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La equidad de género… ¿es para todo el mundo?

Tema en 'Prosa: Sociopolíticos' comenzado por jdgb_01, 27 de Diciembre de 2011. Respuestas: 0 | Visitas: 3321

  1. jdgb_01

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    La equidad de género… ¿es para todo el mundo? Un enfoque psicológico y socio-sexual sobre los alcances y limitaciones de la defensa de los derechos de las mujeres




    El reconocimiento de los derechos de la mujer y la promulgación de los principios de la equidad de género aparecen como necesidades universales que han alcanzado finalmente su sitial merecido dentro de los valores irrefutables que deben encauzar el desarrollo social en todas las naciones. Sin embargo, la práctica demuestra que la universalidad de estos derechos es más idealista que objetiva, debido a la cantidad de escollos que se presentan al querer aplicar fórmulas generalizadas o elaboradas desde la perspectiva de las culturas dominantes en grupos étnicos cuyo desarrollo histórico-social denota una marcada diferencia en las concepciones cosmológicas, religiosas, políticas y culturales. Estas particularidades ponen en tela de juicio la legitimidad global de los principios de la equidad, y constriñen a las teóricas y teóricos de las diferentes disciplinas humanas a volver sobre preguntas que parecen ser demasiado fundamentales y repasadas como para requerir de una revisión, pero que en realidad jamás serán respondidas definitivamente. ¿Existe algo así como la verdad sobre los derechos humanos? ¿Alguna cultura puede adjudicarse el descubrimiento de verdad, e imponer sus principios con probada objetividad en cualquier tipo de población alrededor del mundo? En el presente trabajo intentaremos extraer la mayor proporción de objetividad posible de las más importantes perspectivas antropológicas, sociológicas y psicológicas que abordan la problemática de los estudios de género la universalidad de los derechos de la mujer, para determinar si existen principios inviolables que no deben detenerse ante barreras culturales, o si por el contrario estos escollos son verdades trascendentes que invalidan toda pretensión de intervenir legalmente en las costumbres de un pueblo, en aras de la reivindicación de los derechos de las mujeres. En un primer momento, el trabajo se enfocará en las generalidades de la problemática de la equidad de género, empezando por un estudio antropológico que desemboca en una propuesta innovadora desde la Psicología. En un segundo momento se aborda la problemática nacional para involucrar a los lectores y lectoras con las cuestiones fundamentales de la equidad de género, haciendo una relación entre el mestizaje y el origen de la inequidad. Esta analogía pretende exponer la conveniencia de aplicar ciertos principios psicológicos al estudio de los grupos étnicos, al cuestionar la objetividad de las barreras culturales y poner en duda la validez de los argumentos relativistas más radicales, todo esto mediante la reinterpretación de la conducta social y la identificación sus semejanzas con la personalidad individual.

    Estudios de género. Principios antropológicos, sociológicos y psicológicos.


    El establecimiento de nuevos valores para la construcción de las normas éticas que rijan a las sociedades contemporáneas obedece a una necesidad generalizada de fomentar el respeto a los derechos humanos, la fórmula universal de moralidad menos discutida en la actualidad; pero tal necesidad, y la ausencia de oposición a su objetivo, no responden ciertamente a una coincidencia de opiniones sobre lo que debe ser, de acuerdo a un absoluto descubierto por la axiología universal, sino que se establecen como una reacción popular favorable ante la “mejor de las propuestas posibles” en cuanto a la situación de injusticia –valorada de acuerdo a las carencias frente a los privilegios de las clases dominantes, y casi nunca en relación a necesidades planteadas en función de intereses íntimamente figurados- en que ha vivido históricamente la mayoría de la población mundial. Es decir, la especie acepta de buen talante la proclamación y defensa de los derechos humanos porque representan un ideal –el pueblo que sueña con libertad, igualdad y oportunidad-, y no porque el contenido de esta normativa se ajuste realmente a las necesidades particulares de cada grupo o individuo; de ello se sigue que el contenido real de estos derechos no refleja más que una interpretación parcial –limitada en tiempo (historia) tanto como en espacio (grupo humano)- de los requerimientos de la humanidad, y que se muestra menos efectiva de lo que promete, en la práctica. Sin embargo, más allá del idealismo que alimenta a estos principios y los vuelve transportables –pero no idealmente aplicables- a la mayor parte de las culturas existentes en la actualidad, y a pesar de que el labrado de sus lineamientos denote un pulso occidental por excelencia, es inconveniente e injusto negar el valor y la proporción de verdad en una obra que es la producción de varios siglos de interacción social, de lucha encarnizada por la igualdad de derechos a lo largo de la historia de la civilización predominante; cuya síntesis en el orden de la justicia para las mayorías es, indudablemente, moldeada de acuerdo a las necesidades particulares de sus autores, desde una perspectiva y un momento no universales; pero que contiene una riqueza empírica validada por la larga e intrincada historia de los pueblos que contribuyeron a su producción. No en vano nos horrorizamos ante la idea de sacrificar niños y mujeres en honor a los dioses, o nos repugna la comercialización de seres humanos en aras de la esclavitud; nuestra reacción no obedece a una revelación moral de principios latentes en la eternidad del mundo platónico, sino que ha sido el devenir de la historia y sus actores el que nos proporciona hoy en día una cosmovisión distinta, más “madura” si se quiere, todo esto considerando que, al menos en teoría, el derecho a la vida está garantizado por la consciencia colectiva. Si ha de reprocharse la validez a este y otros principios llamados “universales”, será indefectiblemente en el terreno de la práctica, que es en donde se manifiestan todas las inconsistencias de las que se tiene noticia[1]; no obstante, el logro alcanzado por la especie en la estandarización de los derechos humanos es invaluable desde todo punto de vista.

