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Pequeño ejercicio vocálico Parte IV O

Tema en 'Prosa: Surrealistas' comenzado por Asklepios, 24 de Junio de 2022. Respuestas: 0 | Visitas: 228

  1. Asklepios

    Asklepios Digamos que a tientas

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    Lo cierto es que, tras escuchar aquella obertura, el señor obispo no pudo por menos que dar gracias al Señor por permitirle escuchar aquella maravilla, además de agradecer personalmente al rey el que se acordara de él invitándole a presenciar un espectáculo que resultó ser extraordinario. Sabido era por toda la corte la enorme afición del prelado por la música de cámara y, más concretamente, por el sonido dulce, nasal y expresivo del oboe, que nada tenía que ver con los insoportables estruendos que, casi a diario, se escuchaban durante aquellos días de guerra fratricida, por las continuas explosiones de los obuses en los campos de batalla de la vieja Europa.

    Emeterio, que así se llamaba el mencionado obispo, antes de llegar a ser tal, ingresó siendo un crío en un pequeño monasterio dominico en la provincia de Huelva. De allí, a la edad de 19 años, fue enviado a las américas para apoyar en la evangelización de aquellas tierras donde, al parecer, no tuvo ningún problema para comunicarse con los nativos, con quienes mantuvo y fomentó en alto grado las relaciones. Cuentan que fueron muchas las noches que pasó en compañía de los indios a la luz de las hogueras contando historias, cantando ancestrales músicas y hasta tocando la ocarina en su compañía. Fue años después,-contaba por entonces los 42 años-, que regresó a España, tras una no muy amable travesía del Océano, presentándose a sus superiores en el convento de Santo Domingo de Salamanca, donde pudo disfrutar de unas breves semanas de ocio y descanso, pero donde, al poco tiempo ya empezó a echar de menos los días de ultramar, a los indios, a los bosques de ocotes, -árboles de los que aprovechaban su resina para encender hogueras y luminarias-, a sus paseos… a sentimientos que se vio obligado a ocultar para evitar ser reprendido por sus superiores, que no veían nada bien la nostalgia en aquellos que regresaban de las misiones.

    Fue entonces que aprovechó el tiempo para escribir sobre sus experiencias en el Nuevo Continente y acerca de diversos temas relacionados con las viejas culturas prehispánicas, además de intentar escribir un par de odas y alguna que otra composición poética como varios sonetos, alguna cuarteta y alguna décima. También tuvo tiempo para poner a prueba su gusto, inclinación y afición por la música atreviéndose a componer un oratorio,-que no pasó de discreto-, dos cantatas,-aceptables-, y un motete francamente bueno que siempre imaginó que algún día se llegaría a escuchar en los más importantes odeones de la vieja Europa. Pero nada de todo esto apenas transcendió, al menos para bien, debido a las envidias de algunos de sus compañeros dominicos que no tardaron en propagar murmuraciones y comentarios llenos de odio y envidia con los que se dedicaban a atacar y descalificar su comportamiento, llegando a crear demasiadas situaciones de una innecesaria tensión. Así que, llegó un momento en el que Emeterio se vio “forzado” a abandonar la ciudad de Salamanca y trasladarse a la capital del reino, donde, con la ayuda y apoyo de viejos amigos, intentar abrirse camino en el intrincado y no menos peligroso mundo cortesano.

    De camino a Madrid, una fuerte odontalgia que venía padeciendo desde hacía algunos días, le obligó a hacer una parada en Ávila, donde le habían recomendado a un pintoresco personaje, muy famoso en la ciudad por su saber y su buen hacer en casos como el suyo. Tuvo que pasar tres días en Ávila sin nada más que aguantar sin tregua insoportables dolores hasta que, por fin, y gracias al quehacer de aquel personaje, los dolores desaparecieron y su salud se restableció completamente, pudiendo continuar con su viaje, no sin antes agradecer a su “salvador” con una generosa compensación. Compensación que nadie podría tomar como ofensiva, sino más que nada y ante todo y, sobre todo, justa.

    Llegado a la capital, lo primero que hizo fue buscar a su viejo amigo Anselmo, al que conoció cuando todavía estaban los dos en el monasterio de San Juan, y que ahora era el sacerdote titular del Convento de Santo Domingo el Real, cargo nada despreciable, desde luego. Al entrar en el edificio se cruzó con uno de los monjes al que le pidió que por favor, informara a D. Anselmo que su viejo amigo Emeterio preguntaba por él, a lo que el religioso respondió que lo haría encantado una vez concluyera el oficio que se estaba celebrando en aquellos momentos. Emeterio asintió, agradeció y esperó sin ofuscarse por ello mientras revisaba cuidadosamente el estado de los ojales de su camisa e intentaba disimular las ojeras que el poco dormir le había provocado en los últimos días.

