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La extraña ilusión de Lázaro (obra finalizada)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Évano, 28 de Febrero de 2013. Respuestas: 7 | Visitas: 1944

  1. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    En un entierro sin conocer a nadie, ahí estaba Lázaro con su amplia coronilla y su metro sesenta de sonrisa escondida. Sus grandes gafas, aposentadas en un pelo rasurado a lo militar, no dejaban escapar ningún detalle. Abrió tanto los ojos cuando introdujeron al precioso ataúd en el nicho que le dolieron. El féretro, adornado con una espléndida cruz de plata resplandeciente a un sol de marzo cálido, parecía despedirse del mundo antes de ocultarse para siempre. ¡En el ático! ¡Qué suerte!, se exclamó alzando las cejas. Estaba en la última fila, allí donde los susurros lastimeros de los familiares y amigos no encontraban más orejas que se apiadaran de ellos. Si le hubiesen visto sonreír seguro que habría recibido una buena paliza. Disfrutó aún más cuando el albañil del camposanto cerraba con una lápida, de un blanco marmóreo sencillamente maravilloso, el nicho. Con las letras doradas, las que los seres queridos del muerto habían elegido para despedirse, suspiró. "Nunca te olvidaremos, Rafael. Fuiste un buen marido, padre, hermano e hijo. Que Dios te tenga en su gloria". Al leer el recordatorio se le desparramaron lágrimas de alegría y felicidad. ¿Cuándo le tocaría a él? ¡Qué bonitas rosas, Dios mío!
    Marcharon tristes y cabizbajos los allí reunidos, quedándose sólo un Lázaro ahora deprimido. Terminó esa mañana de entierro, por lo que tendría que esperar al próximo. Muchos le habían dado el pésame, porque en estas cosas ya se sabe, más vale dárselo a todo el mundo, aunque no lo conozcas de nada, por lo que pueda pasar.


    Se despidió del difunto, al que tampoco conocía de nada, y se fue paseando entre las estructuras rectangulares del cementerio y los cipreses, leyendo al azar de las diferentes alturas de nichos nombres que no reconocía. Escrutaba las flores y los enseres familiares: las fotografías de los difuntos, si eran adecuadas o no, si en blanco y negro o en color, su antigüedad. Saboreaba el aire del mediodía, la luz, la serenidad y la paz del cementerio.

    Una vez en su casa, sentado en su sillón favorito, con las luces y el televisor apagado, meditaba la manera de acelerar su muerte. No puedo suicidarme, se decía, porque tengo entendido que estos no van al cielo, y tampoco sería capaz; por lo tanto, debo procurar estar en lugares de alto riesgo, es decir, peligrosos.

    Sonó el timbre de la puerta. Era su amigo Juan. Le invitó a pasar y encendió la luz del comedor, por cortesía.

    —¿Ya has vuelto a ir al cementerio? —le preguntó el amigo al verlo meditativo.

    —Sí, ha sido un entierro precioso. ¡Si hubieras estado...! —contestó con añoranza.

    —Lázaro, tienes cuarenta y siete años, dinero, vivienda propia y no te falta de nada; ¿por qué no te quitas de la cabeza lo de morir, de una vez por todas?

    —Te lo he dicho mil veces. ¡Lo bonito que es el cielo, lo de las lindas mujeres, la armonía que allí reina, las angelitas volando desnudas a tu alrededor con esas alas tan blancas cosquilleando de esa manera tan deliciosa; los frutales y los valles tan verdes; ese unicornio trotando feliz con las yeguas y los caballos, con los ciervos, las vacas, las ovejas... Y ese río de agua clara y purísima con sus pececitos brillando entre las luces maravillosas de un sol celeste y perfumado; esos arcoíris, ¡Dios mío qué arcoíris..! Y esas nubes recorriendo los aires impecables, y el ulular del viento entre las ramas de los robles, chopos alisos, cerezos... Y los pajaritos compitiendo por mejorar tan bella melodía. ¿Qué me dices de todo eso, eh? Lo raro, querido Juan, es no preguntarse por qué querer permanecer en esta Tierra cuando nos espera tal paraíso.

    Juan, mirándolo fijamente a los ojos, oía otra vez ese monólogo cansino en el cual, por mucho que quisiera intervenir para cortar dicha reflexión divagadora, no lograría cortarla. No entendía cómo tal idea se había adherido tan fuertemente al encéfalo de su amigo.

    —Está bien, Lázaro, veo que sigues en tu línea, a lo tuyo. Bueno, he venido para ver si puedes hacerme un favor. Tengo una cita, pero el problema es que mi chica trae a una amiga y necesito a alguien que me acompañe, que me la quite de encima y me deje solo con María. Llevo mucho tiempo intentando consagrar nuestra relación y no puedo, porque su amiga siempre está pululando entre nosotros. Es el viernes por la noche. ¿Podrás venir?

    —Sabes que no me gustan esas cosas; pero bueno, por un amigo se hace lo que haga falta. Y tú, cuando llegue mi momento harás lo que te pedí. ¿De acuerdo?

    —De acuerdo... —contestó Juan, harto de escuchar tantas veces lo mismo— Me marcho que esta tarde trabajo. Hasta el viernes a las ocho, entonces. Vendré a buscarte aquí. Y no hagas ninguna tontería antes de la cita, haz el favor.

    La población donde vivía Lázaro la habitaban poco más de diez mil habitantes; no era pequeña, por lo tanto, pero no se moría gente todos los días, lo que era un contratiempo. Para el viernes todavía faltaban tres días.

    Visitando diferentes páginas de Internet descubrió que en la capital de la provincia un buen hombre había abierto una tienda de ataúdes modernistas. Receloso y sin gustarle en exceso estos avances, decidió ir a echar una ojeada.

    Montado en el autobús era la diana de las miradas de los pasajeros, su aspecto de enterrador las atraía. Se bajó sintiendo el alivio tras de sí, creyendo oír un "Vete ya, so tío cafre", "Pájaro de mal agüero" y otras gracias; así como entrevió cómo algunos colocaban los dedos en posición de cuernos o los cruzaban para evitar males de ojo. Lázaro estaba acostumbrado a estas cosas, por lo que se dirigió a su tienda de ataúdes diciéndose para sí un "Que os den, no sabéis lo que os perdéis".

