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Pedro Antonio González Valenzuela

Tema en 'Biografías' comenzado por Beache, 23 de Agosto de 2024. Respuestas: 2 | Visitas: 93

  1. Beache

    Beache Bertoldo Herrera Gitterman

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    Pedro Antonio González Valenzuela (1863-1903)

    Aportado por Bertoldo Herrera Gitterman

    Poeta chileno nacido el 22 de mayo de 1863 en Curepto, en la provincia de Talca.

    De vida bohemia e influencia romántica que vivió y murió en la miseria. Escribió en los diarios La Tribuna, La Ley, La Revista Cómica y Santiago Cómico, que aparecían en Santiago a fines del siglo XIX.

    En 1893, Pedro Antonio González publicó su primer poema, "La Meditación", en el periódico La Ley.

    Sólo pudo ver impreso uno de sus libros poéticos, que constituye una de las primeras manifestaciones del Modernismo en nuestro país. En 1895, apareció Ritmos, único libro que Pedro Antonio González publicó en vida. Busca renovar la forma y ensaya distintos experimentos métricos. Ha sido llamado el Padre del Modernismo chileno. Ritmos es el libro al que frecuentemente la crítica hace alusión, sin embargo, esta obra "contiene solo la cuarta parte de su poesía”.

    A pesar de su espíritu inquieto y creativo, nunca pudo llevar una vida tranquila y falleció muy pobremente, después de una larga enfermedad por su adicción a la bebida.

    Durante el siglo XX aparecieron varias ediciones póstumas del autor, entre ellas, la más referida por la crítica ha sido Poesías -libro que tuvo cuatro ediciones entre 1917 y 1927, que incorporaron nuevos poemas y considerada el volumen más completo de González.

    Otro autor chileno de cierto renombre en el país, llamado Víctor Domingo Silva, lo distingue como el principal poeta chileno, situándolo por sobre Mistral y Neruda. Y ya somos dos.

    Murió el 3 de octubre de 1903, en una cama de caridad del Hospital San Vicente de Paul, en Santiago.

    El poema de su autoría que les comparto, posiblemente sea su obra maestra. Pero tiene tanto poema hermoso que vale la pena conocer.


    EL MONJE


    Noche. No turba la quietud profunda
    con que el claustro magnifico reposa
    más que el rumor del aura moribunda
    que en los cipreses lóbregos solloza.
    Mustia la frente, la cabeza baja,
    negro fantasma que la fiebre crea,
    cadáver medio envuelto en su mortaja,
    un monje por el claustro se pasea.


    De cuando en cuando de sus ojos brota
    un súbito relámpago sombrío:
    el trágico fulgor del alma rota
    que gime y se retuerce en el vacío.


    No lo acompaña en su mortal desmayo
    más que la luna que las sombras ama,
    que una lágrima azul en cada rayo
    sobre las frentes pálidas derrama

    El joven. Es su edad del alegro,
    la del himno, el ensueño y el efluvio,
    en que es terso azabache el bucle negro,
    en que es oro bruñido el bucle rubio.


    Sin conocer placeres ni pesares,
    se alejó del hogar siendo muy niño,
    y fue a poner al pie de los altares
    un corazón más puro que el armiño.


    Algún recuerdo de la infancia acaso
    rompe tenaz su místico sosiego
    y desata en su espíritu a su paso
    huracánidas ráfagas de fuego.


    Acaso las borrascas de la tierra
    traspasan las barreras de su asilo
    y van con ronco estrépito de guerra
    a desgarrar su corazón tranquilo...

    Un día vio en el templo, de rodillas,
    desde un triclinio del solemne coro,
    una virgen de pálidas mejillas,
    de pupilas de cielo y trenzas de oro.


    Y Su gallarda imagen tentadora
    lo persiguió con incesante empeño;
    turbó su dulce paz hora tras hora,
    en el recreo, la oración y el sueño.


    Cuántas veces, orando en el santuario,
    no veía florar en su ansia viva,
    envuelta en la espiral del incensario,
    su fantástica sombra fugitiva.


    ¡Cuántas veces, con hondo desvarío,
    allá en las noches de nostalgia loca
    no despertaba, trémulo del frío,
    buscando el beso ardiente de su boca!.

