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Palito (novela infantil). Obra finalizada

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Alicia12, 22 de Abril de 2022. Respuestas: 43 | Visitas: 2329

  1. Alicia12

    Alicia12 Poeta fiel al portal

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    Novela infantil​


    Palito


    1
    La señora Flora es una anciana lo bastante mayor como para acordarse de todos los chiquillos que ha visto crecer dando saltos, y lo que no son saltos, en el patio de vecinos de la comunidad donde reside. Vivienda que estrenó cuando se casó y de eso hacía más de sesenta años. Y desde que enviudó, para refrescarse de sus cuatro paredes, todas las tardes se despoja de su domicilio y las pasa sentada en un banco del patio de la comunidad.
    Patio en el que, dentro de sus arranques, lo máximo que se atreve a decir sobre los críos es la capacidad que tienen para hacer desaparecer hasta el cemento.
    ―Señora Flora, ¿sabe algo de Palito? ―le gritó una voz infantil, separándose del grupito de niñas, sin llegar a ella.
    ―No, preciosa, nadita de nada.
    Niña que se gira de nuevo hacía sus amiguitas y reanudan la marcha.
    ―La pregunta iba para ti, Violeta ―le dijo la señora Flora a la chica que estaba sentada en el otro extremo del banco; el que ambas compartían.
    ―Ya ―contestó Violeta con una sonrisa, quitando la vista de la revista que hojeaba―, son varios los niños y no tan niños los que me preguntan por ella.
    ―Es lógico, ya que ahora vives en el piso donde residía Palito, creerán que formas parte de su familia…
    ―Tampoco es ninguna molestia que me pregunten, señora Flora.
    ―Sobre todo los que por esas fechas eran muy críos ―continuó, como si no oyese a Violeta―, ellos sí que sintieron su ausencia, al igual que la chiquita que me acaba de preguntar por ella ―indicándole con el mentón a las niñas que pasaron de largo. Y que ahora se encontraban sentadas, a unos doce metros, en el banco que había frente a ellas―. Crecen tan deprisa…
    ―Pensaba que solo era un nombre, aunque, según parece no la olvidan por la urbanización…
    ―Tú la resucitaste. Antes de que vosotros os instalaseis en el piso donde vivía Palito llevaba al menos dos años deshabitado.
    ―Como que estar viviendo en el hogar que perteneció a una estrella hace que me sienta el centro de la pregunta.
    ―Sí, en cierta forma, te están haciendo partícipe de ello.
    Violeta le lanzó una mirada directa:
    ―¿Tanto se dejó querer?
    ―No creo que una niña sea consciente de eso. Palito no dejaba de ser una cría como las demás, eso sí, era muy vivaz y hacía piña con todos. Lo cierto es que yo cuando estoy por aquí también la echo de menos…
    ―Después de todo son los juegos y no los juguetes lo que dan vida a los niños ―dijo Violeta como si acabase de resolver algún enigma.
    Sin embargo la señora Flora se resistía a concluir su charla:
    ―Y eso que ya han pasado cuatro largos años desde que nos dejó… A la misma edad que tú tienes hoy. Porque ya eres una quinceañera… ¿No es así?
    ―Quince años y seis meses, sí. Cuente, cuénteme algo más de ella, señora Flora...
    ―Siendo ya toda una mujer como lo eres tú. Hasta el último día de su marcha y aunque fuera por un ratito, siempre y cuando estuviera por casa, Palito no dejaba de venir por el patio. De entretener a los más pequeños. Claro que su madre se marchó definitivamente del barrio un año y pico después de que lo hiciera la hija. Y quizás ese es el motivo por el cual los niños esperan su vuelta.
    ―Antes de que su madre se fuera a vivir al centro de la ciudad mandó a la niña a estudiar lejos de casa; a la península. Seguro que no quería que continuara estudiando aquí, como ella no era de las islas. A saber... También hay que decir que no era muy querida ―le confía la señora Flora―, pero no por peninsular, no vayas a pensar otra cosa, no, sino porque no se dejaba querer. Que la mujer no tenía por qué hacerlo. La mayoría de los vecinos la tachaban de antipática por el simple hecho de comportarse como una desconocida.
    ―No sabíamos nada de ella; bueno, al menos yo. Sé que trabajaba de celadora en un hospital, con turnos semanales de mañana, tarde o noche. Que saludaba a los vecinos con buenos días, las buenas tardes y sus adioses cuando salía o entraba de casa, o si la tropezábamos por la calle, sí, y de ahí no pasaba. Y nunca, que yo la viese o escuchara decir lo contrario se acercó por el patio con su hija.
    ―Recuerdo que cuando el matrimonio empezó a vivir por aquí ella estaba embarazada. Y desde el primer año de vida de Palito con quien se la veía de mano era con su padre. Como que fue él quien la acercó desde el primer instante al parque infantil. Y en unos añitos lo hizo ella; Palito bajaba y subía sola a casa.

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    #1
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    Ni Violeta hizo amago para que la señora Flora se callase ni ésta en no dejarse oír:
    ―Cuando se fue a estudiar a la península su padre ya no vivía en el barrio, y es que desde los nueve años, Palito vivía solo con su madre. Las malas lenguas solían decir que sus padres se separaron porque él trabajaba un mes y descansaba seis. Claro que por estos barrios hoy no es nada del otro mundo y este no iba a ser la excepción; cada vez son más los hombres que se ven de cháchara en las puertas de los bares o en las mismas esquinas. Bueno, esto último también lo digo por mí, porque yo no trabajé fuera de casa. Ya me hubiera gustado, pero eran otros tiempos, si bien los viejos, en nuestras añoranzas, no nos damos cuenta de que siempre son otros tiempos...
    ―Sí, mi niña, y más a estas alturas de mi vida o más bien bajura, que solo es viendo y dejando… Pero no es lo mismo para las crías; que de la misma manera que les sucede una cosa se les echa encima otra. Similar es lo que ocurre en los patios de vecinos, a veces tampoco se es consciente de que hay gente mala y sin darnos cuenta nos creamos enemigos. Por ti sabrás que a la edad de trece años para ciertas cosas aún se es una niña. Y es que no hace falta que tengamos una u otra para ponernos la zancadilla, eso es propio de nosotras, de las mujeres, pero en arreglo a nuestras edades, vamos, o eso pienso yo.
    ―Como te decía, no pasó de largo que la Amaranta, que ya sabrás quién es, ¿me equivoco?―e hizo un alto mientras que Violeta asentía con la cabeza―. Tuvo el descaro de franquear a Palito en el supermercado cuando cumplió sus trece años. De avergonzarla con el hecho de que ya era una señorita y que no debía de estar todo el día con unos y con otros. Sin embargo Palito no tenía reparos en darse o dejarse hacer con todos por igual; chicos y grandes. Sin la intención malpensada que tenemos los mayores, no, y menos con la intención de la Amaranta. De eso estoy segura, pues es una entrometida de cuidado. Y si fuera así, ¿no era una cría? ¡Ni adulta! El hecho fue que Palito no se quedó corta y por lo visto le dio para el pelo del que carece desde hace mucho…
    ―Esto me lo contó la propia Amaranta, no vayas a pensar lo contrario. Ante su queja del poco respeto que los niños le tienen hoy a las personas mayores. Vamos, como que se dio el gusto de ponerme sobre aviso de los antecedentes de Palito. ¡A mí! Que sabrá Dios cuántos niños he visto crecer en el barrio. De lo malcriada y contestona que era desde muy pequeña. Que no entendía como los padres consentían que sus hijos aún jugaran con una niña tan problemática. Y solo porque Palito le respondió con que era cuestión de pluralidad y no de divisas. Y ya me dirás tú si fue para quedarse callada.
    ―Seguro que no solo fue el modo y el tono, que actuó en arreglo a ella. Además de entrarle a la gresca con palabras más feas para que Palito le volviera a contestar al alejarse de ella. Lo que la hizo enfurecer. A mí no me quedó otra que hacerme la sorprendida cuando me dijo que Palito le soltó por lo bajini: que no había nada como darse y recibir en caricias; dándose la gracia de imitarla. Aunque después tronó: ¡Y se quedó tan fresca, Flora! Gritando, haciéndose la escandalizada. ¿Te puedes creer lo de esa niña? Me decía hecha una furia.
    ―En resumidas cuentas, no más salir del supermercado se vino derecha para acá, a donde estaba yo, hecha un basilisco. Sin poner en duda que fue por no encontrar a nadie más por el camino para deshacerse de su mal humor. Aquí, hasta este banco. Sin olvidarse del supermercado, echando pestes también de él, ya que para más inri, cuando se dirigía a las cajas a pagar se choca de frente con uno de los espejos de las columnas del local. Delante de todo el mundo.
    ―Y es que, realmente, en arreglo a la edad, los niños son vivarachos, faltaría más. Ellos irradian inocencia por todos lados, ¿por qué hay que hacerles creer en otra cosa? Al fin y al cabo no somos más que lo que vivimos en el momento dado, ¿no te parece?
    ―Bueno, tampoco me hagas mucho caso, preciosa, lo que pasa es que esa mujer saca de quicio a cualquiera. No anda más que metiéndose donde no la llaman. Por aquí no hay quien no la conozca, así que tú ándate a ojos con ella. Es exasperante ―y exhaló un suspiro. Entrando en sí―. Como si no pasásemos todos por la niñez. Si es que la vida se representa en la juventud... A veces pienso que aunque parezca que solo hay un fondo, la realidad del día a día nos indica que la diversidad no siempre da más de lo mismo.

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    #2
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    Las voces que se oían acerca de Palito no eran de su primera infancia. Niñez que pasó inadvertida. Ni con la de varios de sus amigos con los que continúa manteniendo contacto.
    Fue el resultado del intervalo en el que sus padres la mandaron a pasar una temporada veraniega en el campo con su abuela paterna Pino. Cosa que hasta esa fecha lo más alejada que había estado de ellos era el patio de la casa, a los pies de la vivienda familiar.
    No solo se podía concluir sino afirmar que al final de esas vacaciones Palito llegó al barrio con la cabeza llena de pájaros. Que sin dejar de lado su gusto por la música; los bailes que se hacían acompañar con un radiocasete con las amiguitas desde chiquita. Los compaginaba contando pequeños cuentos e historietas. Corrillo al que poco a poco y sin franja de edad se agregaba más oídos. Así como niños de otras zonas del barrio. Acto que no fue falto de otros participantes, de otras voces voluntarias.
    Entre sus juegos motivaba a sus amigas a que los padres adornaran el patio para las vísperas de algunas fiestas populares. Interviniendo ellas con distintos tipos de música. Como hacer teatrillos. Incluyendo a veces a los padres y a los vecinos, aun sin reparar en feos, los más mayores acabaron formado parte de algunas escenas teatrales.
    Tanto fue así que los árboles y las plantas de los parterres y los propios parterres del patio comunitario que de por sí estaban escaldados de tanto niño explorador, de los pelotazos, de la basura y desperdicios que echaban en ellos, volvieron a cobrar vida.

    ------


    Fue la tarde de un veintidós de junio cuando el padre de Palito depositaba la maleta de su hija en el portabultos del coche. Tras ver la hora del reloj se dijo que el trayecto, por muy despacio que condujera, no le llevaría más de cuarenta y cinco minutos llegar a casa de su madre.
    ―¿Te parece que llevemos unos pasteles? ―preguntó a su hija.
    Palito miró a su padre y se encogió de hombros.
    En carretera, incluso con música de fondo y sin intención de cambiar de postura el padre sintió el silencio de su hija. Siendo él un palabrero y dicharachero nato. A ratos la ponía al corriente sobre algunos detalles de la abuela; pese a que hacía pocos años que se había quedado sola era una anciana feliz.
    ―Vive con y para las plantas; habla tanto con las plantas de interior como con las de exteriores ―le bromeaba―. No hace ningún tipo de diferencia entre ellas; intima tanto con las que florecen, como a las que no dan ni una triste flor.
    ―Dices tonterías.
    ―Donde además ―cambiando el tono de la voz y estirándose en el asiento―, está el huerto. Que cuenta con verduras, hortalizas, algunos frutales y hierbas aromáticas. Pero eso es harina de otro costal, porque ya sabes que con las cosas de comer no se juega…
    ―Quizá lo haga yo.
    E hizo un alto.
    ―La abuela Pino, más que de oír la tele que ya no tiene, ve la radio ―le decía más adelante―. No hay rincón en la casa donde no tenga una, vamos, como que también duerme con ella ―concluyó divertido―, podría decirse que es su actual pareja.
    ―¿No hay tele?
    ―Me temo que no. Y al igual que la abuela, no es que seas muy aficionada a ella...
    ―Bueno. Ni de la radio.
    Y continuó con la perorata.
    ―Los abuelos se fueron a vivir al campo después de la jubilación de mi padre, al término de su vida laboral. Le dio el gusto a mi madre de vender la casa de la ciudad y trasladarse a vivir a un espacio rural. Adónde vamos ahora. Hecho que no le importó porque el trayecto ―continuaba―, como verás, no es largo. Era un sueño de mi madre, no así de mi padre, pero él como no tenía impedimento alguno para bajar a la ciudad cada vez que le apetecía, aceptó el cambio que le pidió su mujer.
    No faltó el instante en que aprovecha la ocasión, como uso y costumbre en él, de empalagar a su hija en relación a su nacimiento. De hacerle la observación, sin ninguna fe en ello, de lo tardía que fue su llegada al mundo. De que no estarían yendo hacia dónde iban en esos momentos porque los abuelos nunca se hubiesen ido a vivir al campo si su nieta hubiese nacido antes, ya que para ellos, tu llegada fue un gran acontecimiento.

