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La cosa en el atico

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por Khar Asbeel, 16 de Septiembre de 2017. Respuestas: 0 | Visitas: 993

  1. Khar Asbeel

    Khar Asbeel Poeta fiel al portal

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    Herede la vieja casa de mis antepasados poco después de que muriera mi abuela. Curiosamente, ninguno de mis otros parientes, ni siquiera su hija, es decir, madre; ni mis tíos ni hermanos estuvieron contemplados en el testamento para recibir la antigua e imponente residencia.
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    No puedo decir que era son nieto consentido; pero si el que sentía una especial afinidad con la casa y todo lo que contenía. Me encantaba husmear por todos los cuartos, revisar cada rincón, mover de su sitio los objetos e inhalar ese olor a herrumbre y vejez que me invadía de una incomprensible nostalgia.


    Mi abuela toleraba todo esto e incluso, sonreía con sus dientes falsos ante mi insaciable curiosidad.


    -“Eres curioso, como los han sido todos los de nuestra familia. O lo eran. La curiosidad de nuestra sangre parece estar solo latiendo en ti” – me repetía constantemente.


    Solo dos cosas tenía vedadas: Los libros de la biblioteca y el ático.


    Asiduo y hambriento lector desde que aprendí a descifrar las letras, fue un incansable devorador de cuanta obra cayera en mis manos. Y la enorme biblioteca de mi abuela, con sus cientos de libros ejercía una fascinación contante para mí, de tal forma que a los diez años, pasaba largas horas hojeando libros a cual más de interesantes.


    Pero había unos, en un estante demasiado elevado, que me provocaban una gran curiosidad. Eran los que se veían más viejos de todos y quería tenerlos en mis manos a toda costa; así que un día, subiendo una silla sobre otra, logre tomar uno, cuyo lomo desgajado y grisáceo era el más próximo a mi alcance.


    Ya cómodamente instalando en un sillón, pase por la memorable tapa las manos, lleno de un íntimo respeto. El título, apenas legible, estaba en otro idioma y sus hojas gruesas y amarillentas apenas empezaba a pasar entre mis dedos cuando, como salida de la nada, vi a mi abuela frente a mí con un rostro de espanto que nunca podré olvidar. El miedo cambió a furia cuando me arrebato el libro y por primera y única vez, me dio una bofetada que más que dolor me causó sorpresa.


    “¡Nunca más vuelvas a entrar a esta biblioteca, nunca, nunca!” me grito la anciana.


    Me empujo fuera y se encerró por dentro.


    Desde ese día, la biblioteca de mis deleites permaneció cerrada con llave y en mis visitas a la casa no encontraba más que hacer, pues todos los objetos y todos los rincones de la casa los conocía.


    Excepto el ático.


    Siempre me causo una gran intriga que había tras esa puerta firmemente cerrada con sólidos tablones a la cual se llegaba por medio de una rechinante escalera de madera. Por el tamaño y disposición de la casa adivinaba que sería un lugar de enormes dimensiones. ¿Qué había tras esa puerta? ¿Qué secretos ocultaba? Moría de ganas por averiguarlo, pero después de la bofetada de la abuela contuve mi curiosidad incluso para preguntarle. Así que el enigma permaneció incólume.


    A los quince años nos mudamos a otra ciudad y las visitas a mi abuela y su casa cesaron. La veía pocas veces al año, pero siempre me recibió con la misma calidez, orgullosa de tener un nieto universitario y con una creciente carrera en la medicina.


    Hasta hace poco que murió. A lo veintinueve años me encontré dueño de esa noble y augusta casa, pero el dolor y el luto hizo que pasaran meses para decidirme a visitarla.


    Mis familiares no se opusieron a la idea de venderla. A nadie le interesaba habitar esa casa con tres siglos de antigüedad, cuya rehabilitación costaría más que un ojo de la cara; así que fui a mi pueblo natal a revisarla y ver que se podía rescatar del mobiliario.