    Irreflexivamente se echó para atrás cuando una furgoneta, que se había pasado el semáforo en ámbar, casi lo atropella. ¡Idiota!, se dijo, ¿para qué retrocedes? ¿Casi lo consigues sin querer y das marcha atrás? Pero bueno, quizá haya sido decisión de Dios, para que acuda a la dichosa cita de Juan. Se conformó con su explicación y entró en la amplia tienda de ataúdes, donde las lápidas y diversos accesorios de adorno para ellas ocupaban la entrada de la gran funeraria.

    Lo recibió un señor alto y rubio, de ojos azules y cara alegre, vestido totalmente de un amarillo chillón que dolía a la vista. Le estrechó la mano mientras le decía:

    —Pase, pase, está usted en su casa. Si no encuentra aquí lo que desea para cualquier entierro le invito a comer en el restaurante más caro de Barcelona —le dijo el hombre, con una boca grande de blanca dentadura.

    —Es usted muy amable. Venía porque vi su local en Internet y me llamó la atención; sobretodo ese ataúd en forma de coche de carreras de fórmula uno, ese de Alonso, el Ferrari. Me gustaría verlo... Aunque yo soy muy tradicional para estas cosas.

    —Venga conmigo, ahora mismo se lo enseño, verá cómo, a lo mejor, cambia de opinión.

    ¡En verdad que es precioso!, se exclamó cuando estaba enfrente de él, acariciando la suave superficie del chasis, los faros que parecían estar encendidos, el alerón trasero, esas ruedas tan perfectas y ese color rojo tan particular del Ferrari.

    —¡Es precioso! —le dijo al apuesto vendedor que lo miraba a su lado.

    —Pues espere a ver el interior.

    Levantó la tapa, dejando al aire una acolchada seda de una comodidad inenarrable y una almohada en forma de casco espectacular y cómoda.

    —¡Pero venga!, venga, tengo muchos más, algunos espectaculares.

    El vendedor, casi tan ilusionado como Lázaro, se lo llevaba de un ataúd a otro. Se sorprendió ante uno de máquina expendedora de tabaco, de botella de refresco, de pez rosado y simpático, de bolsa de viaje cilíndrica... Luego su felicidad creció a lo insospechado ante un ataúd que imitaba a una madreña que le recordaba a su infancia, cuando andaba sobre la nieve o los campos mojados por la lluvia recién caída. Le encantó el ataúd en forma de reactor, con sus alas plateadas y la cabina de cristal por donde se vería al difunto, pero lo desechó por demasiada poca intimidad. Uno debe permanecer en la intimidad, recogido como Dios manda, en su nicho. El que representaba a una vaca le pareció, vaya uno a saber por qué, de mal gusto, y se quedó pensando ante el del teléfono móvil, no sabía si le gustaba o no, si preferiría que sonara mientras se descomponía su cuerpo. Lo pensaría tranquilamente por la noche, que no eran cosas para tomarlas a la ligera. El de forma de fresa no le dijo ni fu ni fa, demasiado superficial. El de guitarra le hizo gracia, aunque demasiado alegre. El de zanahoria pensó que era irrespetuoso y el del águila no entraría en el nicho, a no ser que se le cortara las patas, pero así perdía la gracia. El que imitaba a una piña tampoco era honorable, así como el del ratón o el del billar. El de forma de barco acarreaba el mismo problema que el del águila. El del corazón pensó que debería ser para mujeres. El del cohete espacial le llamó la atención, pero no era para él. El de mimbre no, que se escaparían o entrarían gusanos...

    Lázaro se agachaba y empinaba, escrutando los bajos, las alturas y los laterales; se acercaba y alejaba para enfocar mejor las formas y los contornos y las diferentes tonalidades de los colores. Trataba de ver tan excepcionales creaciones desde todos los puntos de vista posible; no quería que se le pasara por alto absolutamente nada. Mientras, el vendedor iba detrás de él, casi tan contento como su cliente, que acariciaba con pasión cada uno, oliendo el perfume que de ellos emanaba: ese de incienso, ese de fresas, el de humo de tubos de escape, el de aroma de tabaco, el de verduras... Indudablemente este señor es un profesional de pies a la cabeza, se ha preocupado hasta de los olores, se decía. Y el vendedor, como se daba cuenta que su obra era indudablemente admirada, disfrutaba de lo lindo.

    Ante tantas bellezas de ataúdes no se hubiera decidido en toda la semana si no hubiera sido por lo que llegaba a sus ojos: un magnífico, imponente y espectacular ataúd en forma de sarcófago, a la manera egipcia, a la de Ibi, ese faraón que gobernó en el 1640 antes de Cristo, en la región de Tebas, según comentaba el vendedor, al ver a Lázaro con los ojos desorbitados, los brazos abiertos y la mirada al cielo. Se arrodilló ante el sarcófago y lo abrazó, sollozando de alegría. El vendedor le acarició la cabeza, otorgándole su comprensión y diciéndole que entendía la excelente elección, pues tal excitación vio en él que era más que evidente que ese sería el elegido. El funerario le dijo que era, sin duda alguna, una persona de gusto refinado y artístico, su mejor cliente, el mejor que había tenido jamás y que jamás tendría. Se arrodilló junto a él y abrazaron al sarcófago como si de un Dios viviente se tratara.

    Ya de pie, habiendo retomado los dos la compostura, le explicó que eso no era todo, que si quería podría dotar al sarcófago de su rostro y escribir sobre su superficie un resumen de su vida o lo que quisiera, en el idioma que deseara, incluso el egipcio faraónico, amén de elegir el color y, por supuesto, el aroma deseado, aconsejándole el de lavanda, magnífico, apropiado, extraordinario; aunque la última decisión, por supuesto, era del cliente.

    Lázaro se despidió con un fuerte abrazo mientras le comunicaba que ya estaba decidido, lo único que debía ultimar eran los detalles colaterales mencionados por el vendedor.