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    #3
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    Una vez en el pueblo, el padre de Palito se bajó del coche y fue a por los pasteles.
    ―Unos kilómetros más y ya estamos ―le aclaró a la vuelta, poniendo otra vez el coche en marcha.
    En poco las pequeñas edificaciones de viviendas y almacenes se difuminaban entre las curvas de la carretera. En su lugar, por los bordes, aumentaba la vegetación, solo se veían árboles, palmeras, altísimos cañaverales, grandes zarzas, y alguna que otra pita gigante.
    Palito giró la cabeza hacia él.
    ―Este lugar es nuevo para mí… a pesar de que hemos estado muchas veces en el pueblo… ―empezó a decir―. ¿Por qué no hemos venido nunca?
    ―Porque ni a tu madre ni a mi nos gusta el campo.
    ―Pero sabes donde vive tu madre, ¿no?
    ―Sí, claro. Ahora que solo he estado pocas veces y poco rato.
    Palito no tardó en insistir:
    ―Quizá si los recuerdo…
    ―Eras chiquita.
    ―¿Y si no le gusto a la abuela?
    ―¿Cómo se te ocurre decir tal cosa? ―dijo contrariado―. ¿A quién no le gustan las niñas? Y ya no digo nada de una como tú… ―ahora zalamero―. Haréis buenas migas, pequeña. Ya lo verás.
    ―Vale ―fue la única respuesta de su hija.
    ―Todo irá bien. Acabarás el verano con un montón de amigos nuevos. Que será lo que echaras de menos, ¿me equivoco?
    E intentó atraerla hacía él.
    ―No te preocupes ―la tranquilizó un poco después―. Tu abuela está deseando tenerte con ella.
    Sabía por su padre que iba a pasar el verano con la abuela porque ellos se estaban separando. Motivo por el cual su madre accedió a que Palito se fuera de vacaciones con ella. A diferencia de él, para que la madre abriera la boca había que sacarle las palabras. Era una mujer silenciosa, y aún más en sus contratiempos, cuando no estaba de humor. Ni siquiera delante de su hija. Palito desconocía disgusto alguno por parte de su madre. No obstante por ella supo que ese verano, en el trascurso de sus vacaciones laborables, sus padres harían un viaje. En el mes de agosto. Con la intención, según su padre, de salvar el matrimonio.
    Palito no conocía a más miembros de su familia que no fuera a sus progenitores.
    Por parte de su padre, al ser hijo único, no tenía más pariente que a la abuela Pino. Sin embargo la familia de su madre era más abundante. Pero no eran de las islas. Así que difícilmente les podría conocer, como en su momento y con una sonrisa le había contado su madre. También que era la menor de dos hermanos varones, mencionándole a varios de sus primos, aunque estos también vivían muy lejos.
    El padre de Palito giró el coche y lo aparcó en la cuneta de la carretera, en sentido inverso; de vuelta a la ciudad. Frente a un conjunto de seis u ocho viviendas de una o dos plantas de altura. Con dos coches aparcados delante de ellas y con espacio suficiente para unos pocos coches más, pero el aparcamiento era de uso exclusivo para los residentes de la zona.
    ―El resto a pie, pequeña ―dijo su padre―. No te asustes, la casa no se encuentra muy arriba. Bueno, un poco sí ―le dice guiándole un ojo.
    Palito miró a lo alto y se vio rodeada de montañas y vegetación. Mucha vegetación.
    Cruzaron la carretera e iniciaron el camino que se abría paso entre dos de las viviendas. Cuesta arriba, por una acusada pendiente de tierra. A poco más de media altura el padre dobló por un recodo a su izquierda. A quien, algo más retrasada, le siguió Palito.
    En un inicio era un pasadizo estrecho y oscuro por un roque, que no tardó en aclarar. Luz que dio paso a un pasillo igual de estrecho, llano y largo, eso sí, con un suelo agrietado y, por las lluvias, con muchas piedras. Dificultándole el paso.
    No había caminado más de diez minutos cuando su padre se paró en seco. Volteó la cabeza y le gritó a su hija:
    ―Tu abuela nos saluda desde la puerta de la casa.

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    #4
    Última modificación: 24 de Agosto de 2022
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    El padre de Palito soltó la maleta en la entrada de la casa; besó a su madre en las mejillas y dijo casi solemne:
    ―Ésta es tu nieta, madre.
    ―Ésta es tu abuela Pino, hija.
    Aunque su abuela era menuda y un poco más alta que ella, Palito alzó la cabeza.
    ―Has crecido mucho, pequeña ―le dio de bienvenida, como si desde siempre fuese parte de su vida.
    ―Hola, abuela Pino.
    ―Abuela, solo abuela…
    ―El resto es cuanto ves ―de payaso, su padre abrió los brazos y giró sobre sí mismo.
    Palito echó un ojo dentro del hogar. La sala, en razón, a como se la imaginó esa misma tarde, le pareció enorme.
    ―Tiene dos salones en uno ―se dijo. Viendo que era tan grande o más que toda su casa.
    Mientras que su padre y su abuela seguían hablando, anclados en la misma entrada y sin intención de moverse, Palito inició sus pasos hacia el fondo del salón, a la pared que compartía las puertas de los dos únicos dormitorios. La cual albergaba un aparador con un estante encima repleto de portarretratos en las dos superficies. Y hasta el mismo techo, un amplio número de cuadros enmarcados con fotografías.
    De espaldas a la calle, viendo pasar a Palito al interior de la vivienda, el hijo le hizo un gesto a su madre:
    ―A ver si me reconoces en alguna… ―le gritó satisfecho su padre.
    ―Ese es mi santuario ―volvió la cabeza su abuela―. O mejor, mi altar mayor ―apuró.
    Palito había visto escenas de esas en las consolas de los vestíbulos, en mesas camillas, en estanterías o sitios similares de todos los hogares de sus amigas. Menos en el suyo. En casa no existía una máquina fotográfica ni sus padres eran aficionados a ellas.
    El día que le preguntó a su madre por qué no tenían fotos de ellos en la casa, le respondió que no eran de su agrado, que las vivencias eran para llevarlas encima y no esparcidas por cualquier lado, aunque fuese allí. Que así no tenía que escarbar mucho dentro de ella para recordarlas.
    En ese momento también pensó que su madre conservaba una foto suya en blanco y negro de colegio medio oculta en la cartera. Y cuando estaba a punto de descubrir que en una de las fotos del aparador reconocía la cara familiar de su abuelo; su abuela le susurra por detrás:
    ―¿Te has visto de chiquita?
    ―Sí ―respondió con un hilo de voz.
    En tanto que su madre acaparaba a su nieta, sin pasar del umbral, con un movimiento de mano el padre de Palito se despide de ellas.
    ―Vamos, ven conmigo, que aún nos queda todo un verano para nosotras solas… ―le pidió. Revelándole―. En el campo no hace falta que cerremos la puerta de la calle.
    Pero la cerró.
    ―Y ahora a tu habitación ―dijo después, tirando de la maleta, desviando la vista al paquete de pasteles que Palito había dejado sobre la silla que se encontraba junto a la puerta.
    ―Son del pueblo ―añade Palito.
    No fue hasta que depositó la maleta de su nieta encima de la cama para facilitarle el trabajo a la hora de deshacer el equipaje, que le comenta:
    ―Luego te pondrás con ella. Ahora daremos buena cuenta de los dulces que no es bueno que juntemos la merienda con la cena, porque esas dos son capaces de hacer estragos en nuestros estómagos.
    Yéndose a descorrer la cortina de la ventana.
    En tanto que Palito, de espaldas a ella, se deshacía de la mochila que aún colgaba de sus hombros. Ensimismada, soltándola sobre una butaca del dormitorio, entretenida sacaba de ella su pequeño radiocasete, cuando oyó que su abuela volvía hablar, que decía algo acerca de la parte trasera de la casa.
    Dándose la vuelta vio que ya separaba las hojas de cristal de la ventana, dejando al descubierto el hueco de la pared.
    ―Te decía que aquí tienes espacio suficiente para bailar, que sé lo mucho que te gusta…
    ―A ver… ―dijo mirando hacia afuera. Y de un salto apoyó los brazos en el canto, colgando la cabeza al exterior.
    ―¿Qué te parece?
    ―¡Es un patio enorme!
    ―Un jardín ―rectificó orgullosa su abuela―. Y ahora me voy a la cocina.
    ―¿Qué lo hace jardín?
    ―No tardes, pequeña ―le recomendó desde la puerta de la habitación.


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    #5
    Última modificación: 3 de Febrero de 2023
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    Con el runrún de la radio, la abuela, la esperaba sentada a la mesa de la cocina.
    ―Toma antes un sándwich… ―le dijo al llegar. Destapándolos de la servilleta con que los cubría.
    Sin tomar asiento Palito alzó el vaso con zumo de naranjas que estaba junto a un plato y cubiertos para su servicio y, desviando la cabeza, fijó los ojos en la puerta trasera de la cocina.
    ―¿Puedo salir? ―pregunta ausente.
    ―Estás en tu casa ―y viendo que su nieta no tenía intención de sentarse, insistió―. ¿Y un pastel?
    Pero Palito ya depositaba el vaso vacío en la mesa del jardín, debajo de un robusto árbol.
    Al girarse, de cara a la vivienda, se fijó en que la casa no concluía en la cocina.
    ―Tienes razón ―observó la abuela Pino saliendo de la cocina. Frente a ella―, esto es un patio.
    ―Si tú lo llamas jardín es un jardín.
    Y avanzó hacia el hueco; entre la pared de la cocina y de la ladera.
    ―¿Qué hay ahí detrás?
    ―Más macetas, la escalera de la azotea y al fondo la cancela que da al exterior.
    ―Ah ―dejó escapar con decepción.
    ―¿No te gustan las plantas?
    ―Sí, pero solo son plantas.
    Con un brazo colocado en la baranda de la escalera, le pregunta:
    ―¿Puedo subir?
    Y sin esperar por respuesta corrió escaleras arriba.
    La azotea estaba desprovista de cualquier cosa. Impoluta.
    Después de dar varias vueltas por ella, de bailar, de apoyar los brazos por los cuatro costados del muro; se sentó en la parte del muro que daba al frontis. En lo alto del huerto.
    La huerta era un terreno situado por encima del nivel del suelo, acondicionado para el cultivo. Con un muro de piedras antiguo; espacios de agricultura abundante por un lado y otro de las laderas.
    Cuando escucha una voz en lo alto de su cabeza:
    ―No irás a saltar ―le dijo un jilguero.
    ―¡Eh!
    Y se posa a su lado.
    ―¿Por qué lo iba a hacer?
    ―Tú sabrás ―le responde el jilguero.
    ―Volar tampoco ―dijo percatándose del movimiento de sus columpiados pies. Pies que levantó y cruzó debajo de ella.
    ―Oh ―expresó el jilguero.
    ―¿Mejor?
    ―No del todo.
    Palito se encogió de hombros y no dijo nada.
    Pensó que desde allí no podría caerse a menos que fuese empujada, porque, mirándolo bien ―se decía―, el muro era bastante ancho. Incluso dando un salto no tenía peligro, siempre y cuando no cayera en la zanja. Que era como se veía el pasaje desde allí arriba; entre el huerto y la casa. Aunque eso, por supuesto, lo estaba viendo en ese momento y, por muy estrecho que fuera, a ella nunca se le ocurría experimentar tal cosa. Así y todo, antes de volver abrir la boca, miró detrás de ella.
    ―¿Qué motivo me invitaría a saltar?
    ―Correr peligros innecesarios, por ejemplo.
    ―Ninguno. Que yo sepa o deje de saber.
    ―Eres una niña lista.
    ―Gracias.
    ―No hay de qué, pequeña.
    ―¡Me dicen Palito! ―expresó con voz poco amigable. Pequeña solo se lo llamaba su padre. Y esa tarde era la segunda vez que lo escuchaba salir de otras bocas.
    ―¿Ese no es un nombre de chico?
    ―Yo no he dicho que sea mi nombre. Pero si quieres, me pongo de pie.
    Pues no estaba poco contenta ella con su sobrenombre como para que ahora viniera un pájaro y le dijera como una gran cosa que Palito era nombre de chico, como si eso tuviera la menor importancia.
    Y volvió hablar. Rompiendo el silencio.
    ―Y hasta donde yo sé, tú eres un pájaro. Y si hablas es porque repites lo que dicen los humanos.
    ―¿Eso crees?
    ―Claro. Los hombres lo saben todo ―le responde molesta.
    ―Eso es mucho decir.
    ―Para ti sí.
    ―Quizá la gracia está en no adueñarse de nada.
    ―¿Hay algo que no tenga dueño?
    ―Desde luego, nuestra naturaleza.
    ―Ah, bueno. Eso es cosa de los adultos.
    ―Crecer no tiene nada que ver con la altura o con los años ―la corrige el jilguero―. Está en el desarrollo que genere cada cual.
    ―Pues eso.
    ―Eso qué ―requiere el jilguero.
    ―Que tampoco es de buena educación corregir a quien no se conoce ―le regaña.
    ―¿Y tú? ―protesta el jilguero.
    ―Lo mío fue para que no te dieras en confianza.
    ―Vaya con la niña… ¿De dónde sales, bonita?
    Momento en el que desde la trasera de la casa se escucha la voz de su abuela, llamándola.
    Salvándole la campana.
    ―¿Ves? Ni a mi abuela le importa cual es o deja de ser mi nombre ―le insistió―, solo de cómo me llaman.
    ―A mandar ―zanjó el jilguero. Inclinando el cuello hasta rozar el pico con el muro―, su señoría…
    Si bien, cuando levantó la cabeza, Palito había abandonado la azotea.