    Ahora bien, se ha empezado este escrito señalando el carácter subjetivo predominante de la “popularidad” de los derechos humanos, y se ha introducido de manera reticente algunas razones para considerar que su aplicación en la práctica debe vencer obstáculos concretos, relacionados con las diferencia culturales que coexisten actualmente en el globo. Por último, se ha mencionado algunas razones para pensar que la validez de estos principios rebasa toda significación etnocentrista y se ubica en el marco de los “bienes universales” que son forjados, no obstante, en obediencia a un momento histórico. Pero, más allá de estas apreciaciones que siguen oliendo a idealismo puro, y que son más bien una reacción al poder[2] que ha alcanzado el discurso de los Derechos Humanos; es posible ubicar la etiología de ese empoderamiento en la Ciencia, entendida como el conjunto de saberes y prácticas que prevalecen en la relación de supervivencia entre las/los seres humanas/os y su entorno. Efectivamente, no es posible hacer un balance de la utilidad o probidad de los avances de la especie si no se cuenta con fundamentos que la misma humanidad ha reconocido como los más fidedignos; estos son, las bases científicas. Tras el idealismo impregnado en el discurso de los derechos humanos se encuentra toda una gama de valores científicos provenientes de disciplinas como la biología, la química, la física, las ingenierías, la economía, la ecología; y principalmente, las ciencias humanas y médicas. El hecho que actualmente se defienda la vida, el derecho a un nombre, la libertad individual, o la soberanía del cuerpo, responde ciertamente a la recolección de experiencias a lo largo de la historia; pero aquello sólo ha sido posible mediante el largo y extenso proceso de elaboración de conocimiento –de escuchar a las fuentes de información, y aprender la lección- sobre el largo y eterno sufrimiento que las personas se han provocado entre ellas, además de los efectos de las enfermedades o los embates de la naturaleza; de esta experiencia se han alimentado las ciencias, convirtiéndose en producciones para el mejoramiento de las condiciones de vida de la población. Independientemente de si estas producciones contemplan o no, originalmente, la necesidades de la totalidad de la especie, son recolecciones y elaboraciones nutridas de validez por cuanto se originan en la interacción de un sinnúmero de culturas, con el protagonismo, claro está, primero de Europa y luego también del conjunto de países industrializados, pero de cuya autoría no se puede excluir –sean los aportes, positivos o negativos- a, prácticamente, toda la especie humana. Detrás de estas producciones están los respaldos científicos que nos aseguran -de manera menos ligera que esta- que es mejor que la vida de todos/as los seres humanos/as sea un derecho y no un privilegio a debatirse; que se combata enfermedades; que el organismo reciba los nutrientes esenciales, que se tolere las diferencias físicas, culturales y psicológicas; que se opte por el diálogo en vez de las armas; que se condene la guerra; que se proteja el ecosistema, etc. Si existe licencia para dudar de todo aquello que se apetece impuesto por el poder, no es coherente, por otro lado, reducir a cero la legitimidad de una producción que cuenta con el respaldo científico –lenguaje manipulable, pero de más fácil reivindicación- para asegurar que se trata más de una producción universal, de un logro de la humanidad, más que de un capricho de élites o de una fanfarronada de grupos privilegiados. Son estos los principios que deben abanderar la defensa de los Derechos Humanos en todo contexto social de la actualidad, y no el mero idealismo que adorna un discurso lisonjero a oídos de los sectores oprimidos o excluidos.

    Se ha querido partir del análisis anterior para abordar el tema de estudios de género, en vista de que se trata de la aplicación de los mismos Derechos Humanos a una categoría que ha carecido de ellos por excelencia: la Mujer. Esta vez se trata de una clasificación mucho más general, pues las mujeres no se limitan a engrosar las filas de los grupos oprimidos; están también en ellos, pero rebasan toda frontera cultural, ideológica, étnica, económica, religiosa y política: pueblan todas las categorías posibles. En cuanto a la población en general y sus derechos, siempre habrá que distinguir a los señores de los esclavos, a la pugna de poderes y sus variadas producciones; pero la mujer no conoce tales discernimientos: sea ama, esclava, doncella o prostituta, para ella el derecho ha sido siempre un entredicho… Nombrar sus derechos ha sido hablar siempre en negativo, a la espera de conceptos; en este caso, la población general no solo ve involucrarse sus ideales, sino también su realidad concreta. Así se expresa una diferencia sustancial entre el discurso de los derechos humanos y el de género: el primero alude a toda la población, por tanto, a hombres como representantes; mientras que el segundo se manifiesta a favor de las mujeres exclusivamente[3], y en desafío a la autoridad masculina.

    Género aborda una realidad mucho más general, pero que refleja menos una causa común[4]: los derechos de las mujeres. Es un hecho que los estudios de género hieren más susceptibilidades que el mero abordaje de derechos humanos: cuando se habla de equidad genérica, tambalean los sistemas familiares, la dinámica sexual, las costumbres más arraigadas, las instituciones, la religión… Ya no se trata de la defensa de causas que apasionan a los pueblos oprimidos, porque los pueblos son esencialmente masculinos. Por el contrario, promover la equidad de género es hacer violencia al statu quo, es desafiar la comodidad del hombre –de muchas mujeres, inclusive- de manera que su discurso rechina en los oídos, incomoda e indispone. Los estudios de género no defienden grandes empresas, sino el cúmulo de millones de causas privadas: mujeres oprimidas y solas, llevando cada una su lucha –sino por sus derechos, por su vida- por separado.

