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Paz en el Horizonte

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Samuel17993, 20 de Febrero de 2020. Respuestas: 0 | Visitas: 261

  1. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    «Maldecirás al sol que alumbra tu desgracia.» Mary Shelley, Frankenstein.
    Se ve la ancha llanura, perdiéndose en el horizonte; borrándose con el destello del sol, que también se lo va comiendo; diluyéndose la luz por aquel punto distante; y las sombras, toqueteando lo más alejado de ésta con un mantra helado e incognoscible. Todo está quieto; ojalá alguien pudiera hacer una foto, es de esos momentos que uno quisiera fotografiar. Las sombras, a pesar de la quietud, casi sacra, avanzan como en una procesión, en un total silencio, que ni los animales siquiera se atreven a quebrar. Ella está echada en un punto más alto, que la permite observar como en un triclinio, a gusto. Aquel espectáculo de luces y sombras es de ésos a los que uno se sorprendería tanto que diría: «¡Qué belleza, está lleno de vida!», aunque en el fondo con esa inquietud de lo macabro. Hay, en el ser, un deseo de buscar en la oscuridad la luz, pero una luz, no diurna, sino nocturna, que lo vuelva brumoso.

    Se ha quedado mirando con todo su cuerpo, cual larga es, alta y de sinuosa cadera, esa cadera de Eva, aquel precipitar del «Todo» que da la vida; como si con esa crispación se pudiera, igual que ella en el paisaje, observar cómo un mundo se acaba. Toda su physis entra en esos trances de después de una gran contingencia; sus caderas se expanden, sus músculos se relajan, las piernas se espatarran un poquito; siente su corazón, el cual tamborilea a un paso rítmico («tum», «tum», «tum»), con un silencio en el que no se sabe si se va a dar otro golpe...; y se va durmiendo plácidamente...; aunque, luego, al final el propio tamborileo la despierta. Cuando se vuelve a dormir, después de descansar de verdad, se siente tranquila, sosegada, y aun así, más despierta; el sol ha fenecido y una leve oscuridad respira por todo la era en donde se encontraba.

    Camina haciendo eses, así como un pájaro que el viento mece, y aunque el viento es fuerte, ese mecer la gusta y se siente más viva. Levanta los brazos, todo su cuerpo con ello, y se sienta como una niñita recién despertada; aquella niña que fue y que renace en ese cuerpo, en esa mente que es hoy, y desea, después del sueño, construir el mundo imaginario en el que se ha visto. Coge el móvil y los cascos; se pone música; sigue su camino; su paso no aumenta; siente la música borboteando en cada rincón de su cabeza; el resto del mundo, todo él, se subyace a la explosión de sensaciones que, como chispas, iluminan su mundo, y da igual qué oscuridad tape ese otro mundo que antes estuvo iluminado por el sol. Eso, da igual, absolutamente igual.

    Un camino, que atraviesa por debajo de la autopista, cruzado como una honda hiriente al costado del pueblo, la va haciendo subir por una cuesta algo empinada; pero ella sigue en los compases, ondulante todo el cosmos, en los pensamientos, en el pulso que hace más daño que la fatiga. Tan penetrante que pareciera que la tira de su corazón y de su conciencia como un chicle hacia algún lado sin que ella quisiera. Desearía coger el corazón y arrancarlo. Nunca había sentido esa sensación: esa sensación de pesadez de las cosas, como si a pesar de adelgazarse hasta lo onírico, a su vez, en ese engaño de las ultimísimas horas del día, la gravedad se hubiera desplazado y con ello toda la materia; una sensación de que ella, ese ser que puede ver todo aquello con una claridad terrible, estuviera siendo engañada por algo o alguien, por una especie de droga (¿de realidad); la sensación de que aquello, aunque no fuera a morir, es tan importante como para ser lo último que recordará cuando ese corazón movido por la nueva mecánica se desboque y vaya dando saltos a otro lado, de forma de cuento expresionista. Algo de tenebroso y a la vez diáfano hasta el punto de ser indoloro y una paz sui generis.