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    #6
    Última modificación: 16 de Enero de 2023
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    ―¡Estoy aquí! ―gritó Palito a mitad de la escalera.
    En el rellano vio que su abuela estaba embutida en un impermeable con capucha de color amarillo y altas botas de agua de color negro. Que al imaginarla en la cubierta de un barco bajo el ojo de una tempestad, no aguantó la risa.
    ―Estas muy graciosa.
    ―Ven, sígueme, voy a enseñarte algo.
    ―¿Vamos al huerto?
    ―Al otro extremo del jardín ―le contesta con un gesto de cabeza, indicándole que la siguiera.
    En fila de dos Palito se encamina detrás de ella. Cruzando por delante de los muebles de terraza, le insiste:
    ―¿Entonces, adónde vamos?
    En lugar de contestarle, la abuela, se repitió sin soltar prenda:
    ―Quiero que veas algo.
    Siguieron por una larga enlatada ausente de parra; ocupada por trepadoras, enredaderas, jardineras y macetas que no le dejaban hueco ni a la propia tierra. Y al final de ésta tuvieron que agacharse para pasar por debajo de la enmarañada hiedra que se entrecruzaba cubriendo un cuarto de madera. Pasillo que las llevo al otro extremo de la casa.
    El claro la cogió por sorpresa.
    ―Wauu, que buen escondite… ―articuló evocando a sus amigas―. Quién lo diría…
    ―No tardarías en descubrirlo ―le confiesa su abuela―, y me apetecía verte la cara…
    ―Esto es más que un jardín… ¿Por qué lo ocultas?
    ―¿Yo?, no pequeña. Se ha hecho a sí mismo, o ya no soy la que era… Bueno, ambas cosas.
    ―¿Mi padre sabe que existe? ―la interroga Palito. Preguntándose a su vez por qué su padre no se lo había mencionado.
    ―Para nada, criatura. Si pisó esta parte de la casa fue cuando la compramos. Y de eso ha llovido mucho…
    ―Más escondido, imposible.
    ―Tampoco es para tanto… ¿Qué te parece?
    ―Un bosque. En miniatura, pero un auténtico bosque ―dijo adelantándose unos pasos―. Claro que más alegre, con más colores.
    ―Me satisface oírte. No voy a negar que también me gusta, me consuela pensar que ahora las plantas viven a su aire ―y se dispuso a abrir el cuarto de las herramientas.
    Mientras que su abuela preparaba la manguera de regar, a ella no se le escapaba el trinar de los pájaros, dándose cuenta de su diversidad cuando se posaban o pasaban volando, sin embargo ninguno daba muestras de saber hablar.
    Después hace que se interesa por los dos bidones enormes de agua que la doblaban en altura, en el que cabrían al menos seis personas dentro de ellos ―le decía a su abuela―. Respondiéndole ésta que se utilizaban para almacenar el agua de la lluvia que recogían de la azotea.
    ―Este invierno pasado no, pero hemos tenido años que el agua les rebozaba.
    ―¿Tanto llueve aquí?
    ―Y más. A diferencia que en la ciudad, en el campo las estaciones se dejan sentir. Y como siempre, el calor ya aprieta...
    ―¿Me dejarás hacerlo? ―le preguntó, acordándose de los parterres del patio de su casa. Encantada, viendo como los regaba el vecino que estaba a cargo de ellos.
    En vista de su silencio cuando acabó de instalar la manguera:
    ―¿Me la dejas usar a mí, por favor? ―le insiste.
    ―Te pondrías perdida. Además, voy a empezar a regar por las macetas del patio. Aprovecha y da un paseo, hay flores extraordinarias; calas, esterlicias, rosas, gladiolos,…
    Palito siguió su consejo con la ilusión de volver a ver al jilguero, mas en medio de aquella selva, por lo tupido del jardín, no le parecía posible.
    Muchos de los setos tenían más altura que ella y el poco margen de espacio entre ellos le obstaculizaba el paso. Aunque como le dijo su abuela había flores maravillosas que desconocía pero no por ello dudada en quitárselas de encima para pasar entre ellas, como las malas hierbas, o las ramas que se interponían en su camino, ya que la disgustaba más de un rasguño que había recibido por los brazos y en las piernas. Y todo sin que el jilguero hiciera acto de presencia.
    Una vez de vuelta, cerca del punto de partida escuchó el sonido del agua a través de la manguera.
    ―Por favor, abuela, ahora déjame a mí ―le rogó.
    ―Por arriba ―le dice acercándose―, solo se trata de refrescarlas.
    Su abuela no solo le entregó la manguera, además fue a deshacerse del impermeable y de las botas con las que había iniciado el riego. Pues no le quedaba otra que bajar a la altura de su nieta.
    Y aunque los días eran más largos, entre juegos de yo ahora o tú después, aparte de echárseles la noche encima, acabaron caladas hasta los huesos.



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    Al terminar su desayuno, por no encontrarse la abuela con ella, Palito recogió la mesa y dejó la cocina como si allí no hubiese ocurrido nada. Comida que, en su novedad y gusto, entusiasta la había degustado despacio, muy despacio.
    ―Ya está todo ―le dijo a la abuela, al cruzarse con ella en el momento que salía de la cocina.
    ―¿Qué has hecho, criatura?
    ―También lo hago en casa.
    ―Aquí estas de vacaciones. ¿Qué tal el desayuno?
    ―Todo estaba muy rico, abuela.
    ―Supongo que sigue en pie lo esta tarde, de ir a por la leche de cabra...
    ―Sí, claro. Y el gofio, el queso, las aceitunas verdes,...
    ―Así conocerás a mi amiga Margarita; la promotora del huerto, que como ya sabes, es la mujer del cabrero. Y no olvides que te muestre donde se ubica la aldea… que a veces soy algo olvidadiza.
    ―También me puedo hacer cargo de la compra, abuela.
    ―De eso se encarga la tienda, pequeña. Aparte de alguna cosa que ya me alcanza Margarita… ―Y dejó escapar un suspiro―. No sé qué haría yo sin ella. Pero ahora venía a por ti y por una cesta de mimbre.
    ―¿Ahora?
    ―¿No me preguntabas ayer por el huerto?
    ―Sí.
    ―En este tiempo hay que ir temprano, antes de que el sol le dé de lleno.
    Palito se alegró por fuera, no así para sus adentros.
    Ella ya salía por la puerta de atrás, la que daba a la azotea. Aunque no podía rechazar la oferta de la abuela, pues le sería imposible sentarse frente al huerto, como la tarde anterior, ya que lo más probable era que la viera desde allí.
    Así que acabó diciéndose que tendría tiempo de confirmarse si el encuentro con el jilguero fue cierto o solo producto de su imaginación.
    ―Vamos entonces, que necesito unas acelgas ―haciéndose con una cesta de mimbre plana y otra para la fruta de uno de los muebles de la cocina.
    ―Cuando quieras.
    Alcanzados los tres escalones del huerto a su abuela no se le ocurre otra cosa que quedarse plantada debajo del mismo tramo del muro de la azotea en el que ella estuvo con el jilguero. De entretenerla con las hierbas aromáticas que estaban plantadas en el borde del huerto; hablándole de ellas, cortando alguna ramita, tirando de una u otra hoja seca o brotes ajenos que intentaban abrirse paso por la tierra. Aunque por mucho que se aplicase en poner al día a su nieta, Palito solo tenía ojos para los aleteos del entorno, y lo alto de la azotea.
    Hecho que intentó repetir con las verduras y las hortalizas, pero no tardó en darse cuenta de que hablaba solo para ella. De que Palito llevaba rato sin pronunciar una sola palabra.
    ―¿Palito, te preocupa algo?
    Cosa que ella negó con la cabeza, pero aun así le pregunta:
    ―Puedo salir por ahí o a pasear por el campo… ¿Se dice así?
    ―Era eso… ―se tranquiliza la abuela. Sabiendo de las licencias que le daban sus padres. Pensó que ella no iba a ser menos―. Y corretear por donde desees. Solo te pido que vayas con cuidado, porque por aquí no corres más peligro que el daño que te puedas causar tú.
    Y a continuación, por si ascendía por lo alto de la casa, camino de la montaña, aprovechó para ponerla al tanto de los pocos vecinos que residían por la loma. De recomendarle que no dudara en acudir a ellos si en algún momento se le ofrecía.
    ―¿Y el camino que sigue después de tu casa?
    ―Ese pasaje no tiene más vida que la de acabar en un estanque. El resto es intransitable. No sucede lo mismo a la inversa, por el camino que llegaste hasta aquí. Paseo que haremos juntas esta tarde, cuando vayamos a por la leche. Y me retiro, que aún tengo que poner la comida al fuego.
    Y se volvió a interesar por ella.
    ―¿Estas segura de quedarte sola?
    ―Sí, abuela.
    No había andado más de tres pasos cuando se vuelve de nuevo y le recuerda:
    ―No olvides de hacerte con la escalera si vas a coger algo de fruta.
    Tras coger de los pocos árboles frutales que tenían repartidos por el huerto unas pocas naranjas y limones, suelta la cesta en la tierra, y se acerca al margen del huerto para ver si desde allí se veía la carretera donde aparcó el coche su padre. Pero no era más que ladera. Y en el fondo, en la otra pared de montañas, lo atravesaba un ancho y largo barranco con tierras de cultivo escalonados, por lo que acabó diciéndose que la carretera se encontraba justo debajo de ella, a la derecha del barranco.
    De regreso a la casa se entretuvo pensando que al igual que su padre su abuela hablaba hasta por los codos. A excepción de su madre, le parecía que la mayoría de los adultos eran así y aunque creía que siempre hablaban con verdad, ésta se desvanecía en cuanto se quedaba sola.


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    Estaba a punto de abrir la verja para entrar en casa por el patio, cuando desde una larga rama de la higuera que estaba incrustada en el pedregoso suelo lleno de malezas y matorrales que colindaba con el huerto de la abuela, la sorprende el jilguero.
    ―¿No olvidas algo?―le pregunta sin moverse del sitio.
    ―El amigo jilguero… ―se le escapó de los labios.
    Palito retrocedió sobre sus pasos y volvió a subir al huerto:
    ―Mmm… Este era el olor tan rico que me llegaba estando en la azotea ―dijo aludiendo a la higuera―. ¿Vives aquí, en ella?
    ―Aquí, ahí, allá, ahora,… en arreglo a lo que llames vivir. No suelo permanecer mucho tiempo en un mismo sitio ―le responde el jilguero.
    ―Me gusta lo que dices. Quizá hasta algún día lo pueda hacer yo.
    Y se fue a por los dos palos largos con cuatro tacos atravesados para subirse a la higuera.
    ―El peligro te gusta más, ¿eh? ―le dijo al tiempo que ella escalaba por la higuera.
    ―Lo mismo que a ti hacer de ángel de la guarda.
    ―¿Cómo es eso?
    ―Sí. Porque ayer evitaste que me hiciera daño ―y le muestra los rasguños de los brazos y las piernas―. ¿Los ves?
    ―Y donde...
    ―En el jardín secreto de la abuela.
    ―¿Secreto?
    ―¿No te gustan los jardines?
    ―Pshsss.
    ―A qué viene ese Pshsss.
    ―A que son más de lo mismo.
    ―¿Y las flores?
    ―Pshsss.
    ―¿Vas a seguir?
    ―Las flores son para las abejas.
    ―Hablo de sus aromas, de los colores, las formas,… ¿No es eso la belleza?
    ―Por supuesto. También hay belleza en ti.
    ―Bueno.
    ―¿Bueno, qué?
    ―Que no estás diciendo nada.
    ―Estando donde estamos, qué hay para decir ―expresó el jilguero, dando pequeños saltos, intercalándose por entre las frondosas ramas de la higuera.
    ―¿No puedes hablar en serio? ―le grita Palito.
    ―¿Por decir que al césar lo que es del césar?
    ―No. Porque no dices nada del otro mundo.
    ―Entiendo.
    ―¿Significa que no tienes interés?
    ―Que el mundo que yo conozco es al que los niños le dan patadas.
    ―Eso es un balón.
    ―Igual o lo mismo, preciosa.
    ―Aunque los niños niños le dan patadas a todo lo que se les pone delante. Pero te estás riendo de mí… ―se le queja.
    ―Vamos, que solo tú puedes decir lindezas.
    ―Temía que no fueras verdad.
    ―Haber empezado por ahí. ¿Y qué otra cosa podía ser?
    ―¿Imaginario?
    ―Y si hubiera sido así, ¿qué pensarías?
    ―Ahora nada. De todas maneras lo hubiera dado por válido. Y yo también juego al fútbol.
    ―¿No dices que bailas?
    ―Y hago deportes. Y muchas otras cosas.
    ―No te engañes, pequeña.
    ―Que no me engañe ¿de qué?
    ―Lo que digo es que no eres risueña y tampoco una niña triste, después de todo eres como los chicos; despreocupada y resuelta.
    ―Pues mira que bien. ¿Contento?
    ―Si tú lo estás, yo no tengo inconveniente alguno.
    ―Pero, ¿a qué venía eso?
    ―Que si quieres algo de este lugar tendrás que ganártelo.
    ―Y donde juegan los niños al balón, si se puede saber…
    ―En una de las charcas del barranco.
    ―¿Con agua?
    ―Y con patos ―rectificando detrás―. No, tonta, de charca solo le queda la forma.
    ―Uy, que mi abuela me espera para comer… ―dijo bajando de la higuera.
    ―Pues andando.
    Pero antes de marcharse lo puso al corriente, ya que no quería volverlo a perder.
    ―Esta tarde voy a salir con la abuela, y me dirá dónde está la aldea. ¿Estarás por aquí?
    ―Estaré ―y concluyó―. Ve a por la cesta…
    Llevándose la escalera con ella, pensaba en cómo le gustaba aprender, así como en lo difícil que se lo ponían los adultos.



