suelo y se rascó el cuello con su dedo índice: —No me acuerdo muy bien.

    —No la creo—ella le miró a los ojos, derrotada—. No puede mentirme, o lo sabré.

    —¿Y cómo?

    —¿“Cómo” qué?

    Se levantó de la silla y se instaló en el suelo: —¿Cómo sabe que he mentido?…quiero saberlo yo.

    —Evidencia, Verónica, recuerde. ¿Ha mentido alguna vez?

    —…Sí.

    —¿Piadosa…o maliciosa?

    —Como todo el mundo—volvía a esquivar.

    —Como todo el mundo no, Verónica, contésteme—reprendió.

    —Supongo que sí.

    —¿Sólo lo supone?—persistió.

    —¡Sí!, ¿de acuerdo?, ¡sí! De las dos maneras—se alteró.

    —Tenemos que ser sinceros el uno con el otro, y su juego es muy fácil de descubrir—tomó y aire y procedió con su explicación—. Existen, al menos, seis señales básicas para engañar a alguien y se pueden descifrar con menos o más complicación dependiendo de la inteligencia del mentiroso—ella prestaba máxima atención—. La primera es frotarse los ojos. ¿Qué hacía cuando era pequeña y no quería ver algo desagradable?

    —Me tapaba los ojos con las dos manos.

    —Pero ahora no podemos hacer eso, sino que utilizamos el dedo índice para rascarnos. Forma parte de un intento del cerebro de bloquear la visión de un engaño, porque le resulta “incómodo”. Los hombres lo suelen utilizar, las mujeres menos…más que nada por el maquillaje—esa apostilla hizo resaltar una pequeña sonrisa en el semblante de Verónica—. El siguiente sería tocarse la oreja; como cuando éramos pequeños, y no queríamos oír a nuestros padres discutiendo nos tapábamos los oídos con las dos manos, ahora juntamos el índice y el pulgar para así dejar de escuchar algo que nos incomoda.

    —Sí—dijo ella mecánicamente.

    —Luego vendría la de rascarse la nariz, un gesto que puede resultar imperceptible o muy visible. Cuando mentimos se liberan unas sustancias químicas llamadas catecolaminas, que provocan la inflamación del tejido interno de la nariz. Una mentira intencionada induce un aumento de la presión arterial; la nariz humana aumenta su volumen en sangre cuando se miente. El aumento de la presión sanguínea la hincha y hace que sus extremos produzcan un hormigueo, dando como resultado la acción de rascársela…pero esa hinchazón no es visible al ojo humano.

    —¿Cómo sabe todo eso?—cortó.

    —Fui psicólogo, ¿recuerda? Bien, la cuarta—continuó— sería la de taparse la boca. Subconscientemente el cerebro le ordena a la mano que intente eliminar las palabras de engaño que salen por ella. Este gesto puede realizarse con unos cuantos dedos o con el puño cerrado. Cuando la persona que habla lo utiliza quiere decir que podría estar mintiendo; si se tapa la boca mientras usted habla podría dar a entender que usted está escondiendo algo—sonrió—. Usted ha caído en el torpe intento de mentirme rascándose el cuello—Verónica se sintió abochornada—. El dedo índice, junto con otros dedos, rasca la zona del cuello situada por debajo del lóbulo de la oreja. Es una señal de duda o incertidumbre y es particular del sujeto que quiere indicar no estar seguro de si está de acuerdo con algo.

    —Lo siento—acabó disculpándose.

