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Tiempos de oscuridad

Tema en 'Prosa: Filosóficos, existencialistas y/o vitales' comenzado por Pessoa, 17 de Noviembre de 2016. Respuestas: 0 | Visitas: 429

  1. Pessoa

    Pessoa Moderador Foros Surrealistas. Miembro del Equipo Moderadores

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    TIEMPOS DE OSCURIDAD


    ...la luz no corrompida... (San Juan de la Cruz)


    Lenta, pesadamente, como si sus encorvadas espaldas cargasen todo el peso inconmensurable del universo infinito, el peregrino ascendía el último repecho de aquel monte. Al otro lado se encontraba, por fin, la abadía destino de su viaje penitencial. Largo había sido su éxodo, largos los días de ayuno y ascesis. Sus cortos descansos, alterados siempre por los fastos del mundo y las dulces llamadas de la carne se habían producido en ámbitos tan dispares como lo eran los lugares por donde discurría su peregrinaje: en tabernas, en habitaciones de cortesanas o en rústicas posadas, al calor de las bestias que junto a los hombres dormían. Pero su espíritu, deprimido tras las caídas en pecado, estaba ahora exultante, gozoso, ante la proximidad del cumplimiento de su encargo, de su redención final.


    Vestía un pardo sayal de tela basta, raído y desgarrado, ajustado a su exigua cintura por un ceñidor de esparto provisto de nudos, que le servía además para aplicarse las rigurosas disciplinas cuando ese espíritu suyo flaqueaba y se asomaba a los abismos del pecado; calzaba unas destrozadas abarcas en sus pies lacerados, llagados y cubiertos apenas por trapos sucios y ensangrentados. Llevaba por todo equipaje, además del cayado del que pendía una calabaza conteniendo algo de agua, un simple zurrón de piel apenas curtida. En su interior se albergaba su tesoro, los utensilios y materiales que le permitirían transformar la luz, llevar la vida del color al interior de aquellos místicos recintos en los que compañeros suyos, que siempre se habían deleitado con los únicos gozos del retiro monacal, de la paz espiritual, apenas conturbada por las tentaciones demoníacas, que eran fácilmente rechazadas por la oración y la sumisión a la regla, podrían iluminar sus éxtasis con las maravillas de la luz hecha color.


    El rústico zurrón albergaba todo un repertorio de óxidos metálicos, polvos y piedras a los que muchos atribuían carácter mágico y demoníaco. El buen monje sabía de su utilización, aunque no de los principios químicos que producían las coloraciones en el vidrio, pero rechazaba el criterio general de muchos de sus cofrades y autoridades eclasiásticas de que eran debidas, exclusivamente, a la intervención del Maligno. Así, tras largos debates argumentados en la ignorancia, la superstición y el hermetismo, el monje fue autorizado para llevar aquellos discutidos prodigios a la abadía donde inició su camino religioso, en un apartado lugar del centro de la España que le vio nacer.


    Con un último esfuerzo el buen monje alcanzó la cima. Al fin pudo divisar, en el fondo de aquel valle umbrío, la sencilla edificación de la abadía. Una rústica construcción de piedra mampuesta sin otro adorno que las toscas arquivoltas que enmarcaban la entrada a la iglesia. Resaltaba la espadaña, que albergaba una campana alborotadora de aves y vecinos en las grandes ocasiones y otra, más pequeña y comedida, que anunciaba los ritmos que regían la vida monacal. Todo era paz a aquella hora crepuscular. En ese sencillo y austero entorno era en el que la Orden había autorizado al monje para llevar a cabo la experiencia: iluminar el interior del templo con algún vitral que enriqueciese con armonías luminosas las ascéticas notas del canto gregoriano. La luz creada por Dios al enunciar su “fiat lux” se multiplicaría en infinitas coloraciones, se recrearía en arcoris naturales, más bellos que las sutiles irisaciones que la luz del sol producía en los trigales ondulantes. Él desarrollaría la obra del Creador mostrando a los hombres,a sus hermanos, aquellos misterios de la Creación que, por ahora, sólo se daban a conocer a algunos iniciados.


    En su zurrón yacían los óxidos y las tierras, los elementos que la propia Naturaleza disponía para realizar aquellos portentos. Un óculo sobre el altar, un sencillo ventanuco con algún parteluz (el hermano Zacarías era un excelente tallador de piedra) y el tenebroso interior se abriría a las sublimes fruiciones de la luz hecha color.

    Era la hora de vísperas y sus hermanos monjes estarían reunidos en la fosca iglesia entonando con sus voces graves los loores a la Virgen.

    Eran tiempos de guerras y pestes. Durante el largo periplo desde Avignon hasta este lejano rincón de la Iberia en el que nació y quería reposar eternamente, numerosas veces había contemplado con horror la violencia de los soldados, ayudado a bien morir a hediondos apestados y enterrar piadosamente a los muertos. No era, por tanto, ajeno a nuevas escenas del terror milenarista. Llegó por fin, ya la tarde en penumbra, al macizo portón que daba acceso al convento. A sus insistentes llamadas golpeando el cayado sobre él, nadie respondía. Por fin se abrió un mínimo ventanuco y una voz asustada inquirió sobre los motivos de su presencia en aquel santo lugar. El buen monje preguntó por aquellos que recordaba de sus lejanos tiempos de profeso. La respuesta fue un obituario de nombres de ausentes. Apenas un par de monjes quedaban al cuidado del cenobio para evitar su rapiña y abandono. Las aguas contaminadas del algibe del que se servían los monjes había hecho la labor de muerte y despoblamiento que no hicieran los soldados y la ambición humana.


    Dios, que no reprime con piedra ni palo, parecía haber castigado los barruntos de orgullo de aquel humilde monje que pretendió divulgar entre los hombres la divina sabiduría, enmendando el plan de la Creación. Los misterios son de naturaleza sobrenatural y sólo Dios podía permitir desvelarlos. La luz multicolor, la alegría de la vida terrenal deberían esperar a otros tiempos menos oscuros.



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    Última modificación: 18 de Noviembre de 2016
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