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La Silva Infinita (Historias que vuelan). -Acabada-.

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Samuel17993, 7 de Julio de 2014. Respuestas: 6 | Visitas: 1358

  1. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Aquel lugar perdido de Burgos, pegado a Palencia, tanto que daba igual de dónde fuera, si de Palencia o de Burgos, se ubicaba en una gran llanura, plegada con pequeñas ondulaciones como olas de mar, o como si fueran escamas de un dragón, desde donde se podían ver las partes bajas del valle que conformaban el pueblo; aquel valle tenía una muralla, de grandes roquedas, huesos de piedra, ciclópeas, que se alineaban para, al llegar el final del día, provocar un fenómeno solar que inundaba el lugar de un áurea anaranjada que quemaba todo. En invierno, aquellas torres eran blancas, puras, soplaban frío; y con sus vientos del norte ahuecaban todo, encerrándolo de toda vida. En verano, en cambio, lo amodorraban.

    Una carretera nacional pasaba por allí; pero pasaba por pasar; ese sitio sólo lo habitaban, en los largos veranos, “cuatro aventureros” veraneantes, que pensaban en la ínsula de tal pueblo como el refugio de sus personas, héroes de la city, lugar inhumano y lleno de las pesadeces del mundo moderno; allí ellos eran el centro, el culmen de la nueva civilización y de lo mejor de lo mejor, aunque ya llegasen al pueblo la civilización y sus productos: electricidad, el agua, la televisión y hasta los discursos del de “El Bigote”, el futuro presidente omnipotente y salvador de su España, la suya…

    En esos veranos en que llegaban aquellas magnas figuras, algunos antiguos villanos de allí (porque, hay que decirlo, aquel pueblo era digna villa, nombrada como tal por el ilustre Sancho IV, que queriendo imitar a su papaíto que era… tan sabio, concedió tal ilustricidad), junto a los anticuados y atrogloditados del pueblo (como si los aventureros hubieran perdidos sus fachas peludas con ir a la capital del “Reino” o de la Comunidad o incluso de la Provincia, polígono de la de la Comunidad), discutían en los bares abiertos de par en par, llenos de sofocos y a voces, en gran parte por éste de los bigotes o por el Eterno Presidente. Aun así, se confundían los gritos políticos con los de una ilusión veraniega, propia del lugar, que daba un toque de relato de Gabriel García Márquez, autor que, por muy famoso que fuera, no conocían en tal lar, ni siquiera los ciudadanos de la capital.

    Aquel verano estaba siendo de los más calientes en el pueblo, que si solían ser, como en todo verano en Castilla, infernales, aun así, tan cerca de la montaña, se podía respirar gracias al norte del cantábrico…

    En mitad de una era, que se elevaba en una de esas olas de aquel mar marrón o verde, entre el sofocón del verano, se volvían locos jugando cinco chigüitos; habían elevado un castillo de arena negra, donde se refugiaban unos u otros; se creían señores o trasgos de cuentos infantiles, que no suelen contar, por lo menos ya, por las insularidades montañosas de la ancha Castilla, tan ancha como ahora empequeñecida.

    De entre todos, destacaba el soñador de Cristóbal Alonso. Aquél era feliz, reunido con sus cinco amigos: aquel número, sólo aquél, era perfecto; era un número de cábala o algo así, por cómo lo interpretaba; aquel número que no era ni alto ni pequeño, no era ni bueno ni malo, era plena medianía… Aquel número se rodeaba del áurea, como la de aquel verano…, aquella áurea…, un áurea perfecta.

    Construían castillos de arena, como aquel que habían construido por idea de Cristóbal, siempre mirando más allá. Desde la elevadísima posición con que se ponía en el castillo, reclinado como si estuviera atrapado en una caja de cartón, como las que estaban tiradas por toda la era, se sentía algo, ese algo que hacía latir su corazón a mil; era esa sensación la misma que sentía al leer a los aventureros de La Isla del Tesoro, o los libros de fantasía que leía con precocidad, aun con cierto desprecio de los clásicos, que parecían más aburridos, más tostones.

    Allí estaba él con Pablo y Julio, defendiendo, defendiéndose de las locas niñas de Carol y Bea, que antes amigas, ahora parecían trolls. Aquellas amigas siempre tenían ambas facetas: una dulce, de niñitas dulces; otra, oscura, ora por su cuerpo que se veía en transformación, que se vislumbraba en su pecho o en otras fisionomías de sus antes parecidos cuerpos, ora porque tenían “malas artes”. A veces, esas malas artes eran una chispa que los chicos tenían en su bestialidad casi idiota; las otras, porque se comportaban diferentes a ellos, con argucias y guisas propias ya de féminas adultas. Para esos guajes, que se atropellaban por las calles del pueblo, que parecía infinito con cada recoveco lleno de calles hacia vete a saber dónde, fuera en las de la parte baja del pueblo, “en las Rías”, o por las baja de “la Mota”, el futuro estaba en lo que soñaban; todo se lo podían imaginar, y de ello, colegían que seguirían unas vidas parecidas, en esencia semejante a ésta, a las de ese momento.

    En realidad, era un poco de lo mismo, un tanto de lo mismo que el verano anterior… Pero diferente. Los veranos eran un oasis de eterno retorno, de aventuras y rutinas diferentes a los aburridos inviernos.

    Pero aquella ínsula dentro de la ínsula del pueblo se rompía cuando llegaba el seis en discordia, a veces llamado el Demonio, otras llamada Daniela. Entonces las chicas se ponían a su alrededor, porque la nena tenía las dotes de la inteligencia que da el viajar y las verdaderas “malas artes” de las niñas no tan niñas...

    Era una niña consentida, que tenía todo, a base de lloriqueos poco estruendosos y muy calculados, o con sus triquiñuelas; una niña que ya había ido a medio mundo, sobre todo por la city de Londres o “Niu York”. Sus palabras eran moda, salvo para Cristóbal, que la tenía asco. Mientras le daban ganas de escupirla, le estomagaban sus historias sobre no sé qué, no sé cuál que se hace fuera… ¡El pueblo era un paraíso!, ¿para qué hablar de infiernos de fuera?

    Una de las veces los chicos, Pablo y Julio, hasta en bromas se la habían peleado en una especie de liza en aquel arenal de la era, a la vista de Cristóbal, que le parecía una soberana locura: ¡a él, que disfrutaba de los juegos de guerra, todos fingidos…! Ese juego, aquellos juegos violentos propios de los críos del pueblo, le parecían de una crueldad que él no conseguía entrever un porqué. No lo entendía, simplemente. Nunca se había “matado” por algo, ni siquiera por una chica. Y si alguna vez había hecho el tonto por Beatriz, era porque ella se dejaba al mismo juego; se gustaban de hacer el tonto; les entretenía picarse, ir juntos a todos lados y estar unidos de esa manera amigos-enemigos, que no comprendían bien el motivo pero les atraía, pues disfrutaban hedonísticamente…

    Un juego, que es lo que parecía la vida; un disfrute, que era la pelea fingida. O eso creían todos ellos, que era fingido.

    El problema fue cuando Daniela empezó a usar a Bea para que se pelearan, y entonces no volvieron a ser lo mismo: ni ella ni los demás.