    —No tiene importancia. Por último queda la de tirar del cuello de la camisa. Las mentiras provocan unas sensaciones de picor en los tejidos de la cara y el cuello. El aumento de la presión sanguínea hace que el cuello sude cuando la persona que miente tiene la sensación de que su oyente sospecha que no está diciendo la verdad.
    Se produce también cuando una persona se irrita o se frustra y necesita alejar el cuello de la camisa de su cuello para que el aire fresco circule—mientras se extendía en su explicación la inflexión de su voz se iba volviendo cada vez más áspera y punzante—. Seguro que ha visto alguna vez a su madre ridiculizando a su padre cuando éste ha llegado tarde a casa, ella le ha pedido explicaciones por la tardanza y él le ha ofrecido pretextos que rayaban en lo absurdo, provocando la posterior alteración de ella y regañándole por las evasivas. Él no aguantaba la vergüenza que le hacía pasar su esposa y, como recurso final, se le ocurría soltar una última elucidación, y lo hacía tirándose del cuello de la camisa, porque notaba que, simbólicamente, ella, le estaba ahogando—se encorvó y le clavó la mirada—. Ahora míreme a los ojos y dígame que lo que le he planteado no es verdad, que nunca ha pasado.
    La mujer no podía soportar más la voz de aquel tipo. Se levantó, angustiada, y se quedó de pie, de espaldas a él, tapándose la boca con la mano derecha y derramando algunas lágrimas. Al otro extremo, Pablo, que esperaba en silencio, se tornó más sosegado.
    —Usted es la que me ha preguntado, señorita Navarro. Yo me he limitado a exponérselo—ella seguía sin hablar—. Aunque creo que el entusiasmo se ha convertido en impertinencia.

    —Sí, puede ser—expresó, al fin.

    —En ese caso, seguiremos más tarde, cuando se recupere. No quisiera que se agobiara de nuevo.
    Dicho esto, se retiró poco a poco hasta volver a quedar sumido en las sombras de su celda. Ella decidió ir al piso de arriba; necesitaba sentir un poco de aire fresco.


    Se hallaba en el vestíbulo principal de la institución, tomando un amargo café con leche en un vasito de plástico blanco, observando, a través de los cristales de la puerta principal, cómo el cielo ya se había llenado de oscuridad y las estrellas brillaban entre algunas nubes.
    Ya se le había pasado la sofocación que casi acaba con ella minutos antes. Ahora estaba más aliviada. Miró el jaspe que pisaba y todas líneas que se bosquejaban.

    A su derecha había un tablón de anuncios, y a su izquierda se distribuían varios asientos para hacer esperar a las visitas. El Sr. Pacheco estaba sentado en uno de ellos, tomando también un café, aunque él lo soportaba. Leía, como casi siempre. A ella le chocó que estuviera leyendo una novela, ya que, cada vez que había estado allí, lo encontraba ojeando algún libro de filosofía o de psicología, ya fuera de Jeremy Bentham, G.T. Fechner, Charles Spearman o Immanuel Kant. Él se los leía todos.
    Verónica encontraba algunos muy aburridos para ella. Se movió hacia atrás y observó la portada. “Marathon Man”, de William Goldman. No la había leído, aunque había visto la película que realizó John Schlesinger, y le encantó cómo trabajaron Dustin Hoffman y Laurence Olivier en ella.
    Ricardo se percató de que estaba siendo observado. Levantó la vista: —¿Está interesada?—preguntó.

    —¿Qué?—preguntó, sorprendiéndose.

    —¿Si está interesada?

    —Me resulta raro verle leyendo ficción.

    —Es de mi hija. Insistió y la estoy leyendo.

    —¿Y?

    —No está mal. Me he acabado enganchando. Ya había visto la película, pero siempre he preferido los libros al cine.

    —Ya…nunca me habló de ella.

    —Tiene veintidós años. Me recuerda a usted.

    —¿A mí?

    —Sí. Quiere ser psicóloga—Verónica soltó una ligera risa—. Me ha preguntado mil veces que por qué no la dejo venir aquí. No es el mejor sitio para estar de vacaciones. Yo estoy acostumbrado a estas paredes, pero muchas veces quisiera no tener nada que ver con ellas; no sé el efecto que causaría en una cría de veinte años.

    —¿Y desde cuándo?

    —Desde que vio a Jack Nicholson en “Alguien Voló sobre el Nido del Cuco”—ella sonrió de nuevo—.
    Le trastocó demasiado—al fin se quedó callada, mirando al infinito, y él sabía lo que significaba. Habían hablado de lo ocurrido con Anaya—. No tiene por qué darle importancia. Ni la más mínima—le dijo, en concepto de reprensión.

    —No puedo decir lo mismo.

