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Laberintos (obra finalizada)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Évano, 4 de Febrero de 2013. Respuestas: 9 | Visitas: 1839

  1. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Frunció las cejas y cerró los párpados con fuerza, masajeándose las sienes; su cabeza parecía estar aplastada por una prensa imaginaria. Se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra la pared y preguntándose dónde estaba, cómo diablos había llegado hasta allí. La luz llegaba a sus ojos entre la niebla decreciente. Alargó la mano, acertando a palpar a su amigo, que estaba tendido a su lado cuan largo era. Sus primeras palabras entonaban un sordo sonido ininteligible. Ejercitó las mandíbulas y se concentró en la frase que quería pronunciar. Después de varios intentos logró vocalizar un "¿estás despierto, Abel?", a la misma vez que lo zarandeaba. La insistencia consiguió que su amigo espabilara, experimentando la misma reacción que la que tuvo él mismo. Al cabo de un rato, cuando su mente logró unir algunas piezas, se acordó de la causa por la que se encontraban en aquel lugar.

    —¡Eres un cabeza de chorlito! ¿Te das cuenta de lo que has conseguido, so idiota? -gritó tanto que su voz retumbó en las paredes y en el encéfalo de un Abel atolondrado...

    —¿Qué ocurre? ¿Dónde estamos...? ¿Por qué gritas de esa manera? -contestó interrogando mientras se situaba junto a su compañero Efraín.

    —¿Dónde estamos... dónde estamos? —ronroneó despectiva y burlonamente Efraín—. ¿Tú que crees, inteligencia andante? ¿No te acuerdas...? Yo soy un descifrador de laberintos... Un genio en resolver enigmas... —volvió a imitar la voz de su amigo, con tono de idiotez—. ¡La madre que te parió, que a gusto se quedó!

    —¿Espera...!, espera que acabe de despejarme... No me acuerdo todavía...

    —¡Pues yo te lo recordaré! La comida en el castillo del Conde Luna... Éramos invitados... ¿Te vas acordando... gilipollas...? El señor del sombrero en forma de un cucurucho con dibujos de estrellas y baritas mágicas...


    —El vino... el vino no me sentó bien y me hizo hablar más de la cuenta. Espero que no se cabrease el dichoso brujo ese, total... ¿qué le dije?, ¿que sé resolver laberintos y soy gran descubridor de enigmas? ¡Tampoco es para tanto!

    —No, no se cabreó mucho, simplemente nos ha metido en el laberinto que él mismo diseñó, so listillo, que eres un listillo y más tonto que ponerle cenicero a una bicicleta.

    Efraín le señaló con las dos manos dónde se hallaban. Se encontraban en un pasillo de unos tres metros de ancho por cuatro de alto; enfrente torcía en ángulo de noventa grados a la derecha y, por detrás, giraba a la izquierda. Tanto paredes como suelo lo decoraban baldosas de pequeños cuadraditos blancos y negros, dando una sensación de agobio mareante. Cerca de ellos había un par de cantimploras, una gran bota de vino y dos bolsas de tela con pan, jamón, chorizos y queso.

    —¡Venga!, pongámonos de pie, ¡a ver cómo resolvemos esto!, so espabilado, que eres un espabilado, y coge tú la bota de vino, seguro que la dejaron pensando en ti.

    Se enderezaron y pasearon unos cuantos corredores en ambas direcciones. Caminaban cansinos y desganados, observando las idénticas formas de cuanto sus ojos captaban. Acabaron sentados a penas pasaron diez minutos.

    —¡Hay que pensar, Abel, hay que pensar!, si no... no saldremos de aquí nunca.

    —No sé a ti, pero a mí me cuesta respirar, a penas corre el aire.

    -Pues aire hay. Debe ser la resaca que llevas, pedazo de cabronazo; aunque sí, algo de razón tienes, pero es lógico, tantos muros cortando el aire y esos malditos cuadraditos hacen de esto un infierno claustrofóbico -dijo Efraín, dándole un trago largo al chorro de vino.

    Le pasó la bota a su amigo con una mueca de cachondeo. Bebe, así piensas mejor -añadió mientras se limpiaba, con la manga del jersey, el vino que no quiso entrar en su boca. Abel tragó igualmente una buena cantidad de vino.

    —Entre los dos... Si nos subimos uno encima del otro, es probable que lleguemos a lo alto del muro. Vamos a ver si lo conseguimos y nos hacemos una idea de la magnitud del laberinto y de sus posibles salidas.

    —Podrías haberlo dicho antes de que bebiéramos. Pero sí, es buena idea. Yo te izo, soy un poco más alto y tú pesas menos; además, se supone que tú eres el que entiende de laberintos.

    Abel se subió a los hombros de Efraín, luego puso los pies encima de la cabeza, faltándole aún más de dos palmos para llegar arriba de la pared.

    —No llego, me falta poco; tendrás que levantarme más.

    Efraín, con gran esfuerzo, empuñó cada zapato con una mano y con un impulso lo encaramó. Abel se aferró con los dedos a la cima, quedando colgado.

    —Ya no puedo subirte más. Levanta la pierna derecha y engánchala a lo alto.

    Abel logró realizar la maniobra dicha por su amigo y se sentó arriba del estrecho muro. Absorto, ante lo que veían sus ojos, no escuchaba la pregunta de qué había y si era muy grande el laberinto.

