La Luna

La luna, pálida como la muerte, ilumina los viles hospicios. Donde una muchedumbre de locos de atar acuchillan, a pleno pulmón, a los celadores de tez de húmedo cartón. Los alaridos se escuchan en las remotas regiones de un paisaje negruzco. Pero, volatilizado por los rayos maléficos del magnánimo astro nocturno. Entonces, una figura de medio cuarto se introduce en los hogares soñolientos. Con el fin de absorber las almas de niños con pústulas en sus frías caras. Es tal la debacle del puño divino, que un obispo que intentaba frenar tal afrenta, cae rendido ante los desérticos ojos del dios de las tinieblas. Un parpadeo luminoso, entre ascuas carbonizadas por corazones fríos como el bendito cuarzo, va muriendo al compás de la música macabra que infringe el viento polar entre el ramaje escaso de cipreses. Entonces, la diosa Diana se va escondiendo entre las nubes borrascosas. Que subieron de cerros y montañas malditas. Para dar el último pésame a una humanidad ya exangüe.