    Jamás ha existido un momento propicio para introducir estudios de género en una cultura, pues si algo ha de verse amenazado de entrada por esta irrupción, es sin duda la identidad social del grupo. No hay oscuridad en este asunto: todas las sociedades en la historia han construido sus identidades a la usanza masculina –desde los hombres, para los hombres-, ¿Hay mejor explicación para entender la potencial crisis existencial que puede padecer una cultura al introducir en ella la cuestión de género? Probablemente, pero apelaremos al sentido de la buena frase “para muestra, un botón…”, que el imperio de la cosmovisión masculina es una constante en todas las culturas, y el hecho rebosa de pruebas[5]. La historia da cuenta del calvario en que el hombre convirtió la existencia de las mujeres, bajo el pretexto eterno de verla siempre natural, salvaje, mortal; y a la vez ideal, inalcanzable, alienada… No transcribiremos aquí el delicioso abordaje que hace Beauvoir del asunto de la mujer como objeto de la codicia y el espíritu de conquista de los hombres, tan sólo hace falta un breve recordatorio de las múltiples fuentes que han alimentado el trato deshumanizante al que han sido sometidas las mujeres por el género masculino, para entender que la personalidad del mundo, de las sociedades que lo integran, tiene fuertes raíces existenciales en la inequidad de género que caracteriza su construcción a lo largo de la historia. Intentar introducir la justicia a favor de la mujer en cualquier grupo social, en cualquier momento histórico hasta nuestros días, exige de quienes toman la iniciativa una construcción teórica fortalecida por el aporte de la experiencia en diversos campos: el sólo testimonio de la mujer que clama compasión no basta. Los alegatos en contra de la defensa de sus derechos siempre están a la mano: relativismo cultural[6], identidad social, soberanía de los pueblos… ¿Cómo definir entonces los alcances válidos de los estudios de género? Que esta disciplina sea un producto de manufactura occidental, en las manos y el imaginario de la cultura dominante –la infernal bestia de la que solemos renegar a conveniencia, pero de la que somos irremediablemente células constitutivas-, es efugio suficiente para rechazar la intromisión y hacer valer, frente a la maligna intención occidental de desbaratar sistemas sociales alternativos, las tradiciones con que estas culturas han construido su identidad –so pena del papel inferior que le toque a la mujer en la dinámica de sus costumbres. El asunto de la identidad es uno de los puntos candentes de la compleja discusión sobre los derechos de las mujeres, pero no ha de limitarse a existir como valor cultural y desde esa posición convertirse en un escudo interpuesto entre el grupo –con los respectivos activistas-idealistas infiltrados- y las intenciones de reivindicar derechos largo tiempo pisoteados; más bien ha de ser primero objeto de estudio desde la individualidad, no en base a la concepción de una sociedad como la mera suma de las psicologías constituyentes, sino desde un enfoque sistémico-cognitivo[7] que exponga las implicaciones de un organismo social con personalidad propia, en el cual se proyecta ciertamente la dinámica de las identidades individuales de sus células constitutivas –o unidades de pensamiento-, y por tanto funciona como “uno o una más” que, no obstante, ocupa un rango superior. Para entender mejor este enfoque psicológico integral basta con aplicar sus principios en el mismo tema de estudio de género, considerando que una cultura determinada construye su personalidad de forma análoga que los hombres y mujeres que la integran, es decir, en base a aquello de lo que dispone por genética –que en el caso de un grupo humano corresponde a la herencia cultural: tradiciones y costumbres, el lenguaje, la religión, etc.- en comunión con la experiencia grupal –el entorno, las relaciones interculturales, las condiciones de vida-; sumando a este proceso los contenidos genéticos y ambientales que corresponden a cada uno de sus elementos constituyentes –hombres y mujeres. En esta multiplicación de interacciones individuales y grupales es en donde debe residir la diferencia entre la personalidad psicológica y la social, sin embargo, en aras del objetivo que persigue este análisis, habremos de tomar los elementos comunes a ambas instancias y abordar el tema de la identidad grupal como si se tratase del mismo mecanismo por el cual la personalidad humana establece los rasgos y roles distintivos entre el yo y el no-yo. De acuerdo con esto, al grupo social le corresponde un conjunto de rasgos heredados y adquiridos que determinan su identidad, y tal como al individuo o individua les corresponde también un yo sexual, habrá que esperar lo mismo para aquél en cuanto se ha establecido que en cada grupo o cultura domina una visión genérica: obviamente masculina en la gran mayoría de la población.
    Es innegable que la sexualidad es uno de los ejes fundamentales de la personalidad –el principio no es exclusivo de la escolástica freudiana[8]- pues gran parte de la conductas y emociones humanas están en cierta medida influenciadas por el impulso, la orientación o el rol sexual que asumen mujeres y hombres en el transcurso de sus vidas; además, al menos el último de estos aspectos es moldeado precisamente por la cultura, de lo que se sigue que la cultura ha de haber asumido una identidad sexual, antes de dedicarse a organizar sexualmente a sus elementos integrales –no obstante, es obvio que se trata de una relación biunívoca entre la persona y su grupo social. De acuerdo a la identidad sexual –genérica- de grupo, se han de establecer las pautas que rijan las conductas sexuales individuales: la personalidad grupal es el producto de una dinámica de hombres y mujeres, en la que sobresalen elementos “vencedores” en la normal pugna de poder, y es el producto de esa dinámica el que llega a insertarse en el erario cultural de cada pueblo. La cultura juega un papel análogo al de la memoria genética, inscribirá en sus “cromosomas-esquemas sociales” las instrucciones triunfantes de la pugna –concepto que engloba una complejidad enorme de interacciones y síntesis, que no debe ser reducido a la idea de lucha- y las transmitirá a sus miembros. A pesar de que este triunfo de la masculinidad no es el único ingrediente para la construcción de la identidad sexual de un pueblo, en este punto se asumirá como una verdad transitoria –en lo posterior aflorarán algunos argumentos que desmentirán el que una identidad masculina o femenina de grupo reflejen necesariamente el triunfo de uno de los géneros dentro del sistema. Se dirá, al menos por ahora, que el grupo en el que ha triunfado la masculinidad asumirá de hecho la identidad masculina; y a la disposición de esos genes culturales serán moldeadas las personas que configuran el ente social. La identidad sexual de una sociedad es, por tanto, un sistema mantenido por las individualidades y que a la vez retroalimenta los comportamientos sexuales, dando lugar a la construcción del género; en toda la historia, y en la mayoría de las culturas de la actualidad, esta identidad es masculina por excelencia, y determina sustancialmente la realidad injusta de las mujeres: es obvio, la cultura a la que pertenecen no se identifica con ellas.
    Se ha dado ya un sólido argumento para entender por qué es tan complicado introducir estudios de género en una cultura cualquiera, y más aún cuando la discusión se centra en el asunto de la identidad social. En base a la relación entre identidad de género y personalidad, se puede entender las implicaciones de una inoculación de equidad genérica en culturas caracterizadas por ser sistemas cerrados, relativamente aislados de la dinámica mundial: se trata de un desafío existencial a la estructura de esos grupos sociales. Sin embargo, ¿es esta una excusa válida para permitir que las mujeres de dichas culturas deban ser objeto de maltrato, dominación, explotación y vejación? Se ha establecido algunas bases psicológicas para entender el contenido de las identidades sociales de pueblos heterodoxos[9], y el potencial desestabilizador de las innovaciones, mas ¿cuál es la diferencia entre estos grupos y las sociedades como la nuestra, que justifica el que se considere intocables a ciertas culturas mientras se ha desafiado cientos de identidades masculinas grupales en la civilización occidental? La necesidad de rescatar a la mujer de la denigración no es un privilegio de culturas dominantes, no es más una receta de autoría europea que el producto de una violación perenne de la dignidad humana, cuyo fantasma nunca se ha detenido al pie de las fronteras, ni se ha amilanado por la variedad de lenguas y costumbres. En algún momento, todas las sociedades que han devenido en eso que llamamos civilización han construido sus identidades en base a costumbres atroces: sacrificios humanos, mutilaciones, inquisiciones, explotación, etc. No es desquiciado alegrarse ahora porque esas tradiciones hayan desaparecido, porque la cordura sea siempre un poco más resistente; la humanidad ha debido madurar bastante para que la idea de un hombre decapitado en honor a los dioses o una virgen cayendo al barranco suene a salvajismo. Como hace un adulto cuando cuenta sus aventuras juveniles, excusándose de sus locuras por la inmadurez del momento, así mismo la humanidad entiende que “era muy joven” entonces. Tuvo que madurar, y lo hizo derribando identidades, experimentando crisis, recomponiendo idiosincrasias; de hecho así es como sigue evolucionado, sólo que ahora tiene más conocimiento y menos excusas. Nunca ha existido una cultura que haya alcanzado la perfección, menos aún cuando la mujer jamás ha disfrutado realmente el privilegio de ser tratada como humana; en efecto, de todas las atrocidades cometidas por personas contra personas a lo largo de la historia, relativamente habría que contar con los dedos a las víctimas que no hayan sido mujeres.
