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La Casa (Capitulo 2)

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por edelabarra, 24 de Mayo de 2009. Respuestas: 6 | Visitas: 1570

  1. edelabarra

    edelabarra Mod. Enseñante. Mod. foro: Una imagen, un poema

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    La Casa (Capítulo 2)

    LA SIEMBRA

    Yo tenía en ese entonces quince años recién cumplidos y un profundo desconocimiento de todos los procedimientos y secretos de la agricultura, habiendo visitado a lo sumo en años anteriores algún campo de la provincia de Buenos Aires, donde no se veía nada de esto, por lo que cada cosa, cada tarea, era un nuevo descubrimiento que quedaba incorporado para siempre en mi mente.

    Recuerdo que después de haber emparejado un cuadro, pasamos la rastra de discos con el tractor, cuyo funcionamiento también fue para mí novedoso, con sus discos trabajando en forma oblicua para cortar y mezclar el suelo hasta dejarlo molido, luego la rastra de clavos para terminar de pulverizarlo, pero lo que más caló en mi espíritu, fue tener que sembrar la semilla de alfalfa a la vieja usanza, caminando a lo largo del surco y distribuyendo el puñado de semilla que sacaba de un morral que tenía colgado del hombro, con un voleo del brazo en forma de abanico, tratando de esparcir el grano lo más posible, para no dejar ningún lugar vacío. Todavía recuerdo ese momento como si fuera hoy, con la sensación de realizar un hecho trascendente, lleno de esperanza, casi bíblico, sintiéndome a la vez algo primitivo, algo sembrador, algo discóbolo.

    La siembra

    No sabía a los quince la importancia,
    de preparar la tierra para siembra,
    ni tampoco sabía a ciencia cierta,
    que el secreto ancestral de la ganancia
    no era sólo demanda con su oferta,
    sino buenas semillas en la huerta.

    El surco hay que trazarlo bien derecho
    y morral en el hombro caminarlo,
    revoleando semilla todo el trecho.
    Como discóbolo volear la granza,
    un hecho trascendente de esperanza,
    en la vida ancestral del sembrador.

    Cincuenta años después y sin tapujo,
    yo sigo trabajando con ardor
    y si es buena la tierra, ¡Ay que lujo!
    la cosecha será tan excelente,
    que no se perderá ni una simiente
    y la mejor semilla es el amor.

    Eduardo León de la Barra

    Ese verano vimos nacer y crecer los sembradíos de alfalfa, de cebada y de maíz, éste último nuestro principal alimento durante el verano, en todas sus formas conocidas; choclos amarillos y blancos, sopa, humita, carbonada, empanadas, tartas, etc., llegando a tal punto la saturación que aún hoy en día, después de casi medio siglo, miro con indiferencia las excelentes tartas de choclo que sabe preparar Carola.


    LA COSECHA


    El nivel y cantidad de nuestra producción era verdaderamente superior, por la calidad de los suelos que tuvimos la suerte de tener en “La Cruz del Sur”, siendo un dato de interés que con la cosecha del primer año pudimos levantar la hipoteca que pesaba sobre nuestra propiedad, al vender el producido de la primer parva de semilla de alfalfa cuyo rinde fue de treinta y dos bolsas que almacenamos en la galería de casa, y que fue comprada por un vecino llamado Montelpare, para nuestra tranquilidad.

    También cosechábamos alfalfa para hacer fardos, que se vendía como forraje.

