Lágrimas en el pabellón

Algunos andenes de los viejos árboles vuelven esta noche por el sitio de los pájaros
y proyectan sobre el aire su luz de ceniza, su hábito terrestre de eterna melodía,
su inexistente espacio de estrellas lejanas, de tibios aranceles recorriendo la espuma,
de jóvenes mujeres con vestiduras de piedra y de calurosos abanicos que enturbian el agua.

La noche sacudiendo los suspiros con la boca de los muertos.
Y así escribe los silencios donde los barcos ríen con su llanto tenebroso
mientras las grietas de nuestro suelo se empalagan de tanta penitencia,
de tanto tiempo breve que atropella los caminos de la sal y la vendimia,
de las profecías del ocaso dibujando nuestra nieve más gloriosa.
Y quién podrá sostener esta lapida de mariposas.
Acaso estarán los manteles con su mancha de espinas.

El viento puede navegar las sombras borradas por tu hoja de remiendos frágiles
pero la agonía de los perros, en nuestra última pestaña, refresca nuestro hielo hasta la médula,
conduce todas las estaciones del invierno por el patio de las soledades de madera
donde el sudor se confunde con las lágrimas dejadas detrás del pabellón.