    Las descripciones de sus ojos se vuelven cada vez más barrocas, más oscuras pero también más trasparentes, como si ahora apareciera el velo que las escondiese, y la vista no pudiera retener tanta información. Así que, intenta olvidarse de los ojos, los malditos ojos; y los oídos empiezan a redoblar, se oyen más fuertes, y la voz del solista parece susurrar, alrededor de un coro instrumental que se torna igual de barroco que en los objetos. Pero aquella música que rodea a la voz, es imprescindible, es bella; aun así la hacen doler los oídos, quisiera que explotasen con ese sonido. Todo se mueve como pinceladas que escapasen del cuadro estático y empezasen un jugueteo de libre albedrío. Los movimientos a su rededor son pesados-sólidos y ligeros-rápidos a la vez; los colores se distorsionan y confeccionan, transforman de repente; y en todo ello pareciera una rápida explosión de color de un pintor.

    Siente la percepción de la soledad cuando el viento empieza a darla de cara, por el lado derecho. Tiene miedo de aquel sentimiento en el que se diluye hecha el centro de la pintada, que se asemeja a un cuadro hiperrealista a la vez que de un puntillismo casi inapreciable, o en el que todo parezca hecho zoom, tanto que da miedo ver lo que se ve, tan cerca, y en que se quisiera alejar, alejarse de todo el resto de lo que hay. Siente pura rabia de todo ello; el frío se torna calor con el friccionar de las piernas, que suben la cuesta, y de todo su cuerpo que, como un autómata, parece echar fuego, quemando algún tipo de madera interior, la cual percibe que se va resquebrajando, como un palillo, por ese frío viento y la fuerza de la gravedad. Es alta, fuerte, casi como una valquiria, casi como una Diana después de ver morir a Hipólito, y en cambio ahora se asquea de sí misma: de la debilidad aparente que se percibe de aquel estado, de la fortaleza también aparente que quisiera tener, y no sabe qué es, si débil o fuerte, o qué es lo que es bueno, lo que ella desea ahora mismo; más bien, cómo desea verse, y quizás mostrarse ante aquel mundo avasallador, que posee ese magnetismo, que todo lo centrípeta hacia aquel paisaje tan, fieramente, seco y brusco, circundante a ella, dominante del espacio por el que pasea.

    Cuando ya está pasando la amplia calle hacia el centro del pueblo, después de superar la elevación, se nota cansada, a punto de que sus huesos se fueran a romper, y sigue a pesar de todo, y una fuerza arrolladora la impulsa (ígnea). Se pone a prueba. Esa fortaleza aparente es mucho más de que lo se percibe, y su debilidad, realmente es ella misma, sin la que no sería ella; no lo puede ver porque toda aquella sensación la ahoga, se ahoga ella en mitad de ésta. Se marea, todo da círculos. ¿O es más bien ella, la que los da? Sus pensamiento hasta han llegado a fundirse con el ambiente, aquella plasticidad que se impregna por ojos y oídos, y fluye de una forma que ella no comprende del todo; y llega un momento a la pregunta de si eso es lo que llaman la «pasión de vivir», que había leído u oído por ahí...

    Abre la puerta de su casa, y su madre anda en la cocina. El humo atufa toda la casa, por todos lados, por arriba, por abajo, intentando huir a algún vano abierto que no lo está, y casi la intoxica haciéndola toser de manera que se tape la boca. Su madre la grita: cree que pronto estará la cocina, y que la andaba "buscando" por eso... Sin importar, desesperadamente, ella busca la cama como si ésta se lo pidiese con poderes taumatúrgicos que se echara amorosamente sobre ella; los acordes de la música, la dulce voz, suaves ahora, hacen de coro somnoliento, cuyo melosidad la conduce hacia un sueño profundo. Se tira sobre ella. Algo hace «chas» pero la da igual. Sus pies, grandes, caen por lo que la sobra (o falta) de cama; nota cómo sus pechos están ahí, como malditos flotadores, pesados, y por un día odia su condición femenina. Apoya la cabeza en la almohada, fresca y suave como unas manos que acariciasen su cara, y mira por la ventana que da al exterior de su casa: aún, aunque el sol se haya ido, puede atisbar algo de su luz. El tiempo, cree, va muy lento; quizás, ella va más rápida de lo que piensa. Es sólo percepción. El tiempo es siempre relativo: circundado por el movimiento y marcado por el cambio.