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  2. Évano

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    Lázaro volvió a tomar el mismo número de autobús para volver a su pueblo, más contento que nunca y deseando llegar a su apartamento, para contarle a su amigo Juan, prácticamente el único que aguantaba su chaladura, lo impresionante de los féretros. Cuando arribó no tardó en telefonearlo.

    —¿Juan? Oye Juan, no te imaginas los ataúdes que he visto...

    Perdona, lázaro, pero estoy trabajando, ahora no puedo hablar; llámame a la noche y me lo cuentas. Hasta luego —lo cortó un Juan sabedor de que si lo escuchaba lo tendría horas al teléfono y, con su jefe en la fábrica rondando cerca de él, era un peligro que no pensaba aceptar.

    ——¡Vale, Juan!, a la noche te llamo. Hasta luego.

    Lázaro estaba muy excitado, debía pensar rápidamente, acelerar el curso de sus días para que estos acabasen lo antes posible. No se le ocurrió otra cosa que recorrer los prostíbulos, que en un pueblo no tan grande se limitaban a viviendas particulares donde las mujeres ejercitaban tan antigua labor, para preguntar por las que padecían el sida, para hacer el amor con ellas sin preservativo. Esto, evidentemente no era un suicidio, sino, obviamente, morir por enfermedad. Tuvo la mala suerte que una prostituta avisó a la policía, temiendo que fuese un loco de cuidado con la intención de contagiar a todo el que se acercarse a él. Le costó mucho convencer a los agentes de que no estaba loco de remate. Sólo lo soltaron cuando su amigo Juan fue a buscarlo a la comisaría, bajo palabra de que él sería el responsable y que se haría cargo de que no hiciera ninguna barbaridad. En el umbral de la comisaría, bajo la luz de una media luna recorrida por alguna que otra nube, y paseando por las calles silenciosas y desiertas, bajo otras luces, las artificiales de las farolas cansinas, los dos amigos mantenían una curiosa conversación.

    ——¡Mira, Lázaro!, me parece que te estás pasando de la raya. Esto está pasando de castaño oscuro, es inadmisible. ¿A quién se le ocurre ir buscando a una prostituta con sida? Si es que es para reír y llorar a la misma vez ——y se rió a carcajada limpia——. Y ten en cuenta que conozco al cabo de la policía, que si no, tú te pasas una temporada entre rejas o, lo que es peor, te mandan al juez para que te metan en un psiquiátrico el resto de tu vida jajaja... Y además, ¿en qué mundo vives...? Hace años que la gente no muere de sida.

    —¡Si hubieses visto esas obras de arte, Juan!; en forma de zapatos, de coches de carrera, de reactores, de fresas, zanahorias... Pero el sarcófago, ¡ay el sarcófago! No lo puedo explicar con palabras...

    ——¡Déjalo ya, haz el favor!, y como no estés bien para la cita del viernes te juro que no cumplo lo que me pediste. Te lo juro por lo que más quieras que no lo hago, que no cumplo mi palabra ——le amenazó, cruzando los dedos y besándolos, a modo de juramento infantil, cosa que le hizo gracia a Lázaro.

    —De acuerdo, no te preocupes, estaré perfectamente para a esa dichosa cita.

    ——Más te vale. ¡Venga, Lázaro, nos vemos el viernes. Ahí tienes tu casa. Me marcho a la mía, que estoy cansado.

    ——Hasta el viernes amigo, y muchas gracias.

    El tiempo que quedaba hasta la cita, Lázaro lo pasó planeando los pequeños detalles de su entierro: dejaría dinero extra a la funeraria para que acudieran por lo menos cien personas, entre ellas algunas de esas veladoras antiguas que lloraban a los difuntos a cambio de dinero, todas vestidas de negro, con mantillas y velos a juego. Una banda de música, por supuesto, y flores, grandes coronas de flores, y un recordatorio espectacular que diría: "Señoras y señores, aquí no vuelvo más". Serían de letras doradas sobre mármol del color de la oscuridad del universo, con una gran cruz de plata, como la que vio en el último entierro, pero más grande, que ocupara prácticamente todo el largo y ancho del sarcófago. Imaginaba también el coche fúnebre, si quería un móvil que sonara cuando yacía a la espera de su partida al otro mundo; cómo querría su póstumo traje, los botones, ¿dorados?, y corbata, ¿prefería llevar corbata o pajarita? ¡El cura, el cura era importante, y el sermón, por supuesto... Estaba claro que todavía le quedaba mucho trabajo por delante, pero después de haber visto lo que había visto, debía acelerar el proceso.

    Llegó el viernes a las ocho. Juan no se retardó ni un segundo. Se presentó acicalado, con su pelo moreno engominado, una camisa a cuadraditos rojos y verde y unos tejanos. Lázaro, como siempre, con su camiseta, pantalones y zapatos negros, y su rostro pequeño de ratoncito, contento. Juan desistió de comentarle nada sobre su no cambiar de vestimenta, pensó que conque acudiera ya era suficiente; además, nunca lo vio con ropa de color; aunque se lo pidiera era probable que tuvieran que discutir, hasta perder la cita.

    A las nueve de la noche tenían que estar en el restaurante El jabalí feliz. Fueron puntuales. María y Etérea, mientras esperaban a sus parejas, tomaban un vermut blanco y uno rojo, en la barra del restaurante. El local era amplio, alto, con mesas de manteles granates para cuatro comensales que se juntaban por si estos eran más. Pequeños candiles por las paredes otorgaban una luminosidad acogedora que titilaba sobre los artículos decorativos del local, curiosamente objetos de pesca: unas redes, varios pequeños timones de madera tallada con sirenas y monstruos marinos, fotografías de veleros y barcos pesqueros y, rompiendo la superioridad del mar, una cabeza de un jabalí no tan feliz que, al verla Lázaro, pensó que era la culpable del nombre del restaurante.

