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Los laureles del cementerio

Tema en 'Prosa: Sociopolíticos' comenzado por José Luis Mendoza, 19 de Septiembre de 2015. Respuestas: 0 | Visitas: 767

  1. José Luis Mendoza

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    Los laureles del cementerio

    Por José Luís Mendoza



    Empezaron por sacarle su sangre, atrofiarle, hasta dejar inerte sus raíces y así desaparecieron sus lagunas, sus manglares, sus juncales. Se murieron sus peces y se perdieron sus camarones que eran parte casi inseparable de la vida misma, de lo consuetudinario, de lo vital. Dejaron que se pudrieran sus planchadas y no limpiaron más las alcantarillas. Las calles se preñaron de huecos, las telarañas tejieron los ojos de las cerraduras y el monte fue, con todas sus alimañas, bloqueando las entradas al barrio, al pueblo. La poca vida quedó marginada, acorralada, indefensa y a expensas de su propia suerte.

    Se fue olvidando la historia. Aquellos viejos lobos de mar venidos de más allá del oriente, con límite en la isla. De allá, donde la perla en su gran recuerdo, vinieron, llegaron y plantaron sus “gatos” casi sobre los pantanos, muy cerca de la salina, muy cerca del Lago, muy cerca del trabajo. Allí iniciaron una sociedad igual a las demás, sólo diferente por el sentimiento de hermandad entre todos, de solidaridad, de comunión y de amor por la vida y de un gran recogimiento colectivo de dolor ante la muerte.

    Después se fueron integrando totalmente, pero en número muy limitado, algunos zulianos, unos pocos corianos, no más de diez, ni más de cinco gochos. Pero llegaron a ser la misma gente con las mismas vivencias y casi la misma voluntad. Y nacieron, crecieron y desaparecieron varias generaciones. Pero la vida siempre siguió su ritmo hacia delante.

    María La Coriana era la mujer más activa en La Bolina. Era una verdadera artista en el arte de fumar el tabaco, leyendo sus cenizas y diciendo la oración respectiva. Por eso, desde casi todos los contornos, la buscaban para estos menesteres, por que casi siempre daba en el clavo: decía el pasado y el presente y tenía una gran habilidad para predecir el futuro.

    Creían en ella y a nadie cobraba por esa habilidad que algunos llamaban brujería deportiva, aunque su vivir rayaba en la miseria. María La Coriana tenía una matica muy verde, que algunos llamaban pata e´pollo, y entre sus raíces solía sepultar moneditas conocidas como mediecitos de veinticinco céntimos y aseguraba que eso le daba suerte, salud y alegría.

    Era siempre muy alegre. Los muchachos que le tenían confianza entraban y salían de su vivienda como Pedro por su casa y de vez en cuando sacaban uno que otro mediecito de la matica para comprarse chucherías, pero siempre había moneditas enterradas entre las raíces de la mata é pollo. La Coriana apareció muerta una mañana sobre su catre en el interior de su “gato”.

    Algunos dijeron que la mató el corazón, pero la mayoría no le creyó, porque estaban seguro que a las mujeres nos les da infartos. Todavía se sigue creyendo que esa muerte se debió a que Samuel, el único hijo de La Coriana, se había metido a malandro y se convirtió en el azote de todos y el pesar por esto la llevó a la tumba. En el ambiente parecía que había un permanente remolino con el humo de sus acostumbrados tabacos y no faltó quien asegurara que ese remolino blanco que se veía en La Bolina durante su velorio era el espíritu de ella que no quería abandonar el lugar.

    Contra El Cardonal se venía gestando desde hacía varios años toda la mala intención del mundo. Nadie, a excepción de sus habitantes, se preocupaba por la suerte del pueblo. Pero esta gente no cantaba con los medios ni con las influencias necesarias para enfrentar los problemas: la falta de luz, la escasez de agua, la hediondez de la laguna, los cráteres de sus únicas tres calles (Principal, Las Flores y Los Cachos); nunca pudieron tener un cementerio.

    El agua potable había que buscarla lejísimos, en las cercanías de Pueblo Nuevo, y recogerla de un tubo que la petrolera tenía ahí con vapor y salía condensada y a gotas por lo cual se hacían largas y tardías colas que los muchachos mantenían desde las primeras horas de la madrugada hasta que les llegaba el momento de llenar su lata, muchas veces en horas del mediodía.