    Beatriz era la chica más alta, poseedora de un largo y bello pelo moreno y de maneras muy sinceras, pero las cuales eran o querían ser inofensivas. Un encanto de niña, vamos. Cristóbal también era el más alto de los chicos como ella de las chicas; tenía un pelo castaño que brillaba con el sol y unos ojos aguiluchos aunque tristes, que llamaban la atención de todos desde muy crío. Sus apariencia, entre tipo del norte y el fragilucho de la ciudad del sur, enternecía a cualquiera, incluido Bea que era su amiga de la infancia, igual que lo habían sido sus madres y el padre de Cristóbal, o su abuelo y su abuela… Bea, como suele pasar en los pueblos, era una prima lejana, que tenía confianza en cualquiera de la familia de Cristóbal y que la tenía el propio soñador en la suya. Por eso, cuando ella empezó a insultarlo, medio en broma, medio en serio por las artimañas de Daniela, se distanciaron, se odiaron.

    Un día, en mitad de la era, solos, él llorando, la recriminó todo y la escupió y la insultó, de una manera torpe por otro lado, y casi se llegaron a las manos, porque ella respondía un tanto sorprendida, un tanto que no se lo creía; Bea sabía que había hecho algo mal; lo que no comprendía era su respuesta: ella no creía haber hecho algo tan malo. Él era el estúpido. Como suele pasar en los niños, que suelen ser cabezotas y hasta orgullosos, no se pudieron perdonar.

    Luego, fueron los demás los que se fueron; a la vez que se acababa el verano, Pablo y Julio crecían y se sentían con ganas de meterse con todos y sentirse mejor así. El primero en desaparecer del grupo fue Cristóbal, después Carol, que dejó el grupo porque además de no ser lo mismo, se arrimó a los “mayores”, grupo de prestigio para todo, al que se unió después la repipi de Daniela aunque ella “iba por libre”, tan libre para todo… Pablo y Julio se juntaban de vez en cuando; Bea, en cuanto se fueron Carol y Cristóbal, se quedó sola y sintió una enorme tristeza y un terrible terror a la soledad que nunca superó.

    A veces Cristóbal y Bea se veían. Ella muchas veces hacía como que no lo veía; él hacía igual, con orgullo: siempre, en realidad, fue un orgulloso, lo que no quitaba para que su orgullo fuera como aquel castillo, un orgullo de arena, que se construía rápido para protegerse, como se caía con la misma celeridad. Alguna vez cedía y se acercaba a ella pero retrocedía en seguida, porque casi ni le recordaba ella a quien fue. Su cuerpo era un poco más ancho y sus piernas un tanto más rollizas; sus pechos empezaban a ser la apuesta de más de un pervertido de quince, dieciséis años, que cree que el sexo y el amor son como las cartas del póquer que juegan ellos, tan locamente que en realidad se demuestra que no saben jugar…

    En tanto, en la casa de al lado del piso en que vivía Cristóbal, en el lado oeste del pueblo, lleno de viejos pisos del año de la pera, vino una chica de ciudad que se llamaba Sandra, una solitaria que, aun así, quería pasar gran parte del tiempo con él, ya que no conocía ni quería conocer a nadie más. Se caían bien y compartían algún tiempos juntos. La mayoría lo pasaban aburridos o jugando con lo que fuera en la calle. Bea cuando la vio por primera le cayó como una patada en el estómago. Ella se le acercó un día, se presentó y no se sabe cómo casi instintivamente se cayeron mal. Cosas de la vida. Caracteres incompatibles o algo así. Como la química y dos productos contrarios.

    Una como otra iban a jugar al Baloncesto y tenían los piques propios de las niñas o los niños; pero aquello siempre acababa como el rosario de la aurora, y no parecía ya “de niñas”.

    De la misma manera, ya en el instituto Pablo y Julio se posicionaban como los señoritos de la clase, la lideraban e incluso marginaban a Cristóbal, que no tenía papel ni posición, pues seguía como el niño que sigue creyendo que podrá ser lo que él quisiera… Daniela insultaba constantemente a Cristóbal y todos se reían; los cuatro tontos matones, repetidores, como Emilio, que se sentía un hombretón a sus catorce años, le hacían la vida imposible. Sandra por ello pretendía que se hiciera fuerte metiéndose con él, queriendo que dejara de ser tan niño; en esa insidia generalizada, Cristóbal se quedaba en los recreos en la biblioteca, leyendo, a veces sin realmente leer. Por lo menos en aquel lugar tenía paz, la cual le recordaba a sus viejos veranos. Ahora, todo eso estaba perdido, sólo quedaba en el recuerdo, un idílico recuerdo…

    En esos mismos tiempos, todos los chavales empezaron a ennoviarse, como si a esa edad ya conocieran las artes del amor y del sexo. Bea se juntó al bruto de Carlos, que era dos años mayor y que aun así era amigo de Cristóbal. Carlos no hacía la O con un canuto, pero tenía un qué que la gustaba a la otra, y que a Cristóbal le parecía pura estupidez. Carlos solía darle concejos; le decía que le pegase a tal, o a cual, muchas veces porque Bea intercedía (creyendo que así le ayudaba) en la sombra. Carlos se reía de la infantilidad de éste.

    Gracias a esos concejos, Cristóbal se encerró más en él; un día le pegó una tunda a Julio, el que si lo vacilaba no era porque en realidad fuera un enemigo realmente sino porque era un vacilón estúpido que no tenía cerebro. Le expulsaron unos días de clase, llamaron a su madre que contestó que más le debía haber dado, ésta se peleó con la madre del otro, antigua amiga también de ella, y todo se complicó. Llegaba a casa agotado, pero era otro tipo agotamiento; a su lado, con esa sonrisa cínica, lo acompañaba siempre Sandra. Ella era de las ideas de Carlos: había hecho bien. Claro, que la tunda que Pablo y Julio y otros valientes le dieron, y que nadie supo, ésa, de ésa seguro que no estaría tan orgulloso. Desde entonces, Cristóbal hizo su propia vida.

    Se encerró más en la biblioteca, cogía libros de literatura, historia o de Ciencia. Quería ser biólogo; le encantaba la naturaleza desde que tuvo un hormiguero, un experimento en el que creía ver a la sociedad. Aquella observación le gustaba como le desagradaba. Veía ahí toda la esencia del pueblo, de España y de la misma humanidad; y esa observación y todo lo demás, le hacía, paso a paso, un misántropo infantil que convirtió su odio en desprecio por todo. La vida le asqueaba. En todo su conjunto.

    Una noche, cuando Sandra, bien vestida para salir, le dijo que fueran juntos a uno de los únicos garitos del pueblo, donde se emborrachaba medio pueblo, él simplemente la contestó que no; y ella se sintió como nunca despreciada, en el único día en que sus padres la dejarían hacer lo que el resto hacía sin problemas y con una felicidad y “misticismo” que quería para ella, se encerró en casa y desde entonces empezó insultar y a reírse por la espalda de Cristóbal. A él le importaba poco, porque igual que intentaba reírse de él o menospreciarlo se lo pasaban bien juntos. Se hacía el tonto. Siempre estaba en su nube.

    Cristóbal se sentía solo, asqueado de todo; lo único que quería era coger un libro o ponerse al ordenador. Pronto, el ordenador y algún juego acapararon los tiempos libres; así, igual que tenía la capacidad de atrapar un grandísimo número de datos, en los exámenes aprobaba por los pelos; le importaban poco todas esas cosas, prefería hacerse notar poco y que los profesores no pensaran, en su poca importancia por los niños y más en resultados, más en expedientes y menos en sentimientos, que si le pasaba al chico algo a sus trece años recién cumplidos. Ellos también tenían su ínsula y sus nubes, en aquel pueblo aislado.

