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¿Una nueva literatura?

Tema en 'Salón de Escritores' comenzado por anaximandro, 1 de Octubre de 2014. Respuestas: 0 | Visitas: 1155

  1. anaximandro

    anaximandro Poeta recién llegado

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    3 de Septiembre de 2014
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    Comparto para la comunidad un artículo que no por su edad ha perdido algo de su virtud. Por el contrario, aunque son realmente pocos quienes han seguido el desarrollo del fenómeno vanguardista en el arte, el gran valor del artículo consiste, justamente, en ofrecer un vasto panorama de lo que, hoy por hoy, determina tanto los excesos de la desconstrucción estética como las reacciones de rotorno a las formas vetustas del medioevo...

    ¿UNA NUEVA LITERATURA? POR LÉON THOORENS


    ¿Proporcionarán estos últimos veinte años un “periodo” especial a los manuales del año 2000? Pudiera ser. Y cabe imaginar ya ese periodo descrito como original, turbulento, enigmático, decepcionante, señalado tanto por fenómenos como por obras, y transido de estridencias y cóleras más que sembrado de entusiasmos. La irrupción en la vida cultural de nuevas técnicas de difusión ha permitido satisfacer, incluso masivamente, la eterna e irreprimible necesidad de ficción. Paralelamente, hacia 1950, ciertas obras llenas de un espíritu nuevo y con nuevas formas llamaron la atención de la crítica. Sólo algunas han traspasado las fronteras de este estrecho círculo y llegado al gran público; algunas piezas teatrales de Samuel Bekett y Eugène Ionesco, algunas novelas de Alain Robbe-Grillet, de Nataliem Sarraute y de Marguerite Duras. En el momento de emprender una visión panorámica de las nuevas búsquedas en la literatura, vale la pena ojear los catálogos de las colecciones de bolsillo, y examinar en ellos especialmente las series novelísticas, que vienen a ser sus “locomotoras”: todos los clásicos de los distintos países y toda la literatura de éxito entre las dos guerras y de la inmediata posguerra figura ahí.

    El “gran público” lee poco la nueva literatura

    La mayor parte de ese gran público no se inquieta tanto por el desfase de veinte o cien años, y más aún; pero hay una minoría que se desasosiega cuando cae en la cuenta de ello. A esto se debe quizá la aparición de algunos títulos muy recientes en los catálogos de colecciones más arriesgadas, con títulos abocados a tiradas reducidas. Y a esto se debe también la creación, en la radio y la televisión, de series que “ensayan” lecturas, adaptaciones y tomas “in situ” del teatro actual. Son ocasiones de sondeo de la nueva novela o el nuevo teatro; algo así como cuando los visitantes de exposiciones de pintura se aproximan al arte informal o “pop”, pero compran reproducciones de Vermeer o de Monet para decorar su casa. Se hojea una novela de Robbe-Grillet, de Butor, de Simon, etc., y, sobre todo, aquellos ensayos que los explicitan ─“Pour un nouveau roman”, “L’ère de soupçon”, “Le degré zeró de l’écriture”, todos ellos aparecidos en formato de bolsillo, lo que implica una gran difusión─, en orden de informarse sobre la literatura en curso de creación. Ocurre a veces que una buena crónica de revista o una buena emisión televisiva dispensan el contacto directo con las obras. Este fenómeno, impresionante por su amplitud, es complejo y está vinculado a profundas modificaciones sociales, económicas y técnicas. Antes el libro literario explotaba dos circuitos concéntricos: por un lado el orientado a los conocedores, a los iniciados, a la élite depositaria por derecho pleno de los valores culturales básicos; y, por otro, el que alimentaba, tras la oportuna decantación por la autoridades cualificadas, a los aspirantes a entendidos, público normal de las glorias consagradas. Ahora existe un tercer circuito que, mediante la acción de los forzadores de bloqueos, atraviesa la masa de sensibilización reciente a la que la elevación del nivel de vida, la escolaridad prolongada, la divulgación cultural y el aumento del tiempo libre permiten consumir masivamente[1], liberándose del tradicional condicionamiento de la vida literaria. La literatura en curso resultaba inabordable para este grupo, por lo que busca y encuentra en otra parte el alimento novelístico que necesita[2].

    Tan sólo al nivel del consumo cultural al que se limita esta primera visión de conjunto, resulta claro que la literatura no es ni puede ser una actividad autónoma, sin vinculación con la vida y sin responsabilidad frente a los vivientes. La literatura es un diálogo. El acto de escribir sería una ocupación irrisoria, trágica y casi criminal si sólo se tratara de enriquecer el tesoro de una diosa llamada Literatura.

    Ahora bien, desde hace veinte años largos, veinte años vividos con cierta agresividad orgullosa, uno se pregunta lo que es la literatura, y hasta su es todavía posible. Los mejores representantes de las nuevas escuelas literarias no cesan de escribir ni de publicar. Constituye, pues, una gran satisfacción para quienes consideran ciertas teorías negadoras de sentido como brillantes sofismas e incluso como negativa a asumir responsabilidades el poder clasificar ya, entre las obras destacadas del siglo XX, novelas y piezas teatrales tan significativas como “El laberinto”, “La modificación”, “Moderato cantabile”, “Esperando a Godot” o “El rey se muere”.

    La crisis de la literatura fue anunciada con mucha antelación


    Se cita a menudo, como primer signo de una toma de consciencia, el artículo de “La Nouvelle Revue Française”, en donde Jean-Paul Sartre ponía en entredicho, el año de 1939, la actitud novelística demiúrgica de François Mauriac. De hecho, la abundante literatura crítica del periodo que media entre las dos guerras mundiales, analizaba el malestar del “mundo roto”[3]; e intentaba conciliar e integrar, con una continuidad tranquilizadora, las aportaciones dispares e igualmente revolucionarias de Proust, Joyce, Kafka, el surrealismo, Bretch, los novelistas americanos, Freud y Marx.

    En 1931, por ejemplo, antes incluso de que Mauriac escribiera la famosa página sobre los novelistas, “Singes de Dieu”, Benjamin Crémieux[4] denunciaba ya la impostura fundamental de la literatura, que presenta unificado y lógico lo que en realidad no lo es nunca ─lo real y lo imaginario─, cosa que adultera el testimonio literario, y más aún la vida misma.

    En 1936, Wladimir Weidlé[5] mostraba que Proust y Joyce llevaban a la misma conclusión: “la negación de la novela como forma espontánea de la vida hecha arte, de la realidad transfigurada en poesía”. Y explicaba este “crepúsculo de los mundo imaginarios” por la soledad del artista en un mundo del que se había distanciado, al que ya no quería pertenecer, en el que no podía creer, en el que ya sólo podía presentarse como una “consciencia desdichada”. Dicho autor constataba ya la desgana del público frente a las obras individualistas hasta el solipsismo[6], señalando entonces Joyce un límite con Finnegan’s Wake”[7].

    En 1941, Klebert Haedens[8] anunciaba a su vez la enfermedad de la novela, a la que, decía, había que “librar de la argolla que la mata”. En su opinión, éste era menos un problema literario que un problema general. Y exhortaba a los franceses a dejar de “verse seducidos por los triunfos del pasado. Tenemos que crear los mitos modernos, y no repetir fórmulas”. En 1942, Roger Caillois[9] profetizaba “la muerte de la novela”.

    Cabría multiplicar las llamadas de este tipo, tanto a propósito del teatro y la poesía como de la novela. Los autores se limitan a balizar un camino, a mostrar que viene desde lejos, y a subrayar que no debería conducir necesariamente a la nueva novela. Se advertía una inadaptación creciente de las formas a la vida que no excluía a veces la reanimación de las formas por la vida[10]. El traumatismo de 1940 acrecentó el malestar[11]. Fue seguido de un gran silencio, y luego, bruscamente, de una especie de milagro. Durante algún tiempo, la resistencia aliada devuelve a las palabras, a las imágenes y a los gritos su peso y su necesidad. La poesía se convierte en lenguaje común, y la ficción en mito y visión. Entre “El honor de los poetas” y “El silencio del mar” se abre la posibilidad y la promesa de un optimismo conquistador.

    La literatura de los años 45 o 50 es negra, amarga, viscosa, está cargada de filosofía e intención; pero también, paradójicamente, está animada por una idea explosiva y radicalmente optimista ─de hecho muy romántica─, que resume cierta frase del manifiesto de los “Temps modernes”: “Nuestro propósito es contribuir a que se produzcan ciertos cambios en la sociedad que nos rodea.” Mediante la acción, claro; pero también mediante la palabra, que explica, lanza y remplaza a la acción.

