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Malditas Cap 2- heridas nuevas (en redacción)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Nat Guttlein, 9 de Noviembre de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 453

  1. Nat Guttlein

    Nat Guttlein アカリ

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    Mujer
    Eran las once del mediodía, papá se veía agitado al presentarse en la sala del director. Su mirada no reparó en mí, únicamente se ocupaba en observar detenidamente al hombre que segundos antes, solo se había preocupado en llamar mi atención con nimiedades sobre buena conducta y otras porquerías más. En un gesto que yo ya conocía, me indico que deseaba hablar con el señor Quiroga a solas. Pasaban los minutos y aún seguía sentada en unos bancos predispuestos en el pasillo. Las maestras pasaban y no dejaban de contemplarme, de dirigir sus ojos curiosos cargados en hastío, hacia mis Converse manchadas, ahora en color más oscuro, eso sucede con la sangre, al secarse pasa a endurecer y volverse marrón. De pronto, una señora de ojos azules y cabello a la altura del hombro se apareció frente a mí, gentilmente me ofreció un vaso de agua, uno que fue a parar al suelo. Mamá me habría castigado severamente al ver tal acto, hubiese repetido la palabra que hace años escuchaba sin cesar. -No seas ingrata, ¡agradece y sé menos tú si con eso aprendes a ser mejor señorita! No era la hija favorita, ni la que mejor vestía o actuaba, al nacer los caminos habían sido elegidos. Yo, siempre atrás de las sombras de una hermana que poseía todos los atributos que carecían en mí. Por el contrario, Laura jamás me hacía sentir inferior, entre nosotras sabíamos bien nuestros límites y amaba romper los de ella. Me conocía, la poca bondad que yo reparaba, y los misterios que nos rodeaban que se molestaba en mantener entre nuestros labios. Papá salió con el semblante cambiado, al presentarse con la señora de ojos azules que resultó llamarse Sara, sus manos se ubicaron sobre mis hombros. Luego de despedirnos y partir hacia el auto, sus ojos se posaron sobre mí. El silencio y su estatismo me quitaba el aire, no soportaba sus silencios, al verme girar e intentar salir de allí, sus manos ligeras trabaron las puertas. Fue entonces cuando comenzó a hablar. -Tienes la edad suficiente para diferenciar lo que está mal de lo que está bien Nina, tu comportamiento no se justifica. Los directivos han tenido piedad contigo y me han informado que no te expulsaran, pero que si te delegaran a otro salón. Has dejado en claro que no puedes convivir en un mismo sitio con Laura. No me castigues a mí también con tus silencios hija, háblame, ¡soy tu padre! ¿Por qué le has hecho eso a ese muchacho? ¿Por qué tanta violencia bomboncito? Las palabras que salían de su boca eran las que preferían personas como mamá o Laura, de esas cargadas de dulzura y delicadeza. A mí me provocaban fastidio, sabía y conocía mi lugar. No podía lamentarme, me daba pereza actuar sentimientos de arrepentimiento por los moretones que le había dejado a Mariano, por la sangre en mis pies. Maneje todas las posibilidades, morder mi lengua para imitar mejor un llanto desconsolado, increparle con un argumento lleno de reproches, callarme o hasta tirarle con un tenis manchado por la cabeza. De pronto las palabras salieron. -Me portare bien. -No se trata de que lo hagas siempre cuando estas cosas pasan Nina, hazlo porque así lo deseas, porque nace de tu alma ser gentil y buena niña. Bombón, sé lo especial que eres, prefieres tus libros o dibujos antes que una muñeca, un paseo por el bosque antes de un parque de diversiones. Respeto todos tus gustos, por más raros que sean y no lo hago porque llores si intento cambiarlos, sino porque te amo tal cual eres. -Debo de amar a un niño poco civilizado que intento besar a mi hermana a la fuerza? ¿Así como tú amas a una mujer que se desvive solo por bajar un kilo de más en el gimnasio papá? Ser condescendiente sin omitir palabra, ante una persona que quizás está haciendo algo que me lastima, eso es cosa tuya. Así eres tú, no yo. Las palabras se quedaron depositadas en el aire, el que ahora se había tornado más pesado que el plomo. El golpe o Laura habían quedado atrás, en un abrir y cerrar de ojos nos encontrábamos en la autopista de regreso a casa. Él intentaba disimular las lágrimas, las que yo sabía bien salían de furia e ira. Lo gozaba, en mi interior la risa pugnaba por salir, deleitarme con su sufrimiento era casi tan gratificante como ver el de Mariano u otra persona. Era de esos sentimientos que muy pocas veces salen a coalición, que fluyen enteramente como un río sin reparos, como el primer beso de amor que se deposita en tu alma. No es que yo lo supiera, tenía tan sólo siete años, pero, sin embargo, los libros que leía narraban demasiadas anécdotas llenas de sensaciones como esas. Quería huir de allí, o si al menos se iba a poner a llorar, me hubiese enviado a la parte trasera en donde se encontraba mi mp3 junto con mis auriculares, los utilizaba todo el tiempo, en más cuando él o mamá se encontraban cerca. Al llegar a casa papá se había encargado de antes, pasar por una tienda por un par de zapatillas nuevas. A las viejas, las guardo en el baúl del auto, entre tienda y tienda se había hecho la hora de pasar por Laura. No tuvo problema en hacerlo, volvíamos a casa, ahora si me encontraba en el asiento de atrás y ella junto a él. Su charla parecía más entretenida, no me lamentaba por celos u algo así, sino, porque la mueca de dolor o culpa en el rostro de papá, había desaparecido. Llegamos doce y media en punto, el almuerzo estaba compuesto por pollo al horno acompañado de papas gratinadas, mamá sabía que me gustaban. Luego de cambiarnos y lavar nuestras manos, comimos, ellos charlaban entretenidos cuando Laura, discreta, por debajo de la mesa, tomó mi mano. Estaba por soltarla cuando sentí algo dentro de ella, algo suave, al observar su color pude comprobar que era un mechón de cabello, parecía arrancado con cizaña, estaba caliente, no sé si por haber estado en su mano tanto tiempo, o por el calor que mantenía en la cabeza de su dueño. Preferí fantasear con la segunda opción. La que venía acompañada del rostro de dolor y susto de Mariano. Laura me miró, se levantó y me llamo, la seguí hacia la cocina en donde depositaríamos nuestros platos. Me sonrió y luego susurro. -No era justo que tu tuvieras unos tenis manchadas en sangre y yo nada. Es bueno guardar recuerdos, ¿no hermanita? Esto puede ser divertido. Y me dejo. Ahí sola, pensando detenidamente que el castigo es una crueldad, pero también un privilegio. Su unión y alianza no era solo un entretenimiento, sino, una virtud.
     
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