    Al año siguiente, las cosas no mejoraron, con más listos repetidores y más niñas con ansias por comerse la vida y, con licencia y poco coco, alguna otra cosa, que a ellas luego las asquearía como cuando eran niñitas de papá y mamá. Él, de nuevo, siguió solo; ni chica, ni salir por la noche, y si eso, la única sociabilidad, cuando hacía Atletismo en un pueblo de Palencia, de la asociación de Marta Domínguez (Ferrari de las carreras y según algunos de las pastillas milagrosas). Allí, igualmente se solía pelear con algunos de los críos al principio por lo menos; pero como aquel sitio no molaba a las mentes privilegiadas con las que se peleaba, al final quedaron los que serían sus amigos de aquel tiempo: Rodrigo y Javi, que eran tan raritos como él. Solían verse en las competiciones de los sábados, o jugando al Guild Wars por internet, donde la posibilidad del sueño infantil era posible; allí, además, eran tratados como adultos y hablaban con otros chavales, de dieciséis o incluso universitarios que los trababan como tal. Aquel mundo de la nube era bueno, el mejor apropiado para ellos, cuando aún la gente no entraba en él como lo hace hoy por lo menos en los pueblos (donde nos llega antes todo o casi todo, como en general en España).

    Su mundo particular.

    A aquel mundo se paseaba alguna vez Sandra, que iba a su casa y se reía de las cosas que hacía en él; detrás, se quedaba mirándole, y se descojonaba, y Cristóbal pensaba que es que el juego era gracioso o los que estaban en él. Sandra le divertía lo atontado que era. Al poco, como el baloncesto dejó de ser interesante tanto a padres como a los adolescentes del pueblo, Sandra se pasó a Palencia con Cristóbal a hacer lo de Marta Domínguez.

    En un pabellón de un pueblo de la misma región, pero en Palencia, que andaba como medio hecho mierda por dentro, al que a veces hacían fiesta en él y se podían encontrar botellas de JB o Vodka, entrenaban todos. Se lo pasaban bien, aunque a la niña de Sandra la aburría; aquello se le asemejaba a “juegos de niños”. Lo mismo que le pasaba al pensar en Cristóbal: era lo que le provocaba esa frialdad y ese cuasi o seudo asco que sentía por él. Por dentro, estaba frustrada.

    Cristóbal, en tercero, no se sintió ni mal ni bien con sus compañeros; la mayoría, de otros pueblos pequeños, otros que se sentían élite como Pablo o Julio, o lerdos como Carlos, que ahora estaba con ellos, todos le parecían seres de paja. Bea se estaba poniendo muy guapa, dejaba de crecer a lo alto para crecer a lo ancho pero de manera muy bien organizada; todos querían estar con ella; Carlos se asemejaba al cancerbero, arremetiendo con cualquiera que se acercara salvo por Cristóbal, que sabía que era amigo y no podía hacer nada. Éste, más de una vez, le guiñaba el ojo y le decía: «Chico, a ver qué hacéis tú y la rarita… Ya sabes, lo que hay que hacer», y se echaba a reír de una manera que no entendía Cristóbal. Vamos, eran los “raritos” Sandra y él.

    Un día, Carlos difundió el bulo de que eran novios, Cristóbal se enfadó y llamó al orden; el otro le contestó: «Tú eres tonto», lo cual fue mofa y escarnio de toda la fauna de tiburones, incluso de Bea, que socarronamente le decía: «Tontito…; haces bien, que ésa es tonta perdiá».

    Cristóbal, otra cosa que le gustaba, era pasear por la periferia del pueblo, entre el río y las grandes extensiones de campos o de enormes silvas de pinares o robles. En aquel sitio, su abuelo tenía una porción de tierra con un burro, unas gallinas y una vaca. Solía ir hasta allí y él y su abuelo hablaban. Su abuelo era tan brutal como bondadoso. Le decía las cosas como eran, pero desde el corazón, no lo decía con la maldad de los niñatos de la escuela. Eso le hacía pensar, en lo brutal que era todo… Sólo quien fuera fuerte, verdaderamente enérgico y se mostrara sobre todo como tal, triunfaba: así como el león que enseña sus melenas y sus afilados dientes, él debía mostrarse igual.

    A veces, en esos viajes lo acompañaba Sandra. Solía ir con él hasta allí, se introducían en las selvas de árboles de clima atlántico y éste le contaba las historias veraniegas de cuando Pablo, Julio, Carolina y Beatriz bajaban allá e iban al río a hacer el canelo; luego, ella, algo enfadada por oír el nombre de Bea y de que la contara “historias”, y él, volvían arriba, y si era un sábado se quedaba con Cristóbal a ver una película con él, en su habitación. Era ya tercero, como decía, y Sandra sentía curiosidad por aquellas formas de hacer vida que ya hacían los otros… Cristóbal, seguía un poco aún en la nube; por lo menos, no había aprehendido lo que significaba el sexo, como placer, como muestra de amor o deseo.

    Un día de aquellos bajaron por un montículo hasta encontrar el río, que pasaba como un riachuelo aquel año, y llegaron hasta un bosque enorme, al que Cristóbal de pequeño siempre iba y creía infinito. Aquellas silvas y aquel río le recordaban a César y sus grandes batallas con los celtas; se creía ver como otro hombre de una época en que las pasiones y los sueños tenían su porqué, y la nostalgia por algo que no fue nunca le cogía el pecho; soñaba con el infinito del bosque, repleto de una magia inexplicable; los pelos de su piel se ponían tensos, además de por la presencia de Sandra, que andaba más rara que nunca. Todo ello era el ambiente que levitaba, en otra nube. Quizás la vida está llena de momentos así, nebulosos, instantes que sólo conocen lo que lo sienten.

    Caminaron un buen rato; él pronto se cansó y se echó en un roble que era enorme y sus yedras debían ser igual de ancianas que de donde procedías las imágenes heroicas de Cristóbal. Entre sus piernas, en esos campos, aún recorría el ansia vital de los viejos grandes hombres de la época dorada, de la época clásica. Él sólo recordaba éstas, como un chamán, un druida, o más bien un brujo que exorcizaba los viejos espíritus: eso sonaba guay, o eso le debía parecer al catorceañero, el que le faltaba poco para cumplir los quince.

    Sandra se le pegó a sus espaldas y, de repente, su mano tocó sus hombros; Cristóbal se tensó. Quedaron quietos así, ella acariciándole, y a la vez poniéndosele de cara, mirándolo fijamente. Él bajó la cabeza. Sí, ella quería “eso”; no, no, se decía; en alguna otra parte, en cambio, sentía curiosidad. Ella se acercó; se besaron; luego, la apartó y la dijo que se fueran. Sandra le gritó que si le pasaba algo. Él no sabía, se quedó mudo; sus labios estaban mudos; su cabeza estaba en blanco. Le golpeó, cayó al suelo; se encontró la cara de Sandra sobre él; ella se asustó, no sabía bien por qué, pero lo que tenía miedo era de lo que había empezado a leer en los ojos. ¿Qué hacían? Se turbó, y su altanería hizo que se mostrara como siempre, orgullosa y prepotente, mientras que Cristóbal intentaba mostrarse igual, aun sin denostarse que él estaba disgustado por cómo se habían tratado y se sentía triste; se encontraba sin saber qué hacer… por “eso”. Y no sabía, sobre todo, si es que ella quería ser su novia; todo aquello, por su modo de ser, le era como un remolino que le revolvía las tripas.

    Cuando llegaron a casa, no dijeron nada a sus padres y no se volvieron a ver hasta el lunes en clase.