    El desfondamiento de este optimismo constituye un trauma más decisivo aún que el de 1940. A partir de 1945, los augurios bajan de tono y los caminos de la libertad no conducen a desarrollo alguno. Tras un telón de acero se desarrollan procesos escandalosos. Se instaura una falsa paz, que es una guerra fría. El despertar económico se torna en una nueva colonización, en diálogos imperialistas que no marchan bien. ¿Cómo hacer novelas cuando se descubre un hongo atómico, cuando se ve pasar presidentes, cuando se oye como el tercer mundo rechaza en forma de gritos de odio, los temas que constituyen el orgullo de Occidente?

    Charles Du Bos en 1938 y Jean-Paul Sartre en 1948 se preguntaron: “Qu`est-ce que la littérature?” Luego esto pasó a ser: “Que peut la littérature?” y “La littérature, est-elle encore posible?” Mas ¿no son quizá pregutas mal hechas? La literatura puede siempre permitir al hombre estar y sentirse a su mundo, aun cuando no llegue a entenderlo. Puede permitirle evadirse de él para volver luego, armado de consciencia. ¡Eterno equilibrio!

    Pero en un mundo donde la gente se aburre, carece de voluntad, de poder o de osadía para intentar cambiarlo, ¿hay acaso otras soluciones que la huida en forma de droga, de erotismo, de actitud contestataria por sí misma y de estetismo? No es el arte lo que se desmorona, sino el hombre. ¿Hay sitio para una novela del individuo en una sociedad que aplasta al individuo o para una novela de la colectividad en marcha en un mundo inmóvil?[12] Del cansancio y la decepción nace una necesidad de exigencia: hacer borrón y cuenta nueva.

    El año 1953 parece indicar un cambio al respecto, aunque los sucesos literarios más importantes, inmediatamente percibidos, no sean la publicación del “Degré zero de l’écriture”, de Roland Barthes, o de “Gommes”, de Alain Robbe-Grillet, sino una obra de teatro titulada “Esperando a Godot”, de Samuel Beckett, y tres manifiestos de revistas.

    “La Parisienne” prohíbe todo testimonio y todo compromiso: “Lo que ambicionamos no es guiar, sino seducir.” L “Nouelle Revue Française” intenta restaurar “el clima puro que permita la formación de obras auténticas”, y se trata, evidentemente, de un clima estrictamente “literario”. “Les lettres nouvelles” quieren “servir ante todo a la literatura”, que es expresión, creación, arte, “Es falso que en épocas amenazadas como la nuestra, dicen, la literatura deba perder su interés o su importancia, dado que se establece precisamente contra la obnubilación de las conciencias y que en todo tiempo, incluso clandestinamente, ha hecho oír nuestra voz más grave y profunda

    “La Parisienne” tendrá una vida muy corta. Seguirán en pie la “Nouvelle N.R.F.”, fría y casi confidencial, “Les Léttres Nouvelles”, abiertas a las búsquedas, y la revista “Critique”, que da a cada artículo la amplitud de un ensayo y la importancia de un trabajo de erudición.

    Las primeras “nuevas” novelas entonces destacadas, que toman el relevo de una literatura colérica y gruñona, pertenecen a tiempos muy diversos. Que van desde la desenvoltura de André Fraigneau[13] y la insolencia de Roger Nimier[14], al desprecio picaresco de un Jean Giono[15] de nuevo cuño; desde el enrolamiento en el mito neosurrealista de Julien Gracq[16], a la acidez en blanco y negro de Françoise Sagan[17]; desde la sinceridad desbocada y ostentosa de Christiane Rochefort[18] a la expresión de los secretos por el silencio entre líneas de Paul Gadenne[19]. Pero la novedad no es todavía lo bastante nueva.

    La ruptura con la tradición quiere ser radical

    Para volver la página se requiere una ruptura definitiva. Hay cosas qué decir que ya no pueden ser dichas en las formas tradicionales.

    La crítica y la publicidad vinieron poderosamente en ayuda de esta renovación de deseo más que de necesidad y que a menudo se verá satisfecha con una frase desarticulada, sencillamente por estar provista de mayúsculas y de puntuación, y con una complejidad procedente del entrelazado de cuatro relatos en uno. Ellas le proporcionaron un vocabulario, y las etiquetas, en el arte, tienen a veces el mismo efecto que los embalajes sofisticados del comercio. Se había hablado ya de antinovela, de antiteatro, de prenovela, de supernovela, de teatro del absurdo, de la burla, de la contestación. La “nueva novela” nació en lo alto de un cartel publicitario antes de ser acuñada por Maurice Nadeau. Roland Barthes opuso el escritor al escribiente, y describió la escritura como un término medio determinado por el área del tiempo, entre el lenguaje y el estilo[20]. Claude Mauriac distinguió una aliteratura que satisface a escritor, de la producción literaria que satisface al lector[21]. La literatura de constatación equilibró a la escuela contemplativa. El magma psicológico en el estado nativo se convirtió en tropismo[22].

    Una literatura nueva, enteramente nueva, aunque estrechamente vinculada a toda la literatura anterior, puede pensarse en lo sucesivo y pasar alternativamente de obra a crítica y de crítica a obra; elaborarse a partir de sus rechazos y de las resistencias que encuentre, tanto como a partir de la necesidad de hablar. Porque es una perogrullada, pero vale la pena repetirla como muchas otras: la literatura nunca es nueva. O existe o hay silencio. Los cuadernos de papel en blanco son sueños de poetas cobardes, que ni existen ni tienen sentido más que cuando se describen y se comentan a partir de otras obras. La negación del lenguaje, aún científicamente establecida como lo fue en su día la imposibilidad del movimiento, es una querella de enamorados. Berger[23], el poeta, quiere que la literatura sea la muerte; pero vive en ella. La huida hacia el objeto, hacia lo no-significante, hace volver, a pesar de todos los terrorismos críticos y filosóficos, a lo humano torturado y crucificado por la necesidad de ser una conciencia y de recibir una respuesta.

    El nuevo teatro es un teatro de la desesperación

    “¡Todavía vivo!”, gritaba Calígula de Albert Camus mientras le mataban. Y es lo que gritan también los personajes de Samuel Beckett, y hasta pudiera ser que este grito resumiese toda su obra. Pero mientras Camus, espíritu clásico e incluso representante típico de cierto humanismo mediterráneo amargo, lúcido y conquistador, cuenta una historia sacada de la Historia y articulada sobre referencias a los valores tradicionales y directamente legibles, Beckett vacía las formas teatrales de toda anécdota, de toda acción, de toda referencia, para no presentar más que un esquema abstracto y un lenguaje próximo al grito, cuando no al silencio. Esto es lo que hizo de “Esperando a Godot”, en 1953, un ataque brusco y violento que desconcertó, inquietó e irritó a un público mal dispuesto a recibirlo, a pesar de los signos premonitorios de una gran sacudida que se multiplicaba desde hacía mucho y a pesar de las advertencias que constituían también, desde 1947, las propias novelas de Beckett. La escena pertenecía al teatro “bien hecho”: a los dramas de ideas un tanto secos de Sartre, a las celebraciones de Claudel, a las formas prudentemente renovadas de Salacrou, a las alternancias rojas y negras de Anouih, a las grandezas de pacotilla de Montherlant. Y, de pronto, ¡sobreviene ese destello grisáceo, ese absurdo ascético, esa intimación!

    Dos hombres esperan en un lugar que puede ser una pista de circo, una cañada, la colonia de Jarry o simplemente un escenario de teatro. Esos hombres esperan a alguien a quien llaman Godot y del que nada saben decir mientras hablan de mil cosas. “¡Los hombres mueren y no son felices!”, decía también el Calígula de Camus. Otros, antes que él, habían propuesto formulaciones que dejaban abierto el camino hacia la constatación de Beckett.

    “Los ciegos”, de Maurice Maeterlinck[24], muestran a unos achacosos perdidos en el campo, que buscan su guía a tientas y que mantienen la moral por medio de insulseces en las que no creen. Se ponen en actitud de espera, cuando el perro del hospicio les da alcance, como un mesías arrancado al cielo a fuerza de oraciones mudas, y luego se desmoronan cuando el animal les conduce junto al cadáver del guía que esperaban.

    ¡Dios ha muerto!

    Dios estaba muerto también para los personajes de “Intérieur”, aunque ellos no lo sospechaban, pues no sospechaban de nada. Sentados en torno a la mesa, en un salón de buena calefacción y mucha luz, hablan de esos pequeños asuntos que constituyen la felicidad burguesa, mientras fuera un anciano que se resiste a entrar los contempla junto con los otros saboreando los últimos instantes de la “belle époque”, para terminar entrando y, como mensajero del destino, anunciarles la catástrofe ya ocurrida. Esta catástrofe podía ser, a elección, el asesinato de Jaurès, el hundimiento de la apologética clásica, o la transformación de la psicología en psicoanálisis; podía ser realmente cualquiera de los “descubrimientos” que lentamente socavaban galerías de termitas en el mobiliario intelectual y moral que transforma en decorado confortable el espacio vital de los hombres.