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    #9
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    ―De cuento de hadas… ―susurró levantando la lechera.
    No sabía si era por las recientes novedades o por el aspecto del artilugio que sacándola de la bolsa que había preparado la abuela, se iba a dar la gracia de llevar la pequeña lechera de aluminio en la mano. Aunque gracioso fue cuando le dijo que en su infancia tenían la leche en casa, y no era otra que la de poseer una cabra en la azotea.
    ―¿De verdad? ―le pregunta incrédula Palito. Abriendo los ojos como platos.
    ―De la buena, hija.
    ―No me imagino el barrio con cabras en las azoteas. Suena impensable.
    ―Claro, que en aquella época todas las edificaciones eran bajas. De una o dos plantas.
    ―Ah. Ya me parecía a mí…
    Palito y su abuela salieron de casa pasada las cuatro de la tarde.
    ―El camino parece otro ―deja caer, Palito.
    ―Y mira que voy como un rehilete ―la anima la abuela.
    Esta vez el suelo no se le resistía. Claro que le podía más la excitación de estar a escasa distancia del jilguero. De verlo revolotear a su alrededor mientras que su abuela continuaba contándole cosas de su pasado más reciente.
    ―Nunca he estado en una granja.
    ―Es solo una casa cueva. Y no tienen más animales que las cabras y unas pocas gallinas. Y, claro, sus dos perros: Canelo y Rocky.
    Desde aquella altura, aparte de recrearse la vista con el jilguero, a Palito se le iban los ojos a la hendidura del barranco que aún se le escapaba, pero, para su tranquilidad, se dijo que ya podía ver la carretera que había perdido de vista, la que la trajo hasta allí.
    ―¿Y ese olor? ―le preguntó al iniciar el descenso al barranco. Una vez que doblaron el recodo, a la derecha del camino principal.
    ―Es de los animales. ¿Te produce rechazo?
    ―No, no, solo preguntaba…
    Antes de doblar la primera y pronunciada curva donde vivían los amigos de la abuela, entre ladridos le sale al encuentro el perro que respondía al nombre de Canelo. Ladridos que no cesaron hasta recibir una buena ración de caricias.
    ―Es un buen perro, ¿a qué sí, Canelo? ―lo envolvía con su cuerpo la abuela. Sin olvidar a Rocky―. Rocky era igual, pero en su vejez ya no puede ni con su alma.
    En respuesta a la llamada de Canelo, Palito también lo acaricia por el lomo.
    ―Son como personas.
    Y detrás de Canelo surgió Margarita.
    ―Pero, bueno, Pino, que callado te lo tenías…
    ―Y ésta es de tu escuela ―la saluda mirando para su nieta, dando por concluida la presentación.
    Nieta que le devuelve la mirada interrogante:
    ―No irás a…
    ―Pues yo te veo muy buena cara… ―y dirigiéndose a Palito, cogiéndole la suya―. ¿Tú qué dices, preciosa? ¿Te enseño a ordeñar las cabras?
    ―Es una forma de hablar, Margarita.
    ―Tu abuela aún no me perdona que le dijera que la gente de campo tenemos verde a todas horas y en todas las comidas ―le replica abrazándose a ella.
    Palito dio unos pasos para ver mejor el espacio que se había abierto ante ella. Mirando en todas las direcciones; vio con claridad la carretera comarcal, también la del desvío vecinal situado en la ladera de enfrente, perdiéndolo dentro de la aldea. Otras viviendas repartidas por el entorno. Además una vía de tierra para vehículos que cruzaba el barranco y que ascendía hasta allí, hasta la misma casa del cabrero.
    ―Ayer mi padre pudo aparcar aquí.
    ―Tu padre es tu padre, hija ―le responde detrás de ella, la abuela.
    Y cambió el tema, poniéndola al corriente de la escasa o nula actividad del lugar.
    ―La aldea aún continúa en siesta ―le cuchicheó cerca de su oído.
    ―El lugar parece muerto… ―le contesta, al ver que no veía un coche en circulación.
    ―Pero por aquí te resultará fácil encontrar niños de tu edad… ―y se fue derecha a depositar la basura al contenedor. Único lugar para ese menester, y que retiraban tres veces por semana.
    Palito ya tenía los ojos puestos en el profundo y pintoresco barranco. Mucho mejor que el que veía desde la casa de su abuela. Y en cuanto se le presentó un claro aprovechó para decir a las dos mujeres que se acercaba hasta los corrales, desprendiéndose de ellas.
    Palito miró divertida los movimientos del jilguero.
    ―¡Venga! ¡Vamos a la charca!


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    #10
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    Tenía claro que al igual que en su barrio, allí, los niños tampoco hacían la siesta. Aunque para su tranquilidad, a esas horas, los padres no suelen dejarnos salir de casa. Por eso a Palito no le extrañó oír voces de niños al otro lado de un cañaveral. Ni ver a chicos sin camisas tomando el sol como lagartos sobre unas rocas. Y un tercer grupo de niños y niñas que ni siquiera dieron muestras de haberla visto.
    ―Seguro que en la charca también hay chiquillos ―dijo muy segura de sí.
    Palabras que confirmó el jilguero.
    En lo alto de la charca le pareció que aparentaba estupendamente un pequeño estadio de fútbol. A pesar de que el fondo estaba pelado, a su alrededor; desde aquella altura y hasta el mismo borde, las altas hierbas de florecillas blancas y amarillas eran como un calco de los espectadores. Y las porterías las simulaban montículos de piedras con redes imaginarias.
    ―Voy a bajar…
    Pero el jilguero ya volaba al centro de la charca.
    Ella aún se detuvo a mirar a los cuatro niños que jugaban al fútbol. Que sin protección en las porterías; eran dos contra dos.

    ―Lo bueno ―pensó mientras descendía―, es que responden con mi edad.
    Al ver que ningún niño dio muestra de haberla visto, se sentó en el inicio de la hierba, donde presumió que era el final del área de juego. Al rato, defraudada porque no se dignaron mirarla una sola vez, armándose de valor, poniéndose en pie, entró en el terreno de juego. Plantándose en medio de los montículos de piedras más próximo a ella, franqueando una de las porterías.
    Ante su invisibilidad, ya que seguían corriendo de un lado a otro del campo sin dar muestra de su existencia sin prestarle la mínima atención, y sin tirar el balón una sola vez en la portería donde ella se encontraba, decidió marcharse.
    Fue como si algo o alguien la escuchasen, porque el mayor de los niños coge el balón en las manos dirigiéndose hacia ella.
    ―Las niñas no juegan al fútbol ―le dijo el portador del balón.
    ―¿Lo dices tú?
    ―Sí. Miguel.
    ―Será aquí, porque en la ciudad sí que jugamos.
    ―Pues vete a jugar a la ciudad.
    ―Estoy de vacaciones.
    Colocándose al lado de Miguel, interviene Carlos:
    ―Tu eres la nieta de la señora Pino.
    ―¿Cómo lo sabes? ―le interroga.
    ―Aquí todos sabemos quién entra y quién sale ―volvió hablar Miguel.
    ―No hay que no se sepa ―afirmó Carlos.
    ―En eso te equivocas. Mi abuela no vive ahí ―dirigiendo la cabeza hacia la aldea.
    ―Y de las laderas de los alrededores ―concluyó Carlos.
    ―Yo juego igual que un chico ―replica Palito.
    ―¿Quién lo dice? ―le pregunta Miguel.
    ―Palito
    ―Eso salta a la vista ―ríe Carlos.
    ―¿Cómo dices que te llamas? ―insiste Miguel.
    ―Palito.
    ―Eso no es un nombre ―le responde muy serio.
    ―Y eso solo se le ocurre a la gente de ciudad ―continúa riendo Carlos.
    ―Tampoco es para que te rías como un cosaco ―amonesta a Carlos.
    ―No es reírse; es beber como un cosaco ―la corrige Miguel.
    ―Da lo mismo ―puntualiza Palito.
    ―¿Es lo mismo beber que reír? ―le preguntó con frialdad Miguel.
    ―Exagerar ―afirmó.
    ―Por qué no te largas de una vez ―la encaró Carlos.
    ―Pues a mí me gusta mi nombre. Y mucho ―le respondió desafiante―. No sé a qué viene tanta risa, cuando mi abuela se llama Pino, y no solo es el nombre de la Virgen del pueblo, además es la patrona de la provincia.
    ―Los del pueblo son unos mequetrefes―apuntó Carlos.
    Miguel agarra por un brazo a Carlos y lo separa de Palito.
    ―Y tú una listilla, como los de ciudad ―volvió a la carga Miguel, algo más retirado de ella.
    ―No menos que tú ―le señala Palito.
    ―¿Por qué no la dejas jugar? ―le pidió Alberto a su hermano―. Hoy somos pocos.
    ―¡Cállate, mocoso! ―le grita su hermano.
    ―Venga, por lo menos, déjame intentarlo ―le insiste Palito.
    ―¡Vámonos, chicos! ―concluyó Miguel. Alejándose con el resto de los niños.
    ―¡Cobarde! ―le gritó a Miguel en el momento que se adentraron entre la hierba.
    Posándose el jilguero a su lado.
    ―¡Tú no tienes qué decir! ―le lanzó a la postre.
    ―A mí que me registren ―se defiende éste aleteando las alas.
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    Última modificación: 21 de Enero de 2023
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    Con los días, Palito y el jilguero volvieron a media mañana por la charca. A pesar del desacierto de no encontrar ni un alma en ella, no dejaron de volver esa misma tarde.
    Tarde que la sorprendió con un puñado de niños jugando al fútbol. Incluido los porteros. Y por supuesto, la pandilla compuesta por Miguel, Carlos, Alberto y Chano.
    Sin pensarlo, bajó al terreno de juego. De espectadora, como la vez anterior y, sin poner atención a la alineación de los equipos, poniéndole voz al juego se dedicó a animar por sus nombres, cada vez que se hacían con el balón, a los jugadores que ya conocía.
    ―Te vas a desgañitar ―le apunto el jilguero detrás de ella. Entre la hierba.
    ―Por intentarlo que no quede.
    ―Tú sabrás.
    ―Si supiera no estaría aquí, si no en medio del campo ―le respondió sin quitar la vista del balón.
    ―¿No se te ocurre otra cosa? ―la sondea el jilguero.
    ―¿De qué?
    ―Bah, déjalo.
    Aunque al instante le propone:
    ―Podríamos ir al estanque que hay por encima de la aldea. Bueno, la Palito que yo conozco no lo dudaría un momento…
    Sabiendo que no tenía nada que hacer allí y que ya había visto cuanto tenía que ver, al no ocurrírsele algo mejor, dijo al vuelo:
    ―¿A qué esperamos?
    ―También podemos ir de vuelta, y llegarnos al estanque del otro lado de la montaña.
    ―¿Tienes amigos?
    ―Depende de cómo se mire.
    ―¿Qué hacéis en los estanques?
    ―¿Qué podemos hacer? Refrescarnos.
    Cruzando por el interior de la charca hacia la parte que daba a la aldea. Palito ascendía a paso lento. Tirando de algunas de las hierbas que le salían al paso, elaborando una corona con las florecillas blancas y amarillas.
    Corona que colocó en su cabeza cuando alcanzó la cima. Y sonriéndole al paisaje; sin volver la vista atrás, supo que no la volvería a pisar aquel terreno.
    ―¿Corremos hasta la aldea? ―le propuso al jilguero, e inició la carrera.
    Llevaba días con la intención de ir a la tienda de comestibles. Más que nada por su abuela que aunque le dijera que llevaba el entusiasmo reflejado en la cara, por otro lado no dejaba de preguntarle, de mostrar continuamente interés, durante las comidas, de cómo le iba en sus salidas.
    ―¿Correr? ―le inquirió el jilguero, desde lo alto de su cabeza. En paralelo.
    ―Me temo que lo tuyo no es el deporte ―grita Palito. Sin dejar de correr, ascendiendo hacia la carretera.
    ―Lo mismo que para ti la contemplación.
    La aldea era una sola calle con viviendas a ambos lados de la carretera. Sin más artificio que una ermita con plazoleta.
    A su paso, la gente mayor que estaba sentada al fresco, a la vera de sus casas, la saludaban con sus cabezas Hecho que alegre ella les respondía. No sin preguntarse si eran los únicos que tenían la potestad de saludar o de hablar con los desconocidos, aunque estos fueran niños.
    No menos amable fue la tendera con ella, dándole la bienvenida, halagándole la corona de florecillas. Interesándose por la abuela, aunque esto no hizo efecto en ella, ya que sabía que su abuela era clienta suya. Invitándola a pasar por la plazoleta donde jugaban las niñas; y que éstas, después de saludarlas, ya la habían mirado como a un bicho raro o como a una perdiz. Y no se despidió de ella sin mandar recuerdos y desearle una buena tarde. Diciéndole que el reloj estaba dando las siete de la tarde, pero que aún le quedaban dos horas largas de luz.
    Al poco de salir de la civilización, como la llamó el jilguero, mientras tomaba agua en el hueco de una roca que vertió Palito de su botella. Se posa un petirrojo a beber:
    ―¿De dónde sale?
    ―De la chistera ―le responde el jilguero―. ¿De dónde va a salir? ―confirmándole―. Pues de una botella.
    ―Digo la princesa, que no soy ciego.
    ―¿Prince…, qué?
    ―¿De qué habláis? ―preguntó acercándose Palito.
    ―¿De qué podemos hablar? ―manifiesta el jilguero―. De ti.
    ―Eh, que yo pregunté primero ―le dice alegre.
    En eso, de un salto el petirrojo se posó en el suelo. A picotear las migas que se desprendían de las galletas que comía Palito.
    La que a su vez, sentándose también en la tierra, se entretiene dándoles de comer de su mano.
    ―La corona no le hace justicia, no… ―le susurra por lo bajini al jilguero.