    El martes volvieron a bajar al mismo sitio; Sandra le cogió del brazo, más lista, más mujer ya que niña claramente, y le besó; él se dejó. Finalmente, subieron, y así hicieron todos los días de esa semana sin hacer “nada” ni saber qué eran. El sábado de esa semana ella se enfadó, se encerró en casa y Cristóbal no supo nada de ella hasta que fueron a clase y empezó a insultarlo medio lloriqueando, sin que nadie los viera pues si no su orgullo se sentiría herido: ahora ella era quien no quería que se supiera que tenía algo con él…

    Se sentía turbadísimo. No entendía nada. Por eso consultó a Carlos, que iba siempre de listo pero que por aquellos días Bea y él andaban de mal en peor. Él se rio y le dijo: «Toma, anda…», y le dio unos condones, con los cuales Cristóbal se sonrojó en demasía. Carlos no pudo troncharse más, aunque no lo contó por ahí, sólo para él y para Bea, que era mucho más madura y le parecía aquello despreciable.

    Un día se encontró a Cristóbal; no supo qué decirle; sólo balbuceó algo de si él y Sandra… Carlos le había dicho… Cristóbal dijo que no sabía bien qué eran.

    Bea se le quedó mirando; quería ver a su antiguo amigo, aquella situación era… Bea se sentía como si fuera una mujer que intentase volver a ser una niña, y que veía a un niño que empezaba a ser un adulto, o algo así…: eso la desconcertaba. Habían compartido muchas cosas, y sobre todo una que la mataba la cabeza, aunque hubiera pasado tanto desde aquello…; por ello, se asqueó de aquel pueblo, de aquella niña que era ella sin quererlo ver, y de Carlos, que era un subnormal. Cuando lo vio alejarse, además, supo que aquello no estaba bien. Sabía que ahora acabaría con la idiota de Sandra, que si no era la arpía de Daniela, que iba de crio en crio, era una orgullosa y una idiota, un poco… como ella… Aquel pueblo era un caldo de cultivo de orgullosos y seres lupinos, muy de la Castilla más primogénita y cavernícola, casi sacada de tal cuando Asturias empezó a dar palos buenos a los moros.

    Aquel día un tanto memorable, aún recordaría tiempo después Cristóbal, sonaba en su minicadena una canción de M-Clan que se llamaba Miedo, la cual venía muy bien para el momento. En el ambiente notaba algo así como en aquellos día de verano; y es que, quizás eran cosas del tiempo, había llegado la primavera y dicen que ésta altera y posiblemente le estaba alterando el corazón a Cristóbal, aún más que de costumbre.Aquel año había pegado un gran estirón a sus quince años, siendo más alto que la mayoría, y parecía un tirillas, al revés de Carlos, que era un armario y podía ser para él como un modelo: el bruto castellano… Pero él no quería ser un bruto, claro está.

    Al sonar el timbre, sabiendo que era Sandra, tembló; luego, quedó paralizado con la idea. Por la ventana de su habitación, soplaba un viento suave que pegaba como si fuera un susurro, un tanto lascivo y provocador: hasta el tiempo parecía venir al cuento para simbolizar lo que sucedía; era ese tiempo irónico e hijoputa siempre conspirador de las sensaciones de los hombres.

    Sandra se presentó con una chaqueta y unos pantalones de ejercicio, pero parecía que se hubiera vestido para salir de noche y matar… No la hacían falta maquillaje ni las artes poco inocentes de femme. Sus piernas se notaban mucho por sus pantalones, sus pequeños pechos salían desorbitados hacia sus ojos entre la camiseta, que sobresalía un poco fuera de la chaqueta, y todo su cuerpo, ahora, en ese momento, parecía mucho más hecho para el pecado que nunca, más incluso que el de Eva a Adán.

    El verlo así, Sandra echó una sonrisita que lo explicaba bien, comprendía el porqué, que cuando sus padres justo se iban a comprar a Burgos, él la invitase a pasar, después de toda una tarde haciendo deporte y estaban cansados. Estaba muy claro. La trece-catorce. El lío. Se reía por dentro. Le gustaba eso, esa pillería, esa mala arte.

    No era tonto, después de todo, se dijo por dentro, riéndose como digo, muriéndose de ganas de que dejara de fingir. Jugaban a la consola, él la miraba constantemente, buscando el momento; ella, jugaba, a su manera, fingiendo jugar… Por dentro, muy macabramente, disfrutaba; por dentro, estaba excitada, más por aquel juego que por lo que sucedería después, que lo esperaba también con algo de ansia y de curiosidad.

    Él la cogió de la mano, la acarició, levemente, el brazo, sintiendo ella que eso la gustaba y quería más; ella posó su mano en la espalda, y se dejó llevar hacia atrás por él… Luego, la desnudó, tan inocentemente como siempre era, de un tanto muy graciosamente, lo que a veces no le gustaba a Sandra y ahora sí; ya no se reía; sentía placer. Siguió besándola; ¿acaso no pasaría a más? Ella le bajó los pantalones, dejándole en gallumbos, encontrándosele las pantorillas frías… ¡Era tan gracioso…!

    Fue rudimentario, frío; después de acabar, eso sí, quisieron más; pero iban a llegar sus padres. Puñeteros padres…

    Cristóbal, ya solo, pensó que había estado bien, pero que… había sido como imperfecto. Él, que no sabía bien a dónde iban sus chances…; ella, que no se movía, con miedo, pensando que él tenía que hacerlo todo. No había estado genial, pero no se podía esperar más. Las ganas (por lo menos sin premeditación) suelen estropearlo todo.

    Al día siguiente, volvieron a aquella habitación, con la minicadena y su música, su Revolver, Estopa, un poco del mediocre Canto del Loco, o Fito y Fitipaldis, y él la besó, la echó en su cama y mientras sentía las sábanas de la cama en sus piernas, la penetraba. Aún era frío, ella era fría, aquel pueblo era frío… Pero cuando la acariciaba y ella le comía la boca, sentía felicidad y un poco de refugio. En tan poco tiempo…, le pareció todo un descontrol, que ya no sabía en qué situación estaba, pero en parte le gustaba.

    Los días que no podían estar en casa, como era verano, bajaban al campo, adonde habían ido antes siempre, y lo hacían. Cristóbal le era incómodo, y a Sandra le hacía daño aquel suelo del campo en el culo. Se le metían por el ano la paja o le arañaba los glúteos.

    ¿Que qué sentían cada uno por el otro? No lo sabían, no lo pensaban, y lo que sentían, aquel mar enmarañado, como el de los trigales que se ponía en verano, pero oscuro como los inviernos esbozados en nevadas, era imposible de discernir.

    Ella le susurraba en el oído, él sentía cómo se introducía en ella y el placer que sentía era muy agradable; mientras lo hacían, se encontraban en una pequeña nebulosa de amor, arrumacos y de sexo con protección, protegidos de aquella bestialidad que manaba y a la vez se escondía todo él en sus sombras, en ese bosque que empezaba a ponerse oscuro cuando se iban satisfechos y felices como dos enamorados adolescentes que eran.

    Él ponía por delante el móvil y se iban con la luz que él adalidaba, con un toque de héroe que a Cristóbal le enorgullecía, y que empezaba a notarse como muestra del cambio que se acontecía dentro de él: fermentaba la madurez dentro de su niñez. Aquel impulso, violento, de hombre, le hacía salir de esa melancolía eterna y esos pensamientos oscuros; la violencia sólo podía morir, parecía ya saber, con la misma violencia, así como lo hace el fuego con los cortafuegos de los campos arenosos de Castilla.