    —¡No veo el final, Efraín! ¡Este laberinto es la ostia de grande! ¡Me cago en el brujo de los cojones!, ¡la que nos ha liado! Sólo veo paredes y huecos, huecos y paredes, hasta donde se pierde la vista; ni árboles , ni casas, ni castillo ni nada, sólo este maldito laberinto. ¿Quieres que baje ya?

    —¡Quédate a vivir allí arriba, si quieres, no te jodes!

    Abel se descolgó al suelo cuadriculado. Más de dos metros de caída dolieron en sus tobillos. Empezaba a anochecer, por lo que se volvieron a sentar y discutieron si continuaban o esperaban a la luz del día. Uno exponía la inutilidad de andar a tientas por la oscuridad; otro argumentaba que tanto daba si de todas formas no sabían los cruces que tomar, que daba lo mismo avanzar con más vista que un lince o más ciegos que un topo; por lo tanto qué más daba tumbarse a la bartola o proseguir dando vueltas y más vueltas. Tras larga discusión decidieron dormir y aprovechar para discurrir las posibles salidas al problema en el que les habían metido. Cenaron algo de queso con tragos de vino, con la excusa de guardar el agua, siempre más necesaria.

    Andaban metidos en el sueño de la alta madrugada cuando fueron despertados por miles de aullidos ensordecedores.

    —¿Estás despierto, Abel? ¿Has oído eso?

    —Sí, parecen aullidos de perro, y no se oyen lejanos. A lo mejor vienen a buscarnos.

    —Los perros no aúllan, pedazo de animal; son lobos.

    —¡Bueno!, y si son lobos, ¿qué hacemos? -preguntó Abel, mosqueado por tanto insulto.

    Era verdad que por culpa suya estaban en semejante situación; bueno, por su culpa no, la culpa era del vino y sus ganas de destacar y revalorizarse ante los demás. De todas maneras Efraín no debía meterse tanto con él, menuda mierda de amigo si siempre lo insultaba y menospreciaba. Como continuara siendo tan borde se iba a enterar de quién era él. ¿Acaso no se acordaba de la prepotencia del Conde de Luna y lo estúpido que fue el hechicero ese del gorrito cónico con dibujitos? ¿Quién mierda se creían que eran?; podrían tener muchos titulitos nobiliarios y horteras capas largas y azules de brujos de mierda, que él no había viajado tanto para que el primer idiota se riera de ellos. Si Efraín quería seguir siendo toda su vida un plebeyo sometido a la voluntad de cualquier señor feudal, allá él.

    Por mucho que arremetiera contra su amigo de la infancia, hasta el punto de olvidar unos aullidos cada vez más cercanos, Abel sería incapaz de dejar en la estacada o dañar a Efraín.

    —Oye, Efraín, estoy harto de que me insultes; ¡ya está bien! Sé que la culpa es mía, por haberme puesto chulito en el castillo, pero tú eres mi amigo y deberías estar a mi lado...

    —Lo estoy, lo estoy, y perdóname, son los nervios de la situación... Pero déjate ahora de ostias que están aquí los lobos, ¿no los oyes, gili...? -iba a volver a insultarlo, pero se dio cuenta a tiempo, cortando la palabra. Abel sonrió y se dijo que había valido la pena reprocharle su conducta.

    Atemorizados, por lo que pudiera acontecer con unos animales que se imaginaban espeluznantes y peligrosísimos, decidieron encaramarse en lo alto de la pared y pasar allí el resto de la noche. Para ello, cuando Abel colgaba de la pared, Efraín trepó por el cuerpo de este. Una vez a salvo, ellos y las provisiones, se felicitaron por la excelente resolución al problema que conllevaba subir dos personas a un muro de más de cuatro metros de alto.

    Efraín y Abel descansaban, espalda con espalda, en lo alto del muro de un pasillo del laberinto, con las piernas colgando a cada lado, cuando una manada de lobos llegaron hasta ellos. Aullaban, saltaban y daban vueltas en sí, a pesar de que era imposible alcanzar a los humanos encaramados. Los dos amigos guardaban el silencio del terror.

    Por lo aires avanzaban siluetas de sombras de pájaros enormes, emitiendo graznidos aterradores...





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  2. Évano

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    Mis sueños visten de traje y son educados. Cuando me voy a dormir los veo esperando en mi alcoba, sentados en la cama, mirando tras las cortinas o en el balcón mirando las luces de la noche, las estrellas, los verdes, rojos y naranjas titilantes de los semáforos del final de la calle, o a los faros de los coches pasajeros; otros me esperan dentro del armario empotrado, o sencillamente de pie, saludándome. Al cerrar los ojos llaman a las puertas de mis párpados y piden permiso para entrar. Uno por uno, en fila ordenada, se postran ante mí mientras los ojeo de arriba abajo, escrutando meticulosamente su presentación y, en caso de que sean de mi agrado, les doy permiso para su avance en mis sueños, o les sugiero un se retire por favor. En ocasiones son reiterativos; no sé el por qué de su cabezonería, su insistir, por lo que mi paciencia se altera, dándose ellos perfecta cuenta. Entonces adoptan nueva estrategia: en mi fase profunda del soñar, se cuelan en las escenas de sus compañeros, librándose una cruel batalla por los derechos de actuación. Aquí, el sueño de actores y paisajes dulces y de mariposas, se convierte en pesadilla tremenda.