    Y a averiguar porque en el testamento mi abuelo me dejo esta críptica petición: “Cuida de la cosa del ático”


    ¡El ático! Por fin sabría que se ocultaba tras esa puerta de oscurecido roble. El niño curioso despertó en mí y mi sed de conocimiento empezó a fluir como antaño.


    Llegue temprano a la mañana, con un tiempo esplendido. La gran llave entró con facilidad y la puerta se abrió como recibiéndome. La proverbial limpieza de mi abuela aún se dejaba notar en el buen orden de las cosas.


    Después de unos minutos de descanso, empecé mi merodeo. La mayoría de las habitaciones se encontraban tal como las recordaba, pero no creí que nada valioso se pudiera rescatar. De repente recordé la vieja biblioteca y con rapidez mi dirigí hacia esa puerta, que pude abrir después de varios intentos.


    El polvo acumulado dejaba en claro que hacía mucho que nadie entraba ahí. Todo el lugar estaba poblado de telarañas y temí que la polilla hubiera arruinado los libros que intuía valiosos. A pesar de la suciedad, quise ver esos libros que mi abuela molestó tanto que viera, así que con el uso de dos sillas aun sólidas, encontré –no sé si por casualidad- aquel volumen que tuvo en mis manos infantiles.


    “De coexistentia inter mortuos ac viventes” leí en letras borrosas. Conocedor del latín, aquellas palabras me inspiraron desconfianza. Al pasar las páginas, vi que todo estaba escrito en esa lengua, en caracteres que reflejaban centurias de antigüedad y que con mucho trabajo podría traducir. Pero lo extraños y horribles grabados, que representaban demonios, monstruos y cadáveres me hizo arrojarlo con repugnancia hacia el polvo que cubría una mesa.

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    Tome otro libro forrado en cuero negro. “Abscondita est deos alienos” rezaba en la portada interior. También en latín. También lleno de extraños e incomprensibles grabados y grabados que representaban extraños símbolos arcanos.

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    Baje otro libro de forro pardo, el cual tenía en la portada la ilustración bíblica del árbol de la vida junto a Eva y la serpiente; pero en esta ocasión era un demonio el que le ofrecía la fruta prohibida a la mujer. “De la nature des démons et de leurs descendants qui marchent sur terre” era su título.

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    Me sumí en hondas reflexiones. Estos, a no dudar, eran antiguos grimorios de magia prohibida pero… ¿’Porque estaban en la biblioteca de mi familia? ¿Eran coleccionados por curiosidad o realmente algún antepasado mío practicaba este tipo de rituales? Lo innegable es que me abuela sabia de la existencia de esos aborrecibles volúmenes y por ello me protegió de su influencia.


    Los tres libros sobre la mesa me causaron desasosiego, casi temor, como si de ellos emanara un aura de arcana maldad.


    Salí apresurado de la biblioteca, presa de un gran desasosiego, como si de pronto una sombra oscura hubiera caído no solamente sobre la vieja casa, si no sobre mi infancia y mi vida.


    Después de unos momentos –y con cierta urgencia de irme- decidí abrir de una vez por todas la puerta del ático que tanto me intrigo en mi niñez. Fui a mi auto y saque del maletero una barra de hierro y una potente linterna. Y de paso, revise que la pistola 9 mm. que lleve por precaución siguiera en mi cintura.


    Fue fácil retirar la madera carcomida para llegar a la puerta. Sorprendentemente, no necesite una llave, pues no estaba asegurada, de tal forma que penetre sin problemas a ese mar de negrura.


    Siempre pensé que el lugar era grande, pero no tanto. El halo de luz de mi linterna se perdía a la distancia sin tocar las paredes. El ático debía abarcada toda la extensión de la casa y, contrario a lo que yo creí de niño, no había nada interesante que ver. ¡Simplemente no había nada! El sitio estaba totalmente vacío.


    Pero algo no estaba bien. Al pesar de que décadas, tal vez siglos, habían pasado desde que esa puerta de cerro por última vez, no existía la capa de polvo que necesariamente se debía haber acumulado. Tampoco había telarañas, ni ratas, ni ningún símbolo de la más pequeña vida. También capte como, a pesar de ser un día veraniego, un frio intenso y estremecedor se podía sentir apenas entrar a esa habitación.


