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Soñé que te recordaba (Revisado)

Tema en 'Prosa: Amor' comenzado por kalkbadan, 25 de Agosto de 2011. Respuestas: 4 | Visitas: 1170

  1. kalkbadan

    kalkbadan Poeta que considera el portal su segunda casa

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    ¡Por fin! Por fin había terminado el maldito trabajo. Llevaba dos meses muy complicados, saliendo de la oficina cuando mi hijo no había despertado, y volviendo con el niño hacía ya unas cuantas horas recostado.

    Mi mujer me recibía alzando los brazos desde la cama con los ojos soñolientos, casi cerrados, musitando — ¿qué tal vida mía? Hacía calor, era verano, me desnudaba y la abrazaba sumiéndome en sueños, olvidando mi ansiedad, al compás de sus suspiros, y el suave baile de las hojas del naranjo en la terraza.

    Pero bueno, ya había pasado, y ufano me balanceaba en mi silla con la mirada dirigida hacia el ventanal de la oficina. La luz era ya de tarde, cargada de tonos rojos, y cálida como corresponde a un día de San Juan. Precisamente un día como hoy, hace nueve años, mi vida cambió…, parece mentira… si fue ayer…

    Me levanté alegre de la silla, apagué las luces y salí de la oficina. Tenía ganas de pasear, de aprovechar por fin un atardecer, de alzar la vista al gustoso enjambre de áticos, cables y estorninos de este Madrid en llamas, de esta patria mía, de este caos insufrible que tanto quiero.

    Andaba ligero hacia un bar de esos que nada tienen de especial, pero que emana esa aura que lo hace insustituible. Si alguien me preguntara por qué me atrae no sabría muy bien qué responder.

    Al entrar comprobé que estaba el camarero que tanto me gusta. Hacía apenas unas semanas que había empezado a trabajar en el bar.

    Creo recordar que jamás he mantenido con él una conversación que no sea — póngame una caña, o — cóbreme por favor. Es joven, no tendrá más de 30 años, alto y moreno, con unos ojos rasgados y brillantes; es llamativamente hermoso, y él lo sabe. Se mueve taciturno ceñido en su mandil tras la barra como flotando; eso sí, cuando se agacha, cuando coge una copa, o sirve un plato de aperitivo, acompaña el gesto con un espasmo eléctrico que quiebra el vuelo inmóvil de sus pies.

    Yo le llamo Michael.

    Su puesta en escena más depurada tiene lugar cuando sirve una caña de cerveza. Coge el vaso por la base y lo lanza escuetamente al aire girándolo en una milésima de segundo. Ya está el vaso posado en la bandeja del cañero recibiendo una sacudida de agua fresca. Esta primera parte de la coreografía la ejecuta mirando al frente, hacia ninguna parte, con gesto aburrido, haciendo saber lo trivial del asunto, como si nada tuviera que ver con él lo que sus manos manejan con precisión de cirujano. Fría y húmeda la copa la penetra en el grifo, ahogando el chorro helado de la cerveza. Es entonces cuando el semblante de Michael se torna serio, concentrado, especialmente al girar el grifo con brusquedad y rematar la caña con densa espuma que conquista el vaso entero rebosándolo con alegría. La turbulencia cesa, y el ámbar remonta lentamente el espacio perdido. Golpea enérgicamente la cerveza dos veces contra la rejilla, y en un giro y dos pasos la posa con un impacto seco sobre la barra. Con un imperceptible empujón la desliza provocadora con su bufanda de nácar hasta quedar apenas a un palmo del borde del mostrador.

    Como no podía ser de otra manera, altivo, siempre alzo la cerveza, la miro, y dirigiéndome a ella proclamo, — sí señor, por fin una caña bien tirada. De reojo observo como Michael se aleja con traza de torero, y con orgullo lanza la rodea al hombro, y queda estático empujando la barra en posición de salida para otra petición. Me gusta este Michael.

    Por una conversación con un cliente vecino pude averiguar que hacía poco que había vuelto a Madrid, después de varios años en tierras lejanas, y que apenas hacía unas semanas había sido padre, de una niña, — la más hermosa, igual que su madre, decía él, con una voz suave y tierna, cargada de profunda dulzura, muy lejos de la ronca rudeza que yo esperaba de un camarero de casta.