    Juan se adelantó y las besó en las mejillas y se las presentó a Lázaro. Con un rápido guiño de ojo le hizo saber que Etérea era la pareja que a él le correspondía, cosa que Lázaro creyó una estupidez, pues hacía mucho que Juan no paraba de hablar de María. Miró de arriba a bajo a Etérea, silbando para sí al descubrir tanta belleza. Etérea portaba un traje de seda rojo, tan ajustado que marcaba sus curvas mareantes y fantásticas. A parte de su altura, aumentada por los zapatos de grandes tacones, a juego con el color del vestido, era guapísima, de pelo moreno casi hasta la cintura y rostro de ardilla pícara. Hubo de agacharse para besar al bajito de Lázaro, viendo este el valle de unos montes portentosos. Sintió su cálida piel con el beso y su aroma a chocolate y champagne. Tan embobado quedó que Juan hubo de empujarle para que se presentara también a María.

    —Esto no se hace —dijo Lázaro —después de presentarse también a María.

    ——¿Qué es lo que no se hace? ——contestó con otra pregunta, Etérea.

    ——Pues eso, presentarme a estas alturas a... —iba a decir una, pero rectificó— dos bellezas semejantes. Pero sepa usted que esto no es más que una cita, no vaya a hacerse ilusiones.

    Se rieron las dos amigas, pero no Juan, que lo miró con mala cara, como diciendo: haz el favor de comportarte como Dios manda o...

    ——¡Qué gracioso es tu amigo, Juan —dijo María, poseedora igualmente de un gran encanto y altura y porte de jirafa simpática, y a la que le quedaba exquisito un vestido de florecitas de colores, corto y muy ajustado, marcando pechos y piernas al aire libre, como Etérea.

    El camarero acudió para hacerles saber que podían pasar a su mesa. Se llevaron los vermús y se sentaron.

    La cena iba transcurriendo entre temas triviales para Lázaro. El vermut y el vino de Rioja hacían mella en los comensales, más en un Lázaro no acostumbrado a beber y el que se perdía de vez en cuando en sus propias divagaciones, en sus dudas de que por muy guapa que fuera Etérea no le iba a quitar de la cabeza su meta; ese fin para el que se había estado preparando toda su vida. ¿Qué se habrá creído esta? Por muy guapa que sea...


    ——Tu amigo se nos va por momentos, Juan. parece tener mucha vida interior —comentó Etérea entre risas.


    ——No te lo tomes a mal, es un poco raro. Ya lo irás entendiendo. Para que te hagas una la idea de la persona tan extraña y original que es, ¿sabes que dice que tener descendencia es lo peor que podría ocurrirle? ——confesó Juan, trastocado también por la bebida—. Y la explicación es lo mejor. Verás, dice, que si tiene hijos, no entrará entero en el cielo, porque un trozo de él habrá quedado en la Tierra jajaja...

    Los tres se rieron ante tal ocurrencia. Lázaro no, porque no había estado atento, continuaba con sus divagaciones. Etérea parecía embobarse con semejante personaje. Sus ojos verdes brillaban al mirarlo, aunque podría ser por la embriaguez que se acrecentaba en ella, y en todos. María y Juan, con sus miradas y roces de mano, se compinchaban para preparar una noche en conjunción, con esas palabras mudas que hacen saber que después de bailar un poquito en la discoteca se desharían de la pareja acompañante para ofrecerse ellos a la diosa Eros, y que Etérea y Lázaro hicieran lo que mejor les pareciera.

    Y así fue. A penas después de una hora en la discoteca se despidieron, dejando dadas las gracias a Lázaro, por parte de Juan, por haberle proporcionado la posibilidad de realizar el sueño que tanto tiempo andaba buscando, el sueño de yacer junto a María. Le dejó dadas las instrucciones para que aguantara un poco más y luego acompañara a Etérea.

    En solitario, Etérea y Lázaro degustaban una ginebra con tónica cada uno, en la barra de la discoteca, rodeados de la multitud de jóvenes que bailaban la música pop de moda, en la pista de baile, y de muchos otros entre esta y la barra del bar. Eran siluetas que tiritaban a causa de las luces psicodélicas, de los rayos láser verdes y el humo que fantasmeaba iluminado. Etérea no se separaba de Lázaro, todo lo contrario, se apretujaba todo lo posible con la escusa del gentío. Entre las miradas sonrientes que le lanzaba no viajaban las reflexiones de que con este no valían las artimañas de los celos, que si intentaba coquetear con otro para atraerlo, seguramente se iría y ya está, por parecerle que a Lázaro estas cosas le importaban un bledo. Tampoco la artimaña de hacerse la dura le parecía buena, por la misma causa; o la inteligente, o la débil. Mas bien, pensaba, que con semejante individuo debería ir al grano, ser clara, atrevida y lanzada, incluso descarada y, si no era esta noche, no le cabía ninguna duda de que no sería jamás; porque Lázaro había bebido y se le veía, dentro de su seguridad, más débil que nunca. Estaba claro, igualmente, que no estaba acostumbrado a beber y quizá no lo vería beodo nunca más.

    Lázaro esperó exactamente lo dicho por su amigo: un poco más. Comunicó su intención de acompañar a Etérea, pero esta dijo que ni hablar, que la noche era joven y que ella no se iba a su casa, en todo caso iría a la suya. Lázaro que ni hablar de eso, que si ella quería que se quedase en la discoteca bailando, pero que él se marchaba a su casa, que ya tenía bastante por hoy. Logró convencerle para tomar una última copa y luego fue caminando detrás de él, ya que Lázaro no quería invitarla a su casa.

    Lázaro daba grandes y tambaleantes zancadas por las aceras laberínticas que desembocaban en su calle, en su edificio, bajo las luces de unas farolas alegres y el sonido esporádico de algún vehículo que otro, meditando incongruentemente en su interior. Dialogaba con sigo mismo sobre la procedencia de Etérea, sin lugar a dudas mandada por el mismísimo diablo; ¿quién, si no, tendría interés en vetarle la entrada al cielo? Seguro que Satanás se había enterado de sus planes para acceder pronto al reino celestial y había ordenado a una de su harén que entrara en su mundo para darle tiempo a pecar y así robarle un alma a su enemigo. Pero no, él no pensaba caer en los tentáculos de tan bella dama. Y esa es otra, se decía, ¡qué mujer, tan guapa como Etérea, iba a fijarse en un enano medio calvo, vestido de negro y con unas gafas de culo de botella? Estaba claro, debería andarse con mucho cuidado con semejante alimaña.