    —Él disfruta con eso. ¿Se cree que usted es la primera en sufrir los incordios de ese cabrón? Por ese pasillo han pasado más de veinticuatro psicólogos y especialistas, todos bastante seguros de su trabajo, y de que podían aguantar perfectamente los retorcidos juegos del…impactante Dr. Pablo Anaya—terminó, pareciendo irónico.

    —Ya…yo también lo veía fácil al principio.

    —Como todos. Pero a él le encanta todo eso. Ya se lo he dicho un millón de veces, no debe olvidar lo que es, ni siquiera cuando le habla con esa voz tan suave de poeta que le sale algunas veces.

    —…Ya—sacó un pañuelo de su bolso y se lo pasó ligeramente por la nariz.

    —Usted sólo lleva viniendo aquí unas pocas semanas. Yo llevo aquí mucho, mucho tiempo. No sé cómo yo no estoy metido también en una de esas celdas—hizo que ella mirase al suelo y sonriera. Ricardo la miró como si se tratara de su hija, o de un ave malherida—. Venga a ver una cosa…quizá se aclare un poco más.

    Ésta se sintió confusa, pero Ricardo se levantó y la animó a que le siguiera: —¿Adónde?

    —Usted venga—dijo, de espaldas.

    Unos minutos después ambos se hallaban en una de las habitaciones donde se establecían los guardias de seguridad del complejo. Era pequeña, de paredes blancas, con unos cuantos monitores sobre una mesa, un perchero con ropa colgada a la izquierda y unos cuantos muebles repartidos por todo el espacio.
    “We Did it Again” se escuchaba de una radio que allí tenían los vigilantes. Había tres, aunque uno salió. Pacheco pidió a uno que sacara una cinta de vídeo de una vitrina y que la introdujera en un aparato de vídeo. El que oía la música observó que Verónica estaba muy pendiente del sonido.
    —¿Le gusta?

    —Lo escuchaba cuando era más joven.

    —¿Más joven? ¿Cuántos años tiene?

    —Veintiocho.

    Ricardo intervino en el momento justo para que aquel tipo no pudiera seguir su charla y le dijo que apagara la radio. Él y la mujer se sentaron frente a una pantalla. A los segundos proyectó imagen.
    Se veía el pasillo que conducía al calabozo de Pablo: —¿Es la que yo creo?—preguntó el que había hablado antes con Verónica, haciendo que ella se pusiera nerviosa.

    —Sí—dijo el director.

    La grabación, que carecía de sonido, mostraba a Anaya saliendo de su aposento mientras agarraba con violencia a un tipo, más alto que él y trajeado. Todos cambiaron la expresión cuando vieron que el internado lo arrojó contra el muro, lo sujetaba del cuello y le arrancó la oreja izquierda de un mordisco.

    —Qué hijo de puta—se oyó en la sala.

    Verónica estaba consternada, y aterrada. Tenía la carne de gallina. El vídeo seguía y se podía ver cómo Pablo entraba de nuevo a su celda y luego salía con un emparedado. Acto seguido cogió la oreja del tipo, que yacía en el suelo gritando, la metió entre el pan de molde y comenzó a comerse el bocadillo.
    —Dios…aún me acuerdo de eso—dijo, repelido, uno de los guardias que veía aquello.

    Con un suave movimiento, Pablo regresaba a la habitación e instantes después aparecían los celadores y los vigías, armados con pistolas. Sacaron al hombre, dejando un corredor repleto de sangre.
    Ricardo paró la cinta, sereno; ya la había visto en innumerables ocasiones. Los guardias sudaban y la doctora estaba con los ojos muy abiertos: —Bueno—le dijo Pacheco—…¿cómo lo ve?—no recibió respuesta— Este hombre era psicólogo. Se creía capaz de poder entrevistar a Anaya entrando en su celda.

    —¿Pero entró sin más?

    —A él le esposamos. Consiguió quitárselas.

    —¿Cómo?

    —Con una horquilla. A una de las de la limpieza se le cayó en el suelo…y él la aprovechó.

    —La aprovechó bien—zahirió uno de los centinelas.

    —¿Por qué tardaron tanto?—se extrañó ella.