    De súbito interrumpe su paseo
    y lívido y extático se queda,
    y mira con extraño devaneo
    la blanca luna que lo lejos rueda.


    Y en la cúpula azul de pompa fídica
    del templo secular de estilo mágico,
    ensaya el ritmo de su voz fatídica
    el ave de Satán, el cuervo trágico.


    Y los cipreses lóbregos se quejan.
    Y al vaivén de sus copas que se alcanzan,
    sus siluetas se acercan y se alejan
    como espectros fantásticos que danzan.


    Y tras los horizontes de Occidente
    la luna melancólica se escombra.
    ¡ Y allá en su corazón el monje siente
    crecer la soledad, crecer la sombra !. ...

    ¿Porqué, por qué, sin fe para el combate,
    el alma alada que a la cumbre vuela,
    olvida que es espíritu y se abate
    cuando la frágil carne se rebela?


    ¡Por qué ludibrio de borrasca loca
    la conciencia vacila y gime y calla
    cuando el brutal instinto la provoca
    a sostener con él recia batalla!


    ¿Qué hondo misterio es el que el hombre encierra,
    que el cuerpo vence al alma en el gran duelo,
    siendo el cuerpo una sombra de la tierra,
    siendo el alma un relámpago del cielo?

    Ante el sol inmortal que se levanta
    y tiñe el éter de ópalo y de rosa,
    el himno eterno de la vida canta
    con magnifico ritmo cada cosa.


    Mas, ¡ay!, el monje, en su nostalgia muda.
    oye sólo zumbar el ala incierta
    con que el lóbrego cierzo de la duda
    a bate las ruinas de su fe ya muerta.


    Envuelta en el fantástico sudario
    de su austera y flotante saya mística,
    se arrodilla temblando en el santuario,
    delante de la lámpara eucarística,


    Es insondable, es infinito el velo
    de la fúnebre noche que le ofusca.
    Es un fantasma, es un sarcasmo el cielo;
    huye más lejos cuanto más le busca.

    Después de orar al borde del abismo,
    siempre sin esperanza, siempre en vano,
    y de sentir la nada de sí mismo,
    ¡Le abre su corazón a un monje anciano!


    Lleno de santa unción y, amor profundo,
    el viejo monje largo tiempo le habla
    de que busque en el piélago del mundo
    sólo en la cruz su salvadora tabla.


    -¡Ay -le dice- del ama que blasfema
    y que se olvida de su excelso tango,
    y que arrastra su fúlgida diadema
    y sus cándidas alas por el fango


    EI alma que a sí misma se abandona
    y que, entre el mal y el bien, el mal prefiere.
    rompe el lazo que al cielo la eslabona:
    ¡vive para Satán, para Dios muere!

    Y él le oye. Y en su celda solitaria,
    armado de un férula sangrienta,
    a compás de una lúgubre plegaria,
    verdugo de sí mismo, se atormenta.


    En su místico anhelo de vencerse.
    lleno de santa cólera se azota,
    y de dolor su carne Se retuerce
    y roja sangre de su carne brota.


    Es inútil su bárbaro martirio.
    La fiebre estalla en su cerebro luego.
    Y a través de las sombras del delirio,
    el ve flotar una visión de fuego,


    Es la visión de la mujer que adora,
    que con su carne pone su alma en guerra,
    ¡que lo acosa tener hora tras hora,
    que lo hace al cielo preferir la tierra!

    Tiende la noche sus flotantes tules
    y se envían los astros desde lejos,
    a través de los ámbitos azules,
    dulces besos de amor en sus reflejos.


    Y hunde el monje en el éter infinito
    los tristes ojos con afán profundo;
    acaso escruta lo que Dios ha escrito
    allá en el corazón de cada mundo.


    Y bajo el nimbo de su luz risueña,
    la blanca luna en cada rayo exclama:
    "¡Soy una virgen pálida que sueña,
    soy una virgen que se arroba y ama!"


    Y ensaya el aura tibia sin sosiego,
    en las trémulas copas de los álamos,
    ritmos lejanos de ósculos de fuego,
    de bocas que se encienden en los tálamos.

    Hace instantes no más, con que inocencia
    la rubia virgen pálida que adora
    le abrió ante el tribunal de la conciencia
    por la primera vez su alma de aurora.


