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La medalla del abuelo

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Cris Cam, 24 de Febrero de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 496

  1. Cris Cam

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    La medalla del abuelo

    El cartero llamó a la puerta. Me entregó una caja. Firmé.

    El remitente era muy extraño Storvatnet, Noruega. Abrí el paquete y leí la carta, en un castellano errático: “Esta es la medalla de tu abuelo. Su alma aún no reposa en paz” Comenzaba.

    Sabía muy poco del abuelo. Papá siempre dijo odiarlo. Lo dejó huérfano muy temprano. Se fue a la guerra de España, se enroló en las Brigadas Internacionales y nunca volvió. Lo único que teníamos era una foto en blanco y negro que nos habían enviado desde Tenesse. En ella 7 hombres posando con sus fusiles como si fueran un equipo de fútbol. 7 hombres distintos. 7 hombres y 4 continentes. Detrás la explicación de quienes eran. No sabía los nombres verdaderos, sólo el grito de guerra. Abajo, agachados, Cassidy, el cowboy, Mbota el Zulú, y Patrick el celta; parados el abuelo, Calcufura, el Pampa, Agca, el Turco, Miyosi el samurai y Erik, el vikingo. Apenas sabía datos. Anécdotas. Cinco eran compañeros universitarios en Harvard. Cassidy era hijo de un granjero, que apenas, con gran esfuerzo se estaba reponiendo de la gran depresión, no quería que su hijo sufriera la pobreza provocada por los políticos y lo mandó a estudiar economía, pero él eligió leyes, Mbota era el hijo de un príncipe zulú, no recordaba hasta donde se remontaba su estirpe guerrera, por privilegios de sangre, salió de su aldea y hablaba 6 idiomas y tenía un doctorado en matemáticas, Patrick era miembro de un ejercito clandestino que luchaba por la independencia de Irlanda del norte y tuvo que salir en exilio, estudiaba leyes, Agca no venía de Harvard, nació en Estambul, pero vivía en Alemania y sabía lo que estaba sucediendo, sabía que no habría lugar para los musulmanes en Europa, pensaba que la única forma de liberarse de la ignorancia era una Cruzada de abajo hacia arriba, guardaba en un bolsillo un mosaico de la mezquita de Granada. Miyosi también conoció el exilio, las largas guerras civiles japonesas concluyeron para él con la muerte de su padre, un Shogun que se opuso al poder de los modernos militares japoneses, fue el único de la familia que no fue decapitado porque estaba estudiando ingeniería muy lejos de Okinawa. Erik, tenía el orgullo vikingo intacto, las guerra nacionales habían dejado un largo tendal de sangre en el pasado escandinavo, pero él creía que sería la última por mucho tiempo, la que sentaría el poder de la democracia auténtica en Europa, era compañero de cuarto de Mbota, pero estudiaba historia.

    Y el abuelo, el abuelo que tenía sangre andaluza y tehuelche, tenía el mismo problema de explicar que no era gallego ni era pampa, pero salió del puerto con amenaza de regreso a su joven esposa encinta y una lanza de Peñaloza bordada en el poncho. 7 hombres de los cuales tres no regresaron, no volvieron a ver el cielo de sus patrias.

    La carta era de Erik, que en realidad firmaba como Einar Sverdrup, venía con otras historias que yo no conocía, un pasaje de ida y vuelta a España, un giro en dólares y una fecha precisa, 16 de julio. Era evidente que Erik estaba decidido. Papá había muerto sin perdonarlo, ¿qué haría yo con un abuelo al que no conocí?. Al día siguiente fuí a actualizar el pasaporte.

    No era la primera vez que viajaba a España, pero todas tuvieron que ver con cuestiones de trabajo, un contrasentido para un empresario turístico. Conocí las playas de Ibiza, Palma de Mallorca, Tenerife; siempre desde las ventanas del hotel que pagaba el congreso. Quizá fuera hora de dejarme de pensar tanto en el futuro y ocuparme un poco del pasado.

    El viaje me pareció corto. Yo estaba pensando, tratando de situarme sobre que motivo habría llevado al abuelo desde los mansos amaneceres de General Pico a las sucias trincheras de una guerra fraticida. Bajé en Barajas. Me subí a un taxi que me llevó pronto a un humilde hotel, sin todas las estrellas que adornaban Madrid, desde todas sus puertas. Cuando pedí el libro de registros y presenté la tarjeta azul, el conserje me señala dos personas que aguardaban pacientes en el hall.

    Me acerco a ellas mostrando la tarjeta azul casi como contraseña, un anciano casi ciego se hundía en el sillón, una mujer mayor oficiaba de dama de compañía. De pronto me señala con unos ojos caídos del cielo. Pero a diferencia de la carta hablaba un fluido y neutro castellano:

    ¿Eres tú el nieto del Pampa?

    Sí, el señor es...

    El señor es Erik, el Vikingo... mi padre...

