Tiempo de flores

Cuánta verdad, dejar caer,
la hora de la siesta puede ser un buen momento.
Desprenderse, dejarse ser,
motivar la música del cuerpo
que intenta aferrarse al sonido solidario
de lo que no caduca,
de lo que se repliega una y otra vez
mitigando las furiosas contra melodías
que despliega la razón.
Razones…
Caminar el tiempo de las flores,
amamantando con la mirada
toda su estirpe de profunda obstinación
de concederse íntegramente a la vida.
De confluir en un vínculo pasional y categórico
con todo elemento que las rodee.
Perpetrando las más disímiles correrías
que pueda acopiar su esencia de respirar
y suspirar sin tiempos.
Dejarse capturar y acariciar
por robustos bagajes lumínicos
que abrigan la abundancia de lo concreto,
de lo real,
de la pureza hidalga,
celebrando las bases de la protección desinteresada
que sólo puede generar ese caluroso
abrazo compartido.
Refugio que almacena la magnánima capacidad
de enfrentarse al temor,
temor a lo desconocido,
temor a inesperadas lluvias y vientos
que intenten enfriar sus raíces
y todo su animado crecimiento.
Dolor,
dolor de augurar que esas raíces no reflejen
amablemente el color y fortaleza
que su inherencia pasional le manifiesta.
Todo es más sencillo allí.
Por ello furtivamente
buscan esa liviana convergencia.
Contornean su figura
para desdoblarse en ese abrazo,
abstraídas de las coloquiales tesituras de la prisa.
Tal vez las flores convivan estériles
en la siesta de un mágico sueño
o tal vez revivan incansablemente
en el sueño de cada mágica siesta.