La Consumación

En el enmarañado templo dórico, por las brutales ramas de la parsimoniosa hiedra azul, estaba durmiendo un clérigo ortodoxo. Todo él vestido de negro impoluto. Y con una luenga barba que le llegaba a los riñones. Era noche cerrada. Y el espejismo de una desbandada de pájaros de muerte lo despertaron. Con su estallido vocal que inundó todo el aire gélido de un perruno invierno. Entonces, nuestro amante del crucificado se levantó de un desvencijado diván apolillado. Y con una palmatoria de aceite virgen abrió inconmensurable luz en aquel recinto sagrado. Escuchó acongojado unos débiles lamentos entre los portalones de hierro que daban al exterior. Estaba amedrentado de una especie de estúpido pavor infantil. Mas fue allí; conteniendo el aliento de perfume de duro aguardiente. Cuando oteaba por el pasillo señorial, que recordaba el glorioso pasado griego de poetas laureados y filósofos encumbrados, una fría mano lo cogió del pescuezo. Se dio la vuelta. Y he ante él a una dama de fogosas pupilas incandescentes y pálido semblante mítico. Se le acercó y le dio en secos labios de anacoreta el beso de la muerte.