historia de centroamérica (XIV)

Existe un denominador común en la rocambolesca historia del continente americano durante los inicios del siglo dieciséis: el de la traición. El de la traición, como si estos páramos se convirtieran en una gigantesca campaña ambientada en la escocia de un shakespeare perturbado por el siglo veinte. La línea de acción es más o menos la misma aquí y allá, yo llego donde vos, vos me invitás a tu casa aunque no tengás demasiadas ganas de hacerlo, y una vez adentro, yo te secuestro, te amordazo, pido rescate, y ya con la pasta en la mano, te doy matarile como dios manda. Todo milimétricamente calculado y ejecutado, como los asesinatos gringos para consumo masivo en discovery investigation de lunes a domingo o como el triste caso de la sobrina de josé maría villar en México hace un par de semanas. Eso mismo pasó también en esta Centroamérica de nuestros huevos. Una vez aplastado tecún umán por el poderoso ejército mexicano de pedro de alvarado, los quichés no vieron otra alternativa más allá de la rendición para poder salvar la sagrada ciudad de cumarcaj y la propia cabeza, que también era sagrada, según decían. Entonces, una comitiva maya llegó ante alvarado para rendir solemnemente la ciudad e invitarle a visitarla, que conviene que uno haga inventario del botín recién agenciado. Sólo podemos imaginar como la sonrisa y la soberbia de alvarado se desbarataba al acercarse a la ciudad quiché y validar con sus propios ojos la terrible fortaleza que era, con sus murallas formidables y sus portales de veinticinco escalones cada uno. Y es que el que las usa, se las imagina, y el extremeño se las usaba mucho, mucho, mucho… su cabeza probablemente era una pintura del bosco arrasada por unos bombarderos alemanes, o talvez más bien un escuadrón de soldados del ejército rojo violando a una mujer alemana. Así, alvarado, en su maldad monolítica, implícita, inherente y secular, consideró que lo más apropiado era convocar a su real afuera de la gran ciudad a los líderes quichés, el ajpop y el ajpop kamah, o sea, el rey y el rey electo -que venían cada uno de los dos clanes más importantes de la aristocracia maya-, que como los pendejos nobles e ingenuos que eran acudieron prestos a celebrar con el hispano-mexicano (que este hijo de puta combinaba las mañas de ambas naturas) las pertinentes negociaciones de paz para poner fin al conflicto y a la invasión. Nos pedirán vasallaje y tributo, quizás dejar entrar a walmart y su usura de mierda y hasta algún tratado de libre comercio con putas incluidas, se les habrá pasado por la cabeza a aquellos pobres desgraciados. Y llegaron, ataviados de sus mejores galas, luciendo su oro, su jade, sus plumas de quetzal y de guara roja legadas por el corazón de sus antepasados fundadores del reino. Se sentaron con todos los rituales merecedores del caso y del momento. Alvarado posiblemente les ofreció empanada e ir a ver los toros, sin ofuscarse en lo absoluto. Y como los altos señores quichés jamás habían disfrutado del placer de la lidia, se emocionaron, tanto que no notaron que los estaban amordazando y amarrando de pies y manos al quid de la traición, para llevarlos a una enorme estaca clavada en medio del campamento. Cuando la tea se encendió, fue como la de xibalba: no se apagó durante toda la noche. En la mañana, México había triunfado una vez más y solo quedaron las cenizas amontonadas de Centroamérica. Las cenizas amontonadas de aquellos a quienes habían quemado vivos, y de la ciudad que alguna vez se llamó cumarcaj.

 

Así se reafirmó la tradición de la traición, desde el asesinato del hermano... la venta al esclavista... el beso en la mejilla... el puñal bajo la toga... la firma falsa... el pacto secreto... hasta las promesas de campaña.
La ingenuidad ha gozado de más victimas que todas las guerras juntas.
Su remedio lastimosamente requiere de dosis muy precisas para cada evento. La incredulidad debería elevarse a la categoría de ciencia y arte.

 

Que interesante redacción