    Sandra, siempre tan fuerte, veía extraño el comportamiento de Cristóbal; lo veía, en mitad de la oscuridad, con la luz del móvil, como un hombre y ya no como su amante efebo. No la gustaba, pero… estaba orgullosa. Debía confesárselo a sí misma, le gustaba, le quería aunque fuera un poquito. Su madurez la enorgullecía; en ello ella habría tenido que tener algo, ¿no?

    Aquel cuarto año de Instituto fue el peor de todos, la peor de sus pruebas, a pesar de que debía ser el mejor. Lo suyo y lo de Sandra no lo sabía nadie, y ellos querían que así siguiera. A la vez, Cristóbal tuvo que aguantar las peleas que tenía con Pablo, porque pretendía humillarlo en las clases de un profesor al que le hacían de todo y se permitían hacer de todo… Sandra se quedaba callada, o lo defendía nimiamente; Cristóbal una vez le dio un golpe, y Pablo le pegó una paliza delante de todos. Después de eso, se preparó; los profesores quisieron aliviar las tensiones; el padre de Pablo se quería pelear con el de Cristóbal, y este último le soltó un bofetón que se le quedó al otro bien puesto. Luego Pablo pretendió reunirse con su pandilla para apalearlo, pero Sandra pudo evitarlo. Las tensiones iban cada vez a más, y Cristóbal ya no quería pararse. Durante mucho tiempo se había dejado humillar y pegar por aquel antiguo amigo que ahora era un puto mafioso; ahora no quería achantarse; si hacía falta, le daba un zurriagazo… Aunque le pegaran una paliza a él.

    Carolina, por aquel entonces, interesada por el morbo de la cosa, se acercó de nuevo a él. Quería saber qué pasaba con Pablo y, a veces, al ver lo que hacía Sandra, qué tenían ambos. Al principio, simplemente quería saber, nada más, por cotillear; luego, al hablar detenidamente, parloteaban de lo que había pasado cuando eran críos, y cómo las cosas ya no era lo que fueron. Cristóbal, para Carolina, tenía su gracia; a veces sentía simpatía por él, recordando de alguna manera su antigua amistad. Aquella relación le daba celos a Sandra, lo cual tenía su morbo para Cristóbal. Alguna vez Sandra soltaba alguna insinuación y él se reía cínicamente y se peleaban.

    Pues, cuando empezaron las cosas a descontrolarse, Cristóbal dejó de ver a Sandra, harto de su pasividad y frialdad; y un día, Sandra muy enfadada, cortó con él y éste no dijo nada; daba igual, seguiría fuerte y ya encontraría a otra. Cuando hablaba con Carol, o con Bea alguna vez pero pocas, y Sandra los veía, por dentro sentía satisfacción; ya estaba harto de esa relación, de ese pueblo, de todo. De lo único que estaba satisfecho era de su fortaleza; le importaba poco ya si hacía daño a alguien o no; mientras, los únicos que se hacían y se seguían haciendo daño, eran aquellos dos idiotas. Pero eso daba igual. Poco importaba. Seguían las islas, desapareciendo ya, pero aún se creían que podía haber ínsulas, nubes o ilusiones en donde soñar. —La vida, luego, hace que éstas te sean insuficiente. La realidad se te ha pegado fuerte a la piel y no te suelta.

    Ese año, al acabar el curso y empezarlo en Aguilar, estuvo increíblemente contento. Sus padres lo llevaban allí todos los días, y volvía por la noche al pueblo, salvo los viernes, que se quedaba a salir por allí.

    Aguilar le pegó un cambio tremendo en él, ya olvidado de toda la basura que le reconcomía en ese pueblo perdido entre Palencia y Burgos. Si antes iba desaliñado, ahora vestía con una camiseta larga, una chupa negra y vaqueros, o un jersey comercial y una chamarra roja grande de piel sintética. Bebía y estaba con alguna chica; se divertía; se encontraba mejor. Aun así, a veces se sentía otra vez con esa sensación de que todo era como de ese material que se encontraba en sus recuerdos de infancia o en su primera vez; estaba como en un estado de bochorno, de espejismo. Por dentro, seguían todas esas cosas; y al poco tiempo, volvieron los problemas. Si no era con unos, eran con otros. Sus amigos eran como postizos, poco les importaba qué le sucediera; en cuanto había problemas, se largaban con el rabo entre las piernas.

    Para hacerse notar, se juntó con un grupo de un año mayor que él, de segundo, que eran de unas ideas muy peculiares. Unos fascistas castellanistas, aun siendo “españolistas”, que creían en el sindicalismo nacional, en la unión del proletariado para la revolución nacional-sindical, que creían en la República de los Fascios y unas disparatas ideas que podían haber sido de fascistas como de comunista; de vez en cuando, se peleaban a gritos con los rojos, pero al final eran lo mismo, hasta que incluso tenían amigos en “las otras filas”: ellos, como Primo, estaban por irse con los señoritos, aunque finalmente éstos se quedaron “con los suyos”. Aquel sentimiento revolucionario y nacionalista por un lado le gustaba; a Cristóbal lo de estar en un grupo le daba seguridad. Pero también dejó el grupo y conoció a una chica que le hizo cambiar de “bando”, y pasó al de los “revolucionarios internacionalistas” aunque sin dejar su matiz castellanista que había en él.

    Ella se llamaba Yrene, sí, con y griega… Una tiparraca rara. Pero era muy interesante… Delgaducha, alta, pelo pelirrojo aunque tirando a castaño como el suyo, y una pintas de perroflauta que echaba para atrás. A él le hacía gracia e iban a todas partes juntos como “compañeros”, en el concepto no sólo de instituto o de grupo, sino de una manera “espiritual”. De no ser por aquel espíritu “extraño”, hubiera pensado que era “su amor”…

    En Aguilar, tan medieva en parte, tan contemporánea y revolucionaria, no se podían separar sus dos facetas, que se cristalizaban en la imagen que se podría ver desde los montículos que servían de atalayas fuera de Aguilar: una urbe cuya periferia estaba en una modernísima urbanización, el interior, su corazón, en una plaza de la edad moderna y del medievo, y ese castillo finalmente que señoreaba a la villa. Y luego, en el lateral suroeste, como en una isla de rocas, el monasterio de Santa María la Real donde estudiaban.

    A la puerta de aquel monasterio, se podían ver a los guajes, con el bocata o con el cigarro (el que contenía tabaco como no tabaco…). En algunas ocasiones, para dar el pego, pasaba la benemérita e “investigaba”. Aquello, para Cristóbal, era un show. Un circo. Gracias a Yrene conocía las peleas de las “monas” (las pijas de Aguilar, incluso alguna hija de algún profesor) y flipaba. Le asqueaba eso, le asqueaba esos ambiente “tan animales”; pero, por otro lado, le atraían porque, como todo ser humano, él tenía que tener algo de animal, de condición de animal.

    Yrene, aun así, a veces no se quedaba atrás; Cristóbal se hacía el tonto, pero a veces las pupilas o el ánimo de su chica denotaban que algo la “hacía artificialmente” feliz y que mangaba alguna de tres pares. Él se reía de los cuernos y no cuernos de algunos, de cómo se trababan las parejas, pero Yrene era un caso terrible: si no se iba con otros era porque estaba loca; era una total inestable. Al principio era una chica curiosa, con peculiaridades que hacían gracia; luego, se volvió loca. Decía estar loca de aquella vida, de aquella forma de vivir de Aguilar, un tanto como él se quejaba de la de su pueblo; y mientras tanto, sentía que eso se acababa, la veía cómo caía en su propia mierda. Y la dejó; luego tuvo un coma etílico y del susto la ingresaron en un siquiátrico: decían que tenía algo de la cabeza, y no supo mucho más de ella. No pudo despedirse de ella. Por un lado sentía pena, y tampoco es que pudiera decir que estaba o seguía enamorado de ella; simplemente, sentía pena de quien él había sentido lo que había sentido y aún la quería, de otra forma, sí, pero la quería.

