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Modelo para pintar

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Cris Cam, 9 de Marzo de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 246

  1. Cris Cam

    Cris Cam Poeta adicto al portal

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    Hombre
    Modelo para pintar

    Querido Eustaquio:

    Te escribo, porque hace mucho que no lo hago. Tu has sido siempre mi mejor amigo y, aunque el tiempo y la distancia... ¡bah!, cuanta cursilería. Te escribo porque tengo ganas. Hoy, no ayer, y no sé si mañana, de escribirte y contarte, ahora, no después. Porque no sé, si no termino esta carta hoy, la terminaré mañana; y si la termino hoy, no sé si la enviaré mañana. Y de ayer no hablaré, porque se me hará el hoy ayer, y se me esfumará el olor a candil de mí ultima muda. No tengo deseos hoy, fatua esperanza, de esperar a que mañana algo digno de contarte me pase, para que suceda que nada suceda entre mi espera y nada se desespere por contarse.

    Sí, como ves, no he perdido los estúpidos y abrumadores circunloquios que hacían de nuestros carceleros, presa de indeterminantes, al no entender, presos de su ignorancia, nuestras charlas de celda oscura, tratando de descifrar nuestros códigos cuando en realidad le rezábamos al Supremo, que fue quien, finalmente, hizo posible que yo te escriba y que tú leas.

    Siempre se me confunden la espera y el trabajo, el ocio y la no espera. Porque cuando espero pinto y ansío, rezo y blasfemo, me extasío y me deprimo. Y cuando no espero, el río pasa calmo y silencioso, y las hojas del álamo vuelan sin culpa, mientras las horas pasan sin sangre, azules, lágrimas, ni misterios.

    Por eso, amigo, yo espero. Y no espero como el condenado, dibujar otra raya en su pared. ¡No! Yo espero, aun negando que espero, porque sólo tú sabes que hay cuervos detrás de mis banderas de paz, sangre debajo de mis gramillas, ocres debajo de mis gualdas, un hombre apasionado detrás de esta cara de póquer de ases.

    He pintado mucho últimamente, aunque como bien sabemos, he conseguido atiborrar mas de marcos el altillo que los atriles de las exposiciones.

    Sí, Eustaquio, algo hay de culpa en el temblor de mi pulso, pero es culpa también de mi afición obsesa por la línea recta, que cuando no la dibujo perfecta, hasta los imbéciles mandantes descubren mis vacilaciones. Creo que es hora de que deje de dibujarlas. Hasta creo que reiré y se desconcertarán las gallinas.

    Y sí, ¿porqué será, amigo, que tengo que sonreír para expresar mis satisfacciones?. Esta gente absurda no entiende. Como no entendía, aquella, mi silencio. Embriagado del aroma de su pecho transpirado, creyendo, en su egoísmo, que la amaría más pronunciando eructos y morfemas, mientras que era el viento cielo de sus ojos que atravesaba mis velas amarillas y regurgitaba una y otra vez mi esperma, entre mis latidos y su viscosa pulpa de mar.

    ¿Escucharán alguna vez nuestros estridentes silencios?.

    Acabo de presentar una obra. Cuando se la llevé al negado que tú sabes.

    Mi último deseo- Le dije.

    El botarate me preguntó si era el título de la obra.

    No,
    -le dije- por supuesto.

    Y remató preguntándome: ¿Es que no piensa pintar Ud. más?.

    No puedo creer que llegase yo con la tela dentro del tubo, mis manos manchadas de óleo fresco y el petulante me agreda con su pavoneo. A decir verdad, no sé si me lo dijo para censarme o para sugerirme que me suicide. ¡El último deseo!, lindo tema para un cuento, a ti te digo, querido Eustaquio, que tantas veces escribiste mis cuadros.

    Pero, en la última presentación, que tuve en un hotel, que prefiero no nombrar, aunque hermoso, pues te cobran más una noche en él, que lo que le pagan a las mucamas por fregar durante todo un año, me ha sucedido algo sorprendente. Y tú sabes, amigo, que ya a mis años, no me sorprendo.