    Entró en su vivienda y a Etérea la dejó en el rellano, tocando insistentemente al timbre a altas horas de la madrugada. Las voces de algunos vecinos rellenaban el espacio interior del edificio, " Ya está bien de tanto jaleo a estas horas", "Mendrugo, déjala entrar de una vez", "Si no la quieres tú pa mí, que yo sí le abro", y algunas fracesitas más, sobretodo insultos. Viendo Lázaro que Etérea no iba a darse por rendida, se vio obligado a abrirle la puerta y dejarla entrar, no sea que venga otra vez la policía y me reconozca, y esta vez Juan no me saca de la cárcel y, lo que es peor, no haría lo pactado con él al año de su muerte. Si le fastidiaba esta noche de amor con María, Juan no se lo perdonaría jamás.

    ——¿Pero es que no tiene usted orgullo? ¿No ve que quiero estar solo? ——preguntó con la lengua torpe y los ojos de embriaguez y las gafas torcidas.


    ——Pues por eso mismo, porque tengo orgullo no he querido irme. Nadie hasta ahora me ha rechazado, y menos tratado con tanta indiferencia. ¿Es que no me encuentra guapa, atractiva? ¿No le gusto? ¿Te gustan los hombres? ——Etérea preguntaba mientras acariciaba, con el dorso de su mano, el interior de la camisa desabrochada de Lázaro.

    ——El problema es ese, que es usted demasiado guapa... Si fuera una mujer normal... aún; pero mejor si fuese fea, entonces me la llevaría ahora mismo a la cama. La tomaría en brazos y la secuestraría toda la noche en mi lecho ——dijo Lázaro, haciendo más verdad el refrán de que los niños y los borrachos dicen la verdad.

    ——¡Esto no lo he oído nunca! —exclamó mientras reía, Etérea—, que el problema sea la belleza. ¡Pues piensa que soy fea! Mira, me hace ilusión acostarme contigo. Te propongo que durmamos juntos, en la misma cama, que a ti hay que explicártelo todo jajaja... Y te aseguro que no sucederá nada que tú no quieras que suceda. ¿De acuerdo...? ¡Va, vengaaa! Es que le he dicho a mis padres que esta noche la pasaría en casa de María. ¡Vengaaaa, por faaa!

    Tanto rogaba y aseguraba Etérea que se portaría bien que hubo de rendirse a sus deseos. Marcharon a la alcoba de Lázaro casi a tientas, porque Lázaro quería que Etérea viese lo menos posible de su apartamento. Él se puso su pijama verde de siempre y ella se acostó con una ropa interior de lencería violeta que quitaría el hipo a más de uno. Paseó por delante de él varias veces, restregando su cuerpo de tan bellas curvas por el rostro de un Lázaro esquivo. Se taparon con las sábanas y al momento roncaba mientras ella permanecía tranquila.

    A las dos horas, despertó. La habitación estaba iluminada con velas. ¡Las mías!, se exclamó, esta me ha registrado el apartamento, maldita sea, y eso que me dije que había que tener cuidado con esta alimaña. Al darse media vuelta en la cama se percató de que estaba desnuda y sudorosa, al igual que él.

    ——¡Mierda!


    ——¿Cómo dices...? ——preguntó una somnolienta Etérea.

    ——¿Hemos hecho algo?

    ——¿Qué quieres decir con hemos hecho algo? ¡Claro que hemos hecho algo! ¿No te acuerdas? Y lo hiciste fantásticamente. Creo que duraste más de cuarenta minutos. Nadie me ha aguantado tanto... Pero esto no va a quedar así, si no te acuerdas lo repetimos.

    Lázaro hizo el gesto de levantarse, pero se paró en seco ante las amenazas de Etérea, de que si no accedía a sus deseos gritaría hasta que acudiesen los vecinos, los bomberos o la policía.

    ——¡Bueno, si ya hemos hecho el amor, qué más da!; lo haremos otra vez, ¡hasta que te artes!, o hasta que yo no pueda más, porque va a ser la primera y la última noche, porque tengo mejores planes de futuro...


    ——Luego me cuentas tus planes, ahora ven para aquí, calvito mío.

    Mas bien fue ella la que fue para él, la que se le montó encima y cabalgó sobre un Lázaro que, mientras le hacían el amor, pensaba que con estos actos había perdido, por lo menos, el unicornio de su futuro cielo. Luego se dijo que era normal que tardara tanto tiempo en eyacular, pues estaba en todo menos en lo que debía estar. Aunque, poco a poco, Etérea ganaba la batalla y Lázaro se centraba o era obligado a centrarse en los placeres del amor. Observó sus pechos perfectos, tiesos como quesos gallegos, esos quesos llamados tetinas, tan famosos; disfrutó con el rostro brillante y gozante de Etérea, con sus fuertes muslos y el vaivén de un cuerpo en armonía reflejado por unas velas titilantes; acarició los largos cabellos y las curvas sinuosas de una mujer que continuaba cabalgando hacia un éxtasis terrenal. Gozó del olor a sexo. Repitieron la consecución de la meta por otros caminos diferentes, por lo menos por tres senderos que obligaban a posturas acrobáticas. Tendido boca arriba en la cama, a Lázaro le entraba en su cabeza la preocupación por apartarse de su verdadero camino, pero se quedó dormido, en brazos de una Etérea exhausta.

    Se despertó cuando ella todavía dormía profundamente. Le escribió una nota en la que le informaba que se fuera cuando quisiera, que él tenía el sábado ocupado. Agradeciéndole la velada y su manera de ser.

    Eran las diez y media de la mañana y el cura confesaba hasta las doce. Debía darse prisa para llegar a tiempo y preguntarle al sacerdote por los posibles pecados cometidos, y si estos serían un impedimento para alcanzar su cielo tan soñado.