    Pensaba en esto mientras las maderas crujían bajo mis pies hasta que el rayo de luz tropezó con un objeto en lo que creo ser el centro del ático.


    Me acerque cautelosamente y con un desconcierto creciente. Sin saber bien porque, saque mi arma y corte cartucho, avanzando con ella en mano.


    Poco a poco pude dilucidar lo que había en ese sitio. Una gran silla de madera, más parecida a un trono, sostenía lo que en primer momento pensé que era un espantapájaros, hasta que un análisis más detallado transformó mi desconcierto en miedo.


    Eso, lo que sea que fuera, parecía un humano momificado, de una estatura enorme, envuelto en pútridas telas grises. Sus brazos estaban atados con cadenas a los descansos de la silla y traspasados con gruesos clavos remachados en sus puntas. Los pies se encontraban en igual condición, atados y clavados a la madera del asiento y todo el cuerpo estaba rodeado de cadenas unidas por múltiples y herrumbrosos candados.


    Lo que más me estremeció es ver como el torso de la figura estaba atravesado por enormes clavos de hierro. Como médico supe que pasaban de lado a lado el corazón, los pulmones, los riñones. Incluso, con un estremecimiento, me di cuenta de que los genitales -si tenía- también habían sido clavados a la madera de la silla. Y dos de esos grandes clavos atravesaban los ojos.


    Cuando revise el rostro a lo lejos, lance un grito. ¿Qué clase de ser humano podría tener una cara así, aun momificada? Cuanto más contemplaba esa horrenda cara, menos humana me parecía. Sus enormes dientes afilados, la monstruosa configuración de la ancha nariz, las enormes y puntiagudas orejas… ¡Más parecía el rostro de un chacal o un murciélago que de una persona! ¿Qué era esa clase de horror? ¿Era acaso la “cosa en el ático” que mi abuela menciono en su testamento? ¿Qué hacía ahí y porque mi familia estaba envuelta en su obvia cautividad? Las preguntan se agolpaban con vértigo en mi cabeza.

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    Todo esto que acabo de describir lo vi desde lejos, pues la cosa en la silla estaba rodeada de siete círculos concéntricos de una especie de pintura blanca. Sobre cada uno de estos gruesos círculos se encontraban una hilera de piedras negras y extrañamente redondeadas. Doce en total pude contar en cada línea. Cada piedra tenía un extraño símbolo pintado, también en blanco.


    Al acercarme más para analizar con más detalle la descomunal figura enclavada en la silla, con la esperanza de que solo fuera un muy bien hecho maniquí para alguna broma macabra; la punta de mi zapato pateó sin intención y con fuerza una de las esféricas piedras, la cual rodando choco con otra, dispersándose entre las demás.


    Fue entonces que la figura, hasta entonces pétrea e inerte, se agitó de forma convulsa, lanzando un grito ensordecedor: Tan anti natural, tal escalofriante, tan sobrecogedor era la naturaleza de ese grito de me es imposible describirlo. Sentí como mi alma se enfriaba dentro de mí y caía en un abismo de locura y desesperación, en una espiral de un horror ancestral e inescrutable.


    Paralizado de miedo y sorpresa, vi como el gigante gris hacia grandes esfuerzos por escapar de sus ataduras, así que, de forma instintiva apunte el arma hacia él y vacié el cargador.


    Uno tras otro impactaron las balas en su cuerpo, pero la cosa no se dio por enterada. Pude ver que en vez de sangre y otro fluido vital, de los agujeros hechos por los proyectiles solo salía una especie de polvo fino y blancuzco. Mientras tanto, el ente que, razone, durante generaciones contuvo mi familia, desplegaba una insólita energía contra su aprisionamiento, seguramente queriendo destrozar al último vástago de aquellos que lo pusieron en él, en primera instancia.