    Dios había muerto, y sus leyes no regían ya, pero ¡el hombre estaba vivo!

    Los valores perdieron su fuerza

    Cuando André Malraux recobró, una de las últimas veces, su voz de profeta, entonó una salmodia que hizo estremecer: “¡El problema que se nos plantea hoy a nosotros consiste en saber si en esta vieja tierra de Europa el hombre está muerto o no!” “Esto marcha”, responde un personaje de “Fin de partie”[25] “Esto acabará pronto.” Y añade: “Cuando yo caiga, lloraré de felicidad

    Y tras haber llorado de desesperación: “¿Qué hace Nagg? ─Llora. Por tanto, vive.”

    Porque vivir es “errar solo en el fondo de un instante sin limites, donde la luz no varía y donde los despojos se parecen”[26]. Porque nadie sane lo que es: “¿Dónde iría yo si pudiese andar, que sería yo si pudiese ser, que diría yo si tuviese voz: quién habla así llamándose yo?”[27] Porque hablar de nada sirve: “Nombrar, no, nada es nombrable; decir, no, nada es decible”[28]. Y, sin embargo, “estoy obligado a hablar. No me callaré nunca […] Viendo lo que se ve, es imposible callar”[29]. Pero esto no tiene importancia, ni tiene efecto alguno sobre nada, ni tiene peso en un mundo mineral, sideral, donde la vida parece un moho surgido de azares químicos, que ha evolucionado, conforme a leyes matemáticas que el espíritu corteja, pero con las que nunca se desposara, hasta la floración tumultuosa que se cree dueña del espacio y el tiempo, pero que se convertirá nuevamente en polvo cuando el ciclo concluya, y hasta esa centella de consciencia pretensiosa e ilusoria, “un tenue hilo de voz de hombre agarrotado, un débil jadeo de condenado a vivir”[30]. ¡Ser o no ser, ante este otro ser silencioso e indiferente! ¿Para que contar historias, urdir intrigas, hacer resurgir una acción, evocar conflictos, ambientes y caracteres? ¿Cómo sol las cosas cuando no las miramos, es decir, cuando nuestra mirada no las reviste con los oropeles que le procuran la tradición, la cultura y el hábito? Para mostrarlas así bastan cortas parodias en un acto, bastan esqueletos de piezas teatrales, donde el dramaturgo no puede evitar ser traicionado por el escenificador si este cuida demasiado la decoración, el atuendo e incluso la mímica de los intérpretes. Todas las obras teatrales de Beckett son y podrían seguir siendo guiones radiofónicos.

    Beckett quiere significar la ausencia de sentido


    Este contestatario de la palabra sólo se expresa realmente por medio de la palabra desnuda. Su público ideal es un hombre solitario y silencioso que cierra los ojos, se abstrae de cuanto le rodea y recibe de la nada, en la inmovilidad y la renuncia crítica, un postrer mensaje que le desnuda. Basta que abra los ojos, mire a su mujer, encienda un cigarrillo para que el encanto venenoso comience a disiparse, como para un suicida por gas cuando se abre la ventana. Esto no significa que el despojo no haya tenido lugar y que el hombre no haya sido enfrentado con sus razones de vivir. Beckett es un escritor que reclama una respuesta, persuadido de que no la hay, aunque le gustaría recibir algunas…

    Parodias breves? “Tous ceux qui tombent” podría ser una novela del Mauriac de los años 1930. Un ciego arroja a un niño por la portezuela del tren y vuelve a su casa junto a su anciana esposa, mascullando su rabia. Podría ser un personaje muy complicado, “turbado y trabajado”, ignorándolo o no queriendo saberlo, por una rebelión interna que podría entregarlo a Dios o al diablo según su última decisión libre: es lo que una escenificación, de suyo muy bella, y una interpretación magistral en la adaptación televisiva de esta obra radiofónica sugería vagamente por lo menos al espectador inclinado en tal sentido. Para Beckett, el drama no se halla en la muerte absurda de un niño, sino en la situación misma, en la realidad concreta de tal situación. Un viejo embrutecido vuelve a su casa del brazo de su repulsiva compañera. Ella fue hermosa y él inteligente. El tren llega con retraso. Han envejecido y se encuentran hundidos. La lluvia les sorprende en el camino. Unos niños les arrojan piedras. Ella vomita estupideces y él está lleno de rencor. La muerte del niño carece de sentido. Y también la vida de ellos dos.

    “La dnière bande” es igualmente una parodia, una “Recherche du temps perdu”, en treinta minutos (es también una pieza radiofónica, cuya transposición a la escena la empequeñece al añadirle la presencia física de Krapp, la habitación y el magnetófono), pues no se precisa más que encontrar el tiempo perdido, cuando no se relame uno en largas frases para constatar ─como el Frédéric de Flaubert─ que una sesión en el burdel es lo mejor que ha tenido la propia vida. “Quizá mis mejores años hayan pasado”, dice Krapp tras haber escuchado fragmentos de bandas magnéticas. ¡Ni siquiera se necesita una pequeña madalena! Se reata de recuerdos de la nada, insignificantes. El propio lenguaje es insignificante. A veces, Krapp coge una palabra como quien recoge un guijarro. Un guijarro es bien poca cosa; pero si se contempla y se escruta, se convierte en un misterio absurdo, en una nada milenaria. Ktapp salmodia la palabra “bobina” y la palabra se vacía. No se requiere una gran teoría lingüística para dejar al descubierto que “bobina” es una gran agrupación de sonidos arbitrariamente cargados de sentido. Una costumbre que podría perderse igual que se adquirió.

    Los personajes de las novelas de Beckett ─que preceden a su teatro─, como Molloy, Malone, Mahood (Beckett no quiere que estos nombres sean balbuceos sobre el tema de “Man”, como tampoco admite relación entre Godot y “God”), xpresan un pensamiento que va hipando a través de frases que se deshacen. Cabe pensar que Céline, quien, habiendo en otro tiempo ido de viaje al final de la noche para matar allí la lengua escrita y traer el Grial de una lengua viva, no deposita ya sobre el papel, en sus últimos libros, sino un magma verbal informe; y en Joyce, orquestando en “Finnegan’s Wake” una nueva confusión de lenguas al estilo de Babel, e incluso en Isidore Isou, cuando libera las poesías de todas las amarras del sentido y crea “bobinas” que no son ya sino sonido rítmico[31].

    “En attendant Godot” y “Fin de partie” tuvieron dificultades de salida y representación. Pero, al igual que los directores de teatro, hicieron lo imposible por domesticar a ese becerro de cinco patas e incluirlo, mal que bien, en una tradición escénica, los criterios y el público quisieron hacerlo suyo buscándole sentidos: la miseria del hombre sin Dios, la alienación del hombre sin consciencia de clase, el desorden de la soledad esencial, la fascinación del pesimismo destructor… Una declaración de Beckett, en la única entrevista que ha concedido durante su vida, da aparentemente pábulo a esta tendencia: “Esa confusión chocante no la he inventado yo […]. Se halla alrededor de nosotros. La única posibilidad de renovación consiste en abrir los ojos y ver el embrollo.” El jurado del premio Nobel quizá recordará estas frases en 1969. Pero Beckett añadía: “Un embrollo no puede entenderse.” Y en “Fin de partie”, cuando Hamm pregunta si no “pretenden… significar algo” con aquellas espuertas de basura, con aquella ventana abierta hacia un mundo invisible y con aquella aparente espera de algo, de un no-ser-ahí que esta vez ni siquiera tiene nombre, Clov sonríe diciendo irónicamente: “¡Significar! ¡Significar nosotros! ¡Qué gracia!”

    El teatro de Beckett no quiere significar nada. Dice lo que dice. Lo esencial de la obra de Samuel Beckett ─seis novelas y seis piezas de teatro─ apareció entre 1947 y 1960. No se trata de una obra que se desarrolle, progrese y evolucione. La obra repite con tenacidad y obsesión, el mismo y único tema que se alza en el panorama de la “nueva” literatura como una pared y un desafío. Pero ─y es una forma de milagro─ los esquemas a que esta literatura ─que más que cualquier otra merece llamarse “de constatación”─ se reduce, están, paradójicamente, más allá de la anécdota, la intriga, la psicología y el simbolismo; más allá de las imágenes palpitantes de verdad viva, porque son expresión de una experiencia existencial auténtica, porque reproducen estructuras de la vida misma y porque el autor nunca engaña.