    Tras tomarme unos cuantos refrescos, como llamaba a las cañas mi abuelo, y disfrutar de un par de charlas ajenas, me marché decidido a un bar que hacía tiempo que no había vuelto a pisar. Quizás porque… no sé, por nada, por galbana, por ir y estar cerrado… no, Andreas, no…; su cualidad de despertar la llama lánguida de la melancolía en un corazón ya cansado de recordar, ésa era la razón, y no otra.

    Enfilé con decisión la calle Conde Duque. Las acacias de la plaza de Guardias de Corps lloraban un torrente de polen espectacular, potenciando el sol rasante su color dorado y su magnífica densidad. Era un instante de esos en los que se echa de menos una cámara de fotos, porque realmente es un día y una hora al año en el que se puede disfrutar de semejante visión. Los perros se perseguían en una danza mitad cortejo y mitad juego, mientras los amos coqueteaban con las amas. En las terrazas, padres necesitados de fiesta reían y charlaban con avidez, — ¿¡Recuerdas aquella vez…!?, y sus niños jugaban a la pelota junto a una cuadrilla de viejos que tertuliaba solemnemente a la sombra del busto de Clara Campoamor. —¡Deja de joder con la pelota, niño!— rezongaba uno de ellos a un crío que de poco le salta las gafas de un pelotazo.

    Hay plazas que nunca llegan a ser habitadas; hasta sus árboles portan la resignación de no servir de cobijo más que de su propia sombra. Sin embargo otras… son hechizadas por el numen de la vida, del contacto humano.

    Dejé atrás el familiar bullicio de la plaza y entorné la calle de Martín de los Heros, anduve unos metros y… allí estaba el bar, con su insinuante rótulo invitándome con su alma crápula a entrar. Y entré. Acababan de abrir, y era el primer cliente que pisaba el local. Me lo encontré como siempre, envuelto en una deliciosa penumbra punteada por pequeñas velas que danzaban sobre las mesas circulares al ritmo de un jazz con esencia cubana. ¡Ay! y los amplios butacones barrocos, con sus botones hundiendo el cuero rojo… butacas para pensar en silencio, para rebuscar en la caja de las fotos sin ordenar, y sorprenderse uno mismo evocando imágenes que ni intuía poder encontrar.

    — ¿Qué le pongo, caballero?

    Me giré rápido dirigiendo la mirada hacia la barra, hacia esa voz dulce, vibrante, y conocida. Efectivamente era ella; tan atractiva como siempre, con su rostro trémulo por el humo de su pitillo perpetuo bailando sobre el tenue arrebol de las velas. Tendrá cerca de 60 años, con un aire hippie que enarbola con su epicúrea mirada… con la chispa que siempre tendrá, pero lánguida, como no la recordaba. Quizá tamizada por aquel pasado excesivo, de oscura paranoia, éxtasis… y profunda soledad.

    —Una copa de ron, si eres tan amable… Silvia.
    —Marchando, guapetón… ¿Andreas?
    —Así es, compañera… te acuerdas, ¿eh?
    —Claro, chaval… cómo olvidar lo nuestro… marchando tu ron especial.
    Levitando por la exquisitez de la situación, me dejé caer sobre la butaca en la que tantas veces había intentado buscar la explicación al contraste entre la sevicia y la belleza que hace que la vida sea vida. Sentía el incienso Indio penetrar en mis entrañas, silenciándome el interior; siempre he pensado que para ser sólo incienso relajaba demasiado.

    —Espero que te guste, te lo he preparado con mimo... hacía mucho tiempo que no te veía por aquí, jovenzuelo.
    —Tienes toda la razón… pero esto va a cambiar, ya no tengo razones por las que esquivar este templo del placer, mademoiselle Silvia…
    —¡jajaja! Eres un granuja. Que lo disfrutes mi niño.

    La puerta acristalada de la entrada se encontraba entornada, y la increíble luz que aún inundaba las calles la convertían en un espejo. De esta manera se reflejaba con absoluta nitidez la vida que por la calle pululaba; el reflejo hiperrealista de los peatones se mantenía en el espejo varios segundos, y una vez suficientemente cerca del bar, desaparecía, para de forma fugaz reaparecer con su forma real, como un fantasma, levitando ante la puerta. Me pareció mucho más certero considerar como realidad su reflejo, y la sombra fugaz de la realidad como un mero recuerdo.

