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La llorona

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por danie, 22 de Octubre de 2016. Respuestas: 0 | Visitas: 1118

  1. danie

    danie solo un pensamiento...

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    Cada región se cimienta en base a fábulas y mitos. Piedra a piedra se construyen los caminos, las ciudades y los grandes templos rigiéndose en base a algún misterio que los pueblerinos susurran por lo bajo. Eso siempre fue así, y no podemos negar que esa característica por más fantasmal que sea no genera un cierto atractivo para los foraños y visitantes. El lugar, de cierta manera, toma vida y crece tanto desde el aspecto turístico con todo y su marco económico. El tema es saber cuánto de verdad puede haber escondida detrás del velo de un mito; sabiendo eso, ya no estaríamos hablando de una simple e improbable creencia. Pero muchas de esas historias no pasan a ser algo más que una fantasía creada por los obtusos y supersticiosos o incluso por el talento inventivo de algún cuentista que busca un poco de fama.

    Ahora, es difícil decir cuántos mitos pasaron a ser de un simple cuento a una verdad irrefutable de la noche a la mañana.

    Con la historia que les cuento pasó esto, era un simple mito, uno más de los cuentos que un padre puede contarle a sus hijos, con rasgos tenebrosos; ya de por sí, como en toda leyenda de misterio, pero para mí y unos tantos turistas no pasaba de ser un cuento fabuloso y muy poco creíble. En muy poco tiempo, me di cuenta que la veracidad de los hechos superaba toda superstición o falsa creencia.

    La historia proviene de la región de Venecia, para ser más preciso, en los perímetros del Palacio de Ducal. La leyenda cuenta la trágica trama de una mujer que se suicidó por haber perdido a su hijo, y lo hizo lanzándose desde el ventanal más alto de dicho palacio, ya hace mucho tiempo, una noche de verano. Si recuerdo bien, lo hizo exactamente a la medianoche, justo cuando el reloj de la plaza de San Marcos marcó las 12 campanadas.

    Hay un viejo prefacio escrito en los muros de aquel viejo palacete para la lectura de todos los visitantes: “Mujer desventurada y misteriosa, acongojada por su propio porvenir, caída de las alturas del cielo en una tranquila noche entre las llamas de su vulnerable mocedad. ¡Caída desde los empinados ventanales del Palacio de Ducal!” Al leer estas líneas inmediatamente pensamos en la idea que la misma Venecia hace fama de esa historia, y muy bien lo hace porque hasta la actualidad goza de una fructifica actividad turística tanto de los pasajeros como de los curiosos que siempre llegan a las puertas del palacio y, de alguna o otra forma, preguntan por esa extraña mujer de alta alcurnia que sufrió tan trágico destino. Nunca nadie dijo conocer su nombre, sólo se rumoreaba que era la esposa de un Capitán de la armada. Pero tampoco era necesario saber su nombre, sólo alcanzaba con escuchar su apodo, La llorona de Venecia. Apodo que se ganó con el paso de los años ya que más de uno decía verla por los canales, a altas horas de la noche, gritando y llorando el nombre de Josué (su hijo perdido).


    Mi intriga era tan grande por esa vieja leyenda que prontamente me adentré de lleno a investigar esos antiguos hechos. Busqué toda la información al respecto y me di cuenta que sobre ese caso había poco y nada. No había nada escrito en la web ni en los periódicos de antaño. Lo que me llevó a sacar la conclusión que la fama que se había hecho era en base a un simple rumor de pueblo. Así decidí entrevistar a la gente que supuestamente la había visto. No fue difícil hallar a dichas personas. De golpe todos querían ser entrevistados, y mi experiencia en el periodismo me decía que muchos de ellos mentían para, de alguna forma, contar historias fantásticas y así salir destacados en la portada de algún diario o revista. Con rapidez saqué la conclusión de que la llorona no existía, otro más de los tantos mitos era una mentira. Pero justo cuando ya dispuesto, me proponía a trascribir mis propias conclusiones en el reporte para presentarlo en el New York Times cité la última entrevista que tenía agendada. Quería sacarme toda duda posible, y para eso me encontraría con todos, aunque ya a esas alturas pensaba que era prácticamente imposible cambiar de parecer. Así me encontré con un anciano, sus antecedentes dictaminaban que era un gran bebedor empedernido (esos datos le jugaban en contra con respecto a la credibilidad de su historia); sin embargo igual me predispuse a oírlo:


    —¡Mire, señor mío! —exclamó de buen modo el anciano. Luego de hacer una pausa continuó:

    —¿No sé si en verdad, usted, va a creerme?; pero yo le puedo afirmar que la llorona existe.