    La obra de Samuel Beckett, premio Nobel de Literatura en 1969, puede considerarse desde ahora como la más determinante del cuarto de siglo que va de 1945 a 1970. Representa el lugar geométrico, a menos que sea preciso decir el límite de todos los demás conatos de renovación, tanto en el teatro como en la novela. Pone en entredicho las formas existentes, pero sin dar en modo alguno la impresión de haber sido pensada deliberadamente contra ellas. Esto señala la considerable distancia que separa a Beckett (otro tanto puede afirmarse de Ionesco, de Adamov y de Robbe-Grillet a veces) de tantos otros “nuevos” escritores que tratan de ser diferenciándose, más que de diferenciarse siendo[32].

    La obra de Beckett indica una frontera, anuncia un término y reclama ─quizá espera─ un nuevo comienzo.

    Es lo que decía Roland Barthes en “Le degré zéro de l’écriture”[33], texto que adquiere ya la misma importancia y significación que las tomas de posición, en otro momento, de Sainte-Beuve (su artículo sobre la literatura industrial), de Taine (la introducción de su “Historia de la literatura inglesa”), de Mallarmé, Zola, Breton y Sartre.

    “Una obra maestra moderna es imposible hallándose el escritor colocado por su escritura en una contradicción sin salida: o bien el objeto de la obra se conjuga ingenuamente con los convencionalismos de la forma, con lo que la literatura permanece sorda a nuestra historia presente y no se trasciende el mito literario, o bien el escritor reconoce el enorme frescor del mundo presente, pero para dar cuenta de él solo dispone de una lenguaje espléndido y muerto: ante la página en blanco, en el momento de elegir las palabras que deben señalar claramente su lugar en la historia y atestiguar que él asume los datos correspondientes, observa una disparidad trágica entre lo que hace y lo que ve; ante sus ojos, el mundo civil forma ahora una verdadera Naturaleza, y esta Naturaleza habla, elabora lenguajes vivos de los que está excluido el escritor; en cambio, la Historia coloca entre sus dedos un instrumento decorativo y comprometedor, una escritura que él ha heredado de otra Historia anterior y diferente, de la cual no es responsable y que es, sin embargo, la única que puede usar. Así nace el drama de la escritura, puesto que el escritor consciente debe batirse ahora contra los signos ancestrales y todopoderosos que, desde el fondo de un pasado extraño, le imponen la literatura como un ritual y no como una reconciliación.

    ‘Y así, a no ser renunciando a la literatura, la solución de esta problemática de la escritura no depende de los escritores. Cada escritor que nace abre en sí mismo el proceso de la literatura; pero aun cuando la condene, le concede siempre una prorroga que la literatura utiliza para reconquistarlo; no necesita crear un lenguaje libre: éste se le envía fabricado ya, porque el lujo no es nunca inocente, y es este lenguaje sereno y cerrado por la inmensa presión de todos los hombres que no lo hablan el que debe continuar usando. Existe, pues, un callejón sin salida de la escritura, y es el callejón de la sociedad misma: para los escritores, la búsqueda de un no-estilo, de un estilo oral, de un grado cero o de un grado hablado de la escritura, es, en definitiva, la anticipación de un estado absolutamente homogéneo de la sociedad; la mayoría entienden que no puede haber un lenguaje universal fuera de la universalidad concreta y no mística o nominal del mundo civil.”

    En el artículo de 1947 Barthes añadía esta frase, retirada del volumen de 1953: “La cuestión planteada por estos problemas de escritura es, en definitiva, la siguiente: ¿es posible liberar la palabra ante la Historia?”

    A pesar de los 17 años de literatura “nueva”, de progresos, de diversificaciones y de proliferaciones críticas, esa pregunta sigue planteada.

    La literatura nueva nace de un rechazo, de un deseo de descondicionamiento de la “obra teatral bien hecha”, del “arte esencialista de la novela burguesa”, del poema de las nostalgias clásicas, románticas, simbolistas, surrealistas y de la crítica demasiado bien instalada entre sus citas históricas, biográficas y estéticas. Pero todos los conatos de renovación que quedan y deben quedar más acá de un límite por temor de perder el contacto con una masa que los sigue, de dejan atrapar, una vez realizada la experiencia…, y el premio Nobel o la Academia no son más que indicios.

    Con Ionesco triunfa el absurdo

    Eugène Ionesco es menos avaro que Beckett de confidencias y explicaciones. Da conferencias, concede entrevistas y todo lo recoge en volumenes[34]. La función del escritor, dice, consiste en escribir, y si la literatura se vuelve difícil porque las evoluciones de la ciencia hacen que la realidad supere a la ficción, bastará crear formas nuevas tras haber destruido las antiguas, para “situarse al nivel de lo real”.

    La obra y la carrera de Eugène Ionesco se articulan en torno al año 1956, fecha de la reposición de “Les chaises” y del comienzo de su audiencia entre el gran público internacional.

    Hasta entonces aparece como guasón escandaloso y amargo, iconoclasta y anarquista. “Paradójicamente, confiesa yo comencé a escribir teatro porque lo detestaba, para ridiculizarlo

    Las piezas de Ionesco son típicas piezas del antiteatro. En “La cantatrice chaude” no hay ni cantante ni calvicie, sino sólo dos empleados, una camarera y un capitán de bomberos, que intercambian réplicas imitadas del método Assimil, aunque manifestándose atrozmente ajenos. “La leçon” trata hábilmente la escena sexta del acto segundo del “Burgués gentilhombre”. Pero el dialogo el diálogo de M. Jordain con su maestro de filosofía ─para Molière brioso fragmento de una pieza de cinco actos─ se convierte para Ionesco en el núcleo de un espectáculo. El amable pedante se ha convertido en un neurótico que se apasiona fanáticamente por su ciencia loca y vana, que le aísla de lo que le parece ser la estupidez universal preocupada por su dolor de dientes; ya no se burla discretamente de sus alumnos, sino que los estrangula.

    “Les chaises” dan vida a un banal fantasma de solitarios: la reunión imaginaria de personajes de relieve. La casa de los dos ancianos, que juegan a tener relaciones, está totalmente rodeada de agua. Jacques y su mujer viven en una isla moral, y si bien la sociedad deja que los viejos mueran en paz en el sueño de comunión de su tercera edad, se enfrenta al joven Jacques, hasta que se somete y confiesa que le gustan las patatas con tocino.

    Desde 1956, Ionesco dejó de ser Clown devastador que crea situaciones o estructuras de situaciones vacías de psicología y desprovistas de acción, e incluso de posibilidad de acción recurriendo a juegos de palabras, perogrulladas y automatismos del lenguaje. Se le acusó de aceptar el éxito, de traicionar la causa, de academizarse y, de hecho, habría de vestir el traje académico. Esto quedaría justificado si la obra posterior se situase en otras perspectivas que la obra previa; mas no es así. Es posible que Ionesco haya comprendido hacía donde se dirigía, pero caminaba de todas formas en esa dirección. No estaría bien reprocharle el que cargue más aun sus fábulas fantásticas de significado ─el mismo, de hecho, aunque más directamente legible─, permitiendo para ello a uno de sus títeres abstractos volver a convertirse en personaje. En “Tueur sans gages” y en “Rhinocéros”, Béranger es un hombre de la Isla, pero que no se resigna a serlo: “Soy el último hombre, lo seré hasta el fin. ¡No capitularé!” Es verdad que la presencia de Béranger en un mundo teatral microcosmo de un mundo uniformado, mecanizado y aterrorizado so pretexto de seguridad, descargo un poco y ayuda a una reconciliación de la buena conciencia, pero señala también, pese a ello, una negativa fundamental a la capitulación.

    Ionesco es moralista en el sentido que se afirma de Molière. Ionesco es quizá el Molière de nuestro tiempo. Denuncia lo que en el lenguaje lleno de eufemismos del siglo de oro francés se llamaba “los ridículos del siglo”, cosa que hoy suena así: “Yo he querido que en mis pieza haya una denuncia de la mecanización y del vacío

    Porque Ionesco se obstina menos en la soledad esencial o metafísica del hombre, que en la ausencia de soledad en una sociedad uniformadora. Él mismo ha reiterado el tema de la soledad esencial en “Le roi se meurt” (1963).

    La rebelión teatral es mesurada

    Los otros “nuevos” dramaturgos se sitúan más acá todavía de la frontera señalada por la obra de Beckett. Son distintos entre sí ─van de boris Vian a Arthur Adamov, de Jean Vauthier a François Billetdoux, de Jean Genêt a Francisco Arrabal y Robert Pinget─ y sólo tiene en común un deseo de ruptura frente al teatro “fácil”. Queda por estudiar en que medida el teatro “fácil”, ha sido prolongado por la acción de los directores escénicos ─reyes de la escena desde Antoine y que, en vez de ofrecer contenidos, se sirven de ellos para realizar formas─, y, desde otra perspectiva, en qué medida esta misma acción, al ejercitarse sobre el repertorio clásico y pretender actualizarlo, ha podido ocultar un vacío.