    En especial hay uno acudiendo casi todas las noches y al que rechazo con esmerada delicadeza. Es tímido y no habla mucho. Sus ropas están raídas, sus zapatos rotos y su pelo sucio; su pequeña cara está manchada de churretes, producidos por el recorrer de las lágrimas en la suciedad del rostro. Es un niño, soy yo, una parte de mí que acude nocturnamente para recrear su sueño; siempre le he negado la entrada, quizá por un temor escondido en algún rincón oscuro; quizá soy yo el que no le quiera dar la luz.

    Esta noche lo he visto muy triste. Me ha dicho que ya no puedo aplazarlo más, que las consecuencias serán terribles si decido postergarlo otra vez. Nunca me atrevo ni a hablarle, siempre lo despido con gestos, pero hoy me ha sido imposible, la pena que emanaba de él era tan inmensa que me vi incapaz de negarle nada. Sé que el pago va a ser ese dolor que explota al remover los sentimientos más ocultos, al volver a pensar en aquellas personas que hemos querido tanto que no es posible deshacernos de ellas. Es cuando las escondemos en un rincón donde no les damos la luz hasta que nuestra existencia está a punto de verse afectada. Es cuando los escondemos en algún laberinto.

    La inmensidad del universo aplastaba los ojos de dos niños, cegándolos. El frío se enroscaba en el esqueleto y el helor dañaba los pulmones al penetrar en él. Olía a aventura, a tierra en la nariz, a vida; pero no a muerte, aunque esta acechaba como hiena detrás de un matorral; los niños no tenían todavía en su memoria el aroma de la no existencia.

    Miles de pájaros ensombrecidos, inmensos, revoloteaban la noche. Sus gruñidos se extendían y sometían a los cuatro horizontes. Abel y Efraín escalaban un pico de aristas nevadas con las manos desnudas; los mocos colgaban por la imposibilidad de limpiarlos. La luna esperaba en lo alto, siendo el trofeo a conquistar. Nadie jamás ganó esa cima después de que cayera el día; el que lo consiguiera sería el Señor de los Reinos de la Oscuridad. Con a penas doce años, la leyenda de ese reino, los había obsesionado. No quisieron calcular el tiempo ni las provisiones ni el peligro; se dijeron que las conquistas de las leyendas se hacían a vida o muerte, sin hacer caso a las palabras del hechicero de su pueblo: "Dulce inocencia de la ingenuidad adolescente", les había dicho el sanador de los espíritus; palabras que no quisieron entender; ellos, uno de los dos, lograría el cetro ancestral de Señor de las Oscuridades, acabando con ello las desapariciones de las jóvenes del poblado, el encerrarse en las casas con el primer asomo del crepúsculo de la noche; el no atreverse ni tan siquiera a mirar por las ventanas después del ocaso. Se acabarían los aullidos espeluznantes y las aves nocturnas del infierno.

    -¡Estamos vivos, Abel, estamos vivos y es de noche oscura! ¿Te das cuenta de que somos los elegidos? -gritaba para poder ser escuchado por su compañero.

    Lentamente ascendían, tomando de apoyo cualquier diminuto saliente de roca. Los muslos temblaban ante el peso depositado en ellos y por el escaso espacio donde sus pies aposentaban. El viento ofrecía resistencia y se enredaba entre los cabellos, cortando como cuchillas de hielo las caras de los niños, las orejas, las narices y los ojos lagrimosos. El ulular del aire evitaba oír los graznidos de las aves del averno y a ellos mismos. La luna a penas iluminaba. Ascendían lentamente sin saber dónde se hallaban, sin saber si quedaba mucho para alcanzar la cima o si les sería imposible. Aún así no pensaban en la muerte, a pesar de que estaba allí, esperando su oportunidad. Les sería totalmente imposible descender, el volver atrás.

    Las manos de Efraín se hicieron con el último saliente, resplandeciendo en ellas el reflejo de una luna tímida, postrada como trofeo en el otro lado de la altura obtenida. El rostro feliz de Efraín brilló por el sudor del esfuerzo y la ilusión de la meta conseguida ¡Abel, ya está! ¡Estamos arriba! ¡Lo conseguimos, somos los reyes! Pero Abel no contestaba.

    Era de madrugada cuando despertó Efraín de la pesadilla que tanto había evitado, la que se hizo paso esa noche; la había retardado todo lo posible, pero ahora tenía la total seguridad de que no podía permanecer por más tiempo sin hacer nada. Debía ejercer de una vez por todas el título de Señor de las Oscuridades y encontrar a su amigo Abel, desaparecido desde aquella escalada nocturna, cuando a penas eran unos críos.