    !Maldita sea!, se exclamó al entrar en la iglesia, santiguándose y arrepintiéndose al momento de maldecir en lugar tan sagrado. El señor cura estaba ocupado con una comunión. No había caído en ello, a la entrada de la primavera las comuniones eran abundantes. Volvería al día siguiente, el domingo, día en los que no se celebraban bodas ni dichosas comuniones.

    A casa no quería volver hasta tener la seguridad de que Etérea se había marchado. No deseaba toparse con ella porque, a pesar de la idea, ahora absurda, de lo que pensó de ella durante la noche, hacer el amor le trastocó más de la cuenta. No permitiría que nada ni nadie se interpusiera en una meta celestial que sentía palpable y al alcance, pronto, muy pronto. Estaba claro que lo de Satanás, y que Etérea fuese mandada por él, eran cosas que el alcohol escribió en su mente. Pero mucho se temía, que de seguir la relación, quizá se frustraría su futuro, quién sabe si con hijos, que ni por todo el oro del mundo deseaba ninguno, o una relación estable que alargara su agonía con la espera de retrasar su más que deseada entrada en un cielo que a todas luces él se merecía más que nadie. Etérea era una bomba, una mujer de escándalo, capaz de descarrilar a cualquiera; por lo tanto, era estrictamente necesario esquivarla, y se acabó pensar más en el asunto, y, por mucho que insistiera su amigo Juan, él no estaba dispuesto a ceder ni un ápice. Se había comportado y cumplido, como Juan tendría que comportarse y cumplir su promesa. ¡Que se apañara él con María y Etérea!, ¡como si se quedaba con las dos!, que él abrigaba la esperanza de conseguir algo muchísimo más importante.

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    Sin saber cómo ni porqué, quizá porque nuestros pies, ante la falta de órdenes del cerebro nos llevan siempre a los lugares acostumbrados, Lázaro se vio ante las grandes rejas, forjadas en espiral, de las puertas del cementerio. Había recorrido una gran distancia, prácticamente el pueblo de punta a punta, sin enterarse ni cansarse. Ya que estaba allí decidió pasear por las tranquilidades del camposanto. En este tarea estaba cuando le sonó el teléfono móvil, al que contestó de forma autómata. La voz de Etérea se oyó fresca y vigorosa.

    ——Hola, Lázaro, ¿que tal estás? ——saludó y preguntó, y sin dar tiempo a responder prosiguió—— Yo ya estoy en casa de mi madre. He de ducharme y descansar un poquito más, para esta noche, porque esta noche nos veremos, ¿verdad? Yo tengo mu...

    ——¡Espera!, espera un momento. ¿Quién te ha dado mi número? ¿Juan? —Este Juan es un metomentodo —se dijo para sí——. No vamos a vernos esta noche, te enteras. Lo de ayer estuvo muy bien, pero fue un desliz por parte mía, quizá debido al alcohol. No, quizá no, fue por el alcohol. Así que te ruego me dejes en paz y te olvides de mí ——y sin dar tiempo a réplica alguna, cortó.

    Estaba cabreado, ahora mismo iría a ver a Juan y cantarle las cuarenta, por haberle dado el teléfono, pero sobretodo, por haberle presentado a semejante mujer.

    Salió a prisa del cementerio, sin mirar al cruzar la calle. Al conductor de una furgoneta, que a Lázaro, en el casi nulo instante que tuvo para reaccionar, le pareció el mismo del otro día, no le dio tiempo a frenar y lo atropelló. Lázaro quedó inconsciente en el asfalto, a la espera de la llegada de la ambulancia. Mientras, el conductor y algunos viandantes de los que habían presenciado lo ocurrido, lo atendían lo mejor posible con los primeros auxilios.

    ——¿Ustedes lo vieron, verdad?, ¿vieron cómo cruzó la carretera sin mirar, saltándose el semáforo en rojo?, ¿a que sí?, ¿a que saben que yo no tuve la culpa? —preguntaba un conductor muy nervioso y visiblemente alterado, que por mucho que le respondieran afirmativamente, no se tranquilizaba.

    Lázaro despertó al tercer día, en una habitación de hospital, a oscuras, por culpa de unas cortinas. Sólo una luz de emergencias, que a duras penas iluminaba una porción de las tinieblas, le servía para distinguir las siluetas fantasmagóricas de su alrededor. Oía pasos que iban de allá para acá, seguramente los de las enfermeras caminando en los pasillos. El olor a medicina penetraba hasta los dedos del pie gordo; nunca lo había soportado. Recordó el impacto con la furgoneta blanca y la cara del individuo al volante, su gran mostacho despeinado y su rostro rechoncho y cerdito, volviendo rápidamente al presente, al no recordar nada más. Intentó levantarse. No podía. Intentó revolverse en la cama. Imposible. Quiso levantar el brazo. Inútil. Los pies. Incapaz. Los dedos... Unas pequeñas lágrimas empezaban a surgir de la comisura de los ojos, causa de la angustia y el terror que emergían de su interior. Gritó. Noooooooooooo...

    Al momento, dos celadores y una enfermera acudieron. Los celadores, a la orden de la enfermera, marcharon. El paciente no plantearía ningún problema.

    La enfermera encendió la luz de la habitación. Su bata blanca y su cofia blanca, recogiendo su cabello, no fueron suficientes para ocultar su bello rostro de ardilla pícara. Cuando Lázaro dejó de gritar y abrió los ojos se encontró de frente con Etérea, vestida de linda enfermera.

    ——¿Tú?

    ——Sí. Yo.

