Los escorpiones

Una noche, de mi pecho surgieron escorpiones.
Nacidos del corazón,
se abrieron paso con sus pinzas y aguijones
a través de todos mis tejidos.
Rompieron piel, venas, incluso huesos,
sólo para encaramarse sobre mi cuerpo resquebrajado
y mirarme entre el odio y la súplica,
como si me exigieran una disculpa por haberlos creado.

¿Acaso me había convertido en un demiurgo ajeno a su obra?
Les devolví la mirada
sin saber qué hacer.
Sentí su dolor, el veneno que les recorría
y que les haría matarse los unos a los otros
empujados por instintos homicidas
que ni ellos ni yo comprendíamos,
pero que acabarían surgiendo inevitablemente.

Yo tejí esa condena,
inconsciente de que la misma tormenta milenaria
que sopla en Júpiter
se había instalado en mí como un Demonio,
y sus vientos habían ido hilando los órganos de mis escorpiones,
así como su sangre psicópata que los empujaría a destruirse
sólo porque la naturaleza, lamida por la ira,
es así de caprichosa.

Acuné a mis criaturas hasta que empezaron a aguijonearse entre ellas,
productos de heridas vergonzosas,
confusiones
y la estupidez humana que tiende al masoquismo.
La naturaleza es una puta,
como la muerte y el amor.
Nos tatuó sus fantasías
en estos corazones tan débiles. ​