    Yo no sabía como continuar la charla. No sabía como había llegado. Ni a que había venido. Por lo tanto hice una pregunta tonta.

    ¿Esperamos a alguien más?

    Sí. Erik es el único sobreviviente. Por lo tanto es la última esperanza de que tres hombres que han tenido muertes indignas puedan levantar el vuelo que merecen. Esperamos al cónsul de KwaZulu, nieto de Mbota y al hijo de Patrick.

    ¿Y del resto?

    Del resto no hace falta. Contestó casi sin fuerzas el anciano. Todos hemos podido regresar a nuestras patrias y ser enterados en eias, como pronto me sucederá. Es mejor que nos apuremos antes que la noche nos apague.

    Efectivamente por la tarde llegaron desde su consulado Mbota III y Patrick II, como prefirieron llamarse por esos días, olvidé mi nombre y fuí Pampa III. Esa noche supe que había pasado la última noche de los hombres. Un regimiento de 100 hombres comandado por los franceses, estaban destacados para la defensa de Madrid, pero para no agotarse hacían turnos y volvían a sus guaridas de Guadarrama. Fue allí donde la aviación italiana del Duce atacó por sorpresa, la mayoría de los 25 hombres amparados en las noches y el secreto de sus barracas no lo esperaban y murieron desnudos y desarmados. El retén del pelotón Arco Iris de tres hombres recibió la metralla cuando salieron al bosque. Dicen algunos que aún con vida se arrastraron y se tomaron de las manos antes de morir. El resto del grupo llegó por la madrugada y dado que la guarida había sido descubierta sólo tuvo el tiempo necesario para enterrarlos, juntos, tomados de la mano. El capellán republicano que también moriría una semana más tarde rezó por ellos.

    La guerra se complicó, las Brigadas Internacionales se retiraron de España. Y sucedió la época absurda. Luego de la muerte de Franco, Erik quiso juntar al grupo para volver. Miyosi y Agca, ya habían muerto, uno en paz en su criadero de perlas, el otro durante la guerra del Líbano. Quedaba Cassidy que se recluyó en la granja que le dejó el padre, durante los años cincuenta le quitaron su título de abogado, por haber luchado en el bando equivocado. Murió de pena cuando recibió la medalla de su hijo menor Charles Federico desde Vietnam. Mbota y Patrick habían dejado sus estirpes zulú y celta, su lucha por su patria y la libertad de todas las patrias. Así que sólo quedaba un vikingo.

    La velada fue larga y las preguntas se multiplicaron. Al día siguiente habría mucho descanso. El auto rentado vendría a buscarlos a las 20hs, rumbo a Guadarrama. El verano castellano es duro y seco, pero el cielo siempre diáfano. Las estrellas acompañaban el fresco crepúsculo, no estaba la Cruz del Sur, así que saludé a la Osa Menor.

    Llegamos al pie de los Siete Picos. La meseta, antiguamente árida, estaba plagada de viñedos, pero a Erik a esa hora no le importaba el vino. El sol treparía las sierras a las 5:47 y quería esperarlo. Llevaba con él dos valijas misteriosas y un permiso, sellado por el ayuntamiento, en el bolsillo interior de su saco. Cuando llegamos alguien ya nos esperaba, no hacía falta que dijera nada para darnos cuenta que era del lugar, pero era como si conociese a Erik desde siempre. Era un hombre maduro, pero no tanto como el Vikingo que ya rondaba los ochenta y pico. Pronto me enteré que en aquel entonces era un niño de apenas 7 años salvado del fusilamiento por el pelotón Arco Ires, del que no pudo escapar su madre. Erik en aquel tiempo era el más joven del grupo, pero fraguó su identidad porque la Brigadas no querían menores de 22 años.

    Había en la meseta un arroyo del rió que caía de la sierra y en un pequeño y angosto valle entre las cañadas, una alameda. Era obvio que tampoco los álamos de aquel entonces estarían en pie y nos recibiría su descendencia. Sin embargo había dos troncos vencidos, conservados quizá por la sequedad del clima, usados como referencia al final de las hileras. Allí tres enormes piedras, depositadas. Según a leyenda de algunos, la había transportado un Califa de Granada, hacía ya 1000 años, fueron las tres primeras piedras de un castillo que nunca se construyó. Según otros, se trataba en realidad de un monumento paleolítico.

    Erik entonces abrió la primer valija y sacó sendos coloridos paracaídas y cubrió las piedras. Fueron los últimos que descendieron con alimentos para los sitiados. Luego nos dio la orden de que juntáramos leña del lugar para la hoguera que nos acompañaría esa noche. Mientras encendía el fuego a la usanza vikinga me preguntó si sabía montar. Le dije que por sí supuesto. Lo mismo le preguntó al zulú y al irlandés.