    Lázaro volvió a cerrar los ojos. Le había dado tiempo a ver las largas luces tubulares del techo, las cortinas verticales de láminas de aluminio blancas, un sofá a su derecha, a modo de tumbona, así como el suero colgando y soltando gotitas. Anuló de ese vistazo a la Etérea enfermera y en su lugar colocó a una preciosa demonia de larga cabellera al viento, vestida con un biquini rojo deshilachado, con un tridente que pinchaba, en cada una de sus puntas, a un lindo unicornio, una angelita preciosa y una nube enrojecida. La demonia se reía diabólicamente mientras gritaba que jamás lograría atravesar las puertas del cielo, que ella se ocuparía de ser la llave. Los bramidos de la Etérea imaginada rebotaban en ecos de locura por las paredes de la cabeza de Lázaro. Intentó volver a su cielo de siempre, pero no logró encontrar al unicornio, ni las vacas ni ovejas ni caballos ni yeguas. Ahora el río de aguas cristalinas era una riera secarrona, donde los cantos rodados brillaban opacos en colores de bronce ennegrecidos. Los árboles permanecían deshojados, en esqueleto, y el cielo era de color ceniza, donde ningún ulular de viento habitaba ni ningún pajarito competía con nada, salvo con el silencio, roto en ocasiones por el croar de una rana y el zumbido de alguna mosca.

    Etérea se sentó al borde de la cama y le acarició la coronilla, pasando las yemas de sus dedos por los pelos de pincho militar y besándolo en la frente.

    ——Avisaré a Juan para que sepa que ya estás consciente. ¿Te parece bien?

    Lázaro callaba. Continuaba en su holocausto, intentando encontrar a las angelitas desnudas de plumas cosquilleantes, a su unicornio y a los cisnes. Puta mierda, ¿y ahora qué hago? ¡Si no me puedo mover!

    Encarceló sus lágrimas y le dijo a Etérea que esa era una buena idea, que avisara a Juan.

    ——¿No quieres hablar conmigo, desahogarte? ¡Bien!, lo comprendo. Te dejo para que lo asimiles, pero piensa que esto no es el final, que se puede vivir y ser feliz, solo que de otra manera.

    Mientras Etérea susurraba al oído estas palabras, acariciaba el rostro y el cuerpo del Lázaro recluido en sí. Su voz melodiosa y sensual, su cálido aliento, su olor a champagne y chocolate, los roces de su mano y el clima de silencio y confort, con la luz flotando en una habitación acogedora, izaron el miembro viril de un Lázaro que desaparecía de su cielo derruido.

    ¡Mierda! —pensó—, se me está levantando la cosa. ¡Como esta se entere estoy perdido!

    ——Buena idea, Etérea; necesito tiempo para asimilar la situación. Déjame en soledad de momento, y que venga otra enfermera a cuidarme, por lo menos hasta que hable con Juan.

    Etérea se puso rígida en su mal asiento de cama, con cara de sorpresa; no era normal el vigor con el que había hablado, y menos en alguien que se acababa de quedar parapléjico. Aquí falla algo, se dijo, ¿que ocultará este?

    Se levantó y lo entendió de golpe. Una pequeña tienda de campaña se izaba entre las piernas de Lázaro. En la habitación del hospital no había nadie más que ellos dos. ¿Por qué no levantar las sábanas, entonces? ¿Y por qué no, ya puestos, levantarle la media bata para ver qué ocurre?

    ——¡Pero qué sorpresa, querido Lázaro! ¡Esto es un milagro! ¡Te funciona! Esto va a mitigar mucho tu sufrimiento.

    Etérea hablaba mientras acariciaba la cosa, cada vez más erecta, y sin mirar el rostro de preocupación de Lázaro, el cual ahora se encontraba en una encrucijada, la de si era bueno o malo para él este último acontecimiento. Pero como etérea no dudaba, y por ello seguía con el sube que te baja acariciativo, pasó lo que tenía que pasar, y ¡ala!, ahora a descansar un poquito, mi lindo calvito, avisaré a Juan. Hasta lueguito mi amor.

    Pero Lázaro no iba a descansar ni dormir, sus planes se habían alterado de golpe, habían sido atacados cruelmente por el destino. Ahora era una veleta predispuesta para el viento y los deseos de los demás. Calculó sus posibilidades, sin encontrar ninguna, pues dependería de alguien para siempre, salvo milagro. Luego se dijo que a lo mejor no era tan malo, pues difícilmente se puede pecar en tal estado, aunque vaya uno a saber, con semejante mujer al lado.

    Continúa abajo...
     
    #3
    Última modificación: 28 de Octubre de 2015
  4. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Cuando Juan vino a visitarlo, Lázaro dormía profundamente. Era un martes por la mañana lluvioso. Entró con la gabardina empapada y la dejó sobre el asiento a modo de tumbona, esperando el despertar de su amigo. Cuando este por fin abrió los ojos se encontró, no con una mirada tierna, sino con una tez ruda e inquisitoria.

    Etérea, desde el umbral de la habitación, a la que iba a entrar, observó la escena, sin querer interrumpirla. Espió desde la puerta, intentando no perderse la conversación que allí se daría.

    ——¿Por qué has intentado suicidarte? ——preguntó en seco, Juan.

    ——Aunque no te lo creas, ha sido un accidente ——contestó Lázaro, cerrando los ojos para hablar.

    ——Siento no ser delicado ante tu situación, Lázaro, pero no puedo serlo. Ahora tienes un problema grave. ¿Quién cuidará de ti?

    ——Tienes que hacer algo. ¡Eutanasia, Juan, eutanasia!

    ——Ni hablar, no soy capaz.

    ——Pues encuentra a alguien que lo sea. Te dejaré la herencia.

    ——Si lo hago, no será por la herencia, será porque sé que es lo que siempre has deseado. Encontraré a la persona adecuada.

    ——Gracias, Juan, Muchas Gracias. Que no sea doloroso.

    ——No lo será, Lázaro, no lo será.

    Etérea no quiso entrar, para no interrumpir la conversación. Ya había oído bastante. Se marchó a la planta baja, a tomar un café, despejarse y pensar. Por las cristaleras de la cafetería vio cómo Juan se montaba en un taxi. Cogió una silla de ruedas y se dirigió a la habitación de Lázaro. Le amordazó la boca, para que no pudiera pedir auxilio, y lo sentó en la silla de ruedas, tapándolo con una manta, y se lo llevó al parking. Le costó mucho sentarlo en el asiento del copiloto. introdujo en el maletero la silla de ruedas, ahora plegada.