    Desde este ángulo, tanto en el teatro como en la novela e incluso en la crítica, las obras “nuevas”, aunque en su mayor parte envejezcan pronto y mal, han roto al menos con cierta monotonía, tanto más abusiva cuanto que a menudo era muy brillante.

    Boris Vian murió joven, pero después de haber armado tanto ruido (siempre con igual brío) y tanto furor que quizá se haya prestado mayor atención a la forma que a la materia, más rica ésta de lo que se piensa. Vian, que se buscó dispersándose, es el tipo de rebelde absoluto que utiliza un lenguaje barroco para contar historias fantásticas.

    Pero el barroquismo y la bullanga de las realizaciones que implican puestas en escena cuando los textos son de teatro no impiden en absoluto a las obras el ser lecciones morales de corte muy “clásico”. En “Les bâtisseurs d’empire” (1959), la familia burguesa que cambia de apartamento, subiendo cada vez un piso en el inmueble a medida que su situación se deteriora materialmente, a pesar de que su jefe anuncia noblemente que él edifica un imperio espiritual, es una farsa enorme y profética que debe situarse entre “Fin de partie” y “Rhinocéros”.

    Cabe también aproximarla a “Capitaine Bada” (1952), de Jean Vautier. Bada es poeta, pero no a la manera del Amédée de Ionesco, que soñaba con una pieza en tres réplicas, sino a la de los autores de los cuadernos de papel en blanco. Bada recita su obra en vez de escribirla, dicta su vida en vez de vivirla. Y domina a sí mismo a la mujer que le ama, Alice, como público alienado con una alienación tan profunda que, enterándose Bada de que está muerto, y elevándose en una asunción burlesca, Alice se da cuenta de que no puede vivir sin él, sin el opio de su palabra. Esta pieza tenía también algo de profética. Denunciaba menos el lenguaje en sí que determinado lenguaje, también organizado como institución autónoma con respecto a la realidad, que se convierte en su mito.

    Vauthier se acerca por este lado a Ionesco; mas por el otro extremo se aproxima a Arthur Adamov, quien debuta a los cuarenta años con obras netamente absurdistas, como “La parodie” (1952) o “Le professeur Taranne” (1953) y pasa luego de la alegoría poética al compromiso político más concreto y combativo con “Paolo Paoli” (1957) y “ Le printemps 71” (1961) sobre todo, que se acerca casi al tono brechtiano para describir situaciones vividas como absurdas por seres que aspiran a la razón y al mundo transparente.

    Jean Genêt manifiesta a su vez una rebelión absoluta; pero, al revés que los otros, a quienes cabe suponer secretamente imantados por una nostalgia más o menos rechazada de un mundo reconciliado, se esfuerza por asumir y consumar la abyección e incluso el mal. “Somos lo que quieren que seamos, y lo seremos hasta el fin, absurdamente”, dicen los héroes de “Les nègres” (1959). Las heroínas de “Les bonnese” (1947) realizan un asesinato para confirmar y consumar el desprecio en el que se las tiene. El propio Genêt, niño de asilo, pensionista de un reformatorio, ladrón, desertor de la legión y varias veces condenado y salvado del confinamiento gracias a Sartre y Cocteau, escribe toda su obra dramática como explicitación de una autobiografía (entre otras publicaciones, “Journal du voleur”, 1945), hechas ambas con la pretensión de ser afirmaciones de presencia y profundización de la consciencia. Él mismo declara, con una soberbia agresiva: “Mi victoria es verbal, y se la debo a la suntuosidad de los términos.”

    Francisco Arrabal es también violentamente agresivo, pero con la virulencia adicional de víctima librada de una matanza y que viene a inquietar las veladas de aquéllos que nada hicieron entonces por salvarlo. Para Arrabal el teatro debe convertirse en fiesta pánica a lo largo de la cual se profanarán todos los valores, pero después de haberlos reducido a esquemas desembarazados del pathos y de las formas que los hacían respetables. En “Pique-nique en champagne”, una familia burguesa visita gentilmente, con regalos, dulces y recomendaciones, al joven movilizado…, pero durante una batalla. “Fando el Lis” es un diálogo de amor que condensa en treinta minutos todas las traiciones, crueldades y sadismos de una relación de veinte años. “Guernica” enfrenta a dos ancianos gimoteando a ambos lados de un montón de ruinas. Los paroxismos de arrabal acaban por cansar y asquear, sin perder con todo cierto encanto, porque se les ve brotar de una verdad dolorida innegable. Habría que citar también el teatro del poeta Georges Schéhadé[35], dedicado al elogio de la víctima inocente; el de François Billetdoux[36], dedicado a llorar, a través de intrigas voluntariamente extrañas y hasta desconcertantes, la imposibilidad del amor, y el de Robert Pinget[37], más novelista que dramaturgo, que explora un mundo inmóvil donde todo se repite.

    Todos estos conatos de renovación de las formas se sitúan más acá, mucho más acá, de la frontera que constituye el silencio y la afasia beckettiana; pero, no obstante el barroquismo, el ruido, el furor, el humor negro o rosa, la imantación secreta y la esperanza secreta también de un milagro, estos ensayos tienden igualmente hacia la desesperación. “¿Ya no se puede hablar?”, pregunta el anciano que en “Lettre morte” de Pinget va a correos a esperar una carta bien seguro de que ésta no llegará. “¿Lo sé yo acaso?” ─si no se habla, ¿qué se puede hacer? Eso cambia las ideas. ─¿Tú crees tener ideas?”

    Estos conatos se sitúan en el conjunto de una vida teatral dominada por lo económico y por los grandes ejemplos. El límite indica también un fin. El fin del teatro burgués, naturalista, romántico, simbolista, tal como ha evolucionado desde Henrik Ibse, Antón Chejov, Maurice Maeterlinck, Luigi Pirandello, Bertolt Brecht y Antonin Artaud, y tal como los directores escénicos y los organizadores de giras teatrales intentan prolongarlo.

    Es el rechazo de la obra teatral bien hecha que expone en tres actos la sabiduría de las naciones salpicada de cabriolas, y el rechazo también de toda clase de artilugios, de máscaras y declamaciones, del technicolor copiado al cine y del gran escenario exigido por la vedette.

    Quizá haya un sentimiento común, y hay sin duda algo sutilmente iconoclasta entre las formas modernizadoras de My tailor is rich de “La cantatrice chauve”, los cubos de basura de “Fin de partie”, “L’ecole de femmes”, representada en conjunto de smoking, “Saint-Genest”, de Retrou, interpretada como parodia autocrítica. Existe ciertamente una relación entre “Motel”, de J. C. van Itallie, representado en el Open Theater por intérpretes con cabezas de gigantes de carnaval, las “efímeras” de pechos desnudos de Alejandro Jodorowsky, y “Hair” que da rienda suelta a todas las formas posibles del espectáculo para celebrar la liberación sexual.

    En el marco de esta revolución del arte dramático que incluye también el Living Theatre, los happenings[38], el arte radiofónico muerto al nacer y la obstaculizada dramaturgia televisiva, la rebelión francesa parece sensata y mesurada.

    La novela vive la “era de la sospecha”

    Con ocasión de sus éxitos comunes, Maurice Barrès preguntó un día a Paul Bourget si le interesaba realmente empezar cada año la historia de una dama y dos señores. Fue entonces cuando dio comienzo “la era de la sospecha”, cuya doctrina establece en 1956 Nathaile Sarraute, dos años después del artículo “Littérature objective”, de Roland Barthes, que empujaba a Alain Robbe-Grillet mucho más allá de sus objetivos iniciales al año de escribir “Pour un nouveau roman”, primer artículo de una serie con la que Robbe-Grillet elaboraría su gran manifiesto bajo ese mismo título en 1964.

    Al igual que los dramaturgos se habían enfrentado a la obra teatral bien hecha, ciertos novelistas iban a impugnar la novela conformista, neobalzaquiana, integrándole prudentemente algunas adquisiciones de Marcel Proust, James Joyce y John Dos Passos.

    En realidad, la novela francesa estaba menos satisfecha de sí misma de lo que dicen en sus manifiestos Sarraute, Robbe-Grillet y Butor. Estos autores descubren a veces el Mediterráneo, olvidan experiencias e inquietudes de ciertos predecesores y contemporáneos y hasta meten en la misma cuenta los plagios culturales y las búsquedas auténticas.