    Al poco rato, todo está en penumbras en la pequeña habitación. La tranquilidad la acecha y la adormece. Su cuerpo hierático se torna pesado y su mente, en cambio, parece que lo alejase de él mismo; como si en el mundo, alguien jugara a los malabares con aquella conexión cuerpo-mente; una lucha en ella se abate, y no quiere verla. En esa nebulosa de su habitación, en la que algún verano, también se ha encontrado, pero feliz e imaginando su futuro, mundos mejores... Hoy, es al revés. Toda la turba; y a pesar de ello nota la pesadez de una intranquila sonambulesca, una pulsión interior que tira hacia ella y luego se retira. Parece una astilla que se clava y se suelta, pero al final se vuelve a meter; dolor, placer de la tranquilidad tras la tensión del dolor, y de nuevo el desaliento debido a la seguridad de que vas a volver al mismo sitio; hay algo de bamboleo, como un barco en el mar, como una cuerda de la que tiran los niños de un lado u otro.

    De repente, no sabe bien por qué, se baja los pantalones y todo lo que hay por debajo..., y se tapa con la manta; mete los dedos por el orificio, siente por las manos, hoy, ¿cómo no?, aún más, cómo las paredes ligeras se desplazan y se friccionan, y siente placer. Un placer que conoce pero no de aquella manera; que no comprende su porqué; que intenta descubrir presionando más por allí... Siente la hiperestesia de manera pornográfica. No puede evitar que el sentimiento de placer la invada el cuerpo y su cara parece tan movida por sus dedos como su sexo y con y por él. Intenta llegar a tal punto, al otro... Nunca se había masturbado así. Ni tampoco nadie la había masturbado así; ni siquiera el chico que, lascivo, algo borracho, chispa, había metido sus dedos de idiota, pero que realmente parecía querer retirar algo imaginario para, luego, no toparse con ello la polla. Se ríe: tanto por la imagen que su cerebro ha creado, como por el placer que le llega desde los dedos, percutores, y la vagina, que cosquillea de esa forma que provoca el placer, ¡que tanto la gusta!, que tanto placer la está dando.

    En ese momento, se siente animal, casi su aliento parece el de una osa desesperada, y en parte la entusiasma; siempre la ha gustado, en cierta manera, provocar miedo en sus amantes con la imagen de una Venus más impresionante de lo que ella misma se cree y quizás es. Es cosa de que sea tan grande, un poco nórdica, a pesar de que no es rubia, lo que impresiona. Aunque no es tan alta, piensa; recuerda a alguien que es más alto que ella; nunca la han gustado los chicos más altos que ella, pero, en ese caso, el miedo y el terror estaban tan cercanos, que causaba una sensación hiriente, tan ambivalente, que se sentía como vacía... Intenta evitar pensar en aquello... Lo había intentado. La mente realiza unos exorables caminos hacia lo que quiere de forma extraña; da una vuelta para no ir por el camino más rápido, recto, pero que es más espinoso, para no hacerse daño. Pero la cuesta sacárselo de la cabeza; eso ya es pasado, se dice. Nunca la ha gustado lamentarse de lo que ya ha pasado, ya nada hace posible retrotraerse a ese momento que todo lo hubiera cambiado... (O una parte de ella misma piensa...)

    Siente demasiado calor, y desearía quitarse la manta; pero mejor no, el pudor la puede. Se nota ya tan cansada que a pesar del calor y de lo que quisiera poder hacer, con la maldita mano, que ahora nota frígida, cede al cansancio y Morfeo la cierra los ojos inevitablemente. Ni se entera de que se ha dormido, mucho menos del acto mismo, de que está durmiendo... Al despertarse oye a su madre, y se pone algo nerviosa: no quisiera que la pillase así. Se sube las bragas y los pantalones tan rápido que se hace daño. Mira a ver si se ha corrido: no, como pensaba. Lo único, sus manos... la delatan de aquellas secreciones femeninas aun sin ser tan "fuertes" como las masculinas —qué machismo tiene este sentido de la frase...—. El mundo ya no la da tantas vueltas ni percibe las cosas como si se tratase de un Síndrome de Stendhal. Eso sí: la somnolencia es muy pesada. Los sonidos tienen esos matices de gruta que son suaves y rechinantes. Hoy está teniendo un día de tres pares; sonríe por dentro, aunque no se encuentra del todo bien, lo sabe; la inquieta, más bien... La duela la cabeza y se siente muy incómoda: ¿la vendrá la regla? Ya lo que la faltaba; podría explicar todo ese estado suyo, pero la regla no la produce eso, está muy claro, al menos en ella y hasta ahora eso no la sucede. Ya lleva mucho tiempo en ese estado, sólo que hoy, por algún motivo, se ha amplificado. No la gustan los cambios violentos que tiene, pero no lo puede evitar; hay veces, aunque nadie lo crea, en que quisiera llorar; es que no puede controlarlo; para los demás será divertido: no para ella, que tiene que convivir con ello. Al menos no siempre lo es.