    Encendió cuatro largos cirios negros, uno en cada esquina de la cama. Se tumbó desnudo en ella, con los brazos en cruz y las piernas abiertas. Cerró los ojos y recreó en su pensamiento la imagen de aquella montaña, aquella en la que perdió para siempre a su querido amigo Abel. Pronto Se vio en la cima de ella, mirando a los cuatro horizontes. Estaba tan oscuro como entonces, pero ahora sus ojos eran capaces de observar los detalles de la madrugada. Las montañas se sucedían en su vista en grisáceas tonalidades opacas, recubiertas por un manto de nieve con el color de la ceniza. Las siluetas de los árboles y las aldeas lejanas palidecían en blanquecinas tonalidades fantasmales, al igual que las nubes pasajeras. Con los puños cerrados al cielo de la noche reinante y su cabeza en alto gritó a la inmensidad de su reinado. Cientos de aves nocturnas extendieron sus plumas oscuras y volaron hacia la llamada de su nuevo amo mientras miles de aullidos resonaban en ecos espeluznantes por toda tierra caminable. De sus brazos y su espalda brotaron enormes alas negras. Sus pies se transformaron en garras afiladas como navajas. Sus dedos se alargaron en puntas de unas uñas de puñales y sus ojos se incendiaron de rojo sangriento. Se ensancharon sus muslos y brazos, creciendo la silueta de la sombra fantasmagórica que era. Sus recientes colmillos sobresalían como puntas de cuchillo. Al arribar las aves infernales se arrojó al vacío de la alta montaña, resurgiendo al momento su vuelo para encabezar a un ejército aéreo que seguiría al terrestre, al de los aullidos olfateadores.

    La innumerable manada de lobos penetraba en una extraña estructura, en un gigantesco laberinto. Habían captado el olor de sus presas. Desperdigados por diferentes pasillos, unos sin salida, otros que volvían atrás, a la izquierda, a la derecha... Muchos de los cánidos topaban de bruces con corredores sin salida. Unos pequeña manada había logrado llegar hasta los pies de unas presas encaramadas en lo alto de una pared del laberinto. Saltaban, intentando alcanzarlos, daban vueltas en sí por el nerviosismo y aullaban enfurecidos, babeando y mirándolos como si de los peores enemigos se tratara. Por las alturas de los cielos oscuros se acercaban volando cientos de ensombrecidas aves infernales. A la cabeza de ellas, un diablo enorme: El Señor de los Reinos de la Oscuridad.

    Mátalos, empújalos, que caigan; los lobos se harán cargo de sus huesos y carne, debes acabar con ellos para siempre. La voz dentro de la cabeza del amo de los pájaros del averno se hablaba así misma, potente e inevitable.

    Las sombras voladoras se abalanzaron sobre los aterrorizados muchachos. Cayeron cada uno a un lado de la pared del laberinto. Abel en la parte donde los lobos no habían llegado aún. Efraín se enfrentaba a un circulo de colmillos rabiosos que lo miraban con ojos sangrientos.





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  3. Évano

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    La luz del alba entraba por la ventana, filtrándose por los huecos que dejaba la cortina. Poco a poco avanzaba hacia el lecho, iluminando la habitación paulatinamente. Los rayos del sol se enfrentaban a la tenue luz de los largos cirios negros, arribando al cuerpo del inerte y desnudo Efraín. Cuando la alcoba se llenó de luz del día, las velas se apagaron, despertándose de golpe el sudoroso durmiente.



    ........................................*****



    En ese mismo instante, en el colosal laberinto se hizo de día, desapareciendo los lobos y las aves nocturnas infernales. Abel gritó:

    —¡Efraín!, ¿Te encuentras bien? ¡Contesta, por favor...!

    Respiraba angustiosamente Efraín, temblando todavía de pánico y con los ojos tremendamente abiertos e incrédulo por la rápida desaparición de los lobos, aunque agradecido a Dios y al amanecer tan raudo.

    —Estoy bien, Abel. Me fue de un pelo; ya me veía muerto a dentelladas. ¿Y ahora qué hacemos?, estamos separados. ¡Me estoy cabreando, Abel!; una cosa es el juego de descubrir la salida del laberinto y otra esas bestias que nos ha mandado el maldito Conde Luna y el mago de los cojones.

    —Ya te dije que son unos cabrones, que les gusta reírse de la plebe, aunque estos mueran en sus juegos. ¡Andemos en la misma dirección, girando siempre a la izquierda los dos; quizá se junten los pasillos más adelante.

    —De acuerdo. ¿Tienes tu bolsa de comida y tu agua, Abel?

    —Y la bota de vino. ¡Vamos!, que empiezo a andar.



    *****************......
    *****


    Se levantó y respiró hondo, vistiéndose con una larga bata verde de seda. Los recuerdos del sueño eran vagos, pero logró que permanecieran las imágenes de él mismo y de su amigo Abel en lo alto de un muro de un laberinto gigantesco, acosados por lobos, sombras de pájaros monstruosos y una especie de vampiro terrorífico. Se detuvo de camino al cuarto de baño, con la imagen del vampiro en la mente, maldiciéndose al descubrir que era el Señor de las Oscuridades, por lo tanto debía ser él mismo, al mando de su recién estrenado reinado. Pero no le encontraba lógica, ¿por que querría él destruirse a sí mismo y a su amigo Abel? ¡Abel!, se exclamó, ¿qué habrá sido de su vida? ¡Cuánto tiempo sin verlo!, sí, desde aquella aventura de la infancia, desde aquella escalada, no sabía nada de él. A lo largo de estos años lo había echado tremendamente de menos.

    Se lavó la cara y desayunó un zumo de naranja, un café con leche y un cruasán, sentándose al ordenador de su escritorio. Abrió la carpeta de nuevo documento de texto y se dispuso a continuar el relato que tenía atrasado. Leyó el título de la entrada de la carpeta: "Laberintos", y se dijo que le gustaba el título, que no había otro mejor en el mundo, que encajaba a la perfección con lo que quería expresar, con lo que había sido su vida hasta hora y con el significado del mismísimo Universo.