    Un joven intelectualoide, de esos de ahora, que ya no usan ni barba, ni fuman en pipa, que visten de sandalias y pueden venir con una remera de Marley, Einstein, el Che o cuerpos copulando.

    Justamente, era eso lo que me molestaba, que sobre una tonta tela de algodón, un artista de aerosol de ferretería,haya plasmado a esos jóvenes rosados y horizontales que al caminar, la cadencia de su joven tórax, le imprimiese movimiento y textura.

    Pero, ¿a qué me detengo en esto? Te decía, que el jovenzuelo, y digo jovenzuelo porque, seguro, era uno de esos petulantes estudiantuchos, que van a las exposiciones porque les aburre la espera entre teóricas. El mozalbete, engreído, se cuadra frente a la tela, “La Ninfa del Ciberespacio”, que así le puse. Deberías verlo amigo, no sé si alguna vez logre venderlo, pero a mí me gusta.

    Te decía. Se planta a tres metros, a cuatro metros, a ocho metros, mira la luz, quiebra el cuello, hace la señal tarada de conspicua observación, descruzar un brazo, llevar su mano a la barbilla y cruzar los dedos como un pulpo pegoteado entre sus labios, la nariz y el rabillo del ojo derecho. Yo estaba conversando con Margot, no sé si la recuerdas, aquella vieja modelo mía que rechazó mis amores entre atriles y ahora busca en este viejo satisfacciones de liberto intelecto. ¡Oh, cuánto me hizo pintar aquella mariposa!. Y bien, ahora que se ha convertido su perfil de Coca-Cola en ánfora griega, que vaya ahora al dueño de sus cheques, a reclamarle mieles de acuarelas.

    Tenme paciencia, Eustaquio, es que ahora escribo como hablo, las ideas me abordan y no las puedo contener, como los orines de los nuevos vástagos, que saludamos como señal de vida.

    Estaba, te decía, con Margot. Ella amenazando con comprar el cuadro en que la había pintado, hacía ya 40 años, y yo con el brandy en mi mano izquierda, miraba al mozuelo, circunspecto. No había visto a nadie observar una tela mía de ese modo, desde aquella tarde en que, gloriosamente, juntamos mis acuarelas y tus romances.

    La dejé a Margot y me encaminé hacia el muchacho, no por razón pecuniaria, pues se veía a simple vista que no venía a comprar, por falta de céntimos. Tenía la esperanza de que alguien me hiciera, alguna vez, una pregunta inteligente. No sé si su primer pregunta fue inteligente, orate o yo fui el sorprendido.

    Para que te ubiques te mando una foto de la tela. Cómo ves, una joven desnuda caminando hacia el espectador, entre cintas trasportadoras, códigos de barras y láseres (¡Hay! ¡como me costaron esas líneas rubí!). Detrás, por toda luz externa, una Andrómeda que da sensación de girar en su espiral, acorde te mueves de izquierda a derecha.

    - ¿La conoce?.- Me pregunta.

    - Por supuesto, esta tela es mía.- Le respondí.

    - No. ¿Si conoce a la modelo?- Me repitió.

    - No - le contesté - los verdaderos artistas pintan desde su adentro.

    - Que raro,¿no?- Me volvió a decir.

    Hice gala de mis fusiones y recalados. Reciclando todas las sensaciones y pasión original de cuando lo estaba pintando, y le dije:

    - Representa el ideal de belleza femenina que alguna vez, por fin, deberá cruzar por las veredas de nuestras calles y las circunvoluciones de nuestro liso cerebro. Cuando las muñecas Barbi dejen de operarse la nariz, agregarse o quitarse pechos según los tengan o no, y se pongan a leer el Quijote. Mira, la naturaleza de su pelo, castaño oscuro, cayendo sobre sus hombros mientras el viento, imaginario, se lo voltea por detrás del omóplato, señal inequívoca de que avanza hacia nosotros, rauda y decididamente. Observa sus profundos ojos azabache, su piel lozana, sin marca de aceites de Nueva York, su sonrisa plena y vívida, sus colmillos supernumerarios y sus hoyuelos pícaros.