    Su madre está en la mesa, haciendo de anfitriona, en la mesa que la preside. Reza. «Ya era hora», la dice cuando sube la cabeza. «He bendecido la mesa», la comenta reprochándola que la haya dicho que es atea, aun cuando allí casi nunca o nunca se hace ese ritual casi sacrificio con tintes paganos. No cree en esas mamarrachadas. De pequeña la obligaban a ir a misa, a aguantar mensajes "hermosos" que nunca se cumplen y parecen para deficientes mentales; lo odia con todas sus ganas, por esa falsedad; ella cree que no hay mayor amor que el que se da, no el que se tiene, como predican los curas. Todos podemos tener amor y todo eso; dar amor, es otro asunto. —¿Y ella daba tanto amor? ¿Lo daba sin tenerlo?—. Y no siempre el amor es tan bueno, según ella... A ella no le gusta el idealismo romántico: los chicos le parecen unos rufianes que lo utilizan para lo que les da la jodida gana, sobre todo en la cama, donde son aún más egoístas que en ningún sitio la gran mayoría de esos falócratos. Pero ella es más lista, o eso se cree. Engaña a muchos, creyéndose éstos muy hombres; se los lleva a la cama, nadie se suele enterar, y hace lo que la da la real gana. Y no se lía con "cualquiera", que llamaría alguna..., como hacen realmente esas frescas puritanas. Recuerda con asco de una chica de ésas, una descerebrada tetona y cara fea como un macaco, que cómo podía decir eso, que cómo se podría liar con un chico del que se estaban riendo, y tras lo cual había soltado la burrada de: «pues, ya verías lo que hacíamos nosotros dos en la cama». Odia a toda esa gente, vomitaría incluso, y, sobre todo, se siente tan sola ante esa masa de mendrugos apáticos y egocéntricos que ve a su alrededor como cucarachas...

    Que a veces se había emborrachado y se había liado con gilipollas, sí: a veces la ha pasado. Pero nunca se sentía sola cuando lo hacía, el argumento de más de una de esas «mujeres desesperadas», que así se hacen llamar por culpa de esas series americanas y baratas. Todos piensan que es una frígida: y no, solamente que no es subnormal. Esas salidas puritanas que se venden al mejor postor; la carne de un capitalismo varonil fiestero, música barata, alcohol a espuertas, y unas mujeres que piensan que son muy «pros» o «progres» o vete a saber. No lo soporta. Ella piensa que ese cristianismo que reza su madre sólo es la cara siniestra de ese desfase; no más que la falsedad de unos cretinos de lo más rancio de la Castilla profunda (o cavernícola); el desenfreno de no saber vivir. Aunque ella no puede deshacerse de él a veces, y la da asco porque... cómo cuesta odiarse cuando se ama —en una quizás contradicción cristiana del sentido del amor universal que a veces la pulsiona el pecho y la cabeza—. Quiere hacerlo: crear su propia forma de ver el mundo, lo que da carácter a una mujer, y no ser tan idiota como ésas, que se copian para ser más idiotas (que los hombres, pero también que las otras idiotas que a su vez compiten para ser más idiotas); sino, poder decir, con sus propias palabras, cómo quieres, cómo es para ti, este mundo duro y jodido. Ahora está enfada; pero quisiera estar en calma. No puede controlarse. El amor, el odio...

    — Te noto enfadada, hija, ¿te pasa algo? —pregunta preocupada la madre, que pierde algo de esa faz de la autoridad materna, idílica y perfeccionada por la enseñanza hispana y castellana.

    — Nada; quizás que me vaya a bajar... —escupe de su boca.

    — Ni te digo nada. Si ya es difícil saber cómo te vas a sentir, cuando eso...