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    #12
    Última modificación: 21 de Enero de 2023
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  13. Alicia12

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    Saltó del alfeizar de la ventana al interior de la habitación y sin apagar el radiocasete lo metió en la mochila. Fue a la cocina a por agua y, en nada, ajustándose la mochila sobre los hombros llegó a la verja.
    ―¡Nos vamos! ―le gritó al jilguero desde el paso. Sabiéndolo en el ramaje de la higuera.
    Y continuó avanzando por la prolongación del camino de la casa de su abuela, en dirección al estanque del otro lado de la montaña.
    ―¿Y eso? ―le pregunta el jilguero, aludiendo a la música de su espalda.
    ―Me apetecía. ¿Te molesta?
    ―En absoluto.
    Antes de acabar de bordear la pronunciada curva que daba al otro lado de la montaña, el espacio cobraba otra vida; la vegetación disminuía y los árboles perdían altura.
    ―¿Por qué los niños no salen solos de la aldea? ―vuelve a interesarse el jilguero.
    ―De la aldea no sé, pero yo estoy aquí.
    ―¿Lo estarías sin mí?
    ―Supongo. La abuela dice que no hay peligros. Además, ¿para qué están los amigos? Para jugar, ¿no?
    ―Y para hacer cosas que cuando se está solo no tiene la menor gracia. ¿Es así?
    ―¿Lo dices por el baile?
    ―Solo te vi hacerlo el día de tu llegada.
    ―En la azotea me desperezaba.
    Al detener el paso para darle vuelta a la cinta de casete, vio que en poco el camino descendía. Aunque no era mucho, sí lo suficiente para ver desde allí que, escoltado en su cabecera por una gran hilera de árboles, estaba el espectacular rectángulo del estanque.
    ―También para hacer lo que solos no se atreven ―apuntó un gorrión, dando brincos, saliéndoles al encuentro.
    ―Si lo dices por las travesuras de los niños, siempre han existido ―defiende Palito.
    ―Desde que la tierra es tierra ―observó el jilguero.
    ―No he dicho lo contrario ―apura el gorrión―. Expuse un matiz que normalmente se nos olvida. Y abriéndose en vuelo se despide hasta las aguas del estanque.
    El camino concluyó en una alfombra de ramas y hojas secas.
    Dejando al estanque a su izquierda, enterrando sus pies en el suelo, Palito se adentró en la sombra, bajo la espesura del primero de los enfilados árboles. Donde deshaciéndose de la mochila la apoya en él. Lo mismo hace con ella. Y quitándole el envoltorio al radiocasete lo coloca bajo sus pies.
    Al instante se le acerca un verderón:
    ―Se acabó la buena vida.
    ―¿Qué te ha hecho la cría? ―le responde un mosquitero, situándose a su lado―. Ni siquiera la has dejado llegar…
    ―Son muy ruidosos ―insinúa con tono airado―. Y detrás vendrán los otros. Nunca falla.
    ―Él sabe que los niños no vienen por aquí porque se lo tienen prohibido. Aunque más de dos veces le he oído decir que no vienen por ser un lugar sagrado… ―les aclara un pinzón.
    ―Pues a mí no me lo han prohibido ―confiesa Palito e intenta tranquilizar a verderón―. No es más que música, cantada, pero música, verderón.
    Si bien acaba apagando el radiocasete.
    ―No tienes por qué hacerlo ―le dice el jilguero.
    ―A los maestros les molesta casi todo. Y a verderón, la música lo que más ―les revela el mosquitero.
    ―¿Maestro? ―pregunta con curiosidad Palito.
    ―De todo y aprendiz de nada ―dijo socarrón el pinzón.
    ―Para verderón, por ser innato el canto ya le es nada. Él ha llegado más lejos que la mayoría de nosotros… ―explica el mosquitero.
    ―Bobadas ―responde el verderón, restándose importancia.
    ―Maestro aéreo ―ironiza el pinzón―, o del espacio, si lo prefieres.
    ―¡Anda ya! ―expresa Palito― ¿Qué es eso?
    ―Y qué lectura tiene ―inquiere el jilguero―. Nunca escuché ni oí tal cosa.
    ―Usar a los demás pájaros para montar sus numeritos en el aire ―precisa el pinzón.
    ―No lo hacen frecuente, aunque puedo decir que yo he visto algunas de sus acrobacias ―apunta el mosquitero.
    ―¿Podemos verlos nosotros? ―pidió Palito―. A mí me encantaría.
    ―No es para los hombres, y aún menos para los mocosos ―le responde el propio verderón.
    ―Qué tontería ―le lanza Palito―. Entonces, ¿para qué te das la molestia de enseñar?
    Sin prestar más atención a los pájaros, con la intención de bordear el estanque, Palito enciende de nuevo el radiocasete y lo devuelve a la mochila. Con la misma, de un salto, se pone en pie y sale de la espesura de los árboles.
    Al momento se le acerca el jilguero y le pregunta:
    ―¿Qué haces?
    ―Esos están locos… ¿A ti te gustan?
    ―Tampoco es cuestión de hacerles mucho caso. Lo bueno de echar unos ratos… Nada más lejos del momento dado.
    ―A nosotros, en la ciudad, lo prohibido nos dura lo que el día. No creo que por eso dejen de venir los niños por aquí.
    ―No siempre depende de ellos, siendo como es una propiedad privada.
    ―¿Ves lo mismo que yo? ―le pregunta viendo acercarse al estanque una gran bandada de pajaritos.
    ―El calor ―deduce el jilguero.
    Aunque cuando miró hacia el estanque, supo que no era así. Porque los que ya estaban posados sobre el muro, sin hacer el menor sonido, movían las patitas y sacudían sus alas al ritmo de la música que portaba a su espalda.



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    #13
    Última modificación: 20 de Enero de 2023
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  14. Alicia12

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    Plantaba unas semillas, en tanto que con la mirada buscaba al jilguero, cuando sus ojos se topan con los pies de la figura de Miguel. Que a la espera de ser visto se mantenía como un mástil en lo alto de los peldaños del huerto.
    ―Hola ―la saluda alzando la voz, mientras se acercaba.
    ―¿Hace mucho que estás ahí? ―le pregunta.
    ―¿Me puedo sentar? ―y sentándose en la tierra, frente a ella, le ofreció su ayuda.
    ―Gracias. Pero si dejo que lo hagas tú me quedo sin hacer nada. Aparte de que me encanta hacerlo.
    ―Quería pedirte perdón.
    ―¿Por?
    ―Por nuestras groserías.
    ―Pues sí que te has dado prisa… Aunque por eso no se pide perdón.
    ―Pues mis disculpas.
    ―Te pega mejor la chulería ―lo provoca Palito.
    ―Ahora no viene a cuento.
    ―En cambio yo te doy las gracias, mira tú por dónde. Aunque la verdad, hace días que lo hice.
    ―Pues si me las hiciste llegar, no me enteré.
    ―Lo hice para mí. Porque en realidad jugar al fútbol no es nada divertido.
    ―Estás diciendo tonterías.
    ―Para lo que sirve…
    ―Nosotros jugamos con las niñas a otras cosas.
    ―Y tú me vas a decir a mí a lo que tengo o no tengo que jugar.
    ―Nadie te lo dice.
    ―De todos modos has perdido el tiempo. Lo mismo que me pasó a mí con vosotros, que tampoco fue así del todo, ya que no dejé de recibir una lección.
    ―Si tú lo dices… ―y añadió―. ¿Se lo dijiste a tu abuela?
    ―¿A mi abuela? ¿Ella qué tiene que ver? ―tras las preguntas, se dio la respuesta ―. No, no me lo digas. Porque aquí todo se sabe, ¿no?
    ―Mi madre dice que las formas me pierden.
    ―Cómo para estar dándole vueltas a lo mismo… Y eso ya lo hace un balón, ¿me equivoco?
    ―El fútbol es mucho más que un juego.
    ―Ya. Por eso, al igual que yo, mi abuela no se entretiene con esas majaderías. Que se despreocupe tu madre.
    ―Ella me dijo que viniera a disculparme.
    ―¿Y cómo lo supo?
    ―Por mi hermano, ¿por quién si no?
    ―En mi barrio pasa igual. Los chismes no se diferencian con los de un pueblo.
    ―Yo no soy un pueblerino. No te equivoques.
    ―Qué más da.
    ―Mi madre me lo dijo por quién es tu abuela; que no estuvo bien lo que hicimos.
    ―Hiciste lo que te nació y punto.
    Palito se quedó recordando las palabras que le dijo su madre en relación, con el bien y el mal, cuando tuvo la disputa con Begoña. La que a partir de aquella riña, hasta la fecha, era su mejor amiga.
    En vista de que Miguel se mantuvo callado, volvió a tomar la palabra:
    ―¿No crees que eres bastante grandito para saber lo que está bien y lo que está mal? ―e imitó a su madre―. Lo importante es adquirir pensamiento propio. Tú, solo tú, eres el responsable de tus actos, nadie más.
    ―En lo que no creo es en que tengas que comerme la oreja.
    ―Entonces no podrás confirmarles a tus amigos lo listilla que soy.
    ―¿Vas a seguir? ―dijo a regañadientes.
    ―Vaya, yo que estaba a punto de decirte que debiste venir con Carlos, pero te manejas muy bien solo.
    ―Pues claro.
    ―Tampoco es cosa de seguir al pie de la letra lo que nos dicen los padres. Hay cosas que deben de quedar entre nosotros.
    ―Lo dudo.
    ―La próxima vez le contestas a tu madre que sí, que pediste perdón, y santas pascuas. No se va a enterar de nada de lo que no ha pasado, pues ya me dirás que pasó si lo sabes. ¿Sucedió algo?
    ―Claro que no.
    ―Pues eso, le dices a tu madre que sí, y luego haces lo que te dé la gana.
    ―Dices cosas raras.
    ―Bah, las cosas de los adultos no son las mismas que las nuestras. A mí nadie me tiene que convencer de lo que ya sé. Así que te hubieras ahorrado el viaje. Bueno, dos viajes, porque ya que no lo mencionas, ayer vi a Carlos merodeando por aquí. Estiraba el cuello tras el muro.
    ―Está con mi hermano por ahí afuera.
    ―¿No les gustó lo que hacía en la higuera.
    ―El que te vio, fue él. Dijo que hacías cosas extrañas.
    ―Si canturrear es extraño… ―observó, si bien hablaba y hacía gestos con el inquieto jilguero y un mirlo.
    ―Es la tercera vez que nos acercamos.
    ―No me dais pena. Y si no te entraste ayer fue porque no quisiste ―ya que después de almorzar se entretenía por el jardín o el huerto. El tiempo que junto a la radio, su abuela echaba una cabezada en el sofá.
    ―Si quieres podemos…
    ―Ni te molestes ―lo corta.
    ―Bueno, me voy ―dijo al tiempo que se levantaba.
    ―Adiós. Y saluda a los de ahí afuera.
    ―De tu parte.