    Estaba absorto mirando con curiosidad la presencia de un arco ojival que, por el estilo y época de la construcción del convento no tendría que estar allí y, mientras se preguntaba por tal cosa, al acabar el oficio, empezaron a salir religiosos de la capilla hasta que, por fin, apareció el padre Anselmo luciendo una sonrisa repleta de sinceridad, y en sus ojos una mirada completamente limpia y cristalina. Se saludaron efusivamente y dedicaron un buen rato a recordar viejos tiempos mientras paseaban arrastrando los pies sobre las olambrillas, (azulejos decorativos), y las baldosas desgastadas del patio conventual que parecían formar un minúsculo e irregular oleaje causado por tanto y tanto pisar.

    El padre Anselmo ofreció a su viejo amigo una de las mejores dependencias del convento en la que le invitó a descansar hasta la hora de la cena en la que tenían por costumbre, entre otras cosas, tomar una rebanada de pan oleosa, untada en un aceite de oliva especialmente oloroso que ellos mismos producían acompañado de un poco de lo que ellos llamaban olura hervida en una vieja olla, es decir, de una hortaliza hervida. Después, al terminar la cena, asistirían a las completas.

    Durante la cena, como es fácil suponer, apenas dejaron de hablar ora de esto, ora de aquello… y tocaron tantos recuerdos… de lo impactante de todo al llegar, del agobiante calor y la insufrible humedad, de lo que comieron estando en América… Emeterio preguntó a Anselmo si se acordaba de éste o aquel plato y entre ellos, de la olleta, (guiso hecho con agua de maíz, carne de gallo, res o rabo de cerdo, vino y papelón,-pan de azúcar sin refinar-, pero no se acordaba y Emeterio salivaba…

    De repente, uno de los monjes se acercó al padre Anselmo y algo le comentó en voz baja. Anselmo, tras excusarse, se levantó y abandonó la mesa. Pasados unos minutos regresó al comedor en compañía. A pesar del paso del tiempo Emeterio pudo reconocer al recién llegado. Era el pequeño Julián, un converso de origen omaní, que cambió su verdadero nombre, Samir, por el de Julián y que acompañó a Emeterio en sus primeros días en tierras americanas hasta que, al separarse los recién llegados en dos grupos, no volvieron a saber nada uno del otro. Seguía manteniendo aquella alegría en su mirada el pequeño Julián y también, como pudo comprobar, el discreto tatuaje de la letra omega en la parte trasera del cuello. Tenían tanto que contarse… y nada que omitir ni esconder… Pero había que asistir a completas quedando pendiente la conversación para el día siguiente ya fuera entre maitines y laudes, entre laudes y prima o entre prima y tercia.

    Finalmente pudieron volverse a ver con tranquilidad después de tercia. Al acercarse Emeterio con la mejor intención, dio una amistosa palmada en el hombro derecho de Julián, y éste soltó un buen grito a causa del dolor asustando no sólo a Emeterio sino a todos los presentes. Hacía ya varios meses que sufrió un accidente que le dejó maltrecho el omoplato que no acababa de curar como debía. Después del pequeño susto y tras dar un tiempo a que disminuyera el dolor, Anselmo le aconsejó que si tenía ocasión, no dejara de aplicarse una cataplasma a base de hojas de onagro, muy adecuada para esos casos. Hecha la observación, poco a poco, fueron hilando conversación basada en un principio en grandes generalidades que fueron, poco a poco, concretándose con un inciso aquí, otro allá; una anécdota por aquí, otra por allá. En su conversación apenas hubo lugar para el silencio y, aun así, - o quizás por ello-, el tiempo se les hizo muy corto. Las obligaciones litúrgicas interrumpieron su charla, que se vieron obligados a posponer de nuevo, conscientes ambos de, al menos, de cierta satisfacción al haber dominado esas mutuas y primeras inquietudes.

    Mientras no se ordenó otra cosa, tanto Emeterio como Julián tuvieron que integrarse como un miembro más del convento, aunque fue por poco tiempo, pues fue reclamada su presencia, - de los dos-, ante el prior del convento dominico de Salamanca, eso sí, sin noticia alguna sobre los motivos y/o causas.