    — ¿Cuando eso, qué? —la pregunta con inquisitiva rabia.

    — Con eso de que eres «Border Line» y demás —la suelta con tranquilidad; con esa rudeza de mujer de pueblo y que, por muy católica, es lo que más odia, ¡lo que odia con muchísima rabia!, de esa religión tan "romántica", que no tiene nada de empatía.

    Hablan de amor los que más mierda echan por su boca del amor, se dice tremendamente enfadada. Amor de baratija. Está harta de que su madre la recuerde qué y quién es; ya lo sabe; ya sabe que se la iba la pinza, y bebe, y hace cosas como esa vez que fue a Palencia y cogió una M del McDonald, no sabe cómo, la cual la hace reírse, por la anécdota; pero, también, la hace ver que no puede evitar ser, como dice su madre, «ser mala»... Claro, «es que tiene buen corazón; sólo está enferma —como si dijera el Diablo pero de una forma que lo diabólico estuviera perdonado en su puta religión ahora, en este tiempo—, hace locuras; pero, en lo más hondo, es buena chica —como dijo hace unos días delante de todos para disculparse de alguna "de las suyas"—». Ella no tenía ni puta idea, pero le encanta parlotear como una paloma que grazna y caga todo... (La ira traspira por sus venas y corta el aire con su cuerpo, de manera que todo se vuelve como cristal que se rompe. Otra vez la hiperestesia en su ánimo. Se inunda su cuerpo de sensaciones, pegándose, heladas, a todo su cuerpo y llegan a su mente como ese dolor de comer un helado muy frío.)

    Se coge el plato, como ha hecho más de una vez, y se va a cenar al salón. ¡Qué a gusto! Sin bendiciones ni Cristos. Sin tipos que se crucifican por amor. «Dios ha muerto», susurra. Esa gente, piensa, está tan obsesionada con el dolor que esperan cualquier momento para explotar, como hacen, aunque ella lo hace también, porque no puede evitarlo, ¡porque le es natural y no sólo porque tiene una enfermedad! —sobre todo porque no es pecado—, y para luego lamentarse con una risa o en la misa y en la confesión, hipócritas y desmesuradas como tanto critican. A ella, el sexo, eso que tanto les produce tantas calumnias o risitas, le es una cosa tan natural como otra. No saben amar esa gente. Y le duele: más aún porque por su culpa le cuesta amar, ya que es una gran farsa cristiana. (¡Qué asco!)

    Acaba de comer, y se dirige a la galería: ve un ramal del río que se cruza con el Pisuerga. Es hermoso. La encanta ponerse a pensar ahí. Encuentra una gran paz desde niña, cuando miraba por él intentando buscar algo entre las arboledas; cómo quería encontrar, penetrar incluso, en lo salvaje lo que los seres normales niegan tanto. Pero hay veces, ahora teme pensar, aunque realmente es sentir —¿qué importa?: ¿se puede hacer, pensar sintiendo, o sentir pensando?—, que tampoco tiene nada de sagrado lo animal como tampoco lo tiene lo metafísico de lo humano —así como el amor—. Pero es que no hay nada «bueno», como se ha dicho, y «eso es muy horrible» (como decía la niñita que fue, más dulce pero igual de dura). Por desgracia, desearía no ser a veces como es, poder confiar en que alguien no la va a traicionar, como con sus amigas, como la pasa con algunos chicos, como la pasa con su madre... Desde pequeña habían intentado reprimir esas ansias de vida, y habían conseguido hacerla temer sus propios instintos; pero ahora que se ha liberado, los teme, ahora que piensa que podría ser feliz, siente la caída de sentirlo. A veces pensaba que nunca sería feliz realmente. Sólo sería un espejismo. De pronto triste como ahora, de pronto violenta como la están entrando ganas de ser. Y las putas pastillas no valen para nada. Antes la apastillaban para todo: ¡ya no quiere más! Piensa en que se va a volver loca, o se va a cortar las venas, como... tantas veces ha pensado. Ahora que lo piensa, ahora, ahora que se siente tan sola, tan ligera como un pajarillo: a quien más teme es a sí misma. Porque de ella nace y muere todo. Porque el «todo» muere y nace en ella. Y no es egolatría.