    Notaba el incienso, o el no sé qué, acariciar mi espalda con un gustoso cosquilleo.

    Silvia salió a tomar el fresco, y con su gesto zalamero, se dispuso a modo de reflejo. Un conocido suyo en forma de recuerdo comenzó a charlar con ella. Él no paraba de cortejarla con su mirada, sumaba a la conversación una orquesta de roces y achuchones, procurando cautivarla… ella, sin embargo, miraba altanera a las buhardillas del cielo, mostrando su cuello de garza, fumando su estudiada indiferencia. Entonces, arrojó el cigarro al suelo, e hizo callar al recuerdo haciéndolo realidad con un beso de pantera reflejado.

    A veces uno entregaría su vida por los recuerdos perdidos, por la belleza marchitada por la gota de lluvia que salpicó un azar desalmado. Pero es inevitable, el recuerdo es una consecuencia de la coexistencia del tiempo y del espacio, una coexistencia que proyecta el azar, y esculpe la existencia.

    Definitivamente podía afirmar que no era incienso lo que la dulce Silvia dispensaba en su local.

    Pegué un sorbo marinero a la copa, un buen trago. Noqueado, carraspeé, y miré de nuevo a la puerta; siempre he sido un poco voyeur, a ver que se cocía bajo su cabio.

    Estaba con la mirada fijada en unos jóvenes enamorados que reían su primigenia felicidad al otro lado de la calle, cuando de pronto alguien se interpuso bajo el marco de la entrada. Enfoqué la imagen vaporosa de esa sombra recién aparecida. Adquirió lentamente nitidez y… no podía creerlo. Era ella, jamás podría olvidar aquel perfil; mi recuerdo más amargo… qué hermosura la suya. Lo que más he querido, transustanciado, ahora, sin aviso, en una realidad tangible. Era esa mujer que sin saber por qué, desapareció de mi lado al final de una primavera sin flores de hace ya casi dos lustros. Desapareció… porque tomé un camino equivocado, sin señales ni referencias, un camino propio de la juventud, dejándome marcado el olor perpetuo de su presencia en lo más profundo de mi alma. Pensé que la había perdido para siempre, pero la tenía ahí, podía… tocarla:
    —¿Beatriz?
    Se giró asustada, echándose la mano derecha a su precioso rostro, y con la izquierda suspendida en el aire, como saludando. Estaba más guapa que nunca. Sus grandiosos ojos reguilaban como estrellas. En esa posición alígera, clamó:

    —¡¿Andreas?!
    —¿Cómo?... ¿qué tal… te va?— conseguí susurrar atónito.
    —Bien… acabo de volver…
    —De Edimburgo, ¿no?
    —Sí…

    Me levanté torpemente del butacón, y a la carrera, sin dar ninguna opción, me apresuré a abrazarla, consumido por el miedo de que tan solo fuera una ilusión, y se desvaneciese como el humo de las velas… como ya ocurrió en aquella ocasión. Tras unos instantes, caí en la cuenta de que la tenía rodeada como quien carga con un fardo. Aflojé el abrazo prendiendo sus manos, y sin el valor suficiente para mirarle a los ojos, rozando sus yemas contra las mías, le dije con voz calma:

    —¿Por qué… ¿Por qué te fuiste Bea?
    —¿Por qué?... No me querías, Andreas… nunca entendiste el dolor que la duda en tu mirada provocaba en mí, nunca, nunca lo comprendiste. Simplemente te quería demasiado, y tuve que huir del infierno de no sentirme correspondida. Si supieras lo que significa no poder ni siquiera soñar con ser la princesa del hombre por el que darías la vida sin pestañear… ¿Lo entiendes ahora mi amor? ¿o no entiendes, como siempre, absolutamente nada?

    Se dirigió hacia mi butacón cabizbaja, y al llegar a su altura se dejó caer a plomo. Suspiró, suspiró… y comenzó su llanto amargo.