    Partieron, tras un frugal desayuno, siendo aun de noche y, durante la primera parte del trayecto entretuvieron el frío vespertino con una muy animada pero desordenada conversación gobernada por la pura ansia de saber, por la inquietud provocada por ignorar el porqué de su viaje, por la más inocente curiosidad que tardó bastante en apaciguarse y dar, por fin, lugar a un diálogo de ruta e intenciones más concretas.

    Ambos esperaban que no resultara demasiado oneroso e intrincado el mandado que, con total seguridad les iban a encomendar. Entendiendo que era algo que no estaba en sus manos, optaron por obviar el tema y crear nuevas conversaciones.

    Así, Emeterio, con toda inocencia, confesó a su compañero de viaje que, durante los últimos días de su estancia en tierras americanas, no dejó de sentir cómo su mundo onírico pasó a estar excesivamente revolucionado, que tuvo muchos sueños y muy intensos, además de extraños.

    De entre todos los sueños destacaba uno por repetitivo en el que aparecían varias imágenes en ónice de dioses paganos que no paraban de emitir onomatopeyas y ruidos raros que, en todas y cada una de las veces que aquello se repetía, aquello siempre le hacía recordar los paisajes onubenses de su infancia.

    Pues algo parecido me ocurre a mí, interrumpió su compañero Julián, pero en mi caso es con paisajes de los alrededores de Oñate, de donde bien sabes que procedo.

    La sorpresa se instaló en las caras de los dos viajeros que comenzaron a preguntarse por tan extraños sucesos y su coincidencia. Emeterio buscó en su pecho el colgante de ópalo de Nuestra Señora de la Esperanza y sin dejar de mirarlo, como si pusiera en marcha un operativo ensayado miles de veces, se persignó varias veces intentando encontrar el apoyo que buscaba.

    Supe de éstas y otras anécdotas algunos años más tarde, durante una de mis frecuentes visitas al obispado de Toledo. Fue que me encontré, de forma totalmente inesperada, con fray Emeterio. Nuestra alegría al vernos fue mutua y realmente sincera y resultó que, ni él ni yo, teníamos aquella tarde obligación alguna, por lo que decidimos pasar juntos el resto del día.

    Nos contamos de todo y de todo quiso saber mi opinión; tanto fue así que, por un momento, llegué a creer que me estaba examinando, que estaba en una oposición. Decidí entonces redirigir nuestras conversaciones hacia temas sin tanta trascendencia e incluso, hasta con ciertos matices de cotilleo. Así, por ejemplo, recuerdo que le pregunté si no se había dado cuenta de la excesiva opulencia en el vestir del señor obispo, que no pudo negar, como tampoco lo hizo cuando resalté el poco cuidado que nuestro señor obispo tenía por sus trajes, trajes que presentaban demasiadas oqueruelas a pesar de la excelente calidad de sus telas.

    Estuvimos gran parte de la tarde paseando, sin rumbo fijo por lo que propuse parar unos instantes para intentar ubicarnos. No tardé en hacerlo; estábamos no muy lejos del taller de imprenta donde, días atrás, había quedado en recoger un antiguo tratado de oratoria; y se me había olvidado por completo. Propuse a Emeterio que me acompañara mientras que yo no dejaba de tirarme, mentalmente, de las orejas por mi descuido.

    Tras subir una pequeña pero pronunciada cuesta y girar a la derecha, cruzamos a la otra orilla del río por un pequeño puente y, apenas a unos 30 metros dimos con la puerta del taller. Aunque la puerta estaba abierta, la golpeamos a modo de llamada y pasamos al interior. Enseguida nos recibió un joven escuálido y bastante alto con la cara negra de tinta y con un trapo en las manos con el que pretendía limpiarse y más bien conseguía todo lo contrario. Me presenté, dije mi nombre y pregunté por el maestro del taller; el aprendiz fue en su búsqueda. El sonoro taconeo de unos pasos anunció la aparición del editor Jaime Moll quien, al saludarnos, no olvidó añadir una simulada, pero educada queja por nuestro retraso. Más que nada por la brevedad en el plazo que se le había exigido para terminar el encargo. Afortunadamente la cosa no pasó a mayores y nos centramos en el tema. El volumen era un hermoso libro con tapas de cuero repujado con motivos geométricos en oropel de una calidad asombrosa, exquisita. No nos dimos cuenta de que nos habíamos quedado solos hasta que notamos el regreso de la presencia del señor Jaime Moll, que nos invitó a pasar a su despacho. Imagino que nos vio tan sorprendidos por la calidad de su trabajo que, el hecho de enseñarnos alguna que otra de sus encuadernaciones, con toda seguridad, pensó, a la larga sería algo positivo para su negocio. Estuvimos ocupados en tan inocente disfrute un tiempo indeterminado hasta que pude sentir ese modo que el tiempo tiene de desplegarse dando la impresión de que se acelera por la influencia de alguna extraña magia que muy pocos somos los capaces de identificar. Es disfrutar del más preciado de los tesoros al que nadie consigue dar su auténtico valor, pero que se sabe es y tiene auténtica y verdadera realidad.