    Ya se ha visto que el estudio de género no es la respuesta a preguntas hechas en francés, inglés o alemán simplemente; o que ha surgido de la cabeza de algún amo como vino Atenea al mundo, sino que tiene una historia de lucha de muchos pueblos distintos, en diferentes tiempos y contra enemigos incansables. La injusticia contra la mujer denunciada por los estudios de género, es una verdad universal silenciada por esas poderosas identidades masculinas que en conjunto se han venido llamando “humanidad”, y que por ser la antítesis de los principios en los cuales se han sustentado las culturas machistas, es menos una intención loable que una plaga amenazando a la integridad de muchas sociedades: temen perder privilegios –hombres privilegiados que encabezan las sociedades- o no entienden lo que es urgente hacer, porque se les mantiene todavía al margen de la civilización. No hay excusas verdaderas para permitir que la mujer siga siendo vejada, sea la cultura que sea, pues si antes se ha debido derribar identidades sociales a nombre de la dignidad humana, han sido los mismos obstáculos culturales los que han hecho de la tarea una odisea; y se ha visto luego que el resultado es bueno –cardinal, para ser justos. En la línea de la discusión sobre las atribuciones de género, y la legitimidad de su aplicación pancultural, uno de los ejemplos cuya gran controversia puede servir de argumento a favor de los derechos de la mujer es el de la mutilación de los genitales femeninos en varios pueblos africanos[10]. Ningún argumento en la actualidad puede ser más contundente a favor o en contra de esta práctica, que el de la medicina: además del insoportable dolor que sufren las muchachas mutiladas debido a los procedimientos de la “operación” –sin anestesia, con herramientas cortopunzantes como latas, vidrios, cuchillos ordinarios-; los daños anatómicos y fisiológicos son terribles. Las consecuencias más comunes de esta práctica salvaje[11]son: infecciones graves, gangrenas, abscesos, hemorragias, esterilidad, o tumoraciones. Todo este sufrimiento es gratuito, las mujeres de las tribus que practican la mutilación genital femenina deben atravesar esta dura prueba para acceder a la adultez, en aras de la tradición machista en que sustentan estas culturas su identidad –la connotación sexual de esta costumbre es evidente, de manera que hablamos propiamente de la identidad sexual del grupo determinando la personalidad social[12]. No hacen falta demasiados argumentos para dudar de la legitimidad de estas prácticas en la actualidad, una vez más las ciencias nos dan razones contundentes que los idealismos no son capaces de engendrar; también los apasionamientos resultan ciertamente inoportunos, cualquiera que sea el lado al que se adscriban. Vuelve a ser necesario citar la pregunta ¿existe una buena excusa –mejor que la de nuestra sabia medicina- para considerar que hay pueblos a los que les va la equidad de género, y pueblos a los que no? Todavía se puede alegar el asunto del respeto a las identidades, pues no es un argumento improvisado ni aventurero –de ello dan cuenta las ciencias psicológicas; se dirá que lo más importante es el respeto a la individualidad de cada cultura, y que no hay derecho para entrometerse en “asuntos privados”; pero esto no es más que negligencia de la mejor clase, y de ellos da cuenta la oscuridad que rodea este discurso nefasto en la gran variedad de hechos de injusticia de los que ha participado negativamente: así tenemos los casos de maltrato infantil, de violencia contra la mujer, de explotación laboral y sexual, de discriminación, de extorsión, de asesinatos, en los que ha habido testigos cuyo argumento de “es asunto privado” ha sido el mayor refuerzo para tales crímenes. La famosa frase de A. Einstein ilustra de forma excepcional lo que se trata de exponer en estos ejemplos: “No son peores los que hacen daño, que los que se sientan a ver qué pasa”. Jamás un Psicólogo Clínico sentirá que ha cumplido su labor con un paciente que golpea semanalmente a su mujer hasta dejarla inconsciente, si al final de la terapia el hombre asegura que es feliz, que está en paz consigo mismo, y que va a seguir golpeando a su esposa hasta la inconsciencia. La razón, a más de moral, es científica: ningún ser humano/a sano/a puede ser feliz, tener buena salud mental, si cada vez que puede, causa daño físico y moral a otro/a ser humano/a. La identidad de un paciente así está indudablemente alterada, y es precisamente aquello lo que le da trabajo al psicólogo. ¿Significa esto que una sociedad en la cual se somete a sus mujeres a una mutilación monstruosa, es una sociedad enferma? Si bien una enfermedad no implica bajo ningún punto de vista inmoralidad, la fuerza de la palabra puede trastornar el sentido de este análisis, de manera que será prudente utilizar la palabra disfunción. En efecto, un Psicólogo que advierte síntomas como el antes descrito sabe que hay una disfunción en la psiquis de la persona, y sabe aún más que es posible aliviar ese síntoma y reparar la disfunción –si no lo supiera, sentiría bastante frustración con respecto a su profesión. También, los comportamientos inadecuados que llevan a hombres y mujeres a hacer daño y a hacérselo a sí mismos/as son el producto de la interacción de una serie de factores –aprendizaje, herencia, experiencias personales, cultura-; y en este sentido no es tan distinta la realidad de un grupo social. En efecto, la prevalencia de costumbres vejatorias contra la mujer, así como cualquier comportamiento social que viole los derechos humanos de las personas, tiene una causa genética –la transmisión de costumbres- además de los motivos ambientales o circunstanciales. Individuos/as y culturas comparten características comunes en cuanto a la construcción de sus identidades: en ambos casos se corre los mismos riesgos de sufrir alteraciones graves, y que estas se arraiguen en la personalidad causando que la disfunción se convierta en crónica. La mejor respuesta ante esta amenaza es siempre la contribución del conocimiento, que en ambos casos comunica al ente en cuestión con las posibilidades, exponiendo de ellas claramente sus riesgos y beneficios, y apostando a que esta advertencia le guiará hacia la mejor decisión posible.
    Por supuesto, no solo los pueblos heterodoxos manifiestan síntomas disfuncionales; todas las culturas adolecen de algún mal, sino del tipo descrito en relación a inequidad de género, de problemas de adaptación –la mayoría de las sociedades en la actualidad padecen ese mal, si echamos un vistazo al desastre ecológico que estamos causando-; de salud –pandemias, desnutrición, conflictos armados-; entre otros. Tal como un individuo golpeador puede tener cualidades buenas –que quizá no explota porque su trastorno conductual le impide enfocarse en su lado positivo- también toda cultura goza de “salud social” en algún aspecto[13]. El trabajo del psicoterapeuta es el de extinguir la conducta violenta priorizando en la explotación de los recursos del paciente golpeador; la imposición autoritaria de modelos conductuales o el avasallamiento jamás han sido consideradas técnicas terapéuticas psicológicas: la intervención a favor de la equidad de género en las culturas que mantienen modelos de opresión contra la mujer tendría que aplicarse siguiendo la misma línea; es decir, abordar al grupo objetivo como si se tratase de un paciente con el cual debe establecer rapport[14], y en base a esa interacción confiable orientar a su “paciente social” hacia el cambio. De hecho, esta forma de proceder ya se ha aplicado en estudios de género, de acuerdo al resumen presentado en 2008 por la División para el Adelanto de la Mujer, de las Naciones Unidas, titulado “la mujer en el 2000 y después”. En dicha publicación se presenta una síntesis de los resultados de varias intervenciones que organismos internacionales y comisiones de defensa de la mujer de distintos países han llevado a cabo en defensa de los derechos de las mujeres; se demuestra una gran efectividad en las campañas de información, educación, prevención y entrenamiento, dirigidas a hombres y mujeres pertenecientes a culturas con distintos niveles de machismo arraigado. Los estudios pertinentes demuestran que las técnicas de acercamiento y de interrelación biunívoca tienen un gran potencial de eficacia en la transformación de modelos rígidos de discriminación contra las mujeres y los niños. En el mismo informe se da cuenta de un factor muy importante, y cuya ausencia ha sido tal vez el punto débil más importante de los estudios de género: la participación activa de los hombres. Manteniendo la línea de nuestro enfoque psicoterapéutico, en la intervención psicológica es crucial que el/la paciente asuma un papel protagónico en todo el proceso de curación, habiéndose demostrado que la asunción de un rol activo conduce a la persona hacia la salud mental con mayor rapidez y garantía de mantenimiento; en cuestión de equidad de género, tradicionalmente se ha adoptado la postura de mujeres-víctimas contra hombres-victimarios, de manera que todas las luchas a favor de la reivindicación de la mujer se dedicado a “quitarle” al hombre –poder, fuerza, control-, sin exigirle acción alguna. Este papel negativo en el proceso de transformación de los roles de género ha sido uno de los refuerzos más sustanciales para que la oposición sea tan feroz por parte de la población masculina en casi todas las sociedades. En el informe de las N.N.U.U. de 2008 se expone evidencias de que la asunción de un rol positivo por parte de los hombres ha provocado cambios significativos en la construcción genérica, demostrando además que el derrumbamiento de modelos machistas y costumbres deshumanizantes en contra de la mujer ha significado mucho menos que una destrucción de identidades sociales: inclusive se ha logrado que varias culturas del Alto Egipto acuerden discontinuar las mutilaciones genitales femeninas, bajo la dirección de grupos de hombres pertenecientes a dichos grupos. No es descabellado aguardar esperanzas de cambio para la situación de desventaja que viven las mujeres de culturas como las Shuar y Achuar, en el oriente ecuatoriano, sin necesidad de atentar contra la integridad cultural de estos pueblos[15].
    Ninguna cultura, ningún pueblo de la actualidad debe considerarse inepto para experimentar cambios en su estructura social, si esa misma estructura está fomentando la violación de los derechos humanos de sus habitantes. Así como los tratamientos psicológicos no están orientados hacia la desestructuración de la personalidad de sus pacientes, y sin embargo es posible eliminar conductas patológicas y ayudarles a alcanzar una buena salud mental –y tal como muchas ciencias han logrado brindar a hombres y mujeres la oportunidad de curarse de enfermedades graves, de extender su periodo vital, de comunicarse a largas distancias-, sin la necesidad de desbaratar identidades ni de imponer autoritariamente opiniones particulares; de igual manera es posible llegar a “curar” a las sociedades de sus males, mediante procesos “terapéuticos” como los detallados en el párrafo anterior, y en base a principios científicos que hablan un lenguaje claro y universal. El mismo hecho que existan tanta desigualdad en el mundo, que los avances médicos o las comodidades que antes citábamos no estén al alcance de la mayoría de la población, responde precisamente a la disfuncionalidad social sobre la que las culturas construyen sus identidades. Introducir estudios de género o Derechos Humanos en una cultura ajena a la historia de la evolución de estos principios es equivalente a tratar un paciente golpeador que jamás ha sido bien informado sobre las bondades de la psicoterapia. La principal razón para que las personas, las familias y los pueblos manifiesten síntomas de disfuncionalidad es la falta de información: ha sido el conocimiento quien ha parido con extrema dificultad, y al término de varios siglos de lucha, los principios que garantizan el valor de la equidad de género; y estas ideas tuvieron que enquistarse paulatinamente en el seno de las sociedades machistas para poder combatir las graves enfermedades conductuales de la población. La riqueza de este conocimiento no se origina en la pureza de las razas[16] de las que ha nacido, sino en la exuberante variedad de pueblos que han contribuido a su generación; efectivamente, la civilización occidental es mestiza por excelencia, y debería contar esta característica como su valor más importante. Probablemente serán las mismas ciencias –y no las fórmulas de fusiles y libros que los perniciosos enemigos del futuro (y sueño terapéutico para cualquier buen Psicólogo) nos quieren legar en forma de “ideales”- las que produzcan una cura para este otro terrible mal social: el racismo.