    Corrí de forma frenética, alejándome de la cosa que no cesaba de gritar y agitarse. Baje las escaleras como una exhalación y llegue a mi automóvil, sin preocuparme de cerrar la puerta de entrada. Quería alejarme de ese sitio maldito, de ese horror que habitaba en el ático. No podía dejar de sentir una nauseabunda opresión al recordar todas la veces que deambulada por la casa, sin saber que un monstruo, un demonio se encontraba sobre mi cabeza.


    Abrí con manos temblorosas la puerta de mi vehículo y una vez dentro y a punto de hundir el acelerador al máximo, me detuve de golpe. La cosa del ático era, de otra forma, responsabilidad de mi familia y por lo tanto, mía. No podría saber si mis ancestros habían traído a ese demonio a este mundo y lo habían apresado y retenido. Los macabros libros que pude comprobar me hablaban más de la primera posibilidad. Fuera como fuera, sentía dentro de mí –tal vez mi sangre hablaba- la imperiosa necesidad de terminar el asunto de una vez por todas. Obviamente, mi torpeza hizo que el hechizo de contención que sometía a la creatura se rompiera, pero no tenía ánimo ni valor para volver al ático y tratar de acomodar las piedras en su posición original. Mi alma desmayaba ante la idea de enfrentarme de nuevo a esa maldición gris, ver a esa figura retorcerse haciendo rechinar las gruesas y viejas cadenas, a oír de nueva cuenta ese grito que, a un dentro de mi auto y a esa distancia, podía percibir.


    Debía acabar de forma definitiva, honrar la última petición de mi abuela y, tal vez, librar al mundo de un terror que aún no había conocido. Después de unos minutos de cavilación, supe qué hacer. Abrí la maletera de mi coche, saque el bidón de gasolina que siempre llevaba para emergencias y, recargando mi arma con las balas que ocultaba en la guantera, entre decidido a la casona.


    El horrendo grito de la cosa traspasaba la madera, causando un vértigo y un miedo que me costó trabajo superar. El aterrorizante ruido de la criatura tratándose de liberarse, parecía hacer retemblar las habitaciones. Sin embargo, bañe rincones estratégicos con porciones de combustible y, al final, empape los libros de esa biblioteca donde se ocultaba tanto mal. Agradecí que la casa se encontrara en un lugar alejado de núcleos habitacionales y que fuera construida casi en la mayor parte de madera. Nada me importo ya los recuerdos infantiles ni lo valioso que se pudiera encontrar dentro. Cuando las llamas se elevaban, sentí un regocijo obsceno dentro de mi profunda intimidad.


    Cuando las llamas alcanzaron el piso superior, pude oír que los gritos, que nunca habían cesado, se tornaron más furiosos y desesperados. Entendí que el fuego causaba temor a la cosa y que probablemente la destruirá, quitando la losa de su maldición de mi familia y del mundo.


    Durante horas contemple el incendio, con el arma lista y la mirada atenta, por si la entidad lograba emerger de las llamas; pero cuando el techo de la vivienda se derrumbó, los gritos habían cesado y ya nada se movió más que el humo y la danza del fuego. Más horas después, sobre las oscuras cenizas reinaba un silencio sepulcral pero agradable.


    La cosa, fuera lo que fuera, fue destruida por el fuego, como antaño se creía que acababa con las brujas. El elemento más sagrado había terminado con la pesadilla que durante generaciones existió dentro de la oscuridad del ático. De alguna forma, me sentí liberado, casi feliz. Parecía como si el espíritu de mi abuela me susurrara al oído que había hecho lo correcto.


    Al ser una casa muy vieja, no hubo grandes problemas con mi explicación de un corto circuito que acabo en incendio. Contrario a lo que temí, ningún rastro del ser se encontró entre las ruinas, ningún hueso, solamente varios clavos gigantescos. Mi familia no le dio mucha importancia a una casa que nadie quería habitar y la venta del terreno sepulto en el olvido el tema. Solo yo no puedo olvidar la pesadilla que viví, los secretos de aquella casa, los ominosos libros que visualice, el espantoso ente sacado de no sé qué averno que mi retorcerse y, sobre todo, ese aberrante grito. Ese grito que aun ahora, en mi vejez, después de tantos años, aun me hace despertar sudando frio por las noches.





     
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