    Hondas huellas de honor en él dejaron
    los recios golpes de la lid sin nombre
    que en su lóbrego espíritu trabaron
    el ministro del cielo con el hombre.


    Cada revelación que ella le hacía
    era un tremendo vendaval deshecho
    que sin piedad crispaba y retorcía
    las recónditas fibras de su pecho.

    -Padre -le dijo-, perdonad mi queja
    Siempre que caigo ante el altar de hinojos,
    mi pensamiento del altar se aleja
    y se llenan de lágrimas mis ojos.


    Al mismo altar, con una audaz porfía
    que hace los sentidos se me arroben
    sigue mis pasos, tras la sombra mía
    la sombra melancólica de un joven.


    Busco la soledad, y en ella vago,
    y de amor cada cosa me habla de ella:
    me habla de amor la música del lago;
    me habla de amor el ritmo de la estrella.


    Dadme, pues, padre mío, algún consuelo.
    Es ya inútil luchar. Estoy vencida.
    ¿No es verdad que el amor brota del cielo?
    ¿No es verdad que sin él no hay sol, no hay vida?

    Y el exclamó: -No es éste un gran problema:
    Dios manda que ame cuanto ser existe,
    Y su mandato es una ley suprema
    a cuyo imperio ningún ser resiste.


    Pero el amor su fin tan sólo alcanza
    cuando con la conciencia se concilia;
    cuando es su aspiración y su esperanza
    fundar el santo hogar de la familia.


    Mas el amor que ofende a la conciencia,
    dando pábulo a instintos que la oprimen,
    ¡deja de ser sagrado, y es demencia,
    deja de ser sagrado, y es un crimen!


    Y el monje suspendió súbitamente
    su evangélica plática sencilla,
    y una lágrima trémula y ardiente
    resbaló sin rumor por su mejilla.


    La virgen núbil, por su rostro mudo,
    desde el humilde sitio de su alfombra
    ver rodar esa lágrima no pudo
    porque esa lágrima rodó en la sombra.

    Tarde estival. El cielo se dilata
    por el gigante piélago sonoro,
    como una inmensa túnica de plata
    cuajada de soberbias flores de oro.


    Habla todo de Dios: la limpia onda
    con su albo nimbo por la playa tiende,
    la casta estrella que en la bruma blonda
    del pálido crepúsculo se enciende.

    Cubierto el monje con su tosca saya,
    murmurando en silencio: "Dios lo exige',
    hacia una agreste aldea, por la playa,
    bajo el sol que ya muere, se dirige.


    El allá en sus salvajes horizontes
    olvidará tal vez sus agrias penas:
    respirará la brisa de los montes,
    recobrará la sangre de sus venas.

    Sirve la humilde aldea un cura anciano
    que cumple su misión con santo anhelo,
    que en cada feligrés ve un tierno hermano
    que Dios le ordena conducir al cielo.


    Mas ya no puede soportar la carga
    de su labor de apóstol y profeta
    El peso de la edad ya lo aletarga.
    Ya toca el linde de su vida inquieta.

    Le dice el monje: -Serás tú el baluarte
    de la grey que Dios puso a mi cuidado;
    tú empuñarás el místico estandarte
    que yo abandono, porque estoy cansado.


    ¡Y el monje le oye y le obedece y calla,
    y con fervor a la labor se entrega.
    Y mayor goce en la labor él halla.
    mientras mayor abnegación despliega

    Allá, cuando a lo lejos ya declina
    el blanco sol entre celajes rojos,
    el monje hacia la playa se encamina,
    trémulo el paso y húmedos los ojos.


    Sus olas a sus pies el mar prosterna
    con ritmo a un tiempo unísono y diverso,
    y le habla sin cesar del alma eterna
    que difunde la vida al universo


    Del alma que es efluvio en la laguna
    y en la undívaga brisa ritmo eólico,
    y en la serena, temblorosa luna,
    lágrima azul del cielo melancólico.


    Del alma que es visión que canta y vaga
    allá en la nube trémula y bermeja
    y que en la mustia estrella que se apaga
    es recuerdo que llora y que se aleja.

    En la capilla de la aldea tosca,
    denso gentío de entusiasmo lleno
    Se agita como un piélago que enrosca
    a la luz del relámpago, su seno..