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    #14
    Última modificación: 3 de Febrero de 2023
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  15. Alicia12

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    Esa mañana se despertó ansiosa. Con la única idea de volver al estanque del otro lado de la montaña. Obviando el hecho de que la propiedad fuera privada, diciéndose que si ella había sido invisible para unos, bien podría pasar inadvertida para otros.
    Y ya puesta, sabiendo como sabía que a los parlanchines de los pájaros la música no les hacía la menor gracia y, presumiblemente, como tampoco volvería a ver tantos pajaritos como vio en el muro del estanque, no llevaría con ella el radiocasete. Que no volvió a salir más allá del alfeizar de la ventana.
    En su lugar, metió en la mochila la toalla de playa que ya usaba algunas mañanas para tomar el sol en el patio. Más uno de los tres libros que su madre le compró como tarea para las vacaciones, y que aún permanecían inertes sobre la mesita de noche.
    Mientras que el jilguero se acercaba hasta las aguas del estanque, ella se dirige al espacio de la arboleda. Al mismo punto donde había estado la mañana anterior. Que para su sorpresa, ni uno de más o de menos, allí estaban el verderón, el mosquitero y el pinzón, que al verla aparecer, mirándose entre ellos, guardaron silencio.
    Después de saludarlos con un gesto, separa las ramas del suelo que había delante del árbol. Luego saca la toalla de playa de la mochila y la extiende sobre las hojas secas y con la misma se tiende boca abajo, de cara al estanque.
    Al instante, plantándose delante de ella, el verderón le pregunta:
    ―¿Decías algo?
    ―No ―le responde seca, con los ojos fijos en el suelo.
    ―Ni ayer entendiste una sola palabra.
    ―De un liante como tú, desde luego que no ―Y aunque le dijo la verdad a medias no significó que le hubiese mentido―. Es más ―como si ya lo tuviera aprendido―, si lo sabes, no sé qué haces aquí.
    Y entreteniéndose con la mochila, extrae el libro.
    ―Vaya, esas alas sí que son lustrosas… ―le comenta el pinzón, acercándose, sin quitar los ojos del libro.
    ―¿De qué hablas? ―le pregunta.
    ―De las alas que tienes entre las manos.
    ―¿Tú crees?
    ―¿Qué si lo creo? ¡Lo sé! ―afina el pinzón.
    ―No es que me guste leer… ―comienza a decir.
    ―¿Tú me has oído decir algo sobre leer? ―la corta el pinzón.
    ―Porque leer, lo que se dice leer… Siempre se nos queda más lo oral. Es decir, lo práctico ―apuró el mosquitero.
    ―Ya. Siempre y cuando lo oigas muchas veces, porque lo que se oye una sola vez es puro aire ―deduce Palito.
    ―Ni falta que hace, lo importante es el lenguaje, lo que se mueve… ―apura el pinzón.
    ―A Palito no le atrae el vuelo ―manifestó el jilguero, llegando a ellos.
    ―¡A todos los críos les gustaría volar! ―expone con vehemencia el verderón.
    ―Tampoco soy tan cría ―protestó―. Además, lo que he dicho es que volar solo es un medio de transporte. Nada más.
    ―Lo que prima es el movimiento, querida. En todo. ―repuso el verderón.
    ―Habló el maestro ―dijo mirándolo con recelo.
    ―A lo mejor ella acaba apostando por la ciencia ―comentó el mosquitero.
    ―Un poco locos sí que están ―se confirma mirando para el jilguero.
    ―A ti te lo oigo… Aunque quedaría mejor decir ociosos ―masculló el verderón―. Y tú tampoco te quedas corta.
    ―Vamos, que sois unos loros ―dedujo Palito.
    ―¡Y tú una tortuga! ―fingió el verderón―. ¡Vamos, contigo niña!
    ―No más lejos de lo que es representar un papel ―dijo el mosquitero.
    ―Es lo que tienen los críos ―repuso el pinzón, y añadió―. No hay especie que no intente matar el tiempo. Es decir, vivir.
    ―Pero también aprendemos a ponernos en la piel ajena. Pero el verderón no se entera.
    ―¿Acaso no te vale la propia? No me vengas con pamplinas, niña ―la espetó el verderón.
    ―Ponerse en la piel no es lo mismo que representar un papel ―apunta Palito.
    ―En el fondo son lo mismo, pequeña ―dijo el jilguero.
    ―¿Cómo va hacer lo mismo? ―lo mira con enojo―. ¿Dónde queda lo que sentimos?
    ―Quizá no es más que la diferencia que pueda haber entre la risa y el llanto. Es decir, avatares ―le responde.
    ―Entre fingir y actuar, es decir, en lo que nos concierne o interesa ―zanja el pinzón.
    ―Tampoco suelo pensar lo que digo… ―intenta arreglarlo Palito.
    ―No tienes por qué disculparte ―le dice el pinzón.
    ―¡No lo hago! ―expresó sin amilanarse―. Quería decir lo poco que sé…
    ―Nosotros tampoco pensamos lo que decimos ―apura el mosquitero―. No vayas a creer lo contrario.
    ―A mí lo que me gusta es aprender ―respondió Palito.
    ―No hay de lo que no se aprenda; se aprende de todo. Porque, mirándolo bien, importante, lo que se dice importante no hay nada ―concluyó el verderón, moviendo la cabeza en sentido horizontal.
    De esta forma, las mañanas de Palito, después de su sustancioso desayuno, ir al estanque del otro lado de la montaña se volvió una excursión diaria. Claro, que pajarillos habían muchos, pero no para conversar, discutir o simplemente contemplarlos. A veces le asombraba la cantidad de pajaritos que había por todos lados.
    Ella ya los oía en sus trinos en la urbanización de su barrio, pero de ahí a verlos; debía fijarse mucho entre los árboles y eso fue algo que hiciera alguna vez con las amigas, sin que por ello les prestase la menor atención. Pero verlos corretear como lo hacían por el campo, nunca.


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    #15
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    Para su sorpresa, en una de sus visitas a la tienda de comestibles, Palito ve a Miguel del otro lado del mostrador.
    ―Tenía que haberlo pensado. ¿Cómo no se me ocurrió?―se dijo contrariada. Puesto que por ser una tienda de las que llamaban de aceite y vinagre debía esperar el turno para que la atendieran.
    Pero bastó una mirada de la madre para hacer desaparecer al hijo.
    Después de despachar a un par de clientas, mientras que su marido atendía por el otro lado del mostrador, la tendera se fue directa a ella. Sin dejar de hablar, cordial y correcta como siempre, preguntándole, interesándose por su abuela. Sin olvidarse, incluso ya de espaldas a punto de salir del establecimiento, de enviar saludos y desearle una buena tarde.
    De repente, fuera del local, al tiempo que daba unos pasos, distraída, desenvolviendo un caramelo, desde lo alto, reaparece Miguel. Haciendo ruido desde una de las ventanas del segundo piso. Que logrado el efecto deseado, le dice:
    ―Sabemos lo que haces ―Cerrándola detrás de él.
    De todas formas, sin que las palabras de Miguel le causaran impresión alguna, y por si alguien más la estaba mirando, no dejó de echar un ojo a su alrededor.
    ―Como si yo fuese ciega ―se dijo al instante―. Claro que los chicos son más atrevidos, más valientes que ellas, que las niñas, pero eso no les añade valor alguno, y muchas veces el efecto que causan es lo contrario.
    Desplazándose de la ruta del estanque, se apresuró a salir de la aldea, salvando los obstáculos que le ofrecía aquella parte del barranco.
    El jilguero ya le había dicho que los colegas habían emigrado barranco arriba. A los estanques de la parte alta. Porque en verano, aquel era el lugar que más utilizaban los niños para sus juegos. Y no eran, que se pudiera decir, muy amables con ellos.
    Con el único pájaro que se cruzaban por el lugar era con el petirrojo. Con el que Palito compartía el gusto por lo dulce.
    Y por arte, sin que la magia interfiriera en ello, en vuelo se le acerca el comediante del petirrojo.
    ―Me pareció verla por la aldea… Princesa.
    Escucharlo alegró a Palito.
    ―Por eso estamos aquí ―le dijo, deshaciéndose de la mochila para apoyarse en una piedra.
    Después se acomoda en el suelo, y se la coloca la mochila sobre la falda. Sirviéndole al jilguero y al petirrojo el agua en la tapa de la botella de aluminio. Bebió ella. Agua que no olvidaba por la insistencia de la abuela de que allí, por la ausencia de nubes en el cielo y la falta de brisa, el sol achicharraba a cuanto se le ponía por delante.
    ―No has traído lo muy muy… ―dijo impaciente el petirrojo.
    ―Y lo menos menos también ―riendo, abre una bolsa de patatas saladas.
    ―Aparte de princesa, eres una toda una artista… ―musitó complaciente. Ya que también le gustaba lo salado.
    ―Eres un zalamero ―le dijo con gracia, Palito. Dándose cuenta de cuanto le atraía quienes la llamaban de forma diferente.
    ―Y tú la flor más bella.
    ―¡Oh, muchas gracias!
    ―A mandar, princesa.
    ―¿Aún te quitan el sueño? ―intervino el jilguero.
    ―Como si no lo supieras… Sabes bien que solo utilicé las palabras de la abuela.
    ―¿Por bonitas?
    ―O por lo que nos gusta oír. Qué más da.
    ―Eso te honra ―le dice el jilguero.
    ―¿Me qué?
    ―Que no te dejas arrastrar ―saltó el petirrojo. Que al instante deseó no haber dicho nada.
    ―Que sigues tus instintos ―le aclara el jilguero.
    ―Vamos, que no te falta agudeza ―añade el petirrojo.
    ―Lo puedes decir, amigo ―lo apoya el jilguero.
    ―Pero, ¿De qué habláis? ―quiso saber Palito.
    ―Nada que necesite de respuesta, pequeña.
    ―Yo solo sé que me lo paso muy bien con vosotros.
    ―Me temo que no somos quienes te abramos la vista ―habló el petirrojo―. Sin embargo los amigos y los que no lo son tanto tal vez sí.
    ―Eso es cierto ―apuntó el jilguero.
    ―Nunca se sabe ―repuso Palito.
    Al final. Después de dar buena cuenta de las golosinas, de satisfacer sus pequeños caprichos, retomaron juntos el camino del estanque.



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    #16
    Última modificación: 3 de Febrero de 2023
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    ―No estará contando las ramitas… ―insinúa curiosa.
    ―Juegan a los palillos ―le contesta el jilguero.
    ―¿Jugar? ¿Solo una?
    ―¿No has jugado a los palillos?
    ―¿A un juego de pájaros? Que yo sepa, todo juego que se precie es de contar.
    ―Sobre todo porque es un juego de los humanos.
    ―No puede ser. Imposible.
    ―Pregúntale a las tórtolas. Por eso no se van espantar.
    Palito se salió del sendero sorteando las dificultades del medio natural. Sentándose en otra piedra, muy cerca de ellas.
    ―Buenas tardes, guapa ―la saluda, levantando la vista una de las tórtolas.
    ―¿Cómo estás? ―le pregunta la otra.
    ―Bien, muchas gracias. ¿Y vosotras?
    ―Jugando ―respondieron a la vez.
    Y con la misma les pregunta si era verdad; si jugaban, y si el juego se llamaba los palillos como le dijo el jilguero.
    ―Pero en arreglo a nosotras, ya que las ramas son nuestro fuerte ―le responde una de ellas.
    ―¿No conoces el juego? ―dudó la otra.
    ―No. Pensé que el jilguero me gastaba una broma. Ni lo he oído ni sé de su existencia.
    ―Pues es algo vuestro ―le aclara la tórtola (1).
    ―Eso dice él ―le contesta.
    ―Claro, que es muy antiguo ―dijo la tórtola (2).
    ―Lo asombroso es veros jugar ―murmuró tímida. Sin saber a cuál dirigirse de tan iguales―. Me pareció que solo jugaba una de vosotras.
    ―Es un juego de habilidad ―intervino el jilguero.
    Las tórtolas recogieron con sus picos el haz de ramas que tenían junto a ellas y las tiraron sobre la piedra en la que jugaban, en medio de ambas. Sin hacer otro movimiento.
    ―Así se inicia el juego ―le mostró la tórtola (1).
    ―¿Y quién ganó la partida anterior? ―quiso saber Palito.
    ―La destreza ―le responde la tórtola (2).
    ―Pero, ¿cómo se juega? ―insistió sin mucho convencimiento.
    ―La regla es fácil ―dijo la tórtola (1).
    ―Se trata de tirar las ramas al azar, como están ahora, y las retiramos por turnos. Sacamos las ramitas una a una intentando que el resto de las ramas no se muevan. Sin que se acabe el turno hasta que no suceda. Cuando otra rama o ramas se mueven termina el turno de juego ―concluyó la tórtola (2).
    ―Pues sí que es fácil ―y resolvió―. De esa forma, cada una sabe la cantidad de ramas que ha retirado.
    ―Ya te dije que era un juego primitivo. Hasta para los pájaros… ―repuso la tórtola (2).
    ―Nuestros juegos de mesa son mucho más modernos ―repuso orgullosa Palito.
    ―No me cabe la menor duda ―fue la respuesta de la tórtola (1).
    ―¿Te apetece jugar? ―la invita la tórtola (2).
    ―Son muy frágiles para mí. Se me partirían entre los dedos… ―le sonríe.
    Pero pensó en los fósforos de madera de la cocina. De que esa misma noche, cuando se retirase a su habitación, jugaría con el jilguero a los palillos.
    Continuaban conversando cuando de repente y sin iniciar la partida que aún tenían pendiente, las tórtolas recogen las ramas en sus picos y alzan el vuelo.
    ―¿Y eso? ―expresó Palito, sin entender por qué se iban de esa manera.
    Con lo agradables que parecían, se queja para sí.
    ―Tenemos visita ―le contesta el jilguero.
    Al ponerse en pie vio que tres silenciosos niños cruzaban por el paso, frente a ella. Quienes a coro la saludaron y despidieron con un adiós. Respondiendo ella del mismo modo. Lo que ya hacían los demás niños cuando se los tropezaba; lo mismo que en un principio solo recibía de las personas mayores.
    En su estrechez, aquel era el único tramo de paso que iba a la parte baja del barranco. Trayecto que se bifurca con el barranco de la izquierda de la carretera comarcal. De los pocos sitios que aún le quedaba por recorrer, aunque cuando vio que ya otros niños merodeaban por el lugar, prefirió volver con su abuela y Margarita. Teniendo en cuenta que esa noche, aunque no fuera para dormir, se quería ir pronto a la cama.
    Pisando la carretera de tierra escuchó los ladridos de Canelo.
    Ya fuera por la mañana, de tarde o cuando iba a buscar la leche de cabra con la abuela. En cada una de sus salidas, por mucho que intentó espantarlo para que regresara a la casa, hasta no llegar al borde del barranco, el perro no se volvía. Lo mismo pasaba a su regreso; llegara por el camino que fuera, antes de iniciar el ascenso hasta la casa del cabrero, en el mismo punto donde la despedía, Canelo ya esperaba por ella.