    Estudios de género en el Ecuador: de la realidad nacional a la interpretación universal del mestizaje

    La polémica sobre la introducción de estudios de género en culturas heterodoxas no es ajena al contexto nacional ecuatoriano; por el contrario, la realidad de la constitución social del país se presta como un escenario bastante propicio para el análisis, de acuerdo a los puntos ya tratados en este ensayo. Precisamente, las dinámicas estructurales y la construcción de identidades son aspectos que se manifiestan de manera muy heterogénea en el Ecuador, y plantean retos importantes para quienes se aventuren a definir las personalidades grupales, y las implicaciones reales de las modificaciones pertinentes al tema de igualdad de derechos. El más importante reto a vencer es el de la delimitación de las identidades sociales que en su conjunto integran a la población ecuatoriana. De acuerdo con los resultados del trabajo de M. Espinosa Apolo[17], escasean los argumentos a favor de una identidad sólida; sin embargo, esta es una realidad compartida con la mayoría de los pueblos latinoamericanos, y desde una perspectiva menos reduccionista, con gran parte de las culturas que existen y han existido a lo largo de la historia de la humanidad. Desde un punto de vista más práctico, y en concordancia con estudios antropológicos o filosóficos referentes a culturas más ortodoxas, los factores que hoy en día se insinúan como la causa de la crisis de identidad que atraviesa el Ecuador y otros países de América Latina no son sui generis: se ha visto que la historia de todos los pueblos se inscribe siempre sobre las líneas del mestizaje.
    Para entender el mestizaje como un fenómeno más general, y que no se limita exclusivamente al aspecto étnico (mal llamado racial); se propone la teoría de la orientación sexual de las culturas, como complemento del enfoque sociosexual[18] introducido anteriormente, respecto de la identidad grupal y su influencia en la construcción genérica de las distintas sociedades. A guisa de un breve prolegómeno, se considerará algunos conceptos psicosexuales del comportamiento –rol- sexual individual, con el fin de establecer las fórmulas con las que se hará el análisis del mestizaje y su relación con el tema de género:

    • Rol activo: En el aspecto psicosexual, hace referencia al papel que cumple generalmente el hombre en el acto sexual (penetración). En lo posterior se utilizará el término “masculino”[19] en relación a este concepto. Las razones serán evidentes a medida que se desarrolle este trabajo.
    • Rol pasivo: Se refiere al papel receptivo que generalmente representa la mujer en el acto sexual. Será usado el término “femenino”[20] en referencia a este tipo de comportamiento sexual.
    • Rol versátil: Se confunden los roles activo y pasivo en la misma persona.
    • Sexo biológico: Siendo un determinante de la mujer como ocasión exclusiva de la gestación, no es un concepto válido en el caso a nivel de sociedades, como se verá más adelante[21].