    Para llegar al lugar había que atravesar la montaña y pasar a un lado de la cruz, la pequeña cruz, en el sitio en donde fue encontrado muerto Albertico, de 7 años, de quien se dijo había caído sobre un tubo conductor de gas y quedó asfixiado. Su cadáver fue encontrado días después y allí se levantó un pequeño túmulo y una cruz que era visible por todos cuantos transitaban el angosto y sinuoso camino. Pero pasaron muchos años para que se supiera la verdad de la muerte de este niño.

    La Mayora era la mujer más respetable de El Cardonal. La de más autoridad. La jefa de la comarca. De mucho carácter y de mayor saber por su experiencia. Nada se hacía en el pueblo sin que ella tomara la decisión, todo se le consultaba previamente. Era la que sabía de política o por lo menos la que expresaba públicamente y a todo pulmón sus puntos de vista.

    La Mayora decidió mudar la escuela a otro local y así se hizo. La Mayora ordenó que Catalino no siguiera siendo el maestro, el único maestro, porque ella descubrió que estaba enamorado perdidamente de Carmen, una bella mujer falconiana, blanca, alta, estilizada, con una cabellera color castaño que le daba en las caderas, pero que tenía su marido llamado Ramón y quién era muy amigo de La Mayora.

    Vino un nuevo maestro. Un andino con nuevos métodos pedagógicos, pero con una palmeta infernal. Se estaba extinguiendo la treintena e iniciando la década de los cuarenta del siglo 20 y ni el país ni el barrio estaban preparados para nuevos métodos de enseñanza. El Gocho también se fue…pero porque estaba locamente enamorado de su palmeta.

    La solidaridad humana, la comunión con el dolor y el sentimiento de hermandad ante la muerte eran realmente asombrosos en El Cardonal. Todos sabían de todos, y se alegraban y sufrían con todo y con todos. El intercambio, el trueque, la ayuda en común siempre estaba presente. Realmente no se conocía el abandono, por más solo que estuviera uno; ni tampoco la miseria, por muy pobre que alguien fuera. El dolor era colectivo.

    Una noche, una terrible y triste noche, se veían desde El Cardonal, allá muy lejos, muy, pero muy lejos, unos grandes resplandores. Algo así como el cielo encendido, estallado en candela. La alarma fue general y la angustia cubrió todos los corazones y los presentimientos se convirtieron en un torrente sanguíneo que sin saber aún lo que estaba pasando ya las lágrimas brotaban de los ojos.

    Horas más tarde se supo en todo el país la gran tragedia: la ciudad de las mil esperanzas, construida sobre el lago, la ciudad palafito, había sido pasto fácil, devorada totalmente por las llamas que en cuestión de horas todas las casas de madera se convirtieron en fuego infernal que se extendió por todo el perímetro construido y amenazó con avanzar por toda la costa oriental del Lago.

    Sólo una capa grasienta aún hirviente y centenares de cadáveres flotaban sobre la superficie de las aguas en ebullición. Los escombros y algunos objetos de valor, todos los bienes de las víctimas, que se resistieron a ser cenizas, fueron sepultados en el fondo del Lago. Algunos troncos, pedazos de madera chamuscados, tizones, duraron varios días con débiles alientos de llama y humo, inmóviles.

    Los muertos fueron repartidos entre las poblaciones de Bachaquero, Mene Grande, San Lorenzo, Tasajeras, Las Morachas, Campo Rojo, Taparito, Punta Gorda… A El Cardonal le llevaron ocho cadáveres, pues allí vivían familiares de esas víctimas. Todos los pueblos lloraron. Todo el país lloró. El Cardonal quedó postrado, adolorido por siempre en lo más íntimo de sus entrañas. El pueblo y su gente duró tres noches sin dormir, todos en sus tres calles, iban de un lugar a otro, deambulaban, como sonámbulos, entre velorio y velorio.