    Dejó de hablar con todos. Pasaba por las escaleras del monasterio, y bajando oía el río que iba través de éste, como si fuera una parte más de mobiliario del monasterio o el monasterio parte de la natura. Le encantaba esa simbiosis de la naturaleza y de la urbanidad: esos medievales sí que debían saber que el espíritu y la natura debían estar unidos, aunque en lo que se refiere a neurosis, como pasaba con Yrene y aquel Aguilar medio zumbado, un tanto como en su pueblo, no, no debían de entender; no lo entendía ni él…

    Aquel año leyó a autores japoneses y existencialistas y su ánimo estaba melancólico y antienérgico, contrariamente a lo que le había sucedido en los últimos años en el pueblo…; entonces se aisló más y la gente a veces, con el desdén de los pueblos, que a la vez parece importarles pero no les importa, decía cosas de él: otra vez el rarito, y le daba igual.

    Una noche que salió con sus antiguos amigos se encontró con Bea. Estaba de nuevo cambiadísima, como a ella le pareció él. Había crecido, no demasiado, pero tenía una porte que impresionaba; sus pechos habían como madurado, en forma de naranjas, y sus caderas, en forma de ese, eran hipnóticas; su fisionomía parecía de una Diana en busca de caza. Después de dejarlo con Carlos, le contó, había estado con algunos pavos, todos gilipollas; se liaba con uno, un idiota, lo dejaba y se veía con otro; todo lo decía con resignación y esa cosa supina de dejadez mental, como que ya no la importaba, así como los ciervos al morir ante la bala del sediento cazador.

    Le asqueaba a Cristóbal esa actitud, pero por ser quien era le daba mucha, muchísima pena. ¡Tan guapa y habiendo sido lo que había sido…!

    Las cuencas de sus ojos se pusieron como queriendo descargar agua drenada tiempo atrás, pero sin acabar de descargar, dolorosamente, y su mente le sujetaba el corazón, que quería correrse hacia cualquier sitio y no volver y no ver que la Bea que había creído ver, esa niñita con la que tanto habían pasado…, ahora era algo que ni ella misma quería ser. ¿Es que ninguno estaba donde quería? ¿Qué mierda era ésa? Quería devolver; ella sonreía, queriéndole animar. No, no se podía ser un debilucho…

    Aquella noche hubiera querido acostarse con ella. No lo hicieron. Parecía sacada la idea de la canción de Nena Daconte: «¿Por qué no te invité a dormir?» A veces las cosas suceden de una manera ilógica, sin la hilación que uno quisiera pero así es la vida. No es un relato; está loco; como si se tratase de una concatenación de punto y comas con una sola palabra, acaso como en ese poeta expresionista de nombre alemán que ni recordaba.

    Aquel último año de instituto no sabía qué hacer consigo mismo. Después de dejar la idea de ser biólogo porque no aprobaba más que raspado y le habían recomendado meterse con los ceporros de letras, había pensado hacer filología hispánica, pero… Las cosas estaban difíciles: aquellos años eran ya los de Zapatero dimitiendo porque ya la había cagado cojonudamente, y debía dejarle a Rajoy enmendar a base de recortes… Eran los días de los sindicatos llorones y sus tijeras; los años en que el 15M sonaba como un sueño de alternativa, de efervescencia casi de tiempos prerepublicanos y republicanos; ese ambiente intelectual le engatusaba, pero no lo veía en ningún lado: todos los niñatos de banderas tricolores, de la cual era partidario, eran medios cerebros; el resto de niñatos, no la defendían, y si lo hacía alguno, la defecaban, diciendo defenderla, pero ya se sabe cómo… Niños. Él mentalmente había maduro, aunque en lo sentimental posiblemente no.

    Aprobó por los pelos ese último año: de sacar excelentes notas aquellos años, después de dejar a Yrene, ahora estaba con nada de gana de estudiar. Leía a Lorca, a Cernuda, a Valle-Inclán, a Orwell o a Pío Baroja con mucha gana. También, había leído durante ese tiempo a los dos figurones de finales del s. XIX y en sí del mismo del siguiente s. XX, Karl Marx (o Carlitos Marx para los amigos) y Friedrich Nietzsche (Nichi para los amigos). Nichi y Carlitos eran los espíritus más chocantes, no por su energicismo, sino por sus filosofías vitales y sociales: el primero, individualista y destructor de todo, aristocrático y creador de una nueva fe interior; el segundo, colectivista a pesar de esa sociedad comunista tan individualista, pero que nunca llegaría a existir, que creía en el progreso y que pensaba que los obreros crearían y creerían (verbos de similar forma y significado) en un paraíso terrenal. No le convencía, a pesar, ninguno de los dos; Rousseau, el que más se acercaba a su forma de ser, era muy oscuro y de entramados que, tan ilustrados, quizás sólo entendería él; pero éste tenía una idea de contrato social, entre individuo y colectivo que le gustaba. Esa lucha tan de la vieja época, entre individuo y colectivo, que ahora han parecido olvidar, pues esta sociedad de masa la ha casi simbiotizado… Pero lo que le creaba más temor eran los pensamientos que le sugería Darwin y aquella obra que había leído cuando estaba con Sandra. Fue entonces cuando creyó con más fuerza en aquella idea de la violencia y del “energicismo”, que había latido en los pensamientos con su abuelo. Ahora, todo aquel ambiente le saturaba; ya no existían las nebulosas de refugio que había en las lecturas infantiles de Macondo, en las aún casi adolescentes lecturas de Murakami, o en las ya más adultas lecturas de dura realidad de De Acero o Transporting. Ya no había amor o refugio lector…

    Justo, cuando ya acababan los exámenes y tenía que pensar en la Selectividad, le llegó una noticia bastante murakamiana. Yrene, que andaba encerrada, sin saber cómo, se había cortado las venas.

    Como cuando era un adolescente, se echó hacia la parte baja del pueblo. Sereno. Sabiendo que aquel viaje kafkiano era para cambiarlo todo, o para acabar con todo… Con ese talante adolescente tremendista, idiota en gran manera. ¿Acaso ese mar de sentimientos idiotas, a punto de explotar, no es lo que tienen habitualmente los adolescentes o incluso, de manera remanente, los posadolescentes o llamados jóvenes adultos?

    Sus pensamiento habían quedado en su trastienda; algo lo movía, dentro de su ser, algo muy dentro de él, libremente eso sí, nada con providencialismo…, y sabía qué era aunque no se lo preguntara. La rabia, la terribilitá, se contenía, se vislumbraba en las venas y en los músculos, no queriendo dejarse ver su propio patetismo; la verdad, lo que sentía, no podía entenderse en el exterior, no lo debía mostrar, sería un rasgo de debilidad y eso sí que lo mataría…

    Ahora no podía hablar con su abuelo, que andaba muy malo y no bajaba al campo, así que fue hasta el bosque y sintió esa libertad que siempre había sentido en mitad de ese lugar que supuestamente era tan salvaje… No salía, no podía. Su ira se acumulaba. Quería estallar y no podía; no salía esa fuerza de su pecho, obstruyéndoselo.

    — Cristóbal —musitó Sandra a su espalda—, ¿cómo está?

    — Ha muerto —contestó él, con la furia conteniéndole, manando en sus palabras; sus ojos se iban bañando en lágrimas.

