Luga Lama

Para llegar ahí hay que soñar como despierto y fugarse a través del sonido que emite la máquina del cerebro: el cerebro suena como la chicharra que anuncia la lluvia. Tras hundirte en el vértigo de una espiral inversa, viene una paulatina deformidad del volumen, pérdida del equilibrio terrestre y ves que danzas entre nubes azufrosas, escuchando una frecuencia vibratoria inaudible para el oído humano. Lejos entonces sabes que queda el mundo y sus ciudades.

Amparado en la perene noche antigua, atraviesas paisajes de acartonadas ilusiones, al paso miras estatuas de herrumbrosos bronces, obeliscos truncados y derruidos coliseos que en sus escombros ocultan pasadas glorias e ignotas perversiones.

En aquel mundo intraterreno, está un lago donde chinos remeros te pasan a la otra orilla sobre el fango de podridas masas encefálicas, en la que encuentras un caserío de la vieja Inglaterra. La buhardilla del segundo piso de una casa blanca es la entrada a una mina que te lleva hasta Luga Lama, Necrópolis.

En una góndola se baja por el raíl, al paso ves cómo los Rectilianos, golosos, devoran los residuos de la fuerza psíquica de un cadáver, o cómo atareados trabajan en la obscena creación de un mutante, o cómo los comensales terminan de darse un festín con la energía emanada de la abyección humana, para esperar tu arribo y exclamar entusiastas: —¡Ha llegado el postre!