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Memorias de una Residencia

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Samuel17993, 14 de Febrero de 2020. Respuestas: 0 | Visitas: 504

  1. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Aclaraciones o contexto personal:

    Este relato no es biográfico como tal, pero se basa en experiencias personales. Mi abuela padeció Alzeihmer, mi madre tiene Lupus (recién diagnosticada tras año de serlo por fibromialgia), mi padre espondilitis anquilosante, y yo tengo un complejo historial: resistencia a la insulina (precedente de diabetes tipo 1), un ataque que afectó a mi lado izquierdo siendo pequeño, ocasionando problemas de sicomotricidad y en el habla, además de Síndrome de Asperger. He ficcionado, o intentado mejor dicho, mi propia introspección cuando escribía este relato para un concurso de dependencia de una institución vallisoletana. Esta escritura me ha permitido reencontrarme con una parte latente de mí, y es muy personal. Doloroso como un desahogo a partes iguales.

    Fragmento.

    Esta vida desencuardenada, deshilachada, donde el texto ha dejado de seguirse, las páginas de cualquier modo, en todos los sentidos. Una novela cuya llave no se tiene. Ni siquiera se sabe quién es el héroe, positivo o no. Es una serie de encuentros, personas apenas vistas que se olvidan, otras sin interés que siempre vuelven a salir. Ah, qué cosa más mal hecha, la vida.

    Tiempo de morir, L. Aragon.
    Su mirada, pétrea, como todo su cuerpo, se enfocaba en ti, sin saberse si lo hacía por algún motivo concreto. Estaba quieta en la silla con las manos cruzadas sobre sus rodillas. Así, estaba posiblemente horas mirándote, o mirando el horizonte mismo, pues no sabías qué miraba realmente, y algo te hacía pensar, imaginar, o más bien, desear... en que estuviera su mente entretenida con un recuerdo o uno de esos pensamientos profundos que, de vez en cuando, tenemos algunos mortales. Pero no. Su cuerpo, ni su mirada siquiera, se movían en ningún momento; podías estar allí horas con ella, inclusive, sin que ya cambiase su gesto. Ese estadio trágico no provenía de una maldición griega a causa de alguna gorgona, pero a veces mi imaginación deseaba —y sí, no era el mejor verbo para hablar sobre esta situación— que hubiera sido también maldecida, porque en los mitos todo era posible y, por tanto, era remotamente posible que fuera reversible. Era un deseo estúpido y perenne, casi infantil, de un reducto infantil en mí. Cuando veías esa mirada vacía y parada durante esas horas, te resignabas a comprender que aquel ser humano, que había significado algo para ti, ya no estaba.

    Estar, ser, esos verbos que en inglés se resumen en be tienen un contenido lleno de significados en el castellano, que, en cambio, se diluyen en situaciones como ésta, que recupero de lo más hondo de mí. He escuchado y leído que somos, o la única, o al menos de las pocas lenguas que tenemos diferenciados esos dos significados. Yo sabía que estaba allí, con su cuerpo delgado y raquítico, con la cara, los brazos y piernas demacradas al punto de verse claramente venas y huesos, de tal forma que pareciera estrujada al máximo, cual esponja; al igual que una naranja a la que hubieran sacado la pulpa y que no hubieran dejado zumo alguno, sacando toda su esencia (si es que esa palabra 'metafísica' tuviera valor). Ya ni siquiera se correspondía, la mujer anciana de mi infancia, con el de aquel rostro huesudo y cadavérico actual. Y eso me aterraba y, luego, me dejaba descompuesto, como un mal presagio de que aquella persona no podía ser ella. Estaba, aquella especie de vaina corporal, armazón, el traje destrozado de un actor que se dejó olvidado al terminar su actuación.

    Lo que estaba claro era que tenía una gran duda sobre si era, puesto que todo lo que recordaba de ella ya por entonces se había esfumado: su personalidad, sus hábitos, sus sentimientos, y aunque no lo sabía a ciencia cierta (pues no soy un narrador omnisciente, ni ningún dios, ni un científico con pruebas de nada), sus pensamientos. Todo ello, claro, teniendo en cuenta lo que había conocido de ella en mis pocos años de vida, en comparación a los suyos, más de ochenta, algunos de ellos en esa 'maldición'. Es decir, yo tenía una imagen o una idea sobre ella —sin ir a la filosofía, o no mucho—, gracias al pasado que viví junto a ella. Esta imagen se iba diluyendo al mismo tiempo que esa misma mujer dejaba de ser quien fue.

    Hoy día, cuál era ésta, quién era para mí, me cuesta dolorosamente responder con el desorden del paso del tiempo, ya que mis recuerdos se vienen a mí muy caóticos y sin un hilo claro...; pero, yendo más allá, intentar llegar a saber quién fue, me es más difícil todavía, como conocer todos los yoes que hemos sido, confundidos como los números que forman una gran ecuación o las ruinas de un yacimiento arqueológico. Por entonces no me hacía aquellas preguntas tan profundas, sobrecogido por la simple y aterradora impresión de que, precisamente, se había esfumado por algún tipo de fuga de su conciencia, o de lo que fuera que la hacía ser. Ya nunca volvería ser quien fue, fuera quien fuera mi abuela en sus distintas facetas y etapas de la vida. Eso era lo más aterrador, peor que el que no supiera quién era, que no supiera quiénes éramos.