    La quería, más de lo que pensaba; no deseaba su muerte, estaba claro; aunque no era eso lo que le dolía en gran manera, en la profundidad de su ser, sino que todo lo que… deseaba, quería, amaba… nunca llegaba, se consolidaba ni se sentía en un pleno éxtasis como en esas esculturas del Barroco, supuestamente en la plena alegría de la vida. Yrene era la chica más sincera, aun tan imperfecta, que había conocido. Todo lo que había pasado, fue delante de sus ojos, pudo actuar y dar la cara. Ahora…, de nuevo, estaba impotente, como cuando era un criajo, pues al final del todo… seguía siéndolo.

    — Lo siento… —soltó ella, de repente, casi sorprendiéndole.

    — No te importa, Sandra —la contestó fuertemente. Ella se quedó con la boca abierta, delante de él, que la miraba como un cervatillo lloroso, como un bambi…—. No lo sientes; siempre fuiste orgullosa, egocéntrica, egoísta. Tú no sientes, no padeces, sólo finges sentir algo por los demás.

    — Cristóbal —le paró, llorando. Esos últimos años había estado sola, y a pesar de su típica dureza estaba hecha pedazos. Igual que él, se sentía deshecha, sin algo que la sostuviera.

    — Sandra, ¿por qué lo dejamos? Digo en realidad, ¡eh!, no lo que tú te inventas, que yo también me invento cosas; si escribiera algo sobre mi vida o basada en ella, seguro que sería mucho menos patética y más heroica. La vida, en cambio, no tiene nada de heroísmo: es una jodida puta lucha por mantener la decencia, la que te intentan quitar el resto.

    — ¡Porque te dio la gana! —se desfogó después de su discurso, con pataleta incluida, llena de rabia también—. No me vengas tú con cuentos —le gritó mientras intentaba acercarse a él—, ¿vale? Estás dolido, no tengo que…

    — Lo siento, pero es la verdad. Eres tan fría como una escultura; podías ser retratada perfectamente por Miguelangello. ¿No lo recuerdas? El amor que tuvimos aquí fue como estas tierras: frío, frío, muy frío; sólo se contrarrestaba, como con la primavera en el pueblo, con el calor del deseo que nos amodorraba en nuestra burbujita de amor… ¿Qué amor, Sandra?, quisiera yo saber. ¡Vaya, qué poético, suena tan a…!

    — Deja de decir memeces —le replicó Sandra—. Cuando estás jodido empiezas a hacerlo. Parece que recites poemas. Pero con reproches.

    — Ya, en eso nos parecemos, en ese cinismo. Yo sólo lo tengo en estos momentos; tú, toda la vida lo has llevado encima. Desde que nos conocimos, jugábamos, como los niños que fuimos y que nunca no conocimos el uno del otro… ¡Vaya mierda! Lo peor es que quizás, enamorado, enamorado en esos términos, no estaba de Yrene, y lo más cerca, ha sido contigo… ¡Qué asco! —y escupió Cristóbal un gargajo—. Recuerdo aquel último verano de mi infancia… Recuerdo venir por aquí, para ir al río, y luego reírnos: Pablo, Julio, Carolina…, Bea —dejó ese último nombre en el aire.

    — Eres un soñador. Siempre pensando en cosas que ya no existen. Así te va —atacó Sandra—. Perdona, pero ésa es la realidad —remató. Ella también sabía hacer daño.

    — Lo sé —la dijo—. También sé que tú y yo seguimos teniendo esa cosa que teníamos. Nos vemos, y saltamos —dijo mientras se echaba a reír.

    — Puede ser —contestó con un toque reflexivo Sandra—, puede ser… Y sólo sabemos tener eso.

    — Estamos tan metidos en nuestros propios meollos, que no sabemos meternos en los del otro; hacemos el amor como para matar; para alimentar el apetito, nada más.

    Sandra, en parte, no lo entendía; tenía el corazón en un puño y quería zarandearlo; pero se le acercó y lo besó dulcemente en la boca.

    — Gracias —la agradeció.

    — Nada. No soy tan fría como quieres ver.

    — Quizás sea este sitio…, quizás…

    — Quiero irme, quiero irme muy lejos… A París, a Londres, a Roma, a Florencia… A cualquier sitio lejos de esto —se ilusionó ella.

    — Aun así, creo que algo nos acompañará. Pensaba lo mismo al irme a Aguilar, y encontré un poco de lo mismo.

    — En Burgos yo he estado sola.

    — ¿Y has vuelto…? —la preguntó, ansioso por saber.

    — Por unos días. Luego…

    — Ya… —contestó triste—, y volverás. No quiero decir, como el viejo Baroja, que esto es un mal de nacimiento, español, genético, ni un pesimista de Murakami…

    — Por favor, Cristóbal, menos libros…, que me pierdo —fue sincera Sandra, cortando su oratoria.

    — Quizás está en nosotros; debemos cambiar. Primero nosotros. Nosotros…

    — ¿Cómo?

    — No lo sé; eso no lo sé; pero hay que cambiar. Y renacer. Volver, quizás, a las cenizas, quemarse en ellas y ser de nuevo niños.

    — Eso es demasiado poético —le contestó Sandra—. Eso —gesticuló—, en la práctica, ¿qué es?

    — No lo sé.

    — Creo que es seguir luchando, Cristóbal —y lo besó Sandra—. ¿Nos vamos?

    — Vale.

    — ¿Te acuerdas cuando veníamos y se…?

    — ¿…hacía de noche? —continuó su frase Cristóbal—. Sí; lo recuerdo. ¡Qué gilipollas parecíamos!

    — ¡Oye! —se rio ella—. Gilipollas serías tú —le contestó con sarcasmo, uno hilarante de todas formas—. La realidad es en verdad más fría de la que creemos; pero vivimos, vivimos, intentamos sobrevivir, ¡y qué asco! Ojalá no hubiéramos sido tan orgullosos.

    — Quizás seamos así…—confesó él.

    — ¡No! No me digas eso. Te lo he dicho: hay que luchar; tú mismo lo dijiste, hay que cambiar.

    — ¿Quieres que… tú y yo…? —dejó en el aire Cristóbal.

    — No lo sé.

    — «Lo único que no sé es que no sé nada», viene al pelo.

    — Seremos “unos raritos” —confesó—. Simplemente, “los raritos”.

    — O los únicos que saben que lo son —remató Cristóbal.

    Pué sé. O puede que seamos siendo unos críos.

    — O las dos cosas —sintetizó Cristóbal—. O las tres...

    — No lo sé. —Ella se echó a reír.

    — De nuevo el no lo sé. ¿En qué quedamos? —se rio de ella ahora él.

    — ¡Gili…pollas! —Se echaron a reír los dos juntos; esa risa era nerviosa; esa alegría, dentro del dolor, un dolor agónico, se sentía como un alivio y a la vez como el movimiento que te alivia para luego, al acabar, hacerte mucho más daño. Pero era muy dulce a pesar, aun con el dolor.

    — ¿Sabías, los estoicos, los de verdad, los de antes me refiero, decían que los hombres nacen para sufrir, y los epicúreos, aunque no negaban la máxima estoica, pensaban que lo mejor era disfrutar al máximo?

    — ¿Y por qué me lo dices? ¿Pa` qué tanta filosofía?

    — Viene a que qué será lo mejor. Ninguna de las dos me place. Y el punto intermedio… puede suponer como morirte en ti mismo, creyendo que has de limitarte, que…

    — Vamos, que no sabes… Estamos socráticos que echamos pa`ratrás. ¡Mira!, quizás me caiga algo de Platón y él en Selectividad… —reflexionó con ironía Sandra.