    —En aquel momento no había guardias abajo. Un descuido por nuestra parte—admitió Ricardo. La miró a los ojos—. Sepa que lo hizo para divertirse. Todo lo que sabemos es que ocurrió después de que ese tío le preguntara por su mujer—aquello hizo que Verónica temblara—. Ni amenazas, ni burlas, ni condescendencias…nada. Sólo le preguntó por la muerte de su esposa. Ya sabe a lo que atenerse; si quiere abandonar va a tener mi bendición. Será una pena no verla por aquí, pero prefiero verla con vida—realmente no sabía qué narices decir. Estaba en estado de shock—. Si decide volver ahí abajo—siguió—…tendrá un arma.
    Empezaba a estar harta de todo ese asunto. El mundo entero estaba en contra de que siguiera con aquel estudio. Pero no se iba a rendir, iba a cubrir el tiempo que se le había mandado…iba a llegar hasta el final.


    Ya estaba otra vez allí, frente a los hierros. Cada vez más oscuridad, cada vez más silencio. Se sentó en la silla.
    Todos sus movimientos estuvieron muy bien coordinados, cuando se acomodó sintió el peso del revólver que le había dejado Ricardo. Ella creía que se sentía más segura…al menos lo creía.
    —¿Cómo se encuentra ahora, Verónica?—se escuchó.

    —Mejor—sonó inflexible.

    —¿Qué le han contado?
    Era inútil que fingiera no saber a qué aludía y soltar el típico “¿de qué habla?” o “no sé a qué demonios se refiere”: —Muchas cosas—prefirió decir.

    —Pueden mentirle perfectamente. Ellos me odian.

    —¿Sí?…¿cómo lo de aquel psicólogo que le arrancó la oreja?—se aventuró.

    —¿Qué le han dicho?

    —No me han tenido que decir nada. Lo he visto.

    —Siento que haya tenido que ver aquel desagradable incidente…

    —¿“Incidente”?—vaciló. Surgió de las sombras de repente: —Mencionó a mi esposa. Mi esposa, que hacía poco tiempo había sido atropellada por un borracho desalmado. Ese individuo no tuvo la menor consideración en preguntarme si yo alguna vez le había pegado. Y yo jamás la toqué—explicó.

    —Le arrancó la oreja.

    —Me hubiera gustado arrancarle las dos—la dejó muda—. Pero, dígame, ¿qué soñó? Dejamos esta conversación pendiente, la recuerdo muy bien, así que…¿qué fue lo que soñó?
    Verónica tardó en dar respuesta. Se apoyó en el respaldo: —Fue muy raro…y muy…espectacular. Como si fuera una película.

    —¿Distinguió las imágenes o las veía borrosas?

    —Un poco distorsionadas.

    —Entonces empezaba a dormirse profundamente…

    —No lo sé, yo estaba…en un pasillo como este, de pie…estaba sola. Todo estaba muy oscuro. Vi…algo así como un…escorpión en el suelo—Pablo empezó a prestar verdadera atención a partir de que dijera esto—. Parecía de juguete.

    —¿De qué color era?

    —No me acuerdo muy bien. Creo que amarillo…amarillo y negro.

    —¿Y qué hizo?

    —Cogí un pedazo de papel que tenía en la cola y que decía “sigue” o “continúa”, una cosa así.

    —Qué imaginación…¿y?

    —Apareció usted—el rostro de Anaya se descubrió más a la luz; estaba sentado en el suelo; se inclinó, por la curiosidad—. Y me llamaba, varias veces. Quería que lo siguiera. Entonces cogió al bicho.

    —Insecto—corrigió.

    —Sí, y…dijo unas frases, unas frases que oí muy bien, y que, además, ya había oído.

    —¿Unas frases famosas? ¿Sentencias?

    —Sí.

    —¿Y cuáles fueron?

    Sacó sus papeles y una pequeña linterna del bolso para ayudarse a ver y la leyó: —“En la vida hay algo peor que el fracaso: el no haber intentado nada”. Y…“todo aquel que tiene una razón para vivir puede soportar cualquier forma de hacerlo”.

    —Una es de Roosevelt, la otra de Nietzsche—aclaró con los ojos cerrados.