    “A realidades distintas corresponden formas de narración diferentes, escribe Michel Butor[39]. Ahora bien, es claro que le mundo en que vivimos se transforma con gran rapidez. Las técnicas tradicionales del relato son ya incapaces de integrar todas las nuevas relaciones así surgidas”.

    André Gide estaba persuadido de ello al escribir “Les faux mannayeurs” y “Les caves du Vatican”[40]; estudiaba la nueva realidad como material novelístico en la N. R. F. y exhortaba a Georges Simenon a considerarse escritor y no fabricante de historias populares, aunque sin renunciar a sus inspiración y a sus métodos.

    Jules Romains y los unanimistas estaban igualmente convencidos, lo mismo que poco después Georges Bernanos y Julien Green, Luis-Ferdinand Céline, André Malraux, Louis Giolloux y Jean-Paul Sartre. “Según todas las apariencias, escribe Nathalie Sarraute[41], no sólo el novelista apenas cree ya en sus personajes, sino que tampoco el lector, a su vez, llega a creer en ellos. Y así vemos al personaje de novela, privado de ese doble sostén […], vacilar y desmoronarse

    ¿Se desmorona Kyo? ¿Tiene más dificultad el lector en creer en él que el propio Malraux? Los personajes de “Le dernier des justes”, de Schwartz-Bart; de “Les fils d’Avron”, de Ikor; de “Jeu de patience”, de Guilloux; de “Le grande patience”, de Clavel, no parecen en absoluto corroídos por el mal que N. Sarraute considera general.

    La literatura de compromiso parece perder sus derechos

    Lo que parece claramente, en cambio, es que los cantones de la vida social y política que ofrecen materia para esas novelas son menos explotados por diversas razones (¿por qué no hubo sino unas pocas novelas de la guerra de Indochina, de la guerra de Argelia, etc.?), mientras que la novela académica repite fórmulas para el estudio de la supervivencia o para la contestación, lo que viene a coincidir de algún modo con lo que ocurre en la sociedad burguesa (que, de hecho, trata de sobrevivir rechazando la evolución). Y otra cosa que me parece con no menor claridad es que el instrumento de análisis de la novela tradicional, aun enriquecido con aportaciones nuevas (psicoanálisis, marxismo, existencialismo, psicología profunda, etc.), nunca alcanza a la totalidad de los fenómenos, ni al conjunto de los sentimientos y de sus raíces subconscientes (los “Tropismes”, de N Sarraute). Un análisis sociológico de la huelga de los obreros de calzado hubiese ido “más lejos” de lo que puede y quiere ir “Maison du peuple”. Un montaje de documentos y comentarios en la televisión sobre la pobre condición de los ancianos irá “más lejos” de lo que puede y quiere ir “Les fruits de l’hiver”. En ambos casos, el objeto de la obra no es la búsqueda sociológica, sino la composición literaria, es decir, el testimonio de un hombre que se dirige a otros para comunicarles el sentido de lo que cree ver o de lo que atribuye, en función de sus compromisos, a un conjunto de hechos.

    La oposición entre “escritores” y “escribientes”, entre compromiso y no compromiso, abre perspectivas inmensas a la inteligencia crítica; pero tal vez parta de una simple cuestión de palabras que el sentido común habría resuelto de inmediato. El “escribiente”, que da forma a elementos externos a la obra sin organizarlos según cierta lógica y necesidad internas de ella, es un compilador, un autor de revista de prensa, un montador de documentos, y su actividad no tiene nada de “literaria”: su “arte” eventual es sólo habilidad, rigor intelectivo, honestidad moral. La lógica y la necesidad interna constituyen una estética, y toda estética remite a una metafísica, a una ética, a un compromiso. Empero, el compromiso no es alistamiento en un grupo. No es renunciar a la libertad, sino, por el contrario, utilizarla, el elegir identificándose con una causa determinada, el ahondar la visión que se tiene del mundo, el tratar de servir a lo que se cree ser la verdad.

    “El novelista se halla, desde luego, comprometido; pero lo está de todas formas, y ni más ni menos que todos los demás hombres, declara Robbe-Grillet[42], en el sentido de que es ciudadano de un país, de una época, de un sistema económico y que vive en medio de costumbres y de reglas sociales, religiosas, sexuales, etc. En una palabra, el novelista está comprometido en la medida exacta en que no es libre

    Esta doble definición del compromiso de hecho y de libertad implica una especie de secesión integral.

    “El verdadero escritor no tienen nada que decir. Tiene solamente una manera de decirlo. Debe crear un mundo, pero a partir de nada, del polvo[43]

    “Por eso, en cuanto me atañe, yo prefiero decir que lo que me interesa es ante todo la literatura; la forma de las novelas me parece mucho más importante que las anécdotas ─incluso antifascistas─ que pueden contener; en el momento de la creación ignoro lo que significan esas formas de las que siento necesidad y con mayor razón ignoro para qué podrán servir […] Si tuviera absolutamente que responder a la pregunta “¿Por qué escribe usted?”, respondería, sencillamente: “Escribo para tratar de comprender por qué tengo ganas de escribir[44]

    Esto, que es un punto de vista de productor casi ingenuo, rectifica un poco aquello…

    Nathalie Sarraute tempera también lo que su actitud inicial tenía de rígida, mediante esta interesante observación: “Por un movimiento análogo al de la pintura, la novela […] prosigue, a través de medio peculiares, un camino que le es propio, y deja a otras artes ─sobre todo al cine[45]─ lo que no le corresponde. Al igual que la fotografía ocupa y hace y hace fructificar parcelas abandonadas por la pintura, el cine recoge y perfecciona lo que le deja la novela. El lector, en vez de pedir a la novela lo que toda buena novela le ha negado muy a menudo, o sea, el ser una evasión fácil, puede satisfacer en el cine, sin esfuerzo y sin pérdida inútil de tiempo, su gusto por los personajes “vivos” y por las historias[46]

    Quizá no agrade demasiado esa especie de desprecio de la masa que se percibe subyacente a esta declaración. Cabe también discutir el que Balzac, Tolstoi, Melville y Moravia se hayan negado siempre ha dar gusto a cierta espera de un público que, por otra parte, nada tiene de vulgar. Sin embargo, el hecho subrayado no deja de ser determinante para le evolución de la literatura de ficción. Hasta el punto de que Nathalie Sarraute añade: “No obstante, parece que el cine se halla a su vez amenazado. Le alcanza también la “sospecha” que recae sobre la novela

    Mas esta sospecha, ¿se refiere al héroe y a la historia o al lenguaje utilizado y a la materia tratada?

    “La ausencia de imaginación quizá explique que el problema del lenguaje se haya convertido en la obsesión de los intelectuales”, escribe Jean-René Huguenin[47].

    Y es evidente que la imaginación novelística no es tanto la facultad de inventar historias o construir escenas cuanto la capacidad de detectar, en una realidad determinada, lo que hay de nuevo, aquello ante lo que parece necesario dar testimonio. Por lo demás, es lo que hacen, en contra incluso de sus propias teorías, algunos novelistas “nuevos”: “La modification” no es en absoluto una forma vacía, ni tampoco “Historie”, ni “Le laberynthe”, ni “Planetarium”.

    Entrar en detalles sobre las obras de los “nuevos” novelistas sería largo e inútil en una visión de conjunto como ésta. Alain Robbe-Grillet, Michel Butor, Nathalie Serraute, Marguerite Duras, Claude Simon, Tobert Pinget, Claude Mauriac, Philippe Sollers, Jean Pierre Faye, Daniel Boulanger, Jean Cayrol, Dominique Rolin en su segundo periodo, etc., difieren evidentemente en sus opciones; de lo contrario, como ha dicho uno de ellos, podrían dispensarse de publicar cada uno por su cuenta.

    La literatura descubre su autonomía: no es el reflejo de la vida

    Todos ellos se parecen o al menos se aproximan, por “cierta actitud común ante la literatura tradicional”, actitud que es “convicción de la necesidad de transformación constante de las formas y de la libertad absoluta de su elección […], consciencia de que se ha producido una verdadera revolución en la literatura durante el primer cuarto de este siglo, y de que esos grandes revolucionarios que fueron Proust, Joyce y Kafka abrieron el camino a la novela moderna en un movimiento irreversible”[48]. Esto implica naturalmente ciertos rechazos, pero también, y en primer término, una convicción: la de la primacía absoluta y de la autonomía total de la literatura con respecto a la vida. Para estos novelistas, al menos cuando teorizan (y es lo que los opone fundamentalmente a Beckett y a la mayor parte de los dramaturgos), la literatura no es vida que adquiere consciencia de sí misma, sino más bien literatura que adquiere consciencia de su realidad[49]. Entre los novelistas, es son duda Butor quien lleva más lejos esta tendencia; para Butor la obra que espera su realización existe en alguna parte, en alguna constelación platónica, antes incluso de ser hecha:

    “El novelista es, por regla general, alguien que ha leído novelas y que ha visto cosas; alguien que, a lo largo de sus lecturas, ha advertido que falta algo, que hay algo por hacer. En determinado sector hay una especie de agujero, una laguna. Cuando uno es novelista, siente ganas de colmar poco a poco ese vacío[50]

    Los rechazos los ha resumido Robbe-Grillet en “Pour un nouveau roman”[51]: se refieren al personaje, a la historia, al compromiso, a la disociación de la forma y el contenido.