    Ante el altar, el monje se dibuja,
    lívido el rostro la mirada triste
    extraño el gran tumulto que se empuja,
    extraño a todo cuanto en torno existe.

    Avanzan al altar, con pie seguro
    y reflejando en la pupila el cielo,
    un apuesto doncel de traje obscuro
    y una niña gentil de blanco velo.


    El monje los contempla un corto instante
    con el hondo y supremo paroxismo
    de quien se ve de súbito delante
    de la inmensa pendiente de un abismo.


    En la diáfana tez de nieve y rosa,
    y los bucles aurinos y sedeños,
    y el talle de palmera de la esposa,
    él descubre a la virgen de sus sueños.


    En su fatal, desgarradora cuita,
    en vano en su interior batalla
    con el volcán de su pasión que grita,
    con el volcán de su pasión que estalla.

    Se absorbe. Se transporta, y a lo lejos,
    desde el místico altar al lecho cálido,
    ve marchar bajo un nimbo de reflejos
    una novia gentil y un novio pálido.


    Y oye entre raudos y variados giros
    de misteriosas y argentinas brisas,
    aleteos de besos y suspiros
    músicas de arrullos y de risas.


    Y ve jugar, bajo la luz eterna,
    al umbral de un hogar lleno de efluvios,:
    sobre el regazo de una madre tierna,
    un enjambre auroral de ángeles rubios.

    Y tiende a otro horizonte la mirada,
    y allá en el pálido confín divisa
    una lóbrega celada' abandonada
    donde una triste lámpara agoniza.


    Forman su techo que jamás se alegra
    ásperas tablas de nudosos troncos
    siempre cubiertos por la noche negra
    siempre azotada por los cierzos roncos.


    Y a la luz de la lámpara que oscila

    ve arrodillarse un monje ante el vacío.
    Le ve enjugarse a solas la pupila,
    y en su abandono, tiritar de frío.


    Y domina su bárbaro tormento
    y la hiel de sus lágrimas devora.
    Y a un hombre, que no es él, con dulce acento,
    desposa él mismo a la mujer que adora.


    Y al soplo del dolor con que está en guerra,
    siente su sangre transformarse en hielo,
    huir veloz bajo sus pies la tierra:
    sobre su frente derrumbarse el cielo.


    Y entonces, ¡ay! a su pupila asoma
    la noche allá en su espíritu escondida.
    ¡Y al pie del Ara Santa se desploma,
    rígido el cuerno, la razón perdida!




    NATALICIO

    A la señorita E. C.


    I

    Melancólica virgen morena

    de magníficos bucles castaños,

    y de pálida tez de azucena:

    yo saludo tus bellos quince años.


    Junto a ti pulsan hoy sin sosiego,

    en alegre y espléndido coro,

    blancos ángeles de alas de fuego

    sus eólicas cítaras de oro.


    Al jardín de la aurora tú subes

    en un carro de mirtos y rosas;

    y en el tálamo azul de las nubes

    con el dios de la luz te desposas.


    De tus labios de pétalos rojos

    brotan ritmos de brisas en calma:

    y del negro cristal de tus ojos

    brotan rayos que abrazan el alma.


    II

    Virgen griega de olímpica frente

    y de cuello de terso alabastro,

    y de talle de palma de oriente:

    tú bajaste a la Tierra de un astro.


    Cada undífigo rizo florido

    de tus rítmicos bucles sedeños,

    es el mágico, edénico nido

    de un enjambre de cándidos sueños.


    Cada vago arrebol que colora

    tus lozanas y frescas mejillas,

    es un beso de amor de la aurora

    donde flotas, y cantas y brillas.


    Sueña, sueña en los cielos extraños

    donde el éxtasis tu alma dilata.

    Yo saludo tus bellos quince años,

    y a tus pies pongo mi arpa de plata.
     
    #1
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  2. Alde

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    Un gran poeta latinoamericano.

    Saludos
     
    #2
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  3. Beache

    Beache Bertoldo Herrera Gitterman

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    Comparto eso plenamente. Aunque creo que cuestiones como la nacionalidad y el color político, influyen o afectan el reconocimiento que el lector le da. Lamentablemente.
     
    #3
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