    Yo no sabía que decir. La verdad es que estaba completamente superado por las circunstancias, pero sentía mucho. Sentía su pena húmeda estocarme en cada sollozo. Quería abrazarla, besarla, pedirle perdón, decirle todo lo que le quería, y leerle cada uno de los poemas que le había escrito desde el mismo día en que se fue… pero no hice nada, permanecí en mi pávido silencio… Nunca supe encajar el llanto ajeno.

    Al cabo de un rato, se irguió, y con ambas manos se enjugó el mar de lágrimas que corrían por su rostro compungido, o al menos, lo intentó; repitió el mismo gesto varias veces, y con la cara tintada de rímel, se aproximó hacia la barra, pidiendo a una Silvia perpleja una canción… nuestra canción. Se acercó a mí, y con dulzura me susurró:

    —¿Bailas conmigo? Baila conmigo una última vez…
    —Claro, claro que sí.

    Nos abrazamos y giramos suspendidos enredados en los versos melancólicos de aquella canción nuestra, ésa que recordaba que antes de hacerlo, antes de amar, había que pensarlo muy bien.

    Al acabar la canción seguimos abrazados inmersos en la inercia del silencio, hasta que me alejó cariñosamente con la palma de sus manos, como el movimiento en el que los bailarines se separan para volver… pero sin vuelta.

    —Andreas, me casé hace un par de años, y acabo de ser madre de una criatura maravillosa, se llama Lena… y tiene unos ojos negros preciosos…— me dijo atropellada, sin pausas ni entonación.
    —¡Ahh! Cuánto me alegro… respondí desencajado.

    Sufría la presión de la ansiedad arrinconada en mi nuez. La ansiedad de cuando se pierde la esperanza.

    —Andreas, me tengo que ir.
    —Ehh, claro, claro, te acompaño a la puerta Bea…

    Nos abrazamos una última vez, y rozando sus labios los míos me susurró:

    —A pesar de todo fui muy feliz…

    Y cual hoja suspendida en el aire a merced de la brisa, se fue alejando mi realidad reflejada. Me quedé observándola esperando de ella un giro, una última mirada, un adiós definitivo… que no llegaba, que no llegó.

    Casi al final de la calle, observé como un chico con un carrito de niño la levantó y la tomó en volandas, posándola lentamente en la acera. Pude distinguir una caricia, unas palabras mudas, y una mirada inquieta dirigida hacia el bar. Lo de menos era que el chico fuera Michael, de hecho me alegró saber que había encontrado un buen compañero de viaje; lo realmente insoportable era que su recuerdo había vuelto simplemente para despedirse de aquel joven egoísta, que no supo comprender.


    Me dejé caer derrotado en la butaca. Palpaba como la borrasca interior anidaba en mis ojos, y lloré. Lloré como no había llorado nunca antes. La presa rebosante de tristezas acumuladas en las noches sin albor se rompió de golpe, ahogándome en el desconsuelo…

    Silencio.

    —¿Papá?, ¡¡papaaaaaaa!!
    —¡Eh!… ¿Mateo?, ¿qué haces?, ¿dónde está mamá?
    —Ahora viene, ¡ha comprado regalos para Lena!… y para mí ¡nada de nada!…
    —Bueno, bueno…
    [FONT=book antiqua]
    Aturdido por la situación, a mitad de camino entre el recuerdo, el reflejo, y la realidad, me tocó el hombro mi mujercita:

    [/FONT]
    [SIZE=3][FONT=book antiqua]—Hola cariño… ¿qué te pasa? ¿estás llorando? ¿Ocurre algo Andreas?[/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua]
    [SIZE=3][FONT=book antiqua]—Papá está llorando…[/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua]
    [SIZE=3][FONT=book antiqua]—Nada, nada, de verás… Me quedé dormido, y tuve una pesadilla…[/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua]
    [SIZE=3][FONT=book antiqua]—Damos un paseo y me cuentas. Vamos Mateo, ¿quieres ver el sol metiéndose en la cama?[/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua]
    [SIZE=3][FONT=book antiqua]—¿Por qué llora papá? ¿Por qué? ¿está triste? Le queremos ¿verdad? ¿Estamos contentos?[/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua]
    [SIZE=3][FONT=book antiqua]—Claro que sí; anda, corre, y vete a investigar.[/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua]
    [SIZE=3][FONT=book antiqua]
    Al salir, Silvia, seguía enroscada a su presa, y entre beso y beso alzó la mirada despidiéndose como solo ella sabía hacerlo:

    [/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua][SIZE=3][FONT=book antiqua]—¡No tardes tanto en volver guapetón!, y tú, ¡morena!, ¡que te cuide, y no le pierdas de vista![/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua]
    [SIZE=3][FONT=book antiqua]
    Nos miramos los dos y sonreímos, dejando atrás la realidad del reflejo de nuestro amor.