    Antes de marchar, aboné lo que en su momento se hubo estipulado y la puerta se cerró a nuestras espaldas.

    Largas filas de orugas adornaban los pinares que rodeaban la ciudad por el excesivo y muy molesto calor veraniego de aquel año. Decidimos regresar a nuestros aposentos a la mayor brevedad y volver a vernos a la hora de la cena.

    Nada más llegar a la residencia episcopal, antes de retirarme a descansar, lo primero que hice fue dejar a buen recaudo, en manos del bibliotecario de palacio, la obra recién adquirida con el fin de desligarme de cualquier responsabilidad a la que me pudiera obligar la posesión de documento tan exclusivo.

    Tras tres horas de merecido descanso bajé al recibidor donde ya me estaba esperando mi amigo Emeterio para ir a cenar. Apenas nos saludamos, Emeterio me comunicó que íbamos a cenar en compañía del secretario personal del obispo, el padre Contreras a quien, al parecer, se le encargó informarnos de nuestras nuevas responsabilidades. Yo, que esperaba poder disfrutar de algunos días de descanso, en principio no me tomé nada bien aquellas perspectivas pero no me quedó otra que asumir la situación y, a modo de estúpida rebeldía, opté por tomarme, a pesar del excesivo calor, varias copas de orujo como colofón de una cena excesivamente frugal y, sobre todo, -al menos para mí-, incómoda que me permitieron ser un tanto osado al expresar mi parecer sobre algunos de los temas que se trataron durante aquella velada. No me importó serlo entonces y menos me importa ahora, pasado tanto tiempo.

    Salí, apenas sin tiempo, hacia la pequeña localidad de Triberg en la Selva Negra, con el objetivo de defender y consolidar el estatus de la iglesia católica. Era una zona que llevaba algún tiempo dando señales de debilidad, con continuos enfrentamientos y una tensión social creciente y para nada conveniente.

    Durante mis primeros días pude disfrutar de unos bellísimos paisajes y de poder ver la muy abundante población de oseznos que se dejaban ver por los alrededores.

    Me llevó mucho tiempo y muchos esfuerzos el llegar a restablecer el equilibrio necesario entre las diferentes partes y mantener el orden más allá del territorio que, en un principio, se me había designado. A veces incluso yo mismo me preguntaba cómo lo hacía posible, sin saber realmente cómo lo conseguía. Hasta llegué a pensar si no tendría que ver mi afición por la mitología, sobre todo la mitología egipcia y mi amado Osiris, con los matices que aportaban mis exposiciones, mis planteamientos con los que, simplemente, intentaba acercar posiciones.

    A veces, mi labor resultaba de una tensión tal que no era nada extraño sufrir pesadillas y despertarme entre sudores fríos, sintiendo ser atacado por un oso, o sintiéndome perseguido por las calles de mi querida Osuna por algún impresentable otacusta en busca de alguna información que pudiera comprometer mi labor y/o mis responsabilidades mientras no deja de intentar otear los campos donde yo puedo llegar a tener influencia.

    Tengo otros sueños en los que manadas de lobos no paran de otilar, sobre todo en otoño, ofreciendo sus ovaladas voces a las asustadas ovejas que no dejan de ovillar su propia lana como queriendo intentar olvidarse de tanto miedo; miedo que llega incluso a aparecer en mis sueños, por raro que parezca, con formas varias, incluso ovoides en las que,- y es lo más raro de todo-, a veces se llegan a desarrollar extinguidos óvulos que, hoy día, algunos aseguran que todavía se oyen en muy apartados lugares. Lo cierto es que la versión más creíble en la actualidad asegura que algo se oyó hace mucho tiempo, por detrás de la capa de ozono y, desde entonces, no ha vuelto a pasar nada más.
     
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