    De acuerdo con varios estudios[22], la orientación sexual humana no guarda relación directa con los roles activo o pasivo que manifiestan las personas en sus conductas sexuales, sino que coincide con la identidad sexual del objeto de deseo de la persona; de manera que el concepto de rol debe ser usado en referencia a la dinámica que se adopta en el coito[23]. En el caso de los grupos o culturas, sin embargo, orientación y rol deberán fundirse en una relación del tipo forma-fondo, pues se verá que el objetivo sexual de las culturas dependerá exclusivamente del rol que asuman en el intercambio. La sexualidad social, por tanto, categoriza al conjunto de comportamientos que manifiesta un grupo en cuanto a las relaciones que mantiene con las demás sociedades –cultural, económica, bélica, etc.- denotando la influencia de la identidad sexual que asume el grupo, en tales comportamientos.
    Para identificar la orientación sexual de una determinada cultura, será necesario exhibir las conductas predominantes del grupo en el establecimiento de las relaciones interculturales; así, una sociedad caracterizada por dominar e imponer –costumbres, productos, discursos- estará cumpliendo un rol activo, mientras que aquellas que son objeto de dominación serán llamadas pasivas; y esto significa que las culturas involucradas en relaciones activo-pasivas tienen una orientación heterosexual. La orientación homosexual, en cambio, se define únicamente por la atracción activo-activa –deseo de dominación mutua, materializado una escala de tensión cuyo punto culminante es el conflicto bélico (el caso de dos culturas que se interrelacionan en base a la disposición mutua de ser dominadas no correspondería a una situación real). De todo esto se sigue que el tipo de orientación más sana en el ámbito social sería el versátil –culturas que intercambian productos, costumbres e información de manera biunívoca.
    El carácter sexual de las interacciones sociales, de acuerdo a lo expuesto, puede no haber sido aún esclarecido convenientemente; por esta razón se cita ahora a dos elementos que ejemplificarán mejor la analogía propuesta: la identidad sexual y la reproducción[24]. Del primer elemento ya se han señalado algunas generalidades en el presente ensayo, de manera que habremos de concentrarnos en la dinámica que se establece entre la identidad sexual y la orientación de las sociedades. Se había tomado el supuesto de que la construcción de la identidad dependía de la toma del poder por parte de alguna de las construcciones genéricas –masculina o femenina-, y que la casi totalidad de las culturas existentes hasta la actualidad asumía irrestrictamente la identidad masculina; ahora bien, esta identidad va a influenciar tanto en el comportamiento individual –hombres y mujeres del grupo- como al colectivo –orientación/rol-, de modo que se deberá reconocer los componentes de dominio/receptividad en las personalidades masculina y femenina; y se verá que, al menos culturalmente, la masculinidad se relaciona inmediatamente con el primer concepto, mientras que feminidad y pasividad son consideradas sinónimos. La asunción de una identidad social masculina, por consiguiente, implicaría el arrogarse un rol activo en contraposición a la identidad femenina y su correspondiente rol pasivo; no obstante, se verá que este principio no es necesariamente una regla general.
    El que una identidad masculina implique deseos de dominación y tendencia a la abstracción es un hecho bastante bien documentado, pero habremos de basarnos en algunos aspectos biológicos, psicológicos y sociales para hacer una nueva analogía entre el individuo y la cultura; primeramente, de acuerdo con la embriología y la genética, el sexo de una persona se establece a partir de un rudimento constituido por los sistemas de Müller y de Wolf, de los cuales el primero se desarrollará siempre por inercia, y conformará un aparato genital de mujer. Para que el sexo sea el de varón, se requiere el influjo de andrógenos sobre ambos sistemas: el primero se atrofia mientras que el segundo se desarrolla hasta convertirse en el aparato genital del hombre –habiéndose formado las gónadas respectivas, cada sexo obtendrá de sus secreciones hormonales las directrices para moldear las características específicas de cada sexo. Esto quiere decir que, desde el punto de vista biológico, lo convencional es que se desarrolle una mujer, mientras que el varón es producto de una suerte de alteración del orden natural embriológico[25]. Si nos ceñimos a esta realidad biológica, podríamos afirmar que el hombre está condenado, desde el momento de la concepción, a “inventarse a sí mismo”; pero aún existen otros argumentos a los cuales pasar revista, como en el caso del desarrollo psicológico de la personalidad, y la concomitante edificación de la identidad genérica. En este caso el varón construye su correspondiente masculinidad de una manera peculiar: en base a ausencias. Ambos hombre y mujer son generalmente criados por la madre, pero los primeros experimentan un desarraigo del seno materno en la adolescencia, y son constreñidos por la cultura a edificar una personalidad distinta a la doméstica –referente a la protección materna-, que evoque a la figura del padre, sin que llegue éste a estar realmente presente. Así, mientras la feminidad se construye en base al mismo modelo materno que acompaña a la mujer dese el nacimiento hasta la adultez, el varón debe “inventar” su identidad en base a las nociones sociales disponibles sobre la figura masculina[26]. Esta necesidad masculina de “invención del yo” se relaciona directamente con la necesidad de dominación: el hombre ha sido condenado a una existencia enajenada de lo concreto, sino por determinismo biológico, por influjo de la cultura. Además, se le ha negado la posibilidad de reproducir en su seno a la especie, es naturalmente libre de una atadura paterno-filial, y por ello se ubica más ajeno a la naturaleza. Hasta descubrir que juega un papel complementario en la reproducción, se aliena de todo proceso reproductivo; luego descubre la paternidad, pero no cuenta con la certeza que tiene la madre; y debe inventar un medio de protección: el matrimonio. Desde entonces el hombre descubre medios artificiales para mantenerse ceñido al mundo, mientras que ve reflejado en la mujer todo el contenido de la naturaleza que le rechaza. Pretende que la mujer sea lo otro, pero en realidad es él quien se mantiene apartado. No nace con una identidad, aquello es una abstracción necesaria para estar conectado con lo concreto; la existencia afuera del mundo le provoca sentir nostalgia por algo que no le pertenece, curiosidad infinita, además. No sabe en realidad cuánto le corresponde de la naturaleza, y no entiende sus reglas; por eso su instrumento es la dominación. Confunde a la mujer con el mundo, y bajo ese pretexto sólo puede relacionarse con ella explotándola, obteniendo de ella lo que cree necesitar en su existencia ajena. Idealiza a ambos, pero no se da el tiempo de entenderlos; reduce a la mujer a la concreción pura, y a la vez se refugia en su imagen ideal porque renuncia a alcanzarla del todo, como ha renunciado a poseer al mundo en esencia.
    Tomando ventaja de su libertad en la reproducción el hombre construye la masculinidad sometiendo a la mujer, colocándose a la cabeza y decidiendo sobre ella y el mundo porque ambos le han negado la participación dentro de lo ya establecido. La cultura en la que triunfa esta forma de poder se vuelve masculina, y retroalimenta positivamente la construcción genérica individual; sin embargo, nada está dicho aún en cuanto a la orientación sexual de grupo. Esta ya no se refiere a una síntesis de individualidades, sino a un comportamiento grupal guiado por la identidad global. En ella influye lo sexual, ciertamente, pero tal como en la persona hay otros factores, esta identidad global es producto de la dinámica de otras dimensiones que componen la personalidad de grupo. La primera que mencionamos es de orden genético, y se refiere al segundo elemento de la conducta sexual, que habíamos dejado pendiente algunos párrafos atrás: la reproducción[27]. En vista de que dos o más culturas establecen un tipo de interacción que hemos calificado como sexual, necesariamente hemos de considerar la principal función biológica del sexo para nuestra adaptación, la reproducción, como una de las “consecuencias” de las relaciones heterosexuales sociales antes descritas. En este punto retomamos el tema del mestizaje, que había citado como el eje del apartado, considerándolo precisamente como el producto de la función reproductiva de los pueblos. Es obvio que el mestizaje hace referencia directa a una verdadera interacción sexual entre dos culturas, de la que resulta una nueva etnia, pero no es correcto reducir el intercambio genético cultural a este aspecto, cuando interviene también las transformaciones del lenguaje, las costumbres, la economía, los medios de producción, la religión, o la tecnología. De tal manera, la palabra mestizaje hará referencia, en lo posterior, al producto total de la interacción heterosexual –desde la óptica de este ensayo- de dos o más culturas.
    Un pueblo mestizo es, por consiguiente, el fruto de una relación sexual establecida entre una cultura activa y una pasiva, o de una interacción versátil (en cualquier caso, el producto de la relación se queda en la cultura que ha hecho las veces de pasiva; puede darse el caso de relación versátil-versátil, en que ambas culturas han “procreado”). El pueblo-vástago o mestizo será el resultado de la influencia de la cultura activa sobre la pasiva; y cumplirá una ley macabra, que no se aplica sino simbólicamente al caso de los/las seres humanos/as: su nacimiento significa la muerte de la cultura pasiva. A partir de aquí ya se puede entender la necesidad de relacionar las identidades sexuales con los roles: masculino corresponde a activo, y femenino a pasivo; además, en el caso del mestizaje, se asimilan los conceptos padre y madre, con los de cultura masculina y femenina, respectivamente[28]. De tal suerte, la cultura pasiva se embaraza por causa de la dominación, y de ello resulta una cultura hija-mestiza que ocupa el espacio vital de la madre; la cultura paterna-dominante provee desde fuera los elementos genéticos de la nueva cultura, pero permanece prácticamente incólume ante el nacimiento.
    Antes de aplicar esta fórmula al ejemplo de rigor –la conquista española de América- deberemos vencer un importante obstáculo en el curso de desarrollo de esta propuesta: las culturas precolombinas vendrían a ser femeninas necesariamente, y esto contradiría la realidad de los regímenes indudablemente patriarcales de nuestro continente antes de la conquista. Es precisamente en este punto cuando es necesario introducir en el análisis los demás componentes de la personalidad grupal que determinan la identidad sexual de cada sociedad, pues ya se había mencionado anteriormente que, si bien la esta característica se asume en base al triunfo de uno de los géneros en el poder, aquello no era suficiente para definir a una sociedad como masculina o femenina. En efecto, la dinámica sexual en una cultura difiere sustancialmente de la que ocurre en el o la individua: la identidad sexual, en el primer sentido estudiado, determina el comportamiento de los géneros dentro de la misma, pero en presencia de otra cultura cambia sustancialmente, se transforma o sintetiza otros aspectos del grupo que han permanecido latentes durante los periodos de “abstinencia”, y revela una identidad sexual externa en la exposición a las posibles parejas. La identidad sexual de que se trataba en un principio, resulta ser la narrativa que cohesiona los elementos del yo sexual grupal de acuerdo a las relaciones de poder, mientras que la identidad manifiesta revela rasgos más pertinentes a la conducta sexual que manifestará el grupo social; y uno de los principales factores constituyentes de esta nueva faz tiene que ver con la “pureza étnica”. Una cultura que se considere “pura” considera inamovible su estructura; de cierta manera ha alcanzado la estabilidad –armoniza con su entorno, satisface las necesidades establecidas por los grupos dominantes, mientras los dominados aceptan inmutables su suerte-. En otras palabras, la cultura que ha alcanzado ese estado de entropía no encuentra ocasión para solicitar la transformación se su realidad, goza de un estado “natural” que le ciñe al mundo: es una cultura esencialmente femenina. No interesa si domina lo masculino… esa identidad asumida es subrepticia y el verdadero rostro sexual está constituido por los rasgos que hacen a la cultura “natural” o “abstracta”. Se proyecta en esta identidad la realidad biológica de mujeres y hombres: mujeres cuya feminidad es reflejo de lo mundano, y hombres cuya masculinidad es sinónimo de no-identidad, de construcción en la abstracción. Y, ¿cuándo una cultura carece de esa estabilidad que le convierte en natural, y la arrastra hacia los linderos del mundo, hacia el no-mundo masculino? Precisamente, cuando es mestiza. Ya Nietzsche[29] nos lleva por el sendero de la interpretación sexual de las identidades culturales cuando alude al mestizaje alemán y la carencia de identidad social que provoca este origen heterogéneo de los germanos; en contraposición alude a la cultura judía: profundamente identificada consigo misma, en consonancia con la naturaleza –que no debe entenderse como el hábitat, sino como el apego y convencimiento de un pueblo, de sus rasgos constitutivos- y consecuentemente femeninos, poseedores de una fuerza mística propia del mundo. Es este argumento el que lleva al filósofo alemán a proponer la necesidad de creación de valores como única alternativa posible para un pueblo como el suyo, que carece de una identidad sólida, construir una realidad que le salve de la nada. La similitud con la realidad de la construcción de la masculinidad es clara, al menos desde esta perspectiva filosófica.
    Las culturas mestizas, por tanto, son el producto de la interacción sexual de dos o más culturas, de la cual resulta en gravidez aquella que ha cumplido el rol pasivo. El hijo-cultura engendrado debe llorar la muerte de la madre y conformarse ademán con esa existencia desarraigada. El recuerdo de la madre fenecida permanece en las tradiciones, como venera el hombre a la madre que le ha entregado su vida –la madre humana no muere, sin embargo, la abnegación esperada de su rol corresponde al sacrificio de la cultura materna, para la prevalencia del vástago-pueblo mestizo. Ahora sí es posible aludir a la conquista de América: más que una relación heterosexual de mutuo consentimiento, la gravidez resulta de un ultraje; la cultura mestiza resultante no sólo asesina a la madre, sino que carga con la vergüenza de su deshonra, y la oculta. Los pueblos latinoamericanos construyen su identidad masculina en base a un modelo que provee desde lejos; está prácticamente ausente. El mestizo, como el hombre, sueña siempre con edificar su identidad, pues naturalmente no le corresponde ninguna, y esa carencia es la que lamentan los pueblos latinoamericanos: atraviesan una crisis existencial, porque el peso en la consciencia de una madre vejada y oculta, y de un padre al que idealizó y nunca conoció en verdad; el pueblo mestizo americano sufre su adolescencia: la madre negada no fue para ellos refugio doméstico, sino un recuerdo sublimado en religión –la virgen como sustituta- y al despertar de la ilusión del padre sublime descubre sólo al transmisor de un complejo –en efecto, la cultura española es también mestiza[30], y ha debido lanzarse a la conquista para afirmar su masculinidad. La salida de la crisis sólo puede ser la construcción de una identidad nueva, pero está condenada como cualquier otra sociedad masculina-mestiza a repetir el ciclo de dominación –manifiesto en las corrientes ideológicas revanchistas que plagan Latinoamérica actualmente- mientras no acepte la inoculación –transformación de roles a favor de la equidad de género. Tal es que las culturas masculinas y femeninas deben orientarse hacia la versatilidad –intercambio mutuo de genes culturales y gravidez en todas las sociedades que interactúan sexualmente, en tanto que las identidades sexuales interiores –genéricas- construyen la igualdad de derechos para hombres y mujeres hacia el interior. El mestizaje-reproducción se convierte entonces en una responsabilidad que comparten los pueblos en el acto sexual cultural: genera siempre nuevas identidades grupales, pueblos mestizos que dejan de llamarse masculinos y etnias puras que ya no son consideradas femeninas. A la diferenciación sexual de las sociedades le remplaza una sana bisexualidad-versatilidad, mientras que en sus elementos constitutivos –hombres y mujeres- florece la equidad de género.
    Tal es la realidad de los pueblos mestizos y las etnias puras en la actualidad: los primeros anhelan una identidad que les es negada por el modelo machista predominante, y los segundos han conseguido de alguna manera llegar a un estado de entropía que los convierte en sociedades planas, sin anhelo de trascendencia. En unas y otras prolifera el vicio de la injusticia, pero al menos el mestizaje garantiza la evolución –como el intercambio genético en la biología-, de hecho, la necesidad de invención de una identidad es el motor que impulsa el progreso de la humanidad; la situación será mucho más favorable cuando al fin se elimine de raíz las relaciones masculino-trascendente y femenino-inmanente, para dar paso a una concepción de masculinidades y feminidades que comparten responsabilidades y se enriquecen mutuamente: la versatilidad sexual social funcionando como constructora de los nuevos roles de género en base a la equidad. El reto en la actualidad es transformar a las sociedades bajo este principio, y legitimar así el mestizaje como la dinámica más apropiada para la construcción de una identidad que trascienda los límites étnicos, sexuales, políticos, religiosos o económicos, y se convierta en un valor de la humanidad como especie. Jamás las excusas de aquéllas/os renuentes al cambio de una realidad tan ominosa como la de la mujer tendrán el mismo valor moral y científico que las razones para intentar hacer realidad ese cambio.