    Le comento como me encontré un par de veces con ella.

    Es bajo el arco del Ponte dei Sospiri cuando me la crucé todas la veces, justamente, siempre que salía de la taberna y hacía mi recorrido con la góndola hasta mi morada.

    Usted, seguramente, investigó sobre mí y sabe sobre mi adicción al alcohol, por eso mismo tendrá sus dudas en creer mi versión de los hechos. Pero le puedo asegurar que por más embriagado que haya estado, lo que vi no era ninguna ilusión.

    La llorona tenía una belleza inexplicable, siempre llevaba un vestido muy elegante y una extensa cabellera azabache que le llegaba hasta los pies.

    No siempre que me la encontré ella gritaba o gemía con angustia, la mayoría de las veces que la vi estaba prácticamente inmóvil sobre las aguas del canal, con la cabeza gacha y con una aureola resplandeciente que la envolvía. Pero la última vez que la vi, hace apenas un par de noches, no estaba con la belleza de siempre, con la sutileza y elegancia de toda una madre sino mostrando su rostro de pesadez y dolor por su amado niño ahogado.

    Muchas veces escuché un cálido orfeón que manaba su espectro, pero esa vez un aullido y gemido de dolor acompañaba a su triste corazón, dilapidando una vida magnífica de reflexión en esa capital de desvanecidas visiones y sueños de amor. —La entrevista se había hecho demasiada larga, pues lo que me contaba el anciano me resultaba muy interesante. Con facilidad podía notar que su relato era verídico, y si no lo era estaba muy bien planeado; ya que el anciano me proporcionaba descripciones de aquella extraña mujer que ningún otro de los entrevistados sabían. Así, accedí al pedido del anciano y seguimos la entrevista en la taberna con algunas copas de ron por medio.


    Después de pedir una botella de ron al tabernero continuó con su interesante historia introduciendo una especie de prefacio a su narración que le proporcionaba un ámbito más de misterio:


    — La Venecia adorada, vergel de la mar, amada por los astros y la luna, por parisinos terratenientes y nobles anglosajones debido a sus pomposas residencias y palacios plausibles del Barroco renacentista, mirando por sus lumbreras amplias con una expresión insondable de añoranzas y amarguras a los secretos que escondían sus aguas taciturnas.

    Yo siempre conocí la leyenda de Venecia, el fantasma de una mujer de alta alcurnia que se suicidó por perder a su hijo en el río. ¿Quién no vio nunca al transitar este estrecho y largo canal a una madre que deambula buscando a su niño? Era la llorona de Venecia, la afligida suicida del Palacio de Ducal. Los que hacen el recorrido por este canal a altas horas de la noche tienen una gran posibilidad de toparse con ella. Yo, de hecho, me crucé un par de veces con su espectro, con su inigualable belleza de un brillo radiante en medio de la oscuridad. Nunca emitía sonido alguno salvo una melodía parecida a una sacra pidiendo clemencia, sólo se posaba sobre el agua, con la cabeza inclinada, mirando las profundidades de la cuenca. Yo siempre la observaba con mi góndola de lejos, ya se tornaba parte del paisaje nocturno que decoraba los canales de Venecia, pero aquella vez fue muy distinto…