    ─El personaje. Nuestra época, dice Robbe-Grillet, “es más bien la del número de matrícula” que la de la personalidad, “medio y fin de toda búsqueda”. La ausencia de personaje con estado civil completo no significa, por lo demás, ausencia de hombre.

    ─La historia. De modo parecido, “no hay que asimilar la búsqueda de nuevas estructuras narrativas a un intento de supresión pura y simple de cualquier suceso, pasión y aventura”. De hecho, en Robbe-Grillet, Simón, Butor, Duras y Sarraute, la aventura afecta a la forma de una búsqueda casi policíaca, en el presente o en el pasado, y nunca a la de la lucha contra hombre o elementos en una acción constructiva. En esto, la nueva novela refleja e incluso justifica cierta situación costumbrista, y sea cual fuere el compromiso político de los autores participa del conservadurismo que el sector más vivo de la literatura de ficción ha impugnado siempre precisamente.

    ─El compromiso, la forma y el contenido. Estos dos rechazos pueden reducirse al de la novela que tiene “una significación externa a ella misma”.

    Lo cual resulta inaceptable para quienes consideran la literatura como “una actividad […] ejercida por hombres y para hombres, con miras a descubrir el mundo, constituyendo este descubrimiento una acción”[52], y representa el ideal académico de separación de poderes, convirtiéndose la literatura en una actividad espiritual de lujo y prestigio, en un “juego de abalorios” como el que describía Herman Hesse, quien elogia cualquier régimen social y político sin impugnar jamás ninguno, y una extraterritorialidad honorífica al artista alienado.

    Para Robbe-Grillet (y para algunos, algunos nada más, de sus amigos), “la obra debe imponerse como necesaria, pero necesaria para nada; su arquitectura carece de uso; su fuerza es una fuerza inútil”. Nos hallamos, pues, micho más allá del límite beckettiano: en el campo del lenguaje-juego[53] que encubre un gran silencio de dejación. ¿De dejación o de desesperanza? “El mundo no es ni significativo ni absurdo. Sencillamente es. En cualquier caso, esto es lo más notable que tiene. De pronto, esta evidencia nos afecta con una fuerza contra la que nada podemos. Súbitamente, toda la hermosa construcción se viene abajo: al abrir de improviso los ojos hemos experimentado, una vez más, el choque de esa realidad persistente de la que parecíamos saberlo todo. Alrededor de nosotros, desafiando la avalancha de nuestros adjetivos animistas o calculados, las cosas están ahí. Su rostro aparece pulcro y liso, intacto, sin brillo opaco y sin transparencia. Toda nuestra literatura no ha sido capaz siquiera de desgastarles el más pequeño ángulo o de suavizar la más leve curva[54]

    Existe cierta relación entre este deslizamiento hacia el reino mineral y la poesía ─la que “se reconoce igual a la vida misma”, como la de Saint-John Perse, y la poesía-fuga mediante la droga y la palabra-corcel, de Henri Michaux─ y el silencio que Beckett reclamaba, aunque quería impedir que se abatiera sobre la escena tras el fin de la partida.
    ¿Se trata, una vez más, de visión novelística o de visión poética? Quizá sea mera cuestión de palabras, pero vale la pena suscitarla: ¿sigue existiendo novela cuando todos los caracteres incluidos en la definición de novela (definición arbitraria, pero útil para la claridad de los intercambios de ideas) han sido abolidos? Es Butor quien nuevamente se explica con claridad: “Cualquier transformación verdadera de la forma novelística, cualquier fecunda búsqueda en este campo, debe situarse necesariamente en el seno de una transformación del concepto mismo de novela, que evoluciona lenta, pero inevitablemente, hacia una especia de poesía épica y didáctica a la vez[55]

    Y si preguntamos a la obra de Philippe Sollers, de sus amigos de “Tel quel” o de los disidentes de “Change”, la novela se dirige hacia una forma nueva, enormemente inteligente y ostentosamente bizantina, de crítica filosófica para iniciados en el vocabulario de la escuela (“Drame”, de Sollers, constituye un ejemplo acabado de ello).

    El rechazo de la literatura ha producido obras literarias

    Pero las obras significan, quiérase o no. Robbe-Grillet, Butor, Simon, Sarraute y Duras contribuyen a la elaboración de una comedia inhumana colectiva cuyos armónicos, en el espíritu de los lectores, irradian más allá de la literatura. Citemos algunos ejemplos.

    “Historie” es considerado como el mejor libro de Claudfe Simon. El autor capta en el monólogo interior de un hombre durante una jornada completa en la que va, viene, mira algunas tarjetas postales y recuerda. Este podría ser el tema de una novela de Balzac, Mauriac o Sartre; pero Simon narra “de otro modo”: procurando no hacer frases ─como antes se trataba de equilibrarlas bien─, no puntuando, olvidando las señales que indican las entradas de un diálogo, mezclando descripciones y textos de tarjetas evocadoras de panoramas con los recuerdos y reflexiones y evitando que el “héroe” haga cualquier cosa que rompa con su rutina. Es una historia en lenguaje desarticulado. Se trata de recomponer una trama, de imaginar lo que falta, de distinguir los niveles de consciencia y de subconsciencia. El lector contribuye de este modo a hacer la novela, captando el movimiento de una vida y el ritmo de una obra. Tiene la satisfacción de superar grandes dificultades, de desentrañar lo que parece a veces ser capricho nefasto de una vida demasiado densa y a veces capricho del propio autor. Pero es así mismo víctima de la decepción cuando, tras realizar ese trabajo de desciframiento, sólo retiene entre los dedos menudencias sin interés de una existencia desmayada y resignada a ello.

    Ahora bien, el interés de “Historia” radica precisamente en que su anécdota carece de él, en que cuatrocientas páginas de búsqueda, aquí como en “L’herbe” o en “La route des Flanders”, desembocan en esa amarga constatación de inexistencia.

    “Moderato cantabile”, de Marguerite Duras, propone imágenes de la misma mediocre resignación. La heroína, burguesa desocupada, vacía de alma y de sensibilidad, se evade de su asfixiante medio. Esta Bovary podría con un escándalo sacudir a su familia, forzar a su a marido a contemplarse en un espejo, aprender el chino y traducir a Mao, fundar una asociación para la defensa de los consumidores o vincularse al partido comunista: ella tiene a la vista un hombre robusto y grosero y bebe tintorro. Como otra heroína, hermana, no obstante, de la que edificaba una barrera contra el Pacífico, se conmueve de conmoverse al ver huir a un asesino por celos[56].

    Simon y Sarraute son autores “vinculados” a la nueva novela ─y el hecho de que haya tantos partidarios de ella indica que el viento de la moda sopla en una dirección en que se mueven también las inquietudes─, pero que parecen desembocar en el punto de donde partió Robbe-Grillet.

    El mundo de “Gommes” (1953), “Le voyeur” (1955) y “Labyrinthe” (1959) es también el de “Fin de partie”: partida humana. Dios y el hombre han muerto; es como si un sol se hubiese apagado, dejando al descubierto, en un amargo fulgor cósmico, las cosas libres de cualquier presencia “vinculante”. Y sobre ese mundo positivamente sin religión[57], enteramente purgado de lo sacro, el ser absurdo que fue en otro tiempo el hombre, lanza una mirada de enfermo postrado o de prisionero sin esperanza, que renunció a examinar sus reflexiones y razonamientos en torno a su enfermedad o los alegatos acusatorios no manifiestos de su proceso, y para ocupar los ojos y el espíritu, puesto que ni éste ni aquéllos pueden quedar sin ocupación, detalla lo que ve, todo lo que ve y sólo lo que ve.

