Los cerros de san Clemente

Los cerros de san Clemente

Todos iban cabizbajos
caminando entre el polvo,
tras las ruedas del carro;
a lo lejos un ciprés
señalaba algún cielo,
morada azul que contrastaba
con la pared blanca del cementerio.

Una campana redobla en tristes lamentos,
ceremonia tendida de hisopo,
con las manos del cura del pueblo,
que santifica al roble ataúd
y murmura palabras de muerto.

Se oye el llanto familiar
y la madera entra en el nicho;
es difícil explicar
el aroma que vino al presente,
cuando el muerto dejó viento tal
que creyeron se hacia de vientre.

Rápido abrieron la caja
esperando un vivo caliente,
pero el vivo era el monaguillo
que comió judías de siempre.

Llegó la memoria olvidada
tan lentamente esos días,
que uno cogió la pulsera,
otro el anillo serpiente,
uno más la cinta dorada
y otro el oro del diente.

Hurgaron por todas partes
buscando algún sello guardado,
y desnudando al finado...
La corbata era tan elegante,
el pantalón de marca
y la chaqueta excelente…

Le quitaron también los zapatos
de pura piel de rumiante,
y una vez enterrado
estornudó por el frío solvente.

Malvados parientes,
dejaron su cuerpo hecho lo que era,
un muerto con hijos de cera,
en los cirros de san taranto,
por los cerros de san clemente.​