Inmenso vaivén

El sol caía a plomo en sus pies descalzos. Esa sensación de amor discurría lentamente. No pude evitar cerrar los ojos para guardar aquella imagen. Sara, dije sin voz. Se alejó. El mar en calma la cubrió entera. El matiz cristalino de sus ojos se fundió con el mar. Cerré los ojos nuevamente. Su desnudez abrazaba a la brisa y al tenue vaivén de las olas. Fue un adiós; un adiós tan poético que parecía un sueño.

Mis sesenta y siete años, - lo sé porque hoy uno de mis nietos me felicitó-, ya no me permiten recordar aquella desnudez. Sólo bruma, brillo y colores tenues la envuelven. Sara a los veinticinco, - cuando la conocí,- Sara a los treinta, Sara a los cuarenta, Sara a los… ya no recuerdo ni su edad. No recuerdo más que el calor de sus besos al despertar. El color de sus ojos me parece tan lejano, que no distingo su tonalidad.

El mar en calma está a miles de kilómetros. Siento, cuando la recuerdo, una granularidad salina en los pies. Sara, ¿realmente te llamabas así? ¡Maldita vejez! ¡¿En dónde demonios estoy?!

- Abuelito, tienes arena en los pies.

El sol calienta mis pies. El matiz cristalino del mar abraza mi decrépito cuerpo. La brisa me envuelve en sus manos de sal. Al final, en el horizonte, veo una desnudez incolora. Mis manos ondean, mi boca es de sal. Siento el cosquilleo de las algas cuando las rozo. El sol se refleja en mi cuerpo, que se ha discurrido como ese amor. Cubro la desnudez; es Sara. Cierra los ojos y se funde en mi inmensidad y en el vaivén de mi respiración.