    Cruzó y estiró los dedos. Su cabeza no mandaba ninguna palabra, estaba tan en blanco como la luminosa pantalla. Permaneció así más de media hora. Era inútil, de momento le sería imposible continuar a pesar de que estaba allí, la continuación de la novela estaba casi al alcance, lo sé, ¡piensa ostias!, ¡piensa!, empezaste bien, no sé por qué coño llevas detenido en esta historia tanto tiempo. ¡Venga, venga, que tú puedes! Escruta todas las posibilidades, mata a algún personaje, so calzonazos, buenazo de mierda, que no eres capaz ni de matar a un simple personaje de segunda fila, o mata al principal, ¡qué más da!, ya pondrás a otro, o te pones tú mismo jajajaja.. la gallina turuleta a puesto un huevo a puesto dos a puesto tres... la gallina turuleta ha puesto un huevo a puesto dos a puesto tres a puesto cuatro... la gallina turuleta...



    ***************************



    Efraín y Abel caminaban mientras daban porrazos en las paredes y se hablaban en alto, para no perderse por los numerosos corredores que se bifurcaban a cada tanto y separarse para siempre por la senda de una muerte asegurada. Si fallecían no querían estar muy lejos el uno del otro.

    De las calles del laberinto emergía un calor asfixiante y sus millones de cuadraditos blancos y negros de los suelos y paredes aturdían hasta casi marear a los dos amigos. Sólo el olor de sus sudores en las narices combatía con el queso y los embutidos. Tenían la sensación de dar círculos interminablemente, pero les era imposible saberlo. De pronto escucharon una voz que abarcaba todo espacio, como si un colosal gigante hablara a dos hormigas encerradas en un laberinto.

    —¡Ehhhh! ¡Vosotros dos!, ¡haced algo, ostias! ¿O vais a estar toda la novela encerrados en el laberinto de los cojones?

    —¿Quién habla? ¿Eres Dios? —preguntó gritando tanto que le dolió la garganta a un Abel asustadísimo.

    —O quizá eres el mago ese del Castillo? —dijo en voz altísima y casi a la vez Efraín.

    —¡Qué Dios ni mago ni ocho cuartos! Soy el escritor, Efraín, para serviros ——la voz retumbaba en toda pared llevando con ella un viento fresco que agradecieron en silencio los dos enlaberintados.

    —Efraín soy yo —gritó el encerrado—. ¡Qué casualidad que te llames como yo! Si eres el mago eres un poco cabrón, bueno, un poco no, bastante cabrón.

    —No soy el mago, y no es casualidad que te llames como yo, el nombre te lo puse yo, gilipollas.

    —¡Ehhh!, no insulte, que hablar bien no cuesta una puta mierda —dijo Abel, que esto de los insultos no le gustaba nada de nada.

    —¡Bueno!, déjese de cachondeo, señor mago, que nosotros lo estamos pasando fatal. Anoche mismo casi nos matan. No tiene ninguna gracia, ¿sabe? Es usted un maldito chalado. Y este maldito laberinto es imposible de atravesarlo. Denos alguna pista por lo menos, si no está dispuesto a sacarnos de aquí.

    —Sois más inútiles que un cenicero en una bicicleta —dijo la voz de la cúpula antes de que Abel dijera que esa frase le sonaba—. Menudo resolvedor de enigmas y laberintos. No debí confiar en ti.

    —Era el vino; lo dije por chulear y hacerme el listillo... Yo no he estado jamás en un sitio como este, para que lo sepa —explicó cabeza en alto Abel.

    —¡Joder!, echad migas de pan, embutido, o queso, para saber por dónde habéis pasado. Cortaros con algo y manchar las esquinas de sangre y así sabréis por dónde continuar; o con tiras de vuestra ropa; ¿tengo que decíroslo todo...?

    —¿Y por qué no nos saca de golpe?; usted parece poder hacerlo, por la voz digo; así nos ahorramos trabajo y penalidades —contestó Abel casi con lágrimas en los ojos y con una carita de pena que angustiaba, por si se ablandaba el corazón del gigante.

    —¡Está bien!, lo dejo hasta mañana, ya veo que hoy no estáis dispuestos a salir del laberinto. ¡Otro día más!, ¿será posible que estos dos inútiles no sean capaces de hacer nada? —se despidió la voz del coloso.

    —Eh, que le hemos oído —gritó Efraín.



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    .Estaba claro que por hoy no sería capaz de continuar escribiendo, ni quizá mañana ni el otro ni el otro; deseaba que Efraín y Abel escaparan por sí solos, que se salvaran primero en sus sueños para luego poder plasmarlo él en sus escritos. ¿Era una locura o realmente lo necesitaba para librarse de su culpabilidad? ¿Qué culpabilidad? No estaba seguro, pero lo que sí se decía es que le sería imposible controlar al Señor de los Reinos de las Oscuridades, a su otro yo, al de sus pesadillas, el que aniquilaría a los dos desdichados del laberinto a la más mínima oportunidad. ¡Ojalá me hayan hecho caso y señalaran el camino de alguna manera, ¡ojalá consiguieran salir del dichoso laberinto de una vez por todas! Se maldijo nuevamente por insultarles, pero la necesidad de espabilarlos era más importante.