    Estas diferencias verbales tenían poca o nada importancia en aquella situación, como decía. Su cuerpo seguía observando el mismo lugar, el mismo plano (si imagináramos que fuera una cámara), unas mismas imágenes: una serie de mesas y sillas de un comedor de una residencia. La gente pasaba delante de sus ojos, ya fueran enfermeras cuidando a los otros residentes, ya fueran los propios residentes en algunas ocasiones en estados similares al suyo, algunos de ellos gritando de forma descosida sin saberse qué decían, ni por qué, o los visitantes que venían cohibidos hasta allí, como unos polizones sanos yendo a una zona de cuarentena buscando a alguien ajeno a esa enfermedad peligrosísima. Yo mismamente, desde mi etapa de la infancia cuando pisé aquel lugar por primera vez, tuve un miedo tremendo. Tan lacerante como una alfanje atravesando mi hígado. La gente tenía la sensación de ser engullido por esta enfermedad, un mal sería la palabra clave, casi con tono medieval o gótico, en que todos temíamos caer y que sabíamos podríamos padecer (en cualquier momento). Y esta enfermedad creaba un malestar pesado en el estómago, en el ánimo o en las ideas. Yo tenía flotando en mi imaginación que este mal se iba clavando en la piel, en los órganos, en la mente misma, cual postilla resultado de la peste... Por eso lastraba a todos por igual al contagiarse por el aire.

    Esa enfermedad habitaba en la residencia, estaba en los malos olores, en los gritos incluso, en las mismas conversaciones sobre la propia residencia por parte de empleados o residentes, que resultaban truculentas en más de una ocasión; y daba la sensación de degenerar los cuerpos de los que allí estaban poco a poco y sin posibilidad de cambio a mejor. Los residentes, en su mayoría, por no querer asegurar algo que no sea cierto, eran ancianos y la gran mayoría, también, enfermos, al punto de que la edad y la debilidad en la salud parecían el blanco de la condena. El sentimiento de las personas era el de haber sido expulsados de un Paraíso (si es que el 'Mundo Exterior' lo había sido), hacia una cárcel-tumba en donde se marchitaba la vida, no por trabajos1, que seguramente ya tuvieron hasta la hora actual de su jubilación, sino por los padecimientos silenciosos y rutinarios que se daban con una lacerante pasividad. Llegar a aquel nuevo hogar resultaba un insulto y les hacía preguntarse, ¿qué hemos hecho nosotros para merecer esto? Ésta, aunque doliera, era una pregunta que realizaban los residentes, sobre todo los que les había sido más injusta la vida y, más aún, la llegada a la residencia.

    Los residentes se quejaban de las enfermeras, que les gobernaban las vidas junto al médico de turno, pero eran otras más dentro de esa repetición, cual reloj, que sufrían esa pestilencia. No conseguían orearla cuando limpiaban sábanas, curaban heridas, o les limpiaban intentando despegarla de su piel, ni tampoco cuando calmaban a estos hombres o mujeres enfermos. El cansancio las mataba continuamente, ya en sus tareas rutinarias, o en el deber de su rol de policías, arregla-entuertos, cuidadoras e inquisidoras de malos hábitos y contra todo acto rompedor de la calma que nunca llegaba plena, y cuando lo hacía, era envenenada, precisamente por la enfermedad, el mal... Podíamos decir que eran todos víctimas de ese infierno que nos describían unas, las supuestas 'jefas' de los penados, las cuales nunca se sentían como tal, más bien sino esclavas de aquel mal o de los propios penados; mientras, los internos, sus supuestos reos, veían su residencia allí, como un presagio de la Otra Vida que veían y olían, sentían y padecían dentro del mal de este particular purgatorio. Los visitantes nos sentíamos con el miedo de que debiera sentir un Dante de la Divina Comedia y encontrábamos distintos Virgilios en la boca de las enfermeras, los residentes o el personal de todo tipo. Pero estas condenas eran arbitrarias y fuera de todo sentido religioso, moral o social. Sufrían de alguna manera, cada uno a su modo.

    Mi abuela era ajena a aquel lugar, en parte al menos durante su enajenamiento, y cuando volvía en sí, del sitio en donde estuviera..., era como si siguiera en ese otro lugar, e incluso en otro momento de su vida. Vivía de un tiempo pasado y con otras personas, y en otras ocasiones se creía irse, o escapar, a donde su mente se le ocurriera ir, como quien decide con una ruleta su lugar de vacaciones. Por eso, en muchos momentos, se notaba más retenida que ninguno a aquel lugar, arrebatada de la cuna, o de su marido y sus hijos pequeños, que ya eran casi ancianos como ella, o de algún momento de su vida incierto, o que incluso nunca vivió... ¿Una realidad soñada, deseada, creada sin ningún motivo? De cualquier forma, a veces, decía la enajenada, realizaba grandes viajes retenida contra su voluntad. Al menos durante el periodo de su enfermedad, antes de ser petrificada por la Medusa del Alzheimer, que acabó por alcanzarla para terminar por separarla del mundo.

    La gran pregunta, pues, ¿en dónde se encontraba cuando no estaba en ningún lugar, como en esa última fase petrificada, en la que pasaba todo o casi todo el tiempo así...? ¿Sería el mismo lugar que me atormentaba al dormir, al perder la consciencia? No lo sabía. Alguna vez había y he tenido desmayos, porque a mí también me tocó una enfermedad, como a ella el Alzheimer, y esa sensación de lividez y de evanescencia de mi conciencia me enajenaba y me envenenaba, dejándome una profunda urticaria. Como adolescente sensible temía ésta, y temía con gran congoja las miradas perdidas de mi abuela. Temía ese mal ya no con urticaria, sino con sensación de crisis epiléptica. Acercarme me mareaba, me hacía temblar, y quizás me alejé, entrada la juventud, por miedo a esa idea que ya levitaba por mi mente, desde que pisé por primera vez aquel lugar siendo un niño. —Sí, intenté evadirme con una cobardía que me hace temblar hoy.

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    #1

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