    Recoge todo y se lo friega a su madre; se ha debido de meter ya en la cama, quizás cabreada. Ya tiene suficiente con lo suyo. El ego la va a matar. Y no, nadie ya la ayuda a salvarse, a esa descarriada que es ella, aunque tampoco para matarse como desearía. Por desgracia. Ahora se siente muy frágil. Pero la da igual. Quiere dormir. Esos cambios de humor la matan, está todo el día alterada y uno, «normal» o no, acaba harto hasta de la «normalidad anormal» (como define su estado). Y no, tampoco tiene claro lo que es la «anormalidad normal», si es que existe. Lo que tiene claro es que nunca se encuentra del todo bien, salvo excepciones, o eso piensa ahora (pues posiblemente mañana piense diferente), y eso la mantiene agotada; desde hace tiempo, está en una nebulosa de sentimientos por culpa de algo que la sucede por dentro, destrozándola. Aún más agotada que de costumbre. Hasta pensar cansa y duele. Es más, quizás pensar sin dolor es algo casi imposible, si uno emplea la inteligencia. En aquel estado todo duele con mayor profundidad, lo que retroalimenta todo aquel proceso.

    Se echa en la cama. No consigue dormir. Se queda mirando a la pared en las tinieblas. Siente cómo de mirar tan fijamente, nerviosa, se le mueve todo (y piensa que ya lo que la faltaba, esquizofrenia) y se levanta y camina un rato en círculos por la habitación, buscando algo de la paz de antes. Al final, mareada del todo, se sienta en la cama y pone la cabeza entre las piernas e intenta tranquilizarse. Esas «pesadillas despiertas» a veces le sucedían, aunque es verdad que nunca al irse a dormir, en la vigilia, sino después de estar dormida un tiempo o a punto de dormir. Ahora es tan penetrante que parece más un vértigo que la ahoga. Un pensamiento sale de su cabeza de repente: esto se asemeja a un cuento de Kafka. (¿Quizás se vaya a convertir... en algo?)

    Se encuentra fatal, hecha polvo, y quiere llorar. Hacía mucho tiempo que no lloraba y se sorprende haciéndolo sin poderlo evitar; se siente como una niñita desconsolada, frágil y pequeña, tan pequeña como inocente. Pero esa niñita indefensa, ahora, en ese momento, no la gusta; ama la niña ilusionada, la que hablaba Nietzsche, no ésta, no débil, triste... Odia su tristeza, se odia por provocarse tanto dolor. Se ríe cínicamente al pensar en esa frase tan shakesperiana: «ser o no ser, ésa es la cuestión». Nunca la había parecido tan acertada, a pesar de los topicazos que tiene el dramaturgo, al que admira pero sin tanta poesía. La recuerda a esa escena de aquella serie: «¿el Doctor Mateo?», se pregunta. Decían en ella: «¿Qué esperan de nosotros —los hombres era, pero podía ser de las mujeres, o de cualquiera, individualmente—, Pichín?» Pero «¿y qué esperamos de nosotros mismos?». Ésa es su cuestión; no es de su madre, que quiere a la puritana; no de su padre, que en parte se siente orgulloso de lo dura y trabajadora que es, pero que no le gusta aquel «descontrol», que por desgracia tiene razón; no, no. —Ella, para todo, es el ser completo que la forma—. Y en cambio, no lo sabe. No sabe qué cojones quiere. ¿Qué cojones hacer con su vida? ¿Por qué se siente tan sola, aunque diga que le gusta?

    Cuando parece que se acerca a algo, que lo toca con los dedos y la aleja el caos, el sueño la vence y duerme de una forma muy cómica. Luego, se despierta incómoda, pero ya se la ha olvidado todo... —Debe de ser que sus estados anímicos la engañan. Pero sin ellos, ¿quién sería? O es que, realmente, nos engañan. Simplemente, están ahí: sacan lo que uno no ve; cada parte de uno, cada contraparte y contradicción, su principio y su fin, su tesis y su antítesis, inevitable, incontrolablemente. Pero duele pasear por esos rincones directamente, por donde crecen los cardos. Bueno, va a doler igual. Pero hay que sentirlo—. Finalmente, se da la vuelta, se acomoda y queda dormidita como el angelito que, dicen, era de niña. Por fin paz.

    Dulce sueño de muerte, terrible sueño vital.
     
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