    Ahora, en estos tiempos, nadie se podría explicar cómo hacía El Cardonal para tener una permanente actividad cultural, social y deportiva. Sólo había un maestro oficial y por supuesto que no se conocían bibliotecas ni ninguna otra cosa por el estilo. La ciudad capital, la madre de la industria del petróleo, ni siquiera tenía un Liceo, sólo una Escuela Nacional con el nombre del Libertador. Pero ahí, en El Cardonal, estaban Geño y Julito. Dos bellas personas sumamente sensibles y por ello muy calumniados, pero, a pesar de todo eso: eran descompensados, sus ademanes, su hablar amanerado, sus debilidades y hasta sus sencillez no eran mengua para el gran cariño que todos los pobladores les profesaban, independientemente de las suspicacias y las malas imaginaciones nocturnas que ambos podían despertar.

    Pero, realmente, ellos eran muy serios y se comportaban con eficiencia maravillosa en casi todas las actividades de la vida. Mantenían por su cuenta, y casi sin ninguna ayuda, una escuelita a la cual asistían, hasta que empezaran la primaria y algunos hasta más allá, todos los niños sin ninguna clase de recursos a los que a sus padres y presentantes no se les cobraban un solo céntimo.

    Fueron los modistas de todos. A quien le ponían la cinta métrica le hacían un vestido, cualquier tipo de costura, bellísimas, que presentaban a las mujeres algo así como unas reinas de belleza. Eran tan expertos que con los sacos de harina gold medal hacían unas blusas y unos pantalones, unos fluxes, que quedaban tan blancos, sin ningún rastro de mancha de tinta, que parecían de lino legítimo y de primera.

    La gente decía que cuando ellos administraban una inyección hipodérmica ni siquiera sentían el pinchazo, que aquello era mejor que una picada de zancudo. Fueron los eternos rezanderos clásicos para todas las emergencias: velorios, últimas noches o novenarios, funerales, etc. Eran famosos en todo el Distrito y venían a contratarlos de todas partes por su peculiar manera de decir que dios lo saque de pena y lo lleve a descansar y brille para él (para ella) la luz perpetúa. Eso sí cuando coincidia el rezo externo con un muerto en su comunidad se repartían: uno se quedaba con los servicios foráneos y el otro venía urgente con su gente del pueblo.

    Geño y Julito organizaban actos culturales; asesoraban a la gente en la lectura; recomendaban libros; eran excelentes cocineros, pero mucho mejor reposteros y los encargos eran numerosos. Fueron unos maestros en la lectura de las cartas y en la quiromancia y dicen que administraban de vez en cuando una que otra de las siete esencias. A ellos se debió, finalmente, la mucha o la poca actividad cultural de aquellos tiempos de la cual disfrutó El Cardonal. Todavía se recuerda los grandes espectáculos que organizaban con carrozas y todo durante las celebraciones de carnaval y aquellas procesiones con todas sus parafernalias durante la Semana Santa.

    En estos días Locolindo recordaba aquella acusación que le hicieron y que se le ha quedado como un tatuaje negro en el alma. Casi todos los muchachos, sus amigos de La Salina y algunos de El Cardonal acostumbraban reunirse en la casa de Doña Guillermina. Bueno, casi todas estas familias están emparentadas entre sí: los Arrieta, los Leal, los Quintero, los Marcano, los Esparza, los Barrios, los Gómez, y por eso la mayoría de los muchachos eran una misma familia, menos Locolindo, quién una vez iba cantando por el callejón de Benito Chirinos: “yo soy Locolindo, no tengo cadena, ni voy a velorio, soy loco feliz. Dicen que el trabajo, da salud y dinero, que busque trabajo, quien se sienta mal… y Marííta, hija de María Quintero, una hermosa morena de 15 años, ojos negros, pelo castaño, ensortijados, con dos grandes promontorios turgentes a una cuarta encima del ombligo, y dos hermosas calabazas carnosas formaban sus caderas que al caminar se balanceaban como las palmeras cuando hay un viento suave, lo oyó cantar y le gritó de lejos Locolindo y el ingenuo muchacho atendió al llamado y desde aquél momento ese fue el bautizo y el sobrenombre que le duró unos cinco años hasta cuando desapareció del lugar.

    Estos muchachos formaban la gran algarabía y se bañaban a la orilla de la playa, que era como decir en el solar o patio de las casas. Luego ayudaban a rayar la yuca para la fabricar casabe y el almidón que solía hacer Doña Guillermina. Una vez un grupo de ellos se llevó un poco de almidón para fabricar unos volantines o papagayos, pero cuando se formó la sampablera por la falta del almidón, el único culpable resultó ser Locolindo a pesar de que después se comprobó que él no había ido ese día a La salina, porque estaba de visita en Las Cabillas, en la casa de los Leal y los Millán.