    Conclusión
    Se ha demostrado que, si bien no existe algo así como la universalidad de los principios de equidad, debido a la propia subjetividad de los pueblos –que reconocemos en este trabajo por el abordaje psicológico a la problemática tratada- la humanidad cuenta con poderosos indicios de cuál es el camino más justo, atendiendo a las formas de conocimiento desarrollado a partir de las ciencias. Además de ello, se ha expuesto la necesidad de agotar las estrategias consensuadas para implementar cambios sustanciales dentro de una cultura, cuando es ampliamente demostrado que cada pueblo debe vivir sus procesos a un ritmo particular, obedeciendo a su momento histórico y su contexto propio. Desde la psicología hemos hecho una interpretación novedosa del funcionamiento social, explicando mediante una propuesta socio-sexual los fenómenos del machismo, la discriminación, y el mestizaje, y su íntima relación con la situación de la mujer en las diferentes culturas de todo el mundo. Finalmente, hemos podido aplicar nuestros principios a la realidad nacional, para entender desde la familiaridad la manera en que la analogía entre el individuo y la sociedad puede orientarnos en la búsqueda de los factores que inciden en la inequidad de género y las barreras culturales frente a la intención de cambios profundos en la estructura social. La idoneidad de las propuestas presentadas en este trabajo tendrá que ser objeto de nuevos y exhaustivos estudios en el futuro, resaltando la importancia de llevar estas ideas al terreno de la práctica. En cualquier caso, nos abrimos a la crítica para lograr pulir la metodología y hacer las correcciones debidas en aras de lograr construir un marco teórico sólido que permita llevar a cabo investigaciones fructíferas en aras de la reivindicación de los derechos de la mujer, y de los pueblos a vivir con autonomía sus procesos de cambio.




