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La Princesa que defecaba hacia arriba.

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Monje Mont, 11 de Enero de 2021. Respuestas: 1 | Visitas: 363

  1. Monje Mont

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    LA PRINCESA QUE DEFECABA HACIA ARRIBA.

    Érase una vez en un reino lejano, una Periferia atiborrada de pobres y un Centro a la medida del rico. Los ricos del Centro aspiraban a que de todos sus sueños la realidad germinara y creciera, como una hermosa rosa poética de escasas espinas, y generalmente así sucedía. Una donación, una untada, una mala jugada a algún pobre, sin duda, aceleraría el proceso. Y como bien, había divulgado en la red algún hacker, la magia del pensamiento positivo era el secreto.

    Los pobres también soñaban continuamente, pero las órbitas del sueño y las de la realidad rara vez coincidían. Fácil es suponer, que todo se reducía a asuntos geográficos, y a la incidencia del gamma a ciertas horas del día, que repercutía positivamente en el centro y radiactivamente en el resto, generando las involuciones extrañas que lógica y científicamente explicaban las divisiones de clase.

    También, entre pobres y ricos, había un limbo de extrema pobreza, por más radiactiva. Una especie de “Foso” –así lo llamaban– poblado de caimanes y de todos sus primos, donde soñar se consideraba un desquicio del orden natural de las cosas. Aquí nacer o morir significaba lo mismo, lo terrible era el transcurso entre ambos. El amor, por su parte, constituía –así demostrado– una imposibilidad absoluta para las capacidades, de más limitadas, de todos los arraigados al “Foso”.

    Lui, aunque aún no abordaba los treinta, parecía un árbol viejo al que se le habían caído lentamente las hojas. Conservaba, sin embargo, el color de un tronco por su sempiterno traje marrón, decolorado en múltiples partes. Desde inmemoriales tiempos, la resignación propia de una piedra en un río, había infectado a esta especie, poco menos que humana. Científicamente se explicaba el fenómeno, como una involución que había afectado a gran porcentaje del Sapiens, al no lograr adaptarse a la bifurcación del camino entre pobres y ricos. Selección natural lo llamaron sabiamente los sabios, y colocaron en la cima al Homo Mammón (Mammón: antiguo señor del dinero) y por debajo, al Homo Servil, especie limítrofe entre el hombre-hombre y la especie innombrable del “Foso”.

    Cuando los transeúntes miraban a Lui de reojo, para evitar sus solicitudes de ayuda, miraban el otoño maduro, tan maduro que en su próximo paso presentían el invierno, aunque en realidad el almanaque sufriera la fiebre de junio o de julio. Un viento decembrino también lo seguía como una terrible heredad. Como siguen, a los que han hecho daño a la Historia, sus pequeñas historias. Pero él era un hombre (no estrictamente) inofensivo, incapaz de algún mal, uno que amaba sin ser correspondido y que por toda venganza se aferraba a las muletas de un amor imposible, con todas sus fuerzas. Aunque como ya se ha explicado, lo suyo no podía ser amor, sino cualquier otra cosa (El raciocinio no podía dar para tanto en lo que atañe a su especie). Sin embargo, reverdecían sus ojos –a pesar de los nimbos que el horizonte gritaba– cuando miraba a Julieth.

    Julieth, era una especie de síncopa de la altivez de los ricos, y a falta de letras, caminaba erguida con la peculiaridad de su andar, pero con el peor rostro que encarna o vomita la miseria ante las miradas sensibles, y que además, delata la involución de que hablaba. Se rumoraba en los guetos, que había sido una de “aquellos” caída en desgracia, pero esta era una aseveración muy poco científica. Bajo sus andrajos, estaban las letras que a Julieth le faltaban: un cuerpo con buena memoria, del que la silicona podía jactarse si a bien lo tenía. Un cuerpo que perpetuaba el lugar exacto de todas sus partes y de los ángulos de la necesidad animal de los ricos –resabios quizás de estadios antiguos–. Sin embargo, era coronada por una cabeza llena del humo que exhalan los reyes, cuando blasfeman por la insubordinación de los dioses.

    Los del “Foso” la llamaban “Princesa”, y a ella, esto le sonaba a la forma de rendir pleitesía, a quien merecía el mundo a sus pies. En esa cabeza destacaba su pelo, que como un nido de pájaros, lucía un pajizo y complejo trenzado afectado por extensas sequías. Los pájaros del nido le cantaban 24/7 las altas frecuencias de “La Cenicienta y el Príncipe azul” y de “La impar zapatilla y su recibo de compra”. La nueva Cenicienta de “debajo del Puente” hurgaba en los basureros del Centro, tras el par que quizás la salvara, cuando las campanas notificaran nuevamente las doce. Las otras mujeres, mano a mano con los hombres, sacaban el día, y después cruzaban miradas de brillos impropios: igualdad –se decían– solidaridad, necesaria, trabajo, indispensable y el amor que amalgama el conjunto. Julieth, de lejos, las tildaba de apóstatas…, y de estúpidas, que para ella venía siendo lo mismo.