    Por la carretera de la costa conducía, tranquilamente, hacia un bungaló que tenía alquilado en un camping, para los fines de semana. Dadas las fechas, aún siendo un marzo cálido, la asistencia y ocupación del camping era prácticamente nula.

    Lázaro, sentado en el sofá, ante un televisor apagado, permanecía en silencio, aunque ya ninguna mordaza le tapaba la boca. Pensaba... ¿Sería Etérea la persona que había elegido Juan para la eutanasia?

    El ruido de la ducha recorría la distancia, hasta los oídos de Lázaro. Etérea vestía una bata larga de grandes flores de colores. Se sentó junto a él, besándole la frente.

    ——No lo voy a permitir, Lázaro, no os voy a dejar que lo hagáis. Oí vuestra conversación, y no voy a quedarme de brazos cruzados. Lo siento, pero no estás en condiciones psicológicas para decidir tu futuro.

    —¡—No lo entiendes. Yo ya lo deseaba antes del accidente. Es vital para mí, es mi ilusión, desde siempre!

    ——Morir no es ninguna ilusión, ilusión es amar, vivir. Tú, quizá porque no has tenido ocasión, o nunca has conocido a nadie que te haga sentirlo, decidiste poner fin a tu vida; te plantearé un trato que tendrás que aceptar. Te pido el resto de este año. Si para entonces continúas con la misma idea, yo misma procederé a tu ejecución.

    ——Ya lo has dicho, no tengo elección, por lo tanto, no me queda más opción que aceptar. ¿Por qué lo haces, si no es mucho preguntar?

    ——Todavía no lo entenderías, pero te daré una pista, se llama amor.

    Lázaro, de la mano de Etérea, paseó por los caminos que bordeaban las playas de la Costa Brava, entre la luz que acariciaba y se colaba por los pinares, sintiendo el vértigo de los acantilados y la brisa en su rostro; viendo los vaivenes de las aguas cristalinas, los peces y las arenas blanquecinas del fondo; los barcos con sus velas al viento y las gaviotas sobre los pesqueros que retornaban a sus puertos después de una larga jornada de duro trabajo. Buceó con la ayuda de una Etérea risueña y feliz. Tomó el sol con la crema protectora extendida con cariño. Observó las estrellas envolviendo su mundo en unas noches de aire sereno y profundo. Saboreó las ensaladas y las bebidas frescas y sabrosas, sin echar de menos a las carnes o pescados. Meditó horas junto a Etérea. Escuchó las lecturas de libros que jamás sospechó que existieran. Las palabras dulces penetraban en su mente como afrodisíacos de vida y placer.

    Para cuando llegó la fecha dada por Etérea, comprendió que la Tierra puede ser el mejor Cielo, si uno se lo propone.

    Jamás volvió a llamar a Juan, pero sí a su amigo, el de la tienda funeraria, dejándole instrucciones del ataúd que deseaba y su entierro y detalles preferidos, pero para cuando se muriera de forma natural.

    Y prosiguió el camino de la vida, con sus senderos disparatados, amados y temidos, sin pensar en el qué del mañana, pues era el hoy lo que ahora le interesaba, el hoy junto a su amada.

    Eligió un ataúd en forma de luna rodeado de estrellas, con una cometa de silueta de mujer recorriendo su noche eterna y, para el epitafio, un "No me importaría volver. Te quiero, Tierra".

    Tampoco le importó que alguna vez abrieran su ataúd y robaran alguna parte de su cuerpo para clonarlo, cosa que antaño le horrorizaba, hasta tal punto que forzó prometer, a su entonces amigo Juan, que al año exhumaría su cadáver y lo quemaría, para que no quedara ni rastro de su presencia en este mundo.

    A los tres años de su convivencia con una Etérea mucho más joven que él, tuvo dos hijos, un niño y una niña, gemelos. Y la vida explotó de alegría e ilusión, una ilusión muy diferente a la otra.

    El avance de la ciencia y la medicina lo alzó de la silla de ruedas, otorgándole el placer de pequeños paseos y movimientos.




    Fin de la obra.

    Gracias por leer.
     
    #4
    Última modificación: 28 de Octubre de 2015
    A Wiccambar y (miembro eliminado) les gusta esto.
  5. marea nueva

    marea nueva Poeta veterano en el portal

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    Whau!! Genial camino de pensamientos grises a una vida plena, a veces parece que para descubrir la belleza de la vida y el amor es necesario forzar a la mente y corazón, un Lázaro muy afortunado!!!

    Me alegra leerte, espero no me borren mas, jejeje shhhhh

    Dos abrazos!!
     
    #5
  6. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    16 de Octubre de 2012
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    No, señora Ethel, ya no la borran, que el relato terminó jajjajajaja. Y mire que me apena, pues las fotografías eran lindísimas.

    Ciertos es que para conocer el cielo se ha de haber pisado la tierra. Quise darle un final feliz, siempre es más de agradecer.


    Un montón de saludos afectuosos y de gracias por su preciado tiempo.


    *¿Se ha dado cuenta de la formalidad de mis palabras, señora Ethel?
     
    #6
  7. Wiccambar

    Wiccambar Poeta adicto al portal

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    No tengo palabras para hablar de esta obra,
    me condujiste por todas las emociones habidas,
    lo fúnebre, lo tétrico, me sacaste sonrisas y en la parte de
    Etérea y Lázaro en la habitación me cosquillearon placenteramente
    mis sentidos.
    Al final, una historia con aire gótico paso a ser un drama
    para terminar en una novela que deja un profundo mensaje,
    Nunca he andado por estos senderos de este foro, pero
    ha sido todo un privilegio para mi haber pasado,
    y me ha quedado claro que aquí hay arte, pasión, talento.
    Mi querido Evano, gracias por todo el tiempo invertido
    para regalarnos tan magistral obra,
    quedo extasiada.
     
    #7
  8. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Muchísimas gracias, señora Neytiri, por su valioso tiempo y tan lindísimo comentario.

    El tiempo invertido es mucho, sin duda, pero la recompensa de haber hecho pasar un rato agradable al lector lo compensa (valga la redundancia).

    Se la saluda afectuosamente y me queda el gran sabor de lo dicho.
     
    #8

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