    Fue en Venecia, bajo el arco del Ponte dei Sospiri, donde vi a la mujer de quien hablo. No recuerdo muy bien toda la escena que envolvía aquel siniestro encuentro. Sin embargo recuerdo con claridad: la obscura media noche, el Puente de los Suspiros y los Lamentos, la divinidad de una silueta, el talante de un cortejo que recorría el estrecho canal y ese nítido aroma a lilas de agua que procedía de su aparición.
    Era una noche muy oscura y silenciosa. El gran reloj de la Piazza acababa de dar las doce, doce campanadas que retumbaban en el silente de la noche. La plaza del Campanile descansaba sin un alma que la transite, las luces del viejo Palacio Ducal se extinguían rápidamente al igual que los faroles de las avenidas. Yo volvía a mi morada desde la Piazzetta por el Gran Canal, pero al llegar con mi góndola frente a la desembocadura del canal se oyó en la noche recóndita una voz penetrante que gritó perturbadamente, procedente de alguna parte del extenso canal. Alarmado por el grito me puse de pie y no me percaté que dejé caer el remo en las profundidades del río. Con mi góndola a la deriva y arrastrándola por la corriente, cada vez me acercaba más a la procedencia de ese tenebroso clamor. Fue cuando una gélida brisa apagó el candil que se situaba en la proa de la barca y en el horizonte, entremedio de tanta oscuridad, pude advertir una aureola resplandeciente… Era esa extraña mujer, la llorona de Venecia. Pero a diferencia de siempre, esta vez, yo me acercaba a ella. La góndola iba derecho a chocar con la figura espectral. Ya con un temor demencial que me recorría los huesos me puse a remar con las manos para sortear la inevitable colisión. Fueron en vano mis intentos, ya que no podía cambiar la dirección de la barca. Se me cruzó por la mente tirarme al río, pero era una idea muy desquiciada ya que no era un buen nadador y pensé que seguro me succionaría la corriente. Nunca le tuve miedo, pero si un profundo respeto; siempre me alejaba lo más que podía de su figura y nunca su aparición estorbaba mi camino, pero esa noche fue distinto.

    Su halo brillaba más que las otras noches y sus lamentos se volvieron extremadamente agudos y tenebrosos. Trémulo me quedé igual que una hoja con el viento, cada segundo que pasaba me acercaba más a su pálida imagen.
    Recuerdo bien su aspecto, llevaba puesto un vestido blanco hasta los pies, su rostro no lo veía entonces porque su costumbre era la de llevar la cabeza agachada mirando las hondas aguas, sólo podía ver su larga cabellera azabache y sedosa flotar por la brisa de la media noche, y no faltaba ese aroma a lilas que impregnaba el lugar.

    Finalmente la barca tocó sus pies, fue cuando pude ver el rostro del fantasma.
    La triste llorona levantó la cabeza y ahí fue cuando pude ver su pálida cara.

    En ese momento me di cuenta que esa mujer no tenía ojos.

    —¿Cómo? —le pregunté asombrado. —¿Usted me dice que no tiene ojos?


    —Efectivamente, estimado señor mío. Esa mujer, o fantasma, o lo que fuera; no tiene ojos. —Así, el anciano, hizo una pausa y continuó:


    —Su cara macilenta era igual a la de una mujer de aproximadamente treinta años, pero su rostro definitivamente no tenía ojos, donde debían estar, había dos huecos negros como la misma noche.


    —Mientras el anciano me narró lo sucedido se me presentó inmediatamente en la memoria un tramo de la leyenda: decían que la llorona de Venecia, no tenía ojos ya que en un momento, de tanto pesar y sufrimiento, se los quitó; para así no poder ver más el dolor que la albergaba; unos pocos minutos después de quitárselos, se suicidó ahogándose en el canal.


    El anciano me contó también que al sentir tremendo espanto por los gritos de este espectro tambaleó y cayó al canal; sus textuales palabras fueron:


    —Un grito mucho más fuerte que el anterior y aún más agudo expulsó su boca, el agudo bramido retumbó en las veredas venecianas e hizo estallar los cristales de la fachada del Palacio de Ducal, a pocos metros de ahí. Ahí fue cuando caí al canal atemorizado por la figura espectral. De ahí ya no recuerdo más. ¿No sé cómo no me ahogué?, ¿no sé qué fue lo que pasó en verdad?