    — ¡Ja!, no caerá esa breva. Yo cogeré Historia, además.

    — Qué raro… Tú vas pa` filósofo.

    — No, no te creas —la contestó—. El caso es que ninguno ha avanzado mucho. Sólo hemos construido una vida supuestamente mejor… O mejor dicho, la crearemos. Tampoco hemos hecho nada nuevo de lo que hacíamos.

    — Hemos vuelto adonde nos liábamos, ¡imagínate! —sentenció Sandra—. Deseamos que así sea, que es mejor, pero no lo es… No lo es del todo —se quedó reflexiva.

    — Seguimos, en el fondo, siendo lo mismo. ¿Eso es la esencia, no? Es la tinta del sello. Firmamos con ella, y dejamos nuestra huella.

    — Vale, perfecto; es para cuando me pregunten en el examen. Eso de Aristóteles…

    — Aristóteles no es mi favorito. Estéticamente Platón es mejor; pero me lo creo más, me basaría más en Aristóteles; es más…

    — “Realista” —dijo mientras dibujaba unas comillas. Le dejó con sus filosofadas, ahora le interesaban con cierto sarcasmo del suyo.

    — ¿Al fin y al cabo, qué ha cambiado en estricto orden? Es lo mismo: creer o ver, pensar o decir… Jugar, jugar, más bien. ¡Jugar! —y se echó a reír.

    — ¿Qué te hace tanta gracia? Me das miedo. Siempre estuviste un poco pirado —ahora se estaba riendo ella.

    — Tonterías… Sólo tonterías. Que di con una idea interesante y me hizo, simplemente, gracia.

    — Y sólo la entiendes tú….

    — Hay cosas que sólo se entiende uno mismo.

    — Sí —se sinceró Sandra—. Nosotros, sólo nosotros, entendemos lo que sentimos el uno del otro. Nadie más. Y además es difícil, la verdad…, saber lo que le pasa al otro.

    — Ése fue nuestro problema.

    — ¿Y tú crees…?

    — Mira, ahí… Ya empiezo a dudar. Pensaba que no, pero ahora empiezo a creer que sí; sólo que un poco; no más que un poquito; lo importante para sentir empatía, sentir superficialmente qué le pasa al otro. El problema es que aquí sólo vemos por nosotros, vemos la paja en el ojo ajeno y no en el propio. Es este puto ambiente…

    — Lo que yo digo: a tomar por saco de aquí, de este puto pueblo, de este puto país.

    — Quizás.

    — ¿Pero, y lo nuestro…? —le preguntó Sandra.

    — No lo sé. Todo lo que pensemos, no será nada hasta que lo hagamos; pues, ¿qué más da lo que pensemos?

    — Pero para hacerlo, hay que decidir, y entonces le das cuerda a esto —y se señaló la cabeza.

    — Sí; es una locura, pura y dura.

    — Quizás —le respondió, imitando su anterior respuesta. En verdad, riéndose de él, cínica ella.

    — Ya no nos odiamos…

    — Porque en el fondo nos queremos: es como la tinta y el sello.

    — O el cuerpo al alma.

    — ¡Oh, qué filosófico! Vaya charla…

    Se fueron alejando, hablando de tonterías entre risas, para matar al fantasma de la muerte. El bosque quedó en la oscuridad, siniestro, misterioso también; nada ya se veía; ¿qué habrá allí?, nada podía verse desde esa visión… Las sombras de los dos se fueron perdiéndose; nada quedó finalmente a la vista…

    Sonríe mientras Él no pueda atacarte. Es el dios de la vida y de la muerte: las beatas de la Iglesia lo llaman Dios o Cristo, tú lo puede llamar la Vida o la Lucha por la Vida. Sonríele o muéstrate duro, que te puede comer. Está al acecho, recuerda. Y a todos los persigue por igual. Allí, en la silva infinita… La jodida silva infinita.

    Después de todo, el mundo es una selva.
    Dexter – Dexter Morghan.

    Este relato quedó 2ª junto a mi propio relato, llamado Fuera de Cámaras, en el foro FJe.
    Podéis leerlo también en: https://docs.google.com/file/d/0B0hah8bqLLKvRXhjMWZRTXRQek0
     
    #1
    Última modificación: 7 de Noviembre de 2014
    A Évano y (miembro eliminado) les gusta esto.
  2. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    No soy propenso a leer relatos que no sean "extraños", pero este me ha gustado, quizá porque me ha recordado, señor Samuel, al agosto de los veraneantes de aquí. Después de todo León y Castilla se asemejan mucho. Menos mal que refresca el Cantábrico a Castilla, que si no qué sería de su cabeza jajajja... Buen relato, amigo, y enhorabuena por esos segundos puestos. Se le saluda.
     
    #2
  3. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Jaja XD. Bueno, el cantábrico a esta parte de Castilla, pero en Valladolid o la Mancha..., vamos, esos sitios son un horno. Amo Cantabria-Santander: es la tierra de mi abuelo y la tengo un aprecio especial; es por eso que cuando llega ese olor a sal del norte me encanta; o cuando se hace de noche y el norte se junta con el fresco de los pueblos de esta parte de Castilla... Jaja, en algunos aspectos soy más de pueblo y provinciano que la leche. Por otro lado, el fresquito ése la verdad es que tranquiliza XD. Creo que si no fuera por él, más de una vez me volvería loco.

    En este relato hay mucho de mí, de mi infancia y adolescencia, mezclada, enredada, pero, vamos, la historia con Sandra yo no la tuve XD, aunque parecidas sí... Esta semana tuve momentos muy duros: a mi prima le explotó la carótida y menos mal que parece que se va a recuperar, porque su cerebro se quedó sin oxígeno durante un tiempo; mi abuela está muriéndose; acabó de terminar unos exámenes que..., a pesar de que en otras asignaturas he sacado muy buenas notas, y en general estoy desanimado de la carrera... Así que, aunque sea con esto, que alguien me diga que le gusta, le alegra un poco al corancito cínico que tengo jaja. Por cierto, tampoco he estado con falangistas XDXDXD, aunque he conocido "cosas". Tampoco he estado con una comunista jaja. Así que sí, en parte es biográfico, pero tan entrevesado que sería difícil hacerse una idea de qué es más mío, o no... Pero Cristóbal, con nombre muy colombino (más allá), es bastante inocente, como aquel niño asperger que fui.

    Un saludete de Samuel.
     
    #3
  4. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    ¡Vamos, que es usted más de pueblo que una bellota, que ya nace con boina, como yo jaajja...!

    Me imaginé que algo autobiográfico había, mezclado y enrevesado, como usted dice; y creo que todos hemos estado con falangistas y comunistas, porque hay muchos españoles que un día son una cosa y al día siguiente otra jajajaja...

    Fuera bromas, espero se recupere su prima y lo mejor para su abuela; y no se desanime de la carrera: sin prisa pero sin pausa, y sepa que hasta el mejor escritor tiene un borrón, o algo así.

    Un abrazo, señor samuel, y adelante.
     
    #4
  5. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Jaja, gracias señor Évano. También he publicado los otros relatos con los que participé.

    Un saludete de Samuel.
     
    #5
  6. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Ya lo podéis leer sin problemas y además, por si acaso..., os añadí un enlace a Google Drive que permite visionar el PDF. Seguro que así su lectura es más cómoda; podéis descargarlo y demás...

    Un saludete de Samuel.
     
    #6
  7. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Revisado, corregido y añadida esta segunda versión de La Silva Infinita tanto en el texto como en el Google Drive.

    Un saludete de Samuel.
     
    #7

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