    Pero la madre de Locolindo le echó una paliza que lo dejó todo maltrecho y no lo dejó salir más a la calle a reunirse con ninguno de sus amigos y 15 días después lo había concertado como ayudante de Dimas, el vendedor de pan que recorría de un extremo toda la ciudad, desde Ambrosio hasta Los Postes Negros, con dos burros cargados con dos grandes barriles cada uno, repletos de distintas clases de pan de trigo: galletas de leche, pan dulce, paledonias, bizcochos, y los clásicos pan salados de a medio y de a locha. Jamás se le volvió a ver a Locolindo por los contornos de El Cardonal.

    Algunos recuerdan a estos niños y a los adultos con nasas de tela metálica, metidos hasta la cintura en la laguna pescando camarones que eran hermosos, muy grandes, colorados, carnosos. Dentro de las nasas metían granos de maíz blanco cocidos y los crustáceos entraban por una pequeña abertura en la parte de arriba de la nasa y quedaban atrapados como por arte de magia.

    Los gringos de las petroleras iban siempre los viernes a la laguna a comprar las latas de leche de cinco libras llenas de camarones que ellos usaban como carnadas y pagana a diez bolívares cada lata. Se recuerda aún que el mejor cliente era Mister Folly, porque dejaba hasta propinas. Estos mismos jóvenes pescadores de camarones eran forjadores de una parte de la economía de la población, aprovechaban al mismo tiempo para cortar el eneal, eso sí sin dañar las raíces para no dañar los placeres camaroneros, con la cual se fabricaban grandes esteras utilizadas fundamentalmente para dormir, las cuales tenían mucha demanda porque competían a la par con los pocos colchones conocidos.

    Entre las muchas tragedias vividas, El Cardonal nunca pudo olvidar la vez que se ahogó Manuelito, un muchacho moreno, atlético y gran nadador. Había salido de madrugada en su cayuco con su hermano a pescar ronquitos, curbinas, sábalos en las afueras del Lago. Cuando llegaron al sitio escogido y, a una profundidad de unas quince brazadas, Manuelito se zambulló, como era su costumbre, para escuchar el ronquido de los peces y orientarse hacia donde estaba el cardumen.

    No salió a la superficie y su hermano, en su desesperación, buscó ayuda y por muchas horas no encontraron nada. Fue sólo a los tres días cuando flotó el cadáver. Parecía un gran globo inflado y presentó señalas de la voracidad de algunos peces. Todo fue una gran consternación que duró mucho tiempo y en el recuerdo de mucha gente todavía se escucha este relato.

    Ricardo tenía tres días desaparecido y nadie sabía de él. Era soltero y vivía solo en una gran casa de madera en donde todo estaba dispuesto para la semana siguiente cuando iba a contraer matrimonio con Yolanda, una de las muchachas más bonitas de El Cardonal. Cundió la alarma, los chismes y las especulaciones porque no aparecía el Gordo Ricardo.

    Alguien dijo que desde esa casa salía un mal olor, un terrible hedor. Los curiosos se agolparon y uno de ellos pudo ver a través de una rendija que Ricardo estaba acostado en su cama, pero muy hinchado y el mal olor era insoportable. Hubo que quitarle el anillo de compromiso con una cequeta y la urna tuvo que ser fabricada por Erasmo, el carpintero del pueblo, porque las normales no sirvieron.

    Cuando murió Cataplum reventaron las gaitas y se llenó todo el barrio con sus sonidos. Había desaparecido el gaitero mayor, el mejor de todos, el más alegre, el que formaba y ponía la fiesta siempre y en cualquier parte y el que bailaba como una pluma a pesar de sus ciento veinte kilos de peso. Frisaba entre los 28 y 35 años.

    Todas las mujeres lo lloraron, jóvenes y viejas, muchos afirman que lo lloran todavía. Fue La Mayora la que se encargó de todo, encabezó el cortejo fúnebre y dirigió el gran duelo popular que se realizó con música hasta que concluyó el entierro. Los cantantes dijeron sus versos y los estribillos con gran sentimiento y melodía, mientras sus mejillas estaban húmedas por las lágrimas que brotaban a cántaros.