    Aprendimos a cortar el pasto, para lo cual usábamos al principio una guadañadora de caballo, que tenía una cuchilla de un metro de largo, la cual desarmé no menos de quinientas veces para ponerla a punto, cambiar las puntas, afilar la cuchilla, etc. Para colmo había sido fabricada para tracción a sangre y nosotros le colocábamos una vara de sauce y la arrastrábamos con el tractor, que debido a su falta de sensibilidad y exceso de potencia, a la menor enganchada rompía la vara, lo que me obligaba a reemplazarla con la consiguiente tarea de cambio de bulones, carencia de repuestos, etc. El movimiento de corte lo provocaba la rueda de la cortadora, que era como dentada y se agarraba al piso, haciendo girar la leva de la cuchilla a una velocidad vertiginosa. El pasto cortado quedaba en el suelo y un día después pasábamos el rastrillo, que fue una de las buenas compras que hizo papá. Este artefacto que tenía un ancho de unos cuatro metros funcionaba arrastrado por el tractor y era comandado con una piola que llevábamos en la mano. Tenía dos posiciones, una para rastrillar, con el peine bajo y otra posición de descarga, dando un tironcito a la piola. De esta manera pasábamos por el campo dejando el pasto acumulado en hileras, que luego a mano, munidos de horquillas, juntábamos en gavillas, quedando el campo todo cubierto de montoncitos de pasto de aproximadamente un metro de alto y listos para ser juntados. El siguiente paso era cargar las gavillas en la rastra, especie de trineo de tablas, que tirábamos lentamente con el tractor, mientras tres o cuatro personas con horquillas realizábamos la tarea, colocando primero las del borde y después las capas de arriba, hasta una altura de casi tres metros.

    Esta carga de pasto, constituía una especie de fardo gigante o rollo, que había que subir a la parva, para lo cual se usaban dos sogas pasadas por abajo y que rodeaban la carga por arriba y se ataban al tractor, que tirando, la izaba rodando sobre sí misma hasta llegar al tope de la parva. Allí el parvero distribuía y acomodaba las gavillas, de manera de formar una especie de tejado de quincho, que reducía la posibilidad de infiltración de agua, en caso de lluvia. Todo esto era nuevo para mí, que con asombro asimilaba estas técnicas seguramente ancestrales, aprendiéndolas de inmediato.


    Antes del invierno, llegó la época de enfardar el pasto, tarea que se encargó a un contratista, que trajo una máquina que parecía sacada de un proyecto de Oski, que funcionaba con caballos que daban vuelta a un malacate que, mientras un horquillero alimentaba la boca insaciable de la máquina, iba formando un fardo a golpes de un enorme pistón, se ataba con alambre y salía el fardo. Este era mi turno de entrar en escena, recibiendo el fardo de casi cuarenta kilos, con dos manijas terminadas en gancho, llevándolo hasta la nueva estiba, trepando hasta el escalón correspondiente y colocándolo en su lugar como ladrillos de una pirámide. Esta tarea tenía el problema que la máquina no paraba nunca, hasta el horario de comer, para lo cual parábamos sólo una hora y seguíamos hasta la puesta del sol. La capacidad de reacción de un cuerpo de quince años es la única explicación que tengo de porqué pude terminar el trabajo que duró varios días, sin caer vencido y puedo decir que este tipo de cosas son las que aceleraron mi pasaje por la adolescencia, pasando de sentirme un niño en enero a casi un hombre en el mes de mayo.



    Las cosas marcharon relativamente bien en nuestra familia, a medida que nos organizábamos, con una fuerte repartición de tareas y adjudicación de roles. Los varones teníamos que proveer el agua para los animales, cortar la leña para la cocina y estufas, llenar los faroles de kerosén y prenderlos a la caída del sol, las chicas limpiaban los tubos de los faroles, y se ocupaban de las tareas de la casa y de la cocina; primero cocinar y luego por riguroso turno, limpiar el tizne de las ollas, lavar los platos y barrer la cocina.
    Mamá, la heroína máxima del emprendimiento, trabajaba permanente y resignadamente, manteniendo la ropa limpia, para lo cual disponíamos de un lavarropas primitivo que era como un barril de madera giratorio, que funcionaba con el motor de nafta que usábamos alternativamente en la bomba de agua. Antes de este adelanto tecnológico la tarea era al aire libre, en un fuentón y con el agua del pozo.
    El tiempo pasó rápido, pero la cantidad de sucesos llenó de anécdotas nuestros recuerdos, de manera que recopilarlos es casi imposible sin caer en el detalle minucioso, pero puedo decir que a medida que pasaba el otoño, se hacía notar el viento y el descenso de la temperatura, que combatíamos gracias a enormes cantidades de leña de tamarisco, que quemábamos en el fogón de la cocina y en una estufa cilíndrica que tenía cuatro patas de fundición rococó, una tapa giratoria para poner una pava encima y un caño de chapa que salía por atrás y subía hasta el techo de un rincón de la galería, que a la sazón tenía dos lados abiertos a la intemperie. Al caer el sol, nos reuníamos alrededor de la estufa tratando de tenerla encendida al máximo y el calor irradiado era considerable pero frontal, mientras nuestras espaldas se helaban por el aire fresco que se renovaba permanentemente.
    Una de las consecuencias de la acción conjunta del aire seco y frío, del agua dura y la tierra, era que la piel de los nudillos y del dorso de nuestras manos se agrietaba, tomando un aspecto de “piel de elefante”, siendo un poco más evidente en las manos de Federico, Clotilde, Elvira y yo. Quizás era porque éramos los que teníamos más contacto con la tierra y la intemperie.
    Más adelante, cuando comenzaron las heladas, recuerdo que dentro de los dormitorios, al amanecer, los vasos con agua quedaban totalmente congelados.


