Lennon y el Comandante

Cuando en la radio sonaba “ Va a estallar el obús “ por cuarta vez aquella mañana el Capitán se acercó a mi mesa e interrumpió mi lento teclear clasificando a los mozos asturianos según fecha de nacimiento para su movilización al Servicio .

Su gesto serio no presagiaba nada bueno, en absoluto el ansiado permiso repetidas veces solicitado y no concedido ya a mitad del año.

-Te llama el Comandante, sube a su despacho y átate el botón de la camisa ¡hombre!

Yo apreciaba al Capitán Bermejo, un extremeño entrando en su último lustro profesional que, a base de traslados, había alcanzado ya la cúspide de su carrera, limitada hasta ese grado al no haber pasado por la Academia Militar.

Su discurrir diario consistía en no salirse del carril de las ordenanzas sin esperar nada más allá de sus cubatas vespertinos de paisano en el barrio humilde en el que vivía. Soltero, quizás pagando así el precio de sus ascensos, me invitaba a compartir sus tragos largos, en el fondo su soledad y desarraigo.

Al salir al pasillo para ir al tercer piso del edificio le vi mirando al suelo, sin duda preocupado por aquella insólita llamada del Oficial principal de la Unidad a un humilde recluta sin contar con la presencia de su Mando directo.

Llamé a la puerta del despacho y obtuve permiso para entrar. Me acerqué hasta la mesa de madera desde la que el Comandante Del Val regía el destino de una treintena de profesionales y un centenar de soldados de reemplazo.

Su porte, incluso sentado, mostraba orgullo de militar y un arraigado espíritu castrense quizás de origen familiar y quizás frustrado al frente de una irrelevante Unidad administrativa de provincias.

Me miró fijamente durante unos segundos para bajar la vista hacia el borde de su mesa en el que torpemente había apoyado mis manos.

Las retiré, azorado, mientras escuchaba el motivo de la llamada:

- Vasco, eres el peor soldado que he visto en mi vida.

No añadió nada más, pero siguió mirándome intentando escudriñar mi pensamiento para valorar el impacto de su insulto en forma de ofensa al hombre y al soldado sin saber leer en mi mente que aquel, y a la espera del castigo que tal acusación traería, estaba siendo ya y sería el mejor momento de mi estúpida vida militar.

Busqué de forma urgente la culpa que justificara aquella sentencia y decidí que no era posible que supiera que al mediodía, cuando los Oficiales se van a sus casas con la jornada cumplida, guardo el número del País que no leen y lo devoro con ansiedad como forma de huir de esos días rancios entre militares aburridos y soldados atados a la cantina y a la discoteca de tarde.

No podía saber que había ocupado varios de los cajones vacíos de un archivador con los artículos de opinión y suplementos culturales recortados en la penumbra de la oficina vacía.

No podía saber tampoco que perdí el paso unos momentos en el desfile de Jura de bandera, con el deshonor consiguiente, cuando escuché a varios de los compañeros gritar con entusiasmo consignas de exaltación de nuestra Compañía como la mejor en la parada.

Se me hacía imposible creer que pudiera saber que escribo las cartas a la novia de Xisquet, el carpintero de Jaraco, porque no sabe qué decirle ni cómo y el hombre, su orgullo vencido, me lo pide gesticulando nervioso con sus gruesas manos llenas de marcas de clavos rebeldes.

Era impensable que supiera que las noches del 23 y 24 de Febrero las había pasado con Fermín, el sevillano, en su coche, aparcado en el ala Oeste del cuartel, protegiéndonos del intenso frio en lugar de patrullar, fusil al hombro, como exigieron los protocolos militares del aquel 1.981.

No encontraba la forma de escribir en mi cerebro, para que lo leyera, que, siendo vasco, me horrorizaba el terrorismo y, teniendo el tipo de sangre elegida como más pura por los ideólogos nacionalistas, despreciaba profundamente su ambigüedad con la violencia.

Debería saber entonces y allí, como yo lo supe años después, que mi alegría sería sincera con los goles de Torres e Iniesta y quizás más deportiva que la suya y que me sentiría en Lanjarón o en Raxó como en mi propia casa tras vivir algunos años en otro país.

- Puedes retirarte.

- A sus órdenes, mi Comandante.

Al darme la vuelta vi mi imagen reflejada en el cuadro acristalado del Rey colgado a un lado de su mesa y lo comprendí todo: su llamada, su agravio, su frialdad y, en el fondo, el inmenso miedo que le generaban mis gafas estilo Lennon.

 

Muy buena prosa, pero que muy buena. Mis aplausos, poeta. Un cordial saludo.

 

Muchas gracias, Luis; me alegras y mucho mi quinta mañana de encierro militar por el covid.

Un abrazo

 

Entonces ya te queda poco para salir. Un abrazo.

 

Gracias, muy amable.

 

Muchas gracias, Mamen y a MP.
Luis