    Se asomó a la ventana y observó el vacío infinito que rodeaba su casa; un vacío de claridad blanca, sin nubes, sin sol, sin árboles, edificios, calles, farolas, semáforos, coches... sin personas. Un vacío blanco total, como la pantalla de un archivo de un nuevo texto de ordenador. Habitaba una maldita casa en medio de una nada blanca. Tendría que volver a su ordenador para disfrutar de la realidad, aunque fuese virtual. Más tarde, al llegar la noche, gozaría con las luces que rodeaban a su vivienda. Seguía sin comprender por qué su mundo se borraba al amanecer y se encendía en un anochecer en el que sólo divisaba el exterior desde allí, desde su particular laberinto, con su vista, desde lejos, ya que al dar un paso fuera de la verja de su casa desaparecían de golpe todas las luces de las estrellas, farolas y semáforos, quedando al instante todo el inmenso espacio de los horizontes, oscurecido, como si en mitad de un universo negro se encontrara. La única manera de escapar de su vivienda era en forma de Señor de los Reinos de la Oscuridad, con una visión en blancos, negros y grises, y transformado en una especie de vampiro horrendo.

    Situado en su escritorio, visitó una Web de prosas y poesías. En ella le esperaba un relato, para ser acabado; pero desgraciadamente, una tal marea nueva, lo había comentado antes de tiempo, con lo cual carecía de espacio para ello. El escrito no tenía título todavía, sólo un enunciado que decía "en redacción". Pensó en el título del relato a la espera de ser terminado; no tenía dudas, se llamaría "Laberintos". No se le ocurría ninguno mejor.

    Leyó unas cuantas prosas y poesías, de diferentes escritores, que por dicha página Web pululaban, comentándolos y saludando afectuosamente, como solía hacer después de cada lectura. Luego marchó a un rinconcito de fotografías eróticas y a otro donde las buenas canciones de los años ochenta se almacenaban, para satisfacción de los bohemios de aquella época. Más tarde visitó otra de cámaras que enseñaban el mundo en directo: las plazas de grandes ciudades y de pequeños pueblos con montañas nevadas abrazándolos. Le encantaban los paisajes fríos, incluso más que los de playa.

    De esta manera, recorriendo la tierra y la humanidad virtual, pasó el resto del día, hasta que llegó la noche incierta, con sus sueños en fila, o por los rincones de su alcoba, para ser examinados y obtener el permiso de actuación. Pero deberían esperar, porque su intención era permanecer en vela, por miedo a destruir a los dos personajes que vagaban, sin rumbo, por el colosal laberinto; quería otorgarles toda la ventaja posible, todo el tiempo que pudiera para que avanzaran en su escapatoria.



    :::::::::::::::::::::::::::::........*****



    Abel y Efraín deambulaban por el laberinto, voceando para sentirse acompañados y cercanos, avisándose en cada giro que daban a la izquierda, para ir acompasados. Se tiraban la bota de vino por lo alto del muro. El alcohol, los angustiosos cuadraditos blanquinegros y el cansancio se apelotonaban en las piernas de los dos amigos. Las voces temblaban mientras caía la tarde. El miedo a la noche se adentraba en ellos, en sus entrañas, para luego ser exhalado con temor y nerviosismo ante la inevitable llegada de la oscuridad.

    -¡Oye, Efraín!, ¿Qué vamos a hacer si vuelven esta noche los monstruos?

    -No lo sé. Quizá no nos salvemos. Me gustaría que estuviéramos juntos... Pásame el vino, puede que sea de los últimos tragos.

    Abel se disponía a tirarle la bota cuando se paró en seco. Ante sus ojos aparecía una salida. Ante él, los incansables cuadraditos blanquinegros desaparecían para dar paso a una luz maravillosa, acogedora, celestial.

    -¡Efraín, Efraín!, aquí hay salida, hay una puerta delante de mí. Tenemos que conseguir que puedas saltar a este lado -gritó entusiasmado Abel.

    -Me alegro, Abel, me alegro inmensamente por ti. Sal tú, sálvate tú, y mira si por las afueras encuentras algo para escalar. Yo te espero sin moverme, sólo tendrás que dar unos pasos cuando encuentres algo útil que me sirva para pasar a tu lado.

    -¡De acuerdo! Estate quieto, que ahora vuelvo.

    Abel se introdujo en la luz mientras Efraín esperaba intranquilo.