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    #17
    Última modificación: 21 de Enero de 2023
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    El brinco que dio su cuerpo la despertó. Con la intención de incorporarse, sin saber dónde se hallaba, su cabeza le recuerda la conversación telefónica del día anterior.
    Sin darse más que hacer, oyendo como oía el trinar de los pájaros en el patio, mirando a los pies de su cama, con un susurro pregunta:
    ―¿Jilguero, estás ahí? ―sabedora de su ausencia. Que madrugador como todos los pájaros, cuando ella se levantaba él hacía horas que había volado por el hueco que quedaba entre la cortina y el marco de la ventana. Cosa que hizo a partir de la segunda noche que llegó ella a casa de la abuela; dormía acurrucado como una bolita a los pies de su cama.
    Aclaraba un dos de septiembre de cualquier año de los ochenta.
    El día después que, en un principio, su madre le dijera que esa tarde la vendría a recoger su padre para llevarla de vuelta a la ciudad, a casa.
    Con la oscuridad que aún reinaba y el silencio de la casa encendió la luz de la bombilla de la mesilla de noche. Aunque, al ver que el reloj despertador solo marcaba las siete y diez de la mañana, la volvió apagar.
    Recostando de nuevo la cabeza en la almohada, cerró los ojos.
    Se puso a repasar mentalmente en lo que habían acordado sus padres para mantenerse en contacto durante sus vacaciones. Que no fue otra cosa que serían ellos los que se pondrían en contacto con ella a través del teléfono; siempre en horas del almuerzo. Seguros de que ambas se encontraban en casa.
    Recordó que con su padre había hablado varias veces; llamadas que aprovechaba para hablar con su madre. En cambio la suya solo la llamó el día que inició sus propias vacaciones. Donde le dijo que al final viajaría sola a su tierra, que al igual que ella iría a visitar a su familia.
    La segunda llamada que recibió de su madre. Fue justo el día anterior. Dando por terminada sus vacaciones y las suyas; que por mucho que le dijo de las ganas que tenía de verla, de las cosas que traía para ella o de las novedades que tenía para las dos, Palito le pidió quedarse unos días más. Hasta el día nueve de septiembre, como habían quedado en principio, le recordó.
    Consciente de que no volvería a pasar otras vacaciones tan extraordinarias, le dijo a su madre que había hecho algunos amigos y que se lo estaba pasando genial. Cosa que su madre sin poner inconveniente alguno aceptó que se quedara con la abuela hasta ese día, pero advirtiéndole que aún les quedaba por preparar todo el material escolar. Despidiéndose de ella hasta esa fecha.
    A pesar de que todo le resultaba diferente no dejaba de ser igual, se dijo así misma.
    Sin poder reconciliarse con el sueño, y tampoco levantarse, por no preocupar a la abuela, y menos ahora con los pocos días que le quedaban de estar con ella. Se quedó pensando en lo fácil que resultaba estar a su lado. En que, después de todo compartían muy buenos ratos juntas, sonriendo con afecto y cariño.
    Diciéndose lo muchísimo que sabía su abuela de todas las cosas, que hubiera sido una excelente profesora, ya que nunca le dejaba una pregunta sin responder, no como la profesora que había tenido en el curso recién terminado, que cada vez que le hacía una pregunta, de antemano, le contestaba que si no era algo que estaba en el libro de texto ella no sabía nada.
    ―Echaré de menos sus comidas ―dijo pensando en voz alta. Cayendo en la cuenta de que era la primera vez que pronunciaba esas palabras.
    Alegrándose, oyó que su abuela ya trasteaba por la casa.
    Y así lo creía, volvió para sí. Por lo pronto, el desayuno, que después de algo más de dos meses, pararse a pensar en él antes de tiempo aún se le hacía la boca agua, como en ese momento, o cuando todavía se duchaba o vestía. Nunca había comido tan rico ni tan bien como en esos meses. Ni tan siquiera cuando comía fuera de casa con sus padres; en algún bar o restaurante.
    Desde el momento en que se sentaba a la mesa, Palito no se cansaba de halagar a su abuela mientras comía, de repetirse en cada una de sus comidas; de comentarle lo delicioso que está esto o aquello, ya fuera de cuchara o de tenedor. Con haber aprendido a disfrutar comiendo despacio, de no querer que se le acabase lo que le servía; lo que nunca, porque ella era de comer en un pispás.
    No siendo menos su abuela, que encantada, mirando con el apetito que comía su nieta, se reiteraba hasta la saciedad en que volver hacer de comer para dos era como volver a jugar a las casitas.
    Momento en que se volvió a quedarse dormida.



    ...​
     
    #18
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    19


    Cuando acabó de leer otro relato hizo un alto. Algo alejada como estaba de los pajarillos, apoyada, sentada contra el segundo árbol de la arboleda, echándoles un vistazo volvió a la realidad.
    ―No, no tendré otras vacaciones así ―se dijo pensando en la suerte que tuvo de tropezar con el jilguero, hecho que dio pie a conocer a otros personajes tan peculiares.
    Mientras que los pájaros seguían metidos en sus interminables parloteos. Bueno, lo de parloteos, hablando por lo bajo, porque a veces el tono de las discusiones se les disparaba. Si bien había momentos en que Palito los escuchaba sin intervenir siquiera. Sin embargo en otros momentos dejaba de hacerlo; ya fuera por su falta de compresión, se le hacía cuesta arriba hacerlo o se cansaba de oírles. Eso sí, reconocía que estaba aprendiendo otra forma de escuchar a los adultos.
    Así que se alejaba un poco de ellos. Y sacando un libro de la mochila se enfrascaba en él. De hecho no se creyó capaz de lograr lo mandado por su madre. Y en ello estaba; como que ya era la última de las tres obras de su tarea. Claro que el entorno donde se encontraba era idóneo para ello ―se decía―, pero hasta que no le dijeron cómo hacerlo, nanay de la china. Porque no se trataba de que tenía que leer, sino de encontrar el gusto en sí mismo. Y eso se debió precisamente a sus amigos allí presentes.
    El jilguero que la observaba, viéndola ausente, pasó de un lado a otro de sus ojos, posándose por primera vez en su hombro, le pregunta:
    ―¿En dónde estás?
    ―Con un pie en casa y otro aquí ―le response con un suspiro.
    ―Eso está bien ―Y de un salto se coloca sobre la toalla.
    ―No es tanto el deseo como el de seguir creciendo, supongo.
    ―Reconocerás que por muy niña que seas, aparte de dispararse la memoria, vivir otras historias provoca mucha imaginación.
    ―También me preguntaba que como mi madre, siendo tan lectora como es sea tan callada.
    ―El sedentarismo.
    ―¿El sedentarismo? Con alas o sin ellas no veo que lo seamos más o menos que las aves, o cualquier otra especie.
    En eso interviene el verderón.
    ―Tiene gracia la cría… Aunque sea el elemento en el que nos movemos, no nacemos precisamente en el aire ―le expone―. El jilguero habla del sedentarismo mental, bonita.
    ―¡No seas absurdo! ―expresó muy sería.
    A Palito le vino a la cabeza lo distinta que notó a su madre por teléfono días atrás, en lo charlatana y atropellada que estuvo mientras hablaban. Algo en lo que no había reparado, se dijo. En cambio, sin mencionarlo siquiera, arrepintiéndose de lo dicho, alegó:
    ―Eso me pasa por hablar de lo que no sé ―esbozándole una sonrisa a verderón, y continuó―. A veces mi madre suele decir que lo que no se compra no se come…
    ―¡Por Dios! ―la intimida el verderón―. ¿Ahora hablas por boca ajena?
    ―No es que lo entienda, pero lo que dijiste me recodó esa frase, y como la mencionaste… A la mente, digo.
    Y sin inmutarse, por su parte, terminó de abrir el libro que mantenía marcado entre sus dedos. Dispuesta a embarcarse en otra aventura, a respirar otro relato.
    En cambio para los pájaros fue lo suficiente para seguir dándole al pico sin moverse del lado de Palito.
    ―Siempre a imagen y semejanza. De ahí no salen los humanos ―cargó el verderón.
    ―Solo hay que ver las construcciones de las viviendas de la aldea, en razón de sus caras; los ojos en ventanas, y por boca la puerta, con la que no dejan de darse en las narices ―saltó el mosquitero, que hasta ese momento se había mantenido en silencio.
    ―O la estampa del engreído y obtuso Dios ―revalida el verderón.
    ―Así es, mientras que a nosotros nos enjaulan, ellos viven inmersos con sus encerronas mentales ―continua el mosquitero―. Abstraídos en sí, sin ver lo que hay en torno a ellos.
    ―Lo cual no deja de ser otra forma de cautiverio. De mantenerse ocupados. Como es natural, quizá se deba al tamaño de la jaula y no a la jaula en sí ―reflexionó el jilguero.
    ―Pasa que experimentan más con las creencias que con su propia naturaleza ―manifestó el verderón.
    ―Como si se avergonzaran de la misma ―afirma el jilguero.
    ―Para eso nuestros nidos ―repuso orgulloso el verderón―, por poner un ejemplo.
    ―¿Qué pintan los nidos aquí? ―intervino curiosa Palito. Que como todos los críos, con la capacidad de estar entretenidos y a la vez al tanto de lo que dicen o hacen los mayores.
    ―Muchos de nuestros nidos reflejan el hábitat terrestre ―le aclaró el mosquitero.
    ―¿Acaso os creéis superiores?
    ―¿Superiores a qué? Vaya una manía con que hay algo superior, ¿a qué? ¿No está delante lo que tenemos? ―formuló el verderón―. Si es que no pasamos de ser alimento común…
    ―¡No digas más tonterías! ―exclamó Palito.
    Que sin prestarles más atención, volvió a meterse entre las hojas del libro.