    Algo había que yo no sabía, quizá porque papá quiso romper la historia. Mbota III depositó junto al fuego su escudo y su lanza, Patrick II su arco y su aljaba. Le mostré mis manos vacías. Pero, me miró con sus ojos viejos, gastados y transparentes y me dijo que me daría el arma que mi abuelo llevaba siempre en la cintura. Abrió la segunda valija y me entregó las boleadoras del abuelo. Me sonreí algo ingenuamente. Me preguntaba que ñandú andaría por allí; pero Erik, que adivinó mi gesto, me contó como los caballos fascistas caían de patas enredadas.

    Volvió a su valija y sacó 100 velas de variados colores, todas llevaban una tarjeta con un nombre. Cada una representaba a cada hombre del batallón. El pelotón Arco Iris era el único que no tenía ningún francés y el único japonés de todo el regimiento.

    Se acercaba la medianoche. Paco nos trajo los caballos. Montamos aunque yo no sabía hacia donde teníamos que marchar ni porque los animales tenían los ojos vendados. Nos condujimos hasta el fin de la alameda, bajo las indicaciones de Paco, que iba develándome a cuenta gotas lo que debía hacer. Me llevaban una clara ventaja. Cada uno de mis compañeros sabía, recibida de sus ancestros, el valor de vida y muerte de las antorchas, podían iluminar la noche de la fiesta o podían incendiar la aldea enemiga. Con una destreza peculiar cada uno armó y encendió la suya para encender apenas al paso los blancos pabilos, que Erik plantó al pié de cada árbol.

    Entonces volvieron, clavaron en cruz sus antorchas y cargaron sus armas. A diferencia mía sabían conducir sus caballos sin la necesidad de las riendas. Mbota galopó el sendero, se enfrentó a la hoguera, lanzó un grito de león y arrojó su lanza al medio del fuego, mientras lo saltaba con su caballo. El fuego se avivó. Yo estaba lejos. Pude ver o imaginarme como el humo subía hacia el cielo en forma de dos nubes negras en forma de alas, mientras el eco de la sierra devolvía el león de Mbota como un grito de águila. Lo mismo hizo Patrick mientras arrojaba su flecha irlandesa. Otra vez el fuego y el humo dieron el espectro de un águila que con nuevo grito fue a juntarse con la primera.

    No podía defraudar a mi sangre. Le quité el freno a mi caballo y lo arrojé al costado del sendero. Tomé con mi puño izquierdo las crines canela de mi alazán, y le pegué un taconeo sin espuela, mientras revoleaba torpemente las boleadoras del abuelo, las arrojé lanzando un zapucai guaraní, ya que ignoraba como era, ni como se llamaba el grito tehuelche. El caballo ciego saltó junto con mi espolón, el fuego se avivó, el tercer águila salió al encuentro de sus compañeras.

    La hija de Erik lo ayudó a sentarse en los bancos de los troncos largamente mohosos de los álamos. Era allí donde en las noches se juntaban los hombres a mezclar sus estirpes en la única que existe e insiste en exterminarse.

    Ahora sí, abrió dos botellas de licor, le entregó un whisky a Patrick, una chicha a mí y no le dio nada Mbota porque los zulúes no beben durante la guerra.

    Medianoche, la luna de levante amanecía detrás de la sierra. Erik nos mostró como se cenaba en aquellas circunstancias. Abrió una lata. Sacó tres trozos de carne disecada, los mojo con paciencia en una fuente, los atravesó con un hierro y los puso a la llama. Volcó un poco de vino de Extremadura sobre todo el perímetro de la hoguera que ya comenzaba a languidecer. Calentó un oscuro guiso de lentejas que también trajo, volcó con su cuchara de madera sobre los platos de metal la mínima ración que nos correspondía. Pensé que esa comida era insuficiente para hombres en batalla. Erik asintió. Paco, me miró. Me recordó que dada que la ración que recibía las líneas de defensa era tan pobre, él era el encargado de cazar. Traté de recordar que animales crecían en la seca meseta. Pero Paco, me hizo señas de que no soñara, en aquel entonces no cazaba, ni criaba como ahora, ni halcones, ni jabalís. Entonces nos trajo un manojo con una docena de ratas, con un bidón de agua del arroyo, fresca agua de montaña.

    Erik mismo con las muletas bajo las axilas barrió un espacio con su escoba de ramas, ubicó tres troncos, desnudó las piedras y nos cubrió para que durmiéramos. Nos señaló el lugar preciso donde cada uno lo debía hacer. “Aquí lo hacía tu abuelo”; me dijo. Mbota, alto como su abuelo, se tuvo que arrodillar para que Erik como un padre le besara su rala cabeza. Comencé a contar estrellas a medida que la fogata se consumía y las águilas se resistían a desdibujarse. Erik, fue le primero en dormirse.

    A las 5:47, tal como estaba estipulado. Patrick se levantó y comenzó a plegar su paracaídas. Lo siguió Mbota que me tuvo que instruir de como hacerlo. Fuimos al despertar a Erik. Su hija nos mira con lágrimas en los ojos. Y nos pide que levantemos los ojos al sol.

    Me pareció ver una nave vikinga y tres águilas que se alejaban.
     
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