    Todo individuo entra alguna vez en su vida en un laberinto colosal y gigantesco de donde le será imposible salir sin la ayuda de alguna persona de buen corazón y desinteresada; si esta no existiera en la vida del que se halla dentro de tal laberinto, este ser vagaría perdido hasta la llegada de su muerte. Con frecuencia, y ante la desesperanza, siempre aparece alguien de estas características en el último momento, cuando nos vemos perdidos y estamos a punto de rendirnos. Quizá se le puedan llamar milagros o lo que uno quiera, porque lo curioso es que casi siempre son personas que nunca esperábamos, y en muchos casos, ni siquiera reales, sino virtuales; algunas veces no son palpables, de carne y hueso, los seres que nos salvan, sino que son sus ideas y pensamientos, sus fotografías o vídeos de dos dimensiones. En otros casos, ni siquiera eso, sino que tratamos con la parte unidimensional del individuo, es decir, con sus letras, las que forman sus palabras y sólo leemos en una dirección, o lo que es lo mismo, de una dimensión. Las tres dimensiones del planeta tierra es si nos ayudaran personalmente, si los viéramos enfrente, con su largo por ancho por alto. Pero este no era el caso de Efraín y Abel; a ellos los ayudó una persona de una dimensión: primero con las ideas y las soluciones aportadas para que lograran escapar del inmenso laberinto, y luego, mandando a una niña (con sus dos dimensiones, con su largo por alto) bajita y regordeta, de gran cabeza y un pelo más negro que el carbón: se hacía llamar Mafalda y andaba con una pluma estilográfica que era el doble de grande que ella. Abel la encontró nada más salir por la puerta de las celestiales luces de la salida del laberinto. Le pidió prestada la pluma estilográfica gigante y la utilizó para subir a la pared del laberinto, pasándosela al lado donde se encontraba Efraín, el cual escaló su parte de pared para descender luego a la de Abel, logrando salir del colosal laberinto. Le dieron un millón de gracias y abrazos a la niña Mafalda y le devolvieron su pluma y caminaron por la inmensidad del desierto de luces, dando grandes tragos del vino que aún les quedaba en la bota. Giraron las cabezas para ver lo que hacía la niña salvadora y vieron cómo cotilleaba la puerta del laberinto y cómo gritaba que no pensaba entrar, por si alguien quería que lo hiciera, que ella no era tonta y no se dejaba convencer por nadie, sino que hacía lo que a ella le diera la gana, y lo que le daba la gana en ese momento, fue colocarse al lado de Abel y Efraín y caminar los tres por la llanura infinita de la pantalla del ordenador, porque eso era donde se encontraban ahora los tres: una pantalla de ordenador, para ellos, inmensa. Pero estaban a gusto; hacía un calor agradable, no había viento ni brisa que molestara y el espacio iluminado era inodoro; además, todavía les quedaba queso, jamón, chorizo, pan, mucha agua y menos vino, y estaban a salvo de los lobos, del Señor de las Oscuridades y del maldito laberinto con sus psicodélicos cuadraditos blanquinegros; por lo tanto, eran enormemente felices ese día y se sentían seguros con la compañía de tan valiente niña.


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    .......................................*****



    La vida transcurre, para la inmensa mayoría de los seres que la habitan, dentro de un inmenso laberinto, donde se actúa en tres dimensiones diferentes; una, la más básica y no por ello la menos importante, ni mucho menos, es la de una dimensión (propia de los humanos), en la que el individuo expresa o recibe sus experiencias, sentimientos, fantasías e imaginación, mediante la escritura o la lectura. Los humanos actúan también en otra parecida a esta, pero de dos dimensiones, que es su expresión mediante el dibujo, la fotografía, la escultura , el cine, los cómics... Por último está su vivencia en las tres dimensiones, la de su relación con los demás y con los seres vivos e inertes de la tierra. Y sólo hay una manera de comprenderla, y es apartándose de todo, situándose en una quinta dimensión (puesto que la cuarta es el tiempo de cada uno). Para ello hay que "alejarse", para contemplarse a sí mismo durante todo el largo de su existencia. Otra manera de hacerse una idea de la quinta dimensión es encerramos en nuestro escritorio y vernos a nosotros mismos como ese personaje perdido en el laberinto de los cuadraditos blanquinegros. Entonces seremos como un Dios que observa a su hijo dentro de cuatro dimensiones a la vez. Descubriremos la primera dimensión si leemos el relato, si nos quedamos con las letras y las frases; la segunda, si a parte de leer, paseamos con Abel y Efraín por los corredores del laberinto; la tercera cuando observamos volar, sobre unos personajes sentados en lo alto de la pared del laberinto, a las aves nocturnas del infierno y al Señor de las Oscuridades; la cuarta, si recreamos en nuestra cabeza la historia transcurrida desde que entran hasta que salen del laberinto; la quinta es el Efraín que está en su escritorio, ese "dios autocreado". Cualquiera que se pierda por alguna de estas dimensiones vivirá en un laberinto por toda su existencia. Se puede perder uno por diferentes causas: alcohol, drogas, sexo, dinero, insolidaridad, avaricia, gula, egoísmo... Son muchísimas las causas por las que no se sale de un laberinto si no se recibe ayuda; y las ayudas pueden venir desde cualquier parte: leyendo, escribiendo..., Pintando, viendo películas, cuadros, esculturas..., Que te den cariño, trabajo, hacer el amor... Como vemos, hemos empezado por ayudas de una dimensión, luego de dos y por último de tres. Cuando se llega a eso que hemos llamado "dios autocreado" es cuando "nos vemos" y "vemos" clara y nítidamente. Si se consigue habremos escalado y salido del inmenso laberinto que es la vida. Todas las dimensiones interactúan entre ellas, y en todas debemos estar a salvo si queremos llegar a esa quinta dimensión.


    Efraín había comprendido que, al escapar Abel y Efraín del laberinto, él mismo había logrado huir del suyo. Si nos introducimos en nosotros mismos, apartándonos del resto de la vida, el exterior no existirá y será un suceder de días y noches que se apagan y encienden en cada despertar y en cada dormitar.