    ...​
     
    #19
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    No fue hasta el último día de sus vacaciones que la abuela, mientras desayunaba, la sorprende con que no habría un adiós entre ellas. Al contrario, que se verían más menudo, ya que su padre se vendría a vivir al campo, con ella.
    Palito lo sintió por su padre pues sabía que no le agradaba. Sin embargo se alegró por la abuela, porque así no se quedaba sola. Y por lo que le reportaba a ella, con la ventaja de que la abuela iba ampliar la casa con una habitación más. Adecuándola a su edad, le dijo. Así tuviera que mandar a construirla en el propio jardín, acabó con una risita la abuela. Si bien detrás le comenta que solo reduciría el salón; retirando uno de los tresillos y la enorme librería.
    Aunque la sorpresa fue mayor cuando le comenta:
    ―Tu madre se sentirá muy orgullosa de ti ―poniéndole cariñosamente una mano sobre la cabeza.
    ―¿Qué quieres decir? ―le pregunta sin dejar de comer, con el gesto algo fruncido.
    Su abuela le volvió a repetir las mismas palabras. Aludiendo a sus salidas mañaneras. Dejándola callada. Diciéndole que aunque por los alrededores había muchos sitios que invitaban a la lectura, no podía haber escogido un lugar más idóneo para ello. Felicitándola. Sin mencionar en ningún momento su condición de terreno privado.
    Vamos, que su abuela había estado al tanto de sus excursiones. Algo que la llevó a pensar también en Miguel; que queriéndose sacar la espina de encima, dio por hecho que los demás no sabían de ella por verla con el jilguero o con cualquier otro pajarito, sino por los sitios por donde solía estar.
    Incluso sin tener otro tipo de lectura a mano, no renunciaba a ir esa última mañana al estanque del otro lado de la montaña. Pero sin intención de despedirse de los pájaros, que no pensaba hacerlo, puesto que las despedidas la incomodaban. De hecho, la tarde anterior fue su abuela la que habló de su marcha en casa de Margarita. No por eso ella, a su forma y en silencio, dándole otro sentido, se despidió de los animales. Sobre todo de Rocky y su querido Canelo.
    ―Y ahora menos ―dijo en alta voz, saliendo del dormitorio. Después de haber vuelto a sacar de la maleta uno de los libros, metiéndolo en la mochila.
    Por una vez y última, el mirlo se sumó para ir con ellos al estanque. Cosa que agradó a Palito por lo conciliador que era, aunque no tanto por haberse pasado todo el verano picoteando la mayoría de los higos de la higuera, estropeándolos. Frutos de los que la abuela y ella solo disfrutaron unos pocos. Con los ricos que eran ―se le quejó a veces―. Dando por descontado que la culpa no era solo suya, pero sí el único con el qué podía desahogarse.
    Bajo la espesura de los enfilados árboles del estanque, al ver al mosquitero solo, y ella que no lo hacía sin el verderón, de hecho, los pájaros les llamaban los inseparables, le pregunta:
    ―¿Dónde dejaste a verderón?
    ―¡Achís! ―se escuchó un estornudo por encima de ellos.
    Cayendo desde una rama del árbol el gorrión, enterrándose entre las hojas del suelo.
    ―El matiz ―dijo el mosquitero.
    ―¿Se lo dices o preguntas? ―ríe ligeramente Palito.
    ―Esos tienen de amigos lo que tengo yo de flor ―dijo el gorrión saliendo de entre las hojas del suelo. Aludiendo al mosquitero y el verderón.
    ―Flor no, pero mariposón eres un rato ―se defiende el mosquitero―. De aquí a mayo.
    ―Ya empieza ―dijo el pinzón acercándose a ellos.
    ―Nunca terminan ―aprueba el gorrión.
    ―Otro que tal baila ―le afloja el mosquitero.
    ―Te echábamos en falta ―le comenta el pinzón al gorrión.
    ―Serás tú ―responde el mosquitero.
    ―Y alguna más… ―comenta Palito.
    ―Y, bla, bla, bla,… ―vuelve a la carga el mosquitero―. Ni juntos valéis las hojas que estamos pisando.
    ―¡Venga ya!, si cocinados con arroz no dejamos de pasar por lo mismo… ―resume el pinzón. Alzando el vuelo hacia el exterior de los árboles.
    El jilguero, que llegaba en las últimas palabras del pinzón, dejó caer:
    ―Vaya por Dios, ahora que empezaba lo bueno…
    Y con la misma, con la intención de que le siguieran, se vuelve al exterior.
    ―¿Qué quieres decir? ―le pregunta Palito, al tiempo que se ponía de pie. Saliendo detrás de él.



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    #20
    Última modificación: 25 de Enero de 2023
  21. Alicia12

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    21


    En la parte exterior, de entre los árboles, sin el menor de los sonidos, una gran bandada de cientos y cientos de pajarillos con sus minúsculos cuerpos dibujaban sobre lo alto del estanque, con todos sus colores y matices, el esplendor de un hermoso palmeral.
    Con la vista alzada, sin dar crédito a sus ojos, agrandándolos cada vez más, Palito exclama con asombro:
    ―¡Cielos! ¡Era verdad! ―iluminándosele la cara―. Es maravilloso…
    ―Supongo que esto es para ti… ―le dijo el jilguero, posándose a su lado.
    ―Es para adultos ―reconoció el mirlo―, pero tú lo eres bastante.
    ―No es que… ―Frase que dejó a medias por el sobresalto que le causó el estrepitoso estruendo que provocaron los pajaritos con sus aleteos y sonidos. Al terminar con la última de las imágenes que no fue otra que un arco iris.
    Volviendo a desaparecer por los aires.
    ―¿Y ahora? ―pregunta fascinada.
    ―Se inicia el relato ―responde el mirlo.
    Palito estuvo a punto de volver preguntar, pero se mantuvo callada. En cambio, sin quitar los ojos de lo alto del estanque para no perder detalle, se acomodó en el suelo. A la espera del relato, algo en lo que ya creía estar puesta.
    Después se produjo un gran estallido de luz amarilla en el aire, producto del brillo de una gran masa de pajaritos canarios. Imagen que por momentos no dejaba de oscilar y moverse.
    Naciendo en su interior un punto sólido y oscuro.
    ―Esos somos nosotros ―dijo orgulloso el mirlo.
    Materia que ante sus ojos se iba agrandando, amenizada con un suave canto de los parjaritos, brotando por entre sus grietas, pliegues y fisuras, haciéndose hueco, un vivo color azul. Azul que ascendía por y entre ella, dando sentido a los colores. A la par que se iba abriendo cual flor, la esfera celeste.
    ―¡La Tierra! ―gritó Palito, sin evitar el contenerse. Entusiasta, ante el extraordinario espectáculo. Creyendo por un momento hallarse en medio del espacio.
    Así, en continuo retroceso, el color amarillo cedía espacio a favor de ambos; la Tierra y el Sol. Formándose los elementos al unísono, entre sí. A cielo vivo, entre ellos, dentro de la densa aureola, que en matriz, originaba el día y la noche.
    ―¡Increíble! ―expresó Palito, alzando aún más la vista. Viendo traspasar la energía igual al brillo de luz que se filtraba del sol por entre las ramas y las hojas de los árboles.
    Donde se coronaba: entre la piel donde se traslucían las estrellas, y la densa masa amarilla de canarios, según la parte del espacio a ocupar (en la irradiación o sombra). A imagen y semejanza de la Tierra, giraban en aro las diferentes formas de las fases lunares.
    Sin que en sus movimientos, durante el desarrollo, faltase o se advirtiera ningún tipo de desequilibrio entre los distintos órganos o espacios. La escena que dio lugar a ver un único cuerpo armónico: el Universo.
    ―¡Es fascinante! ―grita Palito.
    De colofón, da lugar el desenlace.
    Abordado desde su inicio; desaparece la energía formada por la gran bandada de pajaritos canarios. Difuminándose detrás las fases lunares; arrastrando con ellas el esencial elemento que ocupaba el aire. Cediendo como grifo abierto, cayendo en el centro del estanque, el color azul.
    Lo que dio paso al vacío, a la gran detonación, expandiéndose en añicos la materia.
    ―¡Ohhh! ―exclamó maravillada.
    ―Aún entre nosotros los hay que, incluso dándoles dolor de cabeza, se entretienen en discutir sobre la material o inmaterialidad de la Luna ―comenta el mirlo, que despidiéndose de ellos se aleja hacia lo alto del estanque. Que en esos momentos, sus muros estaban repletos de distintas especies de aves.
    ―¿Tú, también lo sabías? ―le pregunta.
    ―Difícil. Ya sabes que no soy del lugar…
    De camino a casa de la abuela, Palito vuelve a insistir:
    ―¿Entonces no es verdad que la tierra gira alrededor del sol?
    ―No lo sé. Aunque no deja de ser tan interesante como la teoría humana.
    ―¿Eso piensas?
    ―Bueno, por lo menos es acorde a sus reflejos.
    ―Que son los tuyos.
    ―Tal vez.
    ―¿Crees que el Sol nos sostiene?
    ―Pudiera ser…
    El resto del camino lo hicieron en silencio.
    Tiempo en que Palito se empezó a preocupar porque llegaba tarde para el almuerzo. Comida que, al igual que la cena, hacía junto a la abuela. Claro que, como chiquilla, tampoco dejaba de consolarse, diciéndose que después de todo la abuela estaba al tanto de sus andanzas. Tocando la mochila, cerciorándose de que el libro continuaba con ella.
    A las cinco de la tarde Palito y su padre salían camino de la ciudad. Aunque satisfecha, exhausta como se encontraba, en cuanto su padre puso el coche en marcha, ahuecando el cuerpo en el sillón del copiloto se quedó dormida.
    Ausente, sin saber que el jilguero se encontraba muy próximo a ella.


    El arte pone de manifiesto lo que en apariencia no se ve.​


    ...​
     
    #21
    Última modificación: 6 de Febrero de 2023
  22. Alizée

    Alizée ⊙ Humαlıen ⊙ ༻✦༺ ♡ Måᥒᥱskιᥒ ♡ ∞ ֎

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    Querida Amiga y Poeta @Alicia12 :

    He de decirte que ha sido una experiencia de lectura maravillosa.
    En principio porque adoro las aves y los detalles en general si me
    hablan de sitios nuevos, espacios abiertos, y sobre todo Natura.
    Cada
    capítulo me dejaba atrapada, con deseos de continuar leyendo
    y saber más de las vivencias de Palito con su abuela Pino y el ave.

    Hay magia en la comunicación si se desea experimentar, en este
    caso, refiero a "esas pláticas con el jilguero", acá, en el jardín de la
    casa, los colibríes tienen entre ellos una forma de conversar que
    a veces provocan la sensación de casi entender lo que dicen" yo
    creo que tu me comprendes. Gracias Enormes por compartir tu
    Arte. Lo he disfrutado mucho. Enhorabuena!
    Deseo que haya más, muchos más escritos de este tipo y tener la
    oportunidad de leerte. Te saludo con grande afecto, Admiración y
    deseando para ti, innumerables días hermosos
     
    #22
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  23. Alicia12

    Alicia12 Poeta fiel al portal

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    Hola, Alizée. Gracias a ti, que desde un primer momento has estado presente. Participando en que la escritura de estas letras también hayan sido una experiencia única.
    Y ya no digo nada de tus gratas y generosas palabras. Mil gracias.
    Sí, supongo que no hay especie que no se comunique entre sí. Según dicen, los monos no hablan porque los mandarían a trabajar, jeje (broma).
    No está de más decir que solo están corregido los primeros capítulos, por el compañero y amigo Alonso Vicent (en estos momentos de vacaciones).
    Igual para ti, afecto y disfrute.
    Saludos. Un abrazo.
     
    #23
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  24. bristy

    bristy Miembro del Jurado Miembro del Equipo Miembro del JURADO DE LA MUSA

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    Fué un verdadero placer haberte leído Alicia12, la lectura muy amena, entretenida, atrapa al lector enseguida, desde el primer capítulo, pienso que tienes mucho talento. Pocas veces me detengo en historias tan extensas pero estoy contenta de haberlo hecho. Un gran abrazo y mi admiración a tus letras, será hasta la próxima !
     
    #24
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  25. Alicia12

    Alicia12 Poeta fiel al portal

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    El placer es mutuo, bristy. Gracias enormes por esas magnificas palabras que me brindas. Sí, claro, esto no es más que ocio, pararnos en ellas ocupa su tiempo (a veces nuestro espacio).
    Gracias reiteradas y consentidas, muchas, muchas también por tu compañía desde el inicio de las mismas.
    Un gustazo.
    Saludos, bristy.
     
    #25
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  26. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    Los patios de vecinos cobran vida, como los parques, y se llenan de vivencias, los llenas. Un regalo este relato, Rosa, que nos adentra en la ciudad y en el campo. Creo que al final gana el campo y sus habitantes.

    Me encantó ese capítulo doce y quince, que hacen de nexo de unión y que contribuyen a formar parte del paisaje y del paisanado transitando los alrededores.

    Comunicación y entendimiento sin despedidas. Menudos pajarillos nos trajiste, je je. Yo suelo comunicarme, normalmente, con animales más grandes (cabras, jabalíes, zorros), mientras observo águilas, cuervos, carabos y otros primos menores. Nos comunicamos con miradas y gestos, sin llegar a la palabra. Pero qué buenas las tuyas; estas que tuvieron como interlocutores mentes y vuelos.

    Un abrazote desde la península... que es donde se encuentran Palito uno y Palito dos, je je. Igual me la encuentro por los campos o bosques... entre gorriones;)
     
    #26
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  27. Alicia12

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    Que maravilla de comentario, niño. Igual, igual a los vestidos con los que bailo por ahí, por el espacio...
    Ay, regalo es la compañía. Supongo que, sin desmerecer a los espacios, se lleva la palma. Y no deja de ser curioso que sean estos espacios... No sé si será influencia, que sabes que yo... pero, ¿conoces al poeta y novelista Alonso Vicent?
    Anda que los animalitos de ciudad... Hay tantas formas de comunicarnos, aquí, que por descontado, no hay ni jabalíes ni zorros, hombre, si me llegara a tropezar con alguno, no cabe duda que saldría corriendo, o como en las pelis animadas, saldríamos disparados en dirección contraria, jaja
    Pues ya sabes, si como Palitos os tropezáis por esos campos, deja que espacios y tiempo se den la mano...
    Entre gorriones, que tiempos...

    Eres extraordinario. Gracias.
    Un apretado quiero
     
    #27
  28. Javier Alánzuri

    Javier Alánzuri Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Me animo a comentar este II relato recién leído porque si no se me va el santo al cielo y no lo hago con ninguno.
    Reflejas muy bien la condición humana, Alicia. Ya le he cogido manía a Amaranta igual que si fuera mi vecina, fíjate. :confused:
    Un patio de vecinos da para mucho, con personas de todo tipo. Tú lo presentas de maravilla y con frases como ésta para enmarcar....

    "Al fin y al cabo no somos más que lo que vivimos en el momento dado"
    Gracias y hasta pronto :)
    Saludos
    Javier


     
    #28
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  29. Alicia12

    Alicia12 Poeta fiel al portal

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    Qué generoso y amable comentario, Javier, vamos, que me alargué para recrearme en él otra vez...
    Me satisface que te haya gustado. Mucho.
    Gracias, gracias a ti. Mil!!
    Saludos.
     
    #29
  30. Alde

    Alde Amante apasionado

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    Muy bonito.

    Saludos
     
    #30
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