La Divina Confesión

Infinito es el mar de abanico de cristal. Absoluta es tu pupila de coral azul. No pierdas el norte. Cuando el cielo ardiente caliente la tierra calamitosa con su baño de cortante frío glacial. Ahora es el momento. A las afueras del prohibido paraíso; henchido de pámpanos y vid levita el cuerpo incorrupto de un pecador que recibió en el último suspiro la extrema unción. Y tú, bella y hermosa doncella, envuelta en gasa de luna plateada, danzas al compás del ditirambo monótono y alucinante. Las horas transcurren como arena mojada en licor de absenta. No desesperes. Y suelta al lobo de tu pecho inabarcable. Para que así, una vez purgado tu pecado capital, puedas regresar a la región de los enanos candorosos pero cobardes. Sí. Así te lo digo. Es un suplicio morir en el garrote vil o en la horca de los inocentes ajusticiados. Pero no queda más remedio que beber, en vaso de barro, la cicuta. Para que la helada muerte, sin llamar a la destartalada puerta, te posea. Y en el último segundo, tu alma pura parta en región azucarada hacia la idiota y lasciva planicie. Donde se regalará la obscuridad luminosa de un niño envuelto en pañales.