    El sueño que se le presentaba a Efraín todas las noches, ese niño de cara sucia por el llanto, de ropas raídas y zapatos rotos, ese niño que era él mismo, era su pesadilla desde que vio morir a su mejor amigo en una escalada, a altas horas de una noche gélida de su pueblo natal. A esa edad no pensaban en la muerte, pero la muerte se llevó a Abel, su mejor amigo. Decidieron subir a la montaña por las leyendas que contaban los viejos de la aldea; una aldea, que aunque cincuenta años atrás, bien podría haber convivido con una de hace quinientos años, donde los señores de los castillos se llevaban a las mozas jóvenes y bellas sin que nadie se opusiese; donde aullaban lobos por la noche y la gente no se atrevía a adentrarse en las oscuridades peligrosas.

    Efraín se convirtió en el Señor de los Reinos de las Oscuridades, como cada uno de los humanos de esta Tierra puede llegar a convertirse. Todos nos podemos transformar en ese señor, en esa bestia que recorre las monstruosidades de la oscuridad. Sólo recordar de lo que son capaces algunos: de robar, de violar, de aprovecharse del otro, de asesinar...

    Efraín logró deshacerse de la pesadilla en el momento en el que contó la historia, en el instante en el que escribió su pesadilla. Cuando Abel y Efraín salieron del laberinto se dijo que así debía ser. Una parte de él estaría con Abel, en otra dimensión, pero con él. Lo había perdido para siempre en su tercera dimensión, pero le quedaba una fotografía, sus recuerdos, y su relato; su tiempo no lo tendría más, pero ¿qué es el tiempo si te sitúas al final del universo y observas cómo viviste desde allí?

    Abel, Efraín y Mafalda habían encontrado otro mundo: el mundo virtual, el de las pantallas de ordenador, uno de dos dimensiones. En él andarían eternamente.

    El Efraín humano se compró un ordenador portátil y de vez en cuando se lo llevaba a una cafetería, a la playa, a un parque, a la montaña y, algunas noches, salía con los amigos, a vivir su vida de cuatro dimensiones; pero ahora sabía que había situado una parte de su ser en una quinta dimensión. Un ser que creía que se separaba de él poco a poco, teniendo la rara sensación de que sería esa parte de su ser la única que traspasaría la puerta de la muerte.









    Fin
     
    #4
    Última modificación: 7 de Febrero de 2013
  5. marea nueva

    marea nueva Poeta veterano en el portal

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    Ups!! aqui esta el finalll bueno leere y leere , es que llegue corriendo y como aun no tiene titulo...
    voy a leer

    :::blush::::)

    Un final precioso, de alguna manera me ha conmovido mucho, que bueno que Efraín dió paso al sueño que no dejaba salir ya estaré viendo esas dimensiones e intentando entender este laberintesco relato y sobre todo el paso de las dimensiones que afortunadamente pueden encontrarse al mismo tiempo de vez en cuando, los seres humanos somos simples en un sentido y en otro una continuidad de bellos laberintos.

    Un abrazo o dos o más
     
    #5
    Última modificación por un moderador: 7 de Febrero de 2013
  6. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Muchas gracias Ethellllllllllllll.

    Corrí para acabarlo y salvar a Mafalda en su comentario, pero no fue posible jajajajjajjajajajja, por eso, como lo intuí, copié la fotografía en el relato, así está presente jajajjajajajaja.


    Recojo esos abrazos o más y le mando yo un montón de saludos afectuosos.

    Ahora, con el final, yo también salí del laberinto en el que me había metido con esta prosa jajajjajajaja.
     
    #6
    Última modificación: 7 de Febrero de 2013
  7. Melquiades San Juan

    Melquiades San Juan Poeta veterano en MP

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    Inagotable es la fuente de sus inspiraciones amigo. Mi admiración a su trabajo.
     
    #7
  8. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    16 de Octubre de 2012
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    Muchas gracias, Don Melquiades San Juan, por su apreciado tiempo que agradezco en profundidad.

    Es usted muy amable.

    Se le saluda afectuosamente.
     
    #8
  9. princesa de fuego

    princesa de fuego Poeta que considera el portal su segunda casa

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    que gran verdad ,todos tenemos un laberinto que descifrar en esta vida,
    pero me atrapo tu laberinto,me hipnotizo tanto que no podia dejar de leerlo hasta que llego la palabra fin y me quede con ganas de mas, algun dia quizas lograre salir del mio y contar mi historia mientras, la cuento de a poquito ...
    hermosas tus letras,dichoso eres por tener ese hermoso don de las letras
    me quito el sombrero ante ti ,señor mago de las palabras
    no fue un placer leerle fue algo mucho mas grandioso ,gracias por permitirme leerte y soñar que algun dia yo pueda escribir como tu :)
    pd: se me enredaron las palabras ,secuelas de haber leido tu laberinto xd
     
    #9
    Última modificación: 18 de Febrero de 2013
  10. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Querida princesa de fuego, yo todavía no he salido de mi laberinto, creo que estoy perdido como la inmensa mayoría.

    Me va a ruborizar, pues soy un aficionado, y su historia, si la escribe poquito a poquito, como le guste a usted, bien escrita estará. Ninguno de nosotros vamos a ganar un Nobel, por lo tanto, a unos les gustará más y a otros menos, pero lo importante es que le guste a usted.

    Y muchas gracias por leerme, porque de otra manera, aunque fuese el único escritor del mundo, si nadie me leyese, ¿de qué valdría? El importante es el que lee.


    Saludos afectuosos, amiga, y le reitero las gracias.
     
    #10

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