    Lui seguía a Julieth cada día, hasta el fin del mundo y de regreso también. Este mundo era, lo que ella a voluntad decretaba. Fuera de su visión nada, ni nadie, existía. Decir que Lui era su sombra, sería quitarle méritos a quien méritos de sobra tenía, porque él la auxiliaba en sus búsquedas, le cedía el mejor alimento que la providencia divina en la mesa ponía; le platicaba lo que ella esperaba, le leía y hasta le cantaba los mejores boleros con una guitarra que conservaba tres cuerdas. También cocinaba para ella, que para él, las sobras bastaban. Cuidaba su Poodle, que en realidad compendiaba cien razas, y de lavandera acudía cuando ella chasqueaba sus dedos. Y qué decir, hasta de luna llena servía cuando el gris se empecinaba con sus malos presagios. Una hoguera, un paño de lágrimas, un amigo sincero, el hielo en la copa, o un amante al que sólo se mira con los ojos cerrados. Y allí estaba Lui, sin salvedades, y con la incondicionalidad de los padres que se hacen a un lado a sí mismos. Abnegados, los suelen llamar, para hacer la distinción con los que nunca se hacen a un lado a sí mismos.

    Un día Lui murió como mueren de amor los que no logran superar las tristezas. A veces por falta de dinero, a veces por la ausencia de un sentimiento recíproco. Murió, y por él no se derramó lágrima alguna entre los caimanes del “Foso”, ni siquiera los cocodrilos quisieron hacer la faena, y ni que decir de Julieth: impávida sería un piropo. Las lágrimas, desde ojos ajenos, pretenden paliar los terribles dolores de una soledad infecciosa después del desceso. Pero ni con eso contó el pobre Lui. Había sido solamente el sirviente, de la que imaginaba un castillo debajo del puente.

    Pocas semanas después, entre latas y escombros, un niño flaco a orillas del río, encontró en blanco y negro como en las viejas películas, el cuerpo de la que llamaba “Princesa”. A falta de color la describió como una mujer llamada Julieth, propensa al orgullo y a despreciar a su prójimo.

    Los que mejor se habían enterado, aseguraban, que había tenido una muerte por inanición, del grado: terrible. La incapacidad de servirse diezmó todas sus fuerzas y desató los indecibles dolores de los sueños frustrados, impropios de esta especie, de la cual Julieth renegaba. Por otra parte, unos pocos, por mera oposición a las verdades científicas, decidieron leer en el hecho un cuento romántico: la muerte de Lui parecía el único pretexto para que “la Princesa” dejara, como a una tripulación que no es necesaria, sus delirios en Tierra.

    Cuando Julieth llegó al túnel, confirmó lo que siempre había creído: que ella y solamente ella, en el “Foso”, seguía siendo humana, pues el túnel era cosa de ricos. Habiendo superado la pequeña pero profunda abstracción, vislumbró a la distancia una figura iridiscente y muy bella. La impresionante figura se acercaba, sola, sin un séquito digno, pero ella temblaba presa del síndrome de Stendhal. Seducida, balbuceó algunos nombres: Henry…, Florian…,Felipe…, pero no hubo respuesta. A pocos metros, notó que era un joven gallardo con una sonrisa radiante y que en sus ojos destellaba un “te amo”. “El mejor y más bello de todos los príncipes”, se dijo a sí misma y sus lágrimas cayeron al suelo. Del azul-celeste que acariciaba sus pies, brotaron rosales floridos, mientras la separación se reducía a la insignificancia de un paso.

    A punto del beso, “Princesa” notó un parecido impreciso, pero luego una voz confirmó su sospecha: “siempre te he amado” resonó en los cristales, como notas que se obtienen de un juego de copas. Julieth saltó hacia atrás y presa del pánico calló en el vacío. Y en vertiginoso descenso, se dijo: “Ni en el cielo se conceden los sueños”. Y renunció al reino celeste, donde un tal Lui llegó, sin más, a ser príncipe.

    “Pobre princesa, siempre defecando hacia arriba”, dijo Lui con todo el dolor del que es capaz un ángel divino.
     
    #1
    Última modificación: 11 de Enero de 2021
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  2. Ligia Calderón Romero

    Ligia Calderón Romero Moderadora foro: Una imagen, un poema Miembro del Equipo Moderadores

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    Triste muy triste esta disparidad que el hombre ha fabricado desde todos los tiempos...
    qué manera tan elegante de narrar la historia de este mundillo que nos agobia con tanto abismo entre los unos y los otros, triste y a la vez amena lectura nos regalas, Monje, a la luz de tu pluma privilegiada. Yo encantada siempre de leerte, un fuerte abrazo, mi amigo poeta, con todo respeto,

    ligiA
     
    #2

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