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Las galletas de la Cleo

Tema en 'Prosa: Melancólicos' comenzado por Starsev Ionich, 3 de Noviembre de 2023. Respuestas: 0 | Visitas: 157

  1. Starsev Ionich

    Starsev Ionich Poeta asiduo al portal

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    Las galletas de la Cleo

    Constanza sigue paso a paso la receta que observó en la tele el día de ayer. Mezcla con entusiasmo los ingredientes. Observa cómo se anidan, se vuelven una sola esencia. Como resultan en una gran masa afrodisiaca que es suave, flexible, que no es salada pero tampoco dulce. Para su tacto, la mezcla a veces resulta un poco perturbadora, se adhiere a su piel formando pequeños grumos como lunares de estrellas, o como copos de nieve sobre los ventanales de una gran casona olvidada. Cuando el escalofrío sube trepidante por su espalda, sacude vigorosamente sus manos y su cabeza, en un vaivén que recuerda la mezcla entre guacharacas en una serenata vallenata, caderas extasiadas por el mapalé costero y el parkinson de un viejo en etapa de negación. Sus movimientos, casi espasmódicos se calman escuchando la brisa del mar, al colarse por las rejillas y por las persianas; la mezcla de galletas va adquiriendo un sabor más tropical, más a arrecife, a manglar, a puesta de sol y canela.

    Moja sus manos y adiciona un poco más de harina a la mezcla, que ahora tiene una consistencia más sólida, más maleable, más resistente al castigo y la beligerancia. El sol de agosto ha tostado su piel hasta el punto de parecer sus brazos, tenazas de un escarabajo dorado; fuertes, castigan el amasijo. Se ejercitan hasta el punto de empezar a perder su feminidad.

    Es una mujer portentosa, trabajadora, pero sobre todo amante de la tradición. A pesar de su negado talento en la cocina quiere mantener viva la imagen de su talentosa abuela. Una cocinera innata, madrugadora, la cual solía levantarse desde las cuatro de la mañana, para ayudar a abrir la plaza y comprar los ingredientes de sus pasteles, ponqués y galletas. Faltando un cuarto para la siete, sus deliciosos productos ya estaban en el final de su fino horneado y aromas volátiles como agujas de algodón de azúcar, martirizaban a los primeros comensales que hacían fila frente a su kiosko, antes de que la abuela saliera a la playa a vender sus productos en tiempo cronometrado.

    Le parece verse en la playa junto a su abuela, como una pequeña de trenzas, llena de ilusión y desparpajo. Recibiendo la paga de los productos, entregando el vuelto, repitiendo con encanto - gracias por tu compra, que lo disfrutes - Quisiera recibir la última propina entregada con amor por su viejita querida. Sin tener contacto con las monedas y su textura. Tan solo sintiendo el peso en sus bolsillos, luego de que la gran chef los depositara allí, como si se tratara de un gran secreto de estado. –no le digas a nadie amor, que estos pesitos son solo pa´vos.

    Aquel verano, su bolsillo pesaba mucho más. Tal vez le había dado unas monedas adicionales. Tal vez fue un descuido de la vieja, que solía cantarle cada vez que dejaba caer las cinco monedas de doscientos pesos: -!Una moneda para la nena, dos por acompañar a la abuela, tres para que se compre canicas, cuatro para un emparedado, cinco para ahorrar al menos un quinto...!- ¿Pesaban las monedas por ser más de cinco, o por tener consigo el peso del destino?-

    La abuela hacia crecer el negocio y su sazón ya era conocido en todo el litoral. Compró una bicicleta, pues sus pies, incipientemente reumáticos, estaban cansados de la arena caliente y el salitre de las olas. Así podía entregar, hasta cinco veces más pedidos de lo que entregaría con sus pasos. Su nieta la acompañaba a diario, después de la escuela. Se le escapaba a su madre y se sentaba en el asientico acolchado que le había instalado especialmente para ella; visitando cada cliente, degustando paladares, que ya salivaban cuando escuchaban el pedaleo cansino de la vieja. Terminando todo lo horneado, se devolvían a casa exhaustas, con una gran sonrisa.

    Un día la vieja se fue sola, sin su nieta, y no apareció más. Ni su cicla. Y los vecinos, en el funeral -que pedía a gritos el cuerpo-, comentaban entre murmullos odiosos: -le decíamos a doña Cleo que la seguridad estaba difícil con tanto turista y extranjero, que vendiera sólo en la playa pescaito, donde tenía la más selecta clientela, que no comprara la condenada cicla. Donde habrá parado la cicla, donde andará la Cleo. Que no haya sufrido mucho y descance con la madre tierra…-

    Constanza ya no es una niña y no hornea galletas para degustar paladares. Se podría decir que las galletas que prepara, no es que sean feas. A veces se pasan de salado, o de esencia, pero más están es pasadas de tristeza, de rabia, de melancolía. Tienen un sabor caustico, añejo, que las hace casi imposibles de consumir para el gusto humano. Su sabor astringente cuenta la historia de su abuela en cada bocado.

    En su homenaje, cada verano la lavandera entra en un mutismo condenado. Repasa la receta que vio ayer en la tele, que considera es la más parecida a la de su vieja. Manda al esposo y a los niños a jugar a la playa, para reconectarse con los ingredientes, con la mezcla, con los sabores y las texturas, hasta el punto que se lo permite su poca tolerancia sensorial. Es casi espiritual la costumbre cada verano.

    Los niños entran en silencio cuando escuchan el pitito del moderno horno, cuando sienten el aroma a vainilla y llanto. Se sientan en la mesa, disimulan el mal sabor de las galletas y piden que les hable de su abuela. Constanza limpia sus últimas lágrimas, reparte las ultimas, casi chamuscadas... Con una gran sonrisa, les cuenta la historia sobre las mejores galletas del mundo, preparadas nunca jamás en la costa, entregadas en una bicicleta…

    FIN
     
    #1
    A ERIS. le gusta esto.

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