    Nos acercamos al Templo de Debod y, junto al mirador, nos sentamos en el césped, como siempre, con las manos entrelazadas, y en silencio, contemplando el réquiem postrero de un horizonte de luz y color.

    [/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua][SIZE=3][FONT=book antiqua]—Andreas, ¿qué pesadilla era esa?[/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua]
    [SIZE=3][FONT=book antiqua]—Algo terrible amor, soñé que te recordaba.[/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua]
    [/font][SIZE=3][FONT=book antiqua]
    Y el sol ardiente se apagó, dejando un arrebol con forma de corazón.
    [/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua][SIZE=2][SIZE=3][FONT=book antiqua]
    [/FONT][/SIZE][FONT=book antiqua]
    [SIZE=1][I][B]Kalkbadan, agosto 2011.

    [/B][/I][/SIZE]
    [/font][/SIZE][FONT=book antiqua]


    [/font][/font][/font][/font][/font][/font][/font][/font][/font][/font][/font][/font]
     
    #1
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  2. Dennisse

    Dennisse Invitado

    Del suspenso al amor,
    bañado al final con una pizca de melancolía
    y temor,
    abrazos a la distancia
    y gracias por compartir
    su obra,
    Denn
     
    #2
  3. LUVIAM

    LUVIAM Poeta veterano en el portal

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    23 de Noviembre de 2011
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    " A veces uno entregaría su vida por los recuerdos perdidos, por la belleza marchitada por la gota de lluvia que salpicó un azar desalmado. Pero es inevitable, el recuerdo es una consecuencia de la coexistencia del tiempo y del espacio, una coexistencia que proyecta el azar, y esculpe la existencia."

    ¡ Ohhh Dios! . Que historia tan envolvente ! , me he adentrado cuidadosamente desde el principio en esta apasionada historia de amor , donde sin dudas muchos identificamos un instante de la nuestra, y por si fuera poco descubro en medio del transcurso que la protagonista tiene mi nombre, jajaja.

    Cmencé a leerte después que fueras ganador del concurso con tu magnífico ovillejo, y he descubierto no sólo a un poeta excepcional , también he tenido la gran suerte de descubrir a un genial escritor capáz de robar la atención de cualquier lector.
    He disfrutado inmensamente el sumergirme en esta maravilla de historia que me prometo regresar a reller para saborear más despacio .
    Me quedo con esta estrofa, la cual me parece digna de enmarcar.
    Mis aplausos grandioso escritor. Mi reverencia ante tu gran talento.

    ( no me explico cómo obras de esta envergadura no tienen visitas . Será que no se han percatado de la grandeza de tu pluma?

    ¡ Abrazos !
     
    #3
    Última modificación: 26 de Noviembre de 2013
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  4. kalkbadan

    kalkbadan Poeta que considera el portal su segunda casa

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    No sé que decirte compañera... Me siento orgulloso de tus lecturas siempre tan atentas y esmeradas. Yo no soy más que un aficionado, y en este terreno, el de la prosa estoy más perdido que un pato en el Manzanares, como decía aquel, y te aseguro que no es falsa modestia. La prosa me parece complejísima, en la que la falta de conocimiento de gramática y la sintaxis en particular queda inevitablemente reflejada en la creación.
    Por ello mismo que consideres digno este relato me llena de satisfacción. Muchas gracias Lluviam.
    Un abrazo grande, y hasta la vista.
     
    #4
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  5. Javier Alánzuri

    Javier Alánzuri Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Suscribo totalmente lo que en su día te dijo Lluviam en su comentario.
    Tus letras, sean en verso o prosa, Andreas, tienen una capacidad de seducción impresionante.
    Por eso es siempre un auténtico placer y un lujazo poder leerte.
    He disfrutado un montón con este relato, gracias y un admirado abrazo.
    Javier
     
    #5
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