    Realicé mi primer pausa, y el jovencito me miraba con asombro, tomé aire y continué:

    - Mira sus brazos, frágiles y decididos. No cerrados, como las frígidas que muestran sus casas en las revistas, ni demasiado abiertos, como las bobaliconas que buscan príncipes, sino con las palmas paralelas, buscando la cintura de su varón, señal inequívoca de ser compañera de ruta antes que bolso de viaje. Observa, jovencito, sus pechos levemente lívidos y sus pezones turgentes, su espalda levemente desgarbada, ¡basta ya de arquitecturas del fitness!. Sus rodillas remarcadas, su muslo derecho tenso, los dedos de los pies decididamente desparejos. Pero, lo más importante, su vientre suave, su vulva pletórica, dejando caer gotas de néctar, prefigura de la ambrosía de los dioses, denunciando la ansiedad del encuentro con su hombre.

    Hice una nueva pausa, el muchacho, estira la mano suave y toca la tela con reverencia, diciéndome:

    - ¡No lo puedo creer!

    Me quedé un poco pensativo cuando noté que el joven veía otra cosa en la tela, que no era ninguna de las palabras, de mi concluida perorata. Me vuelve a preguntar como si yo fuera un viejo idiota:

    - ¿Ud. conoce a la modelo?

    - ¡No muchacho!. - Le contesté casi secamente, más intrigado, yo, que antes.

    - ¡Porque es igual a mi novia! - Me dice.

    - ¡Ah, muchacho! - le dije- todos vemos los prodigios de nuestros desvelos en la realidad que nos circunda. Vemos a nuestras madres castas como Artemisa, a nuestros padres fuertes como Hércules, a nuestros amigos honrados como Héctor y a nuestras novias bellas como Afrodita... ( sabiendo instintivamente que entendía lo que le decía)

    - No señor. Esa que pintó, ese porte, esa actitud... ¡esa, es mi novia!

    Lo miré, me quedé mudo. No quise despellejar su ilusión de ser el dueño del cuerpo, de la que yo estaba inmortalizando, más allá de mi soberbia, en el cuadro. Se fue de la galería caminando hacia atrás, cruzando y pendulando los brazos, con los pulgares en alto, como si estuviese danzando alguno de sus bailes juveniles.

    Volvió al día siguiente, ahora con una remera de Green Peace y su repetida ballena. Me saludó con afecto y, debo confesar, Eustaquio, que ya me había olvidado de lo que significaba la admiración del público. La mayoría de mis cuadros deben de estar adornando oficinas de directorios, donde se acuerdan expoliaciones, matanzas y nuevas hambres. Casi nunca conozco a sus compradores. Me dije, “a la próxima señal de afecto, voy, descuelgo el cuadro y se lo regalo”.

    De pronto, veo que Margot, que insistía con el brandy, saluda a una nueva visitante. Me quedé sin aire y se me cayó la copa al al suelo, cuando veo una joven de remerita de algodón, jean gastado, mochilita y sandalias; que avanza, con su figura desgarbada, sus dedos de sus pies desparejos, sus colmillos supernumerarios, su sonrisa pícara y sus hoyuelos, hacia mí, mientras el muchacho me hacía señales con su mano derecha, como para confirmar sus dichos de la víspera.

    Pero, mi querido Eustaquio, ¡la vida nunca nos deja en paz!. La joven, que ni miró el cuadro, no venía hacia a mí, sino hacia Margot.

    ¡Ay, Eustaquio! ¡Que no somos nada!.

    -¡Hola, Abuela!.- Le dijo.
     
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