    La fotografía incluida, nos muestra a mediados de mayo de 1958, pocos días antes de nacer Alejandro, de derecha a izquierda, Elena (13), yo (15), Dolores (10), atrás papá (58), bajo él María (10) y más abajo Elvira (3), mamá (42), Clotilde (11), Federico (8, casi 9), Capi (16) y Carlos (18). Una buena imagen vale por diez mil palabras.

    Eduardo L. de la Barra, Marzo de 2004.

    Primeras luces

    Antes tal vez de comenzar el día,
    con sólo un resplandor en la ventana,
    el gallo me anunciaba la mañana,
    con su insolente canto de vigía.

    Envuelto en la tibieza de la cama,
    sabiendo que la diana ya venía,
    con sólo recordar la escarcha fría
    odiaba la tortura ya cercana.

    Al fin, puntual sonaba la campana
    y veloz comenzaba la rutina
    de vestirse para ir a la cocina,
    recurriendo a cualquier cosa de lana.

    Mi madre en su tarea cotidiana,
    con su amor y sus manos de heroína,
    teniendo aún las mismas con harina,
    preparaba el desayuno con mi hermana.


    Pan caliente con dulce de manzana,
    llenos los baldes con agua cristalina
    y la leche, ordeñada muy temprana.


    Imagen que mis ojos ilumina,
    repetida semana tras semana,
    no la puedo borrar de mi retina.

    Eduardo León de la Barra
    Abril 2007

    Sería injusto de mi parte, no incluir con respecto al tema del frío, unas palabras de mi hermana María, que considero bastante poéticas y descriptivas.


    No creo que me equivoque, si veo, desnuda la isla en invierno y vestida en verano. El otoño y la primavera, casi no los podría analizar. El invierno crudo, frío silencioso, daba una sensación de muerte a la isla. Pero esa falta de vida aparente, tenía una fuerza latente impresionante, que se hacía sentir bajo la tierra, en las raíces de los árboles pelados, dentro de las ramitas sin hojas, en los canales secos, en el cantar de las maquinarias a gasoil que trabajaban sin descanso, preparando el suelo, para la venidera cosecha. Esa fuerza, también, era nuestra esperanza de ver brotar el verde, “la vida”, del triste cuadro. El frío, dificultaba todo. El invierno era largo, sufrido. La falta de lluvia, mantenía el suelo re-seco. Y una nube de tierra nos separaba uno de otro. Una sensación que mantengo todavía, a través de los años, en las yemas de los dedos, es aspereza. No lo he podido borrar de mis sentidos. Fue esa tierra seca, absorbente, que se nos metía casi dentro del cuerpo, fortalecida por el frío y el agua dura, lastimaba nuestra piel de las manos hasta sangrar. Teníamos las manos “paspadas”. El pelo era otra preocupación, casi imposible de peinar, sólo lo ayudaba un poco el shampoo o un enjuague con vinagre. El calor de la leña de chañar, un plato de sopa, un arroz con leche o una “cascarilla” activaban nuestras vidas en forma alarmante. Los cielos de invierno eran puros, estrellados, divinos. Una caída de sol rojiza, esplendorosa, nos anunciaba una fuerte helada al alba, continuando con un día radiante y soleado. El invierno, a pesar de su rigor, me encantaba. El canto pasajero y agudo de las avutardas, me llamaba la atención enormemente”. María de la Barra.

