Un lago en primavera

La vida no es más que un lago en primavera. Su superficie en calma refleja el lienzo celeste, salpicado de algodones que se arremolinan hasta que se adivinan siluetas. Es un paisaje idílico ideado para ser contemplado con fascinación, respeto y curiosidad.

Sin embargo, por más que lo observes, que lo escrudiñes incluso, no podrás saber cómo de fría está el agua, o cómo de profundo es el lecho. No si no la tocas, si no la sientes en tu piel. Cuando al fin te atreves a acariciar el inmóvil espejo de agua, tu caricia impacta con la fuerza de un torpedo y lo hace estallar en esquirlas de gotas.

Ya no hay cielo ni nubes, sino ondas desordenadas que enturbian el reflejo. Un poco más adentro, el espejo aún sigue intacto. Te adentras, y las ondas avanzan contigo. Te adentras un poco más, persiguiendo la calma aún inalterada unos pasos más allá. Cuando quieres darte cuenta, las aguas tranquilas han quedado a tus espaldas, al otro lado de la barrera de ondas burlonas. En tu empeño por alcanzar la calma, te has adentrado tanto en el lago que tus pies no alcanzan a tocar el fondo.

En un último intento desesperado, alzas los brazos al cielo, como si así pudieras alcanzar las ramas bajas de los árboles de nubes. Las ondas, ahora casi olas, te golpean el cuello, la barbilla, las mejillas, y te ciegan.

La calma vuelve a reinar en el lago, al morir las olas en el lugar donde tu dedo índice se despidió de la mano de algodón que, en vano, le ofreció su ayuda. Las aguas se recomponen en un espejo de calma. Pero tú ya no estás allí para observarlo.