    Pero el crimen del Majusa todavía lo recuerdan en todo el Estado y los que no vivieron en la época se embeben con las décimas y las crónicas y se llenan de terror. Sólo hay otro hecho en toda la región que puede comparársele y ese fue el del Ciempiés que hizo pedacitos a una muchacha andina y con ella en una maleta oculta en el maletero de su carro de alquiler recorrió la gran parte de la geografía de dos Estados. Lo del Ciempiés se supo y se descubrió casi inmediatamente. Fue detenido y juzgado. Luego lo encontraron muerto en la cárcel como consecuencia de una disputa entre reclusos.

    El crimen de Majusa fue horrible, más que todo por el suspenso, la larga espera. El no saber nada del niño. Las cartas, las velas, todas las oraciones, ningún médium ni ninguna de sus prácticas medianímicas pudieron aportar rastro alguno de la existencia de Alberto, un niño de apenas 7 años que llevaba 45 días desaparecido.

    Había salido la mañana del miércoles, muy temprano, a vender los últimos quinticos que aún le quedaban. El sorteo era esa misma noche. Benito, el dueño de la agencia de lotería, le había dicho que tenía que estar de regreso temprano, antes de las cuatro de la tarde, porque si no no había tiempo para hacer las devoluciones.

    Pero llegaron las cuatro y todas las demás horas consiguientes y así transcurrió mes y medio y del niño nada se sabía y su padre y sus hermanos, él era huérfano, así como todos los habitantes de El Cardonal no dormían a la espera de alguna noticia.

    Y era un día jueves cuando se presentó a la misma agencia un hombre enjuto, con cara de hambre y ojos saltones. Presentó unos quinticos que, según él, estaban premiados. Efectivamente habían sido cantados. Así constató Benito al ver la vieja lista, pero el mismo tiempo se dio cuenta inmediatamente, por que esos números los tenía marcados, que eran los mismos que cargaba Alberto el día de su desaparición y correspondían a los billetes que él le había entregado al niños hacía 45 días.

    El apacible comerciante no pudo aguantar su compostura y empezó a temblarle las manos y su cuerpo se estremecía de pies a cabeza por constantes fluidos magnéticos. Intentó salir del local, que al mismo tiempo servía de tienda para la venta de víveres, con la intención de avisar a alguien, primero a su familia.

    Pero el extraño se dio cuenta del nerviosismo de Benito, y antes de que éste pudiera dar un paso, le colocó en el cuello un filoso y largo cuchillo, parecido a una daga, le dio un duro golpe y lo lanzó contra el mostrador. Benito quedó inconsciente y el desconocido aprovechó para huir.

    Locolindo llegó a la bodega y encontró al tendero tirado en el suelo, quejándose porque estaba volviendo en sí. Gritó con voz estruendosa y casi inmediatamente todo el pueblo estaba allí y al enterarse de lo sucedido se armaron con machetes, palos, piedras y una que otra escopeta. Hombres, mujeres, niños, ancianos iniciaron una persecución por todo el pueblo, después por la montaña. El lugar quedó desierto. Todo lo que tenía vida parecía estar tras la pista del fugitivo. La cacería humana llegó hasta Las Cinco Bocas en donde se perdieron los presuntos rastros: cada huella, cada hoja o rama caída parecían indicios para atrapar al sospechoso.

    Una honda frustración cubrió a todos los que fueron regresando poco a poco a sus residencias. Pero en los ojos y en la memoria de Benito quedaron retratados los rasgos de aquel sujeto de quien ya nadie tenía dudas de que en él se concentraban todas sospechas o de que por lo menos sabía algo del niño Alberto, quién ahora estaba cumpliendo cuarenta y siete días desaparecido y un gran misterio cubría su existencia.

    Algunos hombres del pueblo no regresaron, porque los agarró la noche tratando de capturar al individuo cuyos datos fisonómicos habían sido dados a la policía que horas de la noche se hizo presente par informarse de lo que estaba pasando.

    Al día siguiente, por la mañana, regresaron los que aún faltaban por llegar al pueblo, pero Tiberio, que había dormido casa de una de sus novias, cerca de Pueblo Nuevo, informó que por los lados de El Gasplán una señora vio a un hombre igualito al que ellos andaban buscando. No había dudas que era el mismo, afirmó Tiberio, e inmediatamente se dio parte a la policía.