     

    Archivos adjuntos:

    #1
    Última modificación: 7 de Enero de 2017
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  2. ROSA

    ROSA Invitado

    Bello escrito como la fotografia que nos regalas, pero creo que aparte de esa siembra de la que nos hablas en tu escrio ya recogiste tambien buena cosecha con tus hijas, te dieron buen fruto el mismo que tu sembraste, ay amigo que buena "semiente dejarón tus padres" ojala sigan con esa semilla tus nietos y estos sigan con ese cauce, porque no hay buena cosecha sino hay buena semilla.Me gusta leerte amigo,un abrazo
     
    #2
  3. edelabarra

    edelabarra Mod. Enseñante. Mod. foro: Una imagen, un poema

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    Con tu comentario, querida Rosa,
    se me han humedecido los ojos,
    siempre tienes una palabra agradable para mis oídos;
    en nombre de toda mi familia, agradezco lo que me dices,
    un beso grande,
    Eduardo.
     
    #3
  4. Lourdes C

    Lourdes C POETISA DEL AMOR

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    Eduardo, mi corazón se estremeció al leer su relato acerca de la siembra. Yo ayude a mi padre cuando niña y tengo los recuerdos en mi corazón. Fue una experiencia hermosa. Me emocione mucho al leerle. Gracias por compartir esta belleza. Un abrazo y Bendiciones todas!
     
    #4
  5. minoviosellamajesus

    minoviosellamajesus Poeta que considera el portal su segunda casa

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    he pasado el link, a mi cuaderno por si mañana no está tu mensaje en el ordenador leer con tranquilidad la experiencia sobre el campo y la siembra que relatas desde tu adolescencia, ya es muy tarde y estoy algo cansada, un beso Eduardo....linda poesía ,osea que para tí la ganancia no consistía en la demanda de la oferta....sino "en la buena semilla de la huerta","que chaval tan sentimental"
     
    #5
    Última modificación: 6 de Enero de 2017
  6. minoviosellamajesus

    minoviosellamajesus Poeta que considera el portal su segunda casa

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    me dice Isidoro que también hay otra pala larga que se llama-cargador- con 8 dientes de palo ,para echar la paja que ya se ha trillado ...el trigo , la cebada, el centeno, la escaña la avena ....al remolque y luego al pajar, para alimento del ganado, un beso marga
     
    #6
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  7. minoviosellamajesus

    minoviosellamajesus Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Si yo hubiera estado entonces con tu madre cuando lavaba vuestra ropa en el cilindro giratorio con motor de nafta,no hubiera necesitado hacer tanto trabajo con mis consejos.La habría enseñado como lavo yo y la hubiera hecho un gran favor,atiende:
    apartado:A= ponemos la ropa, según cantidad en un recipiente adecuado a la cantidad
    " " ":B=echamos el agua, lejía, perfume, precisamente yo también echo mis dos faldas que parecen trapajos,pero para esta selva donde vivo valen,que más da....da igual como vayas aunque a veces me da verguenza,pero paso, todo el dinero se lo comen -los gatos- y el tabaco que fumo,
    apartado:C= cogemos un "palo".....damos unos cuantos palazos y dejamos reposar la ropa hasta el día siguiente,
    " " " D=al día siguiente, simplemente se vuelca la cubeta, aclaramos sin esfuerzo con la manguera de la ducha ¡y ya está!
    " " " E= "para colgar= ¡en mi zona ya tengo fama de mis tendidos con la ropa!: de nuevo sin ningún esfuerzo, coges pieza por pieza, o si quieres, porque no tengas ganas de trabajar......"la tiras a puñados entre las ramas" yo en mi caso de las arizónicas...., y si es invierno de sopetón entre la leña de la estufa .....y "hecho",hablando de esta palabra "Hecho" ....es un Hecho asombroso que mis dos faldas no se destiñan
    entre la ropa con lejía, "no olvidar la vara" y cual si fueras Moisés con dos meneos te queda un lavado impresionante sea la cantidad que fuere
    y además de limpio, perfumado, marga p.d: bella-antes de comenzar el día-desde luego sabiendo lo que esperaba en el hielo sería una verdadera tortura levantarse a tu tarea de niño a hombre en tan solo tres meses
     
    #7
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