    —El anciano me comentó que después de eso amaneció en el hospital regional de San Marcos. Los médicos le habían dicho que cayó al agua por el producto de su embriaguez y que los bomberos de la zona lo rescataron. Pero que a él no le importaba lo que dijeron los médicos, que él sabía que fue verdad lo que vio.


    Finalmente cuando terminó la entrevista me fui completamente convencido que tenía que ahondar aún más mi investigación, pues aquel anciano me resultó muy convincente. Pero de lo que no me había dado cuenta era que ya estaba por ser la medianoche.

    Me marché en la góndola para alojarme en el hotel que residía.

    Justo cuando pasé debajo del arco del Ponte dei Sospiri sonó las 12 campanadas del reloj de la Piazza, e inmediatamente un gemido profundo y agudo prevaleció en las aguas del canal.

    Me di vuelta para observar de dónde provenía y me encontré con una mujer de larga cabellera negra y vestido blanco parada sobre la tarima de la proa superior de la góndola en la que yo viajaba.

    De ahí, yo, al igual que él anciano, no podía recordar más nada. Como si hubiese tenido un enorme bache en la memoria.

    Lo que sí puedo recordar y trasmitirles a ustedes, estimados lectores del New York Times, es que luego, a la mañana siguiente, abrí los ojos y me di cuenta que estaba en una cama de un hospital de la región local, una enfermera con una sonrisa que inspiraba confianza, me preguntó:


    —¿Durmió bien?, ¡durmió casi dos días!
    Yo asombrado, respondí:

    —¿Dónde estoy?, ¿Qué pasó…, qué pasó con la llorona?
    La enfermera se me quedó mirando con extrañeza y me replicó:


    —Usted está en el hospital regional de San Marcos, los bomberos locales lo trasladaron hasta acá, sus pulmones estaban llenos de agua, casi se ahoga por la asfixia. ¡Tuvo un Dios aparte! —hizo una pausa e inmediatamente continuó con una pequeña mueca sardónica en su rostro— ¡Nos comentaron que casi se ahoga por navegar en su góndola con un estado extremo de ebriedad! —En ese instante pensé que lo ocurrido con la llorona podría haber sido un mal sueño, una terrible pesadilla. Recordé que en mi entrevista con el anciano tomé algunas copas de más. Y me pregunté: —¿Será qué esa noche me excedí con el ron mientras me entretuve oyendo aquella narración?— Llegué a la conclusión que fue un sueño o un efecto alucinógeno producto de una posible embriaguez.—Bueno señor —interrumpió mi meditación la enfermera—, me alegro que este mejor, su mujer y su hijo están muy ansiosos por verlo. Me voy y lo dejo con ellos… ¡Seguro que tienen mucho de qué hablar!

    La enfermera se marchó, pero con su exclamación me dejó más atónito que antes:

    —¿Mi mujer y mi hijo? Pero es que yo no soy casado, yo no tengo ni mujer, ni tampoco un hijo. ¿Qué raro? — pensé.

    —¿Y es mucho más raro que desde que desperté sentía ese profundo aroma a lilas? El mismo que sentí en la góndola, el mismo que me comentó aquel anciano.


    Se abrió la puerta de la habitación y entró una mujer, blanca y a la vez pálida como un papel, de extensa y sedosa cabella azabache, con un vestido blanco que le llegaba hasta los pies, era idéntica a la llorona de Venecia, al espectro de mi supuesta pesadilla, al de la narración de aquel anciano; pero con la única diferencia que sus ojos estaban cubiertos por unas gafas oscuras.
    Se acercó a mi cama y no emitió palabra alguna, sólo parecía como si me estaba observando.

    —¿Quién eres, qué… qué quieres? —le pregunté yo, aferrándome a las sábanas e intentando ocultar el temor.

    Ella bajó la cabeza y se quitó las gafas.


    —¡No, no puede ser! ¡Eres tú!


    Esa mujer no tenía ojos…



    PD: Este texto se encontró escrito por un periodista en la publicación del New York Times en abril de 1960. Lo raro es que el texto queda inconcluso en el punto de encontrar a esa mujer sin ojos y que esa fue la última publicación de él, nadie más supo nada al respecto.


    Fin.
     
    #1
    A homo-adictus le gusta esto.

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