    Le tomaron declaración a la señora señalada por Tiberio y en pocas horas después los uniformados capturaron a un sujeto, en La Nueva Rosa, escondido entre unos matorrales, quien al ser visto por Benito lo reconoció como la persona que trató de cobrar los billetes que al efecto habían quedado en poder del bodeguero.

    Los agentes eran cinco y tres de ellos quedaron aporreados y con moretones al tratar de salvar a Majusa de la ira de la gente que quería lincharlo.

    No tardó mucho el criminal en declarar y confesarlo todo. Hasta El Tembladar, una tupida montaña, el delincuente llevó a los investigadores policiales y allí fue encontrado el esqueleto del niño amarrado con su propia correa al tronco seco de lo que fue un gran árbol y, en un extremo, entre unos matorrales, la ropa que llevaba puesta Albertico el día de su desaparición.

    Majusa confesó que se llevó el niño hasta ese sitio, bajo engaño, con la promesa de comprarle todos los billetes. Pero también dijo que algunos años antes había hecho algo igual entre El Cardonal y Pueblo Nuevo con otro muchacho a quién después de matarlo lo dejó abandonado sobre un tubo conductor de gas y abrió una pequeña llave debajo del cadáver. Y confesó igualmente otros crímenes, la mayoría cometidos en personas menores de edad, casi todos niños.

    Pero la comunidad se mantuvo viva y unida. Seguía su ritmo. Entonces llegaron unos agrimensores, muchos topógrafos con sofisticados teodolitos y todo lo midieron, lo modificaron, lo planificaron, lo circunscribieron. Todo quedó medido, pesado y contado, encerrado en unos planos: la tierra, las esperanzas, la historia, la fe y los sentimientos de un pueblo y su gente.

    El país estaba atosigado por un aluvión de dinero, el nuevo riquismo campeaba por todos lados y las ansias de riqueza fácil preñaron las entrañas de la corrupción. La danza de los billetes fue el himno de todos y surgieron grandes proyectos fantasmas para urbanizaciones, para clubes campestres, parcelas rurales, haciendas turísticas. Los más audaces se iban a otras tierras de otros países y allá invertían con voracidad y gastaban y gastaban con la consigna de tá barato dame dos…Así se hicieron grandes negocios, grandes desbarajustes y por consiguiente grandes estafas.

    El Cardonal no podía ser la excepción de la regla. Quiénes medían dijeron que la Corporación Nacional de la Vivienda iba a levantar allí una modernísima urbanización para todos los residentes del pueblo. Que aquello iba a ser un paraíso tal como había sido prometido por el Presidente en su campaña electoral y en su programa de gobierno.

    Se supo que en las esferas locales del gobierno se corrió la especie de que en El Cardonal había grandes tesoros enterrados. Y citaban así las morocotas, el dinero, las perlas y las joyas de La Mayora, de los Marcano, de los Arrieta, de los Leal, de los Barrios, de los Peña, de los Quintero, de los Esparza, de los Blequet, de los Rodríguez, de los Mendoza. Y los cazadores de fortuna fácil, los corruptos de siempre, decidieron que la mejor manera de apoderarse de esos tesoros era enviando los tractores.

    Estos llegaron y lo destruyeron todo. Todo quedó sepultado bajo una gran pirámide de escombros. Los humildes habitantes, refugiados bajo los pocos cujíes que quedaron de pie, aferrados a sus escasas pertenencias personales, fueron reubicados en otro lugar, bastaste lejos. Fueron llevados a Los Laureles, insalubre urbanización con casas como cajas de fósforos en donde no se consiguió ninguna comodidad. Pero como ironía del destino, Los Laureles está frente al Cementerio y todo el mundo supo que la gente de El Cardonal había sido concentrada allí para que cuando se murieran no tuvieran que llevarlos muy lejos.

    La Mayora sintió que su cuerpo se iba carcomiendo por la frustración de no poder salvar a su pueblo y se llenó de angustia, dolor y pesar…Fue sepultada como una reina. Todo el pueblo estuvo con ella. Todos la lloraron y Geñito y Julito dijeron sus oraciones y letanías. Y luego se marcharon a laísla.

    ¡Y todos ya se fueron y El Cardonal duerme ahora el sueño eterno de los muertos sin que lo puedan llevar a Los Laureles!
     
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