    FUENTES CONSULTADAS:

    • “El Segundo Sexo”, Simóne de Beauvoir. Archivo PDF

    • “The History of Sexuality” (Historia de la Sexualidad), Michel Foucault. Trad. Robert Hurley. Vintage Books, New York. 1990

    • “La mujer en el 2000, y después”, informe de la División para el Adelanto de la Mujer, Naciones Unidas. 2008

    • Informe sobre los Resultados del Diagnóstico de la Situación de Salud de las Nacionalidades Shuar y Achuar FICSH-FIPSE-NAE, Jokish y McSweeny. 2005
    • Fundamentos de Psicofisiología, Neil R. Carlson. Editorial Pearson, 1996.
    • Sigmund Freud, Obras Completas. Traducción de Luis López-Ballesteros. Archivo PDF







    [HR][/HR][1] Basta con revisar los datos estadísticos sobre pobreza, mortalidad, desnutrición, escolaridad, violencia, discriminación, etc. que nos ofrecen las organizaciones internacionales como la ONU, OMS, AI, UNICEF, entre otras; para dar cuenta de la terrible inconsistencia entre la promulgación de los Derechos Humanos y su aplicación


    [2] Léase a Michel Foucault sobre este asunto

    [3] En principio, los estudios de género nacen de la necesidad de rescatar a la mujer del yugo perpetuo al que han sido sometidas por el poder masculino; sin embargo, en la evolución de esta disciplina surge la obligación de ubicar a lo masculino como parte del objeto de estudio, debido a las implicaciones de ambas partes en la construcción de la realidad genérica de la especie


    [4] Simóne de Beauvoir explica esto por la mayor cercanía de las mujeres a los hombres, que a las mujeres mismas y sus causas feministas


    [5] Compare la cantidad de escritos filosóficos, antropológicos, teológicos, etc. escritos por hombres, con los de autoría femenina. Lea también sus contenidos; no hay muchas vueltas que darle al asunto


    [6] Léase a C. Lévi-Strauss sobre este concepto


    [7] En realidad, este enfoque intenta abarcar la producción de todas las escuelas psicológicas existentes, pero se hace énfasis en los principios cognitivistas y sistémicos por reflejar más claramente los aspectos psicológicos y sociales involucrados en las discusiones sobre identidad cultural e introducción de modelos conductuales progresistas en grupos no convencionales. Actualmente, muchos psicólogos optan por visiones integristas antes que aplicar técnicas terapéuticas de una sola corriente o escuela


    [8] Del libro “La escolástica freudiana” de P. Debray-Ritzen


    [9] Se ha preferido utilizar esta palabra a calificativos como “no contactados”, “salvajes”, o “primitivos”. Ninguno de estos términos hace justicia a la realidad de los pueblos a los que se hace referencia. Heterodoxo refleja la idea de que no se está en consonancia con una corriente mayoritaria, o dominante

    [10] Consúltese sobre este asunto en la página web: http://www.amnestyusa.org/women


    [11] Permítasenos usar al fin esta palabra, que su significado se ajusta perfectamente a aquello a lo que hacemos alusión


    [12] Véase antes el análisis psicológico de la construcción de la personalidad social en base a la identidad sexual

    [13] Los pueblos amazónicos podrían dar al mundo una valiosa lección sobre respeto y conservación de los recursos naturales


    [14] Palabra francesa que significa “relación”; término muy propio del lenguaje psicoterapéutico

    [15] - La tasa de fecundidad en los pueblos Shuar y Achuar extremadamente alta: 7 hijos por cada mujer. El promedio en el Ecuador es de 3,3.
    - Las mujeres menores de 19 años tienen ya un promedio de 1,3 hijos
    - Menos del 10% de las mujeres han terminado la secundaria
    Datos extraídos Informe sobre los Resultados del Diagnóstico de la Situación de Salud de las Nacionalidades Shuar y Achuar


    [16] Es bastante molesto tener que usar este término en plural, pues la ciencia genética confirma que sólo existe una raza humana


    [17] Su obra: “Los mestizos ecuatorianos”


    [18] Término acuñado por el autor


    [19] La correspondencia inmediata entre activo y masculino responde a una construcción social, y no refleja necesariamente una correlación biológica-sexual.


    [20] La relación inminente entre femenino y pasivo en también producto de la interpretación cultural.

    [21] Véase la nota

    [22] Alusión a las investigaciones de Kinsey, LeVay y otros


    [23] En las relaciones homosexuales, por ejemplo, el rol activo y pasivo se asumen indistintamente de la identidad masculina o femenina de los/las involucrados/as


    [24] Véase posteriormente la nota 27


    [25] Fuente: Fundamentos de Psicología Fisiológica, de Neil R. Carlson. Estudios más recientes, no obstante, sugieren que el desarrollo de la feminidad por defecto puede no ser exacto.


    [26] Léase los trabajos de Norma Fuller y Sherry Ortner

    [27] Revísese el origen de la nota 24

    [28] Véase el origen de la nota 22


    [29] Léase del filósofo su “Genealogía de la Moral”


    [30] No sólo se ha de tomar en cuenta la dominación musulmana de la que fueron objeto los ibéricos/as durante casi 800 años. La cultura española es producto de sucesivas invasiones/intercambios sexuales –celta, fenicia, griega, romana, y visigoda.
     
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