    —Sí—guardó los papeles—. Entonces me dijo algo, no me acuerdo muy bien. Dejó el…el escorpión…y andamos hasta una puerta, que estaba al final del pasillo.

    —Dijo que estaba oscuro—señaló.

    —Sí, pero pude verla al fondo. Sería…no sé, de hierro o de algún metal.

    —Y salíamos por ella.

    —Sí.

    —¿Y dónde íbamos?

    —No lo sé. Sólo vi una luz.

    —¿Una luz? ¿El cielo?

    —No tengo ni idea, pero…yo no salí.

    —¿Por qué?

    —Usted empezó a hablarme. Se quedó parado y empezó a hablarme.

    Cada vez se acercaba más a los barrotes: —…¿Y qué fue lo que le dije, Verónica?

    —Que quería…ver.

    Frunció el ceño: —¿Ver?

    —Ver, oír…oler…

    —¿Vivir?—frenó.

    —Sí.

    Se escuchó el delicado resuello de su respiración, y, tras un momento, se levantó y habló, más paciente que nunca: —…Llevo aquí más de ocho años, preso, sin ver, ni oír, ni oler nada que me satisfaga. ¿Sabe dónde me gustaría ir?…a París, a Roma, a la Pinacoteca de Brera, en Milán. A cualquier restaurante de Londres—ella también se levantó, aterrorizada en su interior, al oír aquello. Pero no se iría…aún no—. Ya no recuerdo bien ni la estructura de la Puerta de Alcalá de Madrid. Desde que entré aquí he estado deseando muchas cosas. Ahora, una de ellas, la más importante, sería la de vivir. Pero, ¿sabe qué? Usted puede hacerlo por mí. Prefiero que sea alguien como usted la que viva, la que aproveche el tiempo. La mayoría de los que son psicólogos no saben gozar de sus vidas como es debido. Pero usted no es como los demás.

    Estaba en blanco, pero se le hacía tarde: —Bueno…lo siento—se disculpó cortésmente—. Pero tengo que irme.

    —Antes de eso, Verónica, hágame un último favor.

    —¿Cuál?

    —Me gustaría conocer a su prometido.

    La dejó indecisa. Quería irse, pero por alguna razón se veía obligada a dar su brazo a torcer. Así que metió la mano en el bolso, cogió su billetera de cuero marrón y sacó de ésta una foto de Óscar.
    No era una foto de carnet, sino de él y ella juntos. Se les veía felices; era “la típica foto que, alguna vez, se echan las parejas”, como decía Verónica. En un paseo de costa, frente al mar, con el cielo cubierto de nubes; él pasándole la mano por encima del hombro, ella sujetándole la cintura, y ambos sonriendo. Seguro que la imagen la sacó alguien que pasaba por la calle.
    Pero para Pablo Anaya significó otra cosa. Su rostro cambió, su expresión mostró sorpresa, una sorpresa real, no fingida, que desde hacía mucho tiempo no ponía. Tenía los ojos abiertos como platos, luego los guiñó. Sentía arder todo su ser, sentía una rabia que iba creciendo poco a poco en su interior, pero su cerebro actuó antes que sus más primitivos sentimientos…y se tranquilizó.
    En realidad ella no notó nada, sobre todo por culpa de la escasa luminosidad: —Bueno—acabó diciendo—…me alegro por usted. Se ve que son muy felices. Yo también me hacía esas fotos con Tania—así se llamaba su mujer—. Espero que duren.

    —Sí, yo también.

    Guardó la foto en la cartera y la cartera en el bolso. Esperó para que dijera algo más, pero no dijo nada más. Viendo que todo el espectáculo había concluido se acabó marchando. Pero esa voz la volvió a detener.

    —¡Verónica!

    Se giró: —¿Sí?

    —¿Cómo se llama él?

    —Óscar.

    Exactamente como él pensaba: —…Gracias—finalizó.

    Sus pasos quedaron reducidos a un murmullo entre tinieblas. Sin embargo para él no había tinieblas. Se quedó sentado en mitad de la estancia. Una luz se empezaba a arrojar sobre él…y partiría hacia ella.
     
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