    “La modification” (1957), que es la obra más importante de Michel Butor, es el soliloquio de un pequeño burgués que va a juntarse con su amante en Roma y, reflexionando y contándose su propia historia ─en segunda persona del plural, cosa que le ennoblece y le vuelve extraño─, comprende que su verdadera vida de pequeño burgués está en París y que la amante romana sólo tiene encanto por ser amante y romana: un modo implícito de confesar que él ya no tiene bastante vitalidad y creatividad para sobreponerse a su confort de consumidor medio y reconstruir otra cosa. Irá pues, a tomar un poco el sol y regresará cuerdamente a su país. ¿Novela a lo Bourget? No, porque en Bourget el héroe se habría sacrificado noblemente a la moral, a la responsabilidad, a la tradición honorable de una antigua familia. Aquí se da la resignación mediocre de baja burguesía. Al no poder vivir, se escribirá ─porque la novela es el cuaderno de notas de una novela─, pero no lo que su hubiera podido vivir, sino lo que se ha vivido, la resignación. Un libro así, de fines de siglo, sin flores venenosas ni extravagancias a lo Loti, anuncia el silencio. El novelista, de hecho, se ha callado. Es el poeta del “Génie du lieu”, pequeña obra maestra de exploración de paisajes exóticos, lo que encontramos en “Mobile”, “Résau aérien” y “Description de San Marco”: un poeta que escruta desesperado un mundo donde se siente perdido, aunque llegue a ser un hombre de letras con éxito.

    Más allá de esas nuevas formas, ¿qué puede nacer?

    Las obras de la “nueva novela” tienden hacia un límite que no franquean, porque más allá tendría lugar el silencio obligado y sin duda el suicidio, del que quieren librarse en cierto modo negándole sentido. Pero con la obra ocurre como con el mundo. Declarar que no es ni significativa ni absurda, sino que simplemente es y que hay que considerarla, por tanto, como se considera un guijarro o una bobina, no satisface de modo general al lector.

    Barthes hablaba de la prórroga o tregua que el escritor concede a la literatura hecha imposible y que ésta utiliza para reconquistarlo y reconquistarse. Esto podría entenderse a novel social: el escritor que continúa, que se obliga a repetir, por el hecho de haber comenzado. Y podría entenderse también al nivel, más secreto y misterioso, de la creación misma: el escritor que, como Ionesco, creía burlarse o fabricar objetos inútiles, pero que se oye emitir juicios y da testimonio, cuando pensaba no tener nada que decir.

    La significación acecha a cualquier obra; a la que reproduce las complicadas reflexiones de un cerebro seco y a la que pretendía atestiguar la “maravillosa inutilidad del arte”. Todas las obras dan testimonio de una soledad torturada, se convierten en formas de protesta y constituyen, como el asolador happening, un espectáculo barroco que da rienda suelta al erotismo, al sadismo y la crueldad, un paroxismo de subversividad, una llave de judo que ayuda al mundo a desquiciarse a sí mismo contra el muro de sus contradicciones. La proliferación crítica revela ya la importancia de lo que ponen en entredicho Beckett, Ionesco, Simon o Robbe-Grillet. “Antes los críticos eran menos entendidos, pero se les leía más”, observaba un viejo experto de la crítica tradicional, comentando los textos presentados en el coloquio sobre la crítica del Centro Cultural de Cérisy, en 1966[58]. De hecho, no se trata de los mismos críticos. Apenas se ve nada en común entre un Paul Souday, cuyo folletín de “Les Temps” indicaba a los lectores, contados por millares, qué libro les convenía comprar aquella semana y esbozaba las referencia que el autor merecería en un futuro Lanson ─la progenie se ha acabado, aunque el pequeño mundo de las letras que ilustraba trata de sobrevivir─ y George Poulet, Roland Barthes o Serge Doubrovsky, que escriben para sí mismos y sus simpatizantes, con el cuidado de explicar, sirviéndose de todos los instrumentos forjados por las ciencias humanas, el desorden y la revolución que conmueven el lugar antes tan pacífico que se llamaba Parnaso o Bosque Sagrado y cuyos árboles fueron plantados por Boileau, tal vez.

    Sería aventurado querer predecir lo que quedará el día de mañana de todo este sector de la literatura del siglo XX, ebria de inteligencia y de orgullo herido, portadora sin saberlo de la nostalgia de las utilidades y las presencias más inmediatamente eficaces y creadoras de coartadas en la secesión sufrida más que deseada. Quedará sin duda a huella profunda de una conmoción general, porque ya no se escribirán novelas ni obras teatrales como las de antes. Quedará también un testimonio colectivo representativo de veinte años de angustia; como Proust es representativo de una enfermedad cuya fiebre fue una guerra mundial, o como Flaubert lo fuera del desquiciamiento social cuya fiebre había sido una Comuna.

    Maurice Nadeau, en un artículo de 1957, advertía que es “a parir de un mundo vuelto de pronto legible como se esbozan las tomas de conciencia y como se desencadenan las revoluciones”. Y Robbe-Grillet, tras definir el compromiso tal como él lo entiende ─compromiso del hombre separado del compromiso del artista─, convenía en que, mediante esta desviación del estetismo puro, quizá ocurriera que el artista pudiese, “por vía de consecuencia oscura y lejana […] servir un día acaso para algo, incluso para la revolución”.

    Mas “¿es posible liberar la palabra ante la Historia?”, preguntaba Roland Barthes, mientras Albérès advertía: “Algunos cientos de miles de franceses se quejan hoy de que desde la liberación no se haya escrito en Francia un solo libro “importante”: pero es que no lo han solicitado ni se han hecho dignos de que ese libro tuviera que escribirse para ellos”[59].

    Notas.

    [1] Véase R. Escarpit: Sociología de la literatura (col. ¿Qué sé?, Oikos-tau, Barcelona) y La revolution du libre (id., 1965).
    [2] R. Escarpit, en La revolution du libre (P. U. F., 1965: “Es preferible una literatura mediocre que dialogue con su público, que una buena literatura sorda a la voz de aquellos a quienes habla y de los cuales debe ser expresión.”
    [3] La expresión es de Gabriel Marcel.
    [4] B. Crémieux: Inquiétude et reconstruction (Correa, París, 1931).
    [5] W. Weidlé: Les Abeilles d’Arisyée (Gallimard, París, 1954).
    [6] Solipsismo: actitud que funda toda la realidad sobre el solo pensamiento del individuo.
    [7] J. Joyce: Finnegan’s Wake (Gallimard, París, 1962).
    [8] K. Haedens: Paradoxe sur le roman (Sagittaire, París, 1941).
    [9] R. Callois: Puissances du roman (Sagittaire, París, 1942).
    [10] B. d’Astorg, en Aspects de la littérature européenne (Seuil, París, 1952): “Toda sociedad tiene, en definitiva, las obras que merece, y héroes semejantes a los personajes que componen su historia. Ahota bien, esta historia, en su gigantismo, es bastante irrisoria.”
    [11] B. d’Astorg: “Nuestros grandes novelistas se han callado, como si su poder imaginativo se hubiera visto afectado de prohibición por las revelaciones del acontecimiento…; la literatura, en cierto modo, se ha vuelto imposible.”
    [12]R. Stéphane: “A los treinta y cinco años no siempre se lo que debo decir, ni veo causa alguna que me reclame. Mas concretamente, lo que pienso tener que decir concierne menos al orden del mundo que al malestar del hombre” (Fin d’une jeunesse, 1954).
    [13] A. Fraigneau: Course à la vie (Plon, París, 1948).
    [14] R. Nimier: Le hussard bleu (Gallimard, París, 1950).
    [15] J. Giono: Le hussard sus le toit (Gallimard, 1951).
    [16] J. Gracq: Le revage des Syrtes (Jose Corti, 1951).
    [17] F. Sagan: Bonjour tristesse (Julliard, 1954).
    [18] C. Rochefort: Le repos du guerrier (Grasset, 1958).
    [19] P. Gadenne: L’invitation chez les Stirl (Gallimard, 1955).
    [20] R. Barthes: Le degré zéro de l’écriture (Seuil, París, 1953).
    [21] C. Mauriac: L’alittérature contemporaine (Albin Michel, 1958).
    [22] N. Sarraute: Tropisme (Minuit, París 1939).
    [23] Y. Berger: Que peut la littérature? (U.G.E., París, 1965): “Uno de los desprecios más irritantes que conozco tiene por objeto al libro que ayuda. ¿Que ayuda a qué? ¿A vivir? No, todo lo contrario: a no vivir, a estar muerto, a llegar a ese mundo donde apenas os introducen en él la escritura y la lectura, estáis fuera de la realidad.”
    [24] M. Maeterlinck:Les aveugles (1890), Intérieur (1892), Michel de Ghelderode aparece también como precursor; pero, por haber sido descubierto tarde, tuvo menos influencia real que Maeterlinck.
    [25] S. Beckett: Fin de partie (Minuit, París, 1957).
    [26] S. Beckett: Malone Meurt (íd., 1951).
    [27] S Beckett: Malloy (íd., 1951).
    [28] S. Beckett: L’Innommable (íd., 1953).
    [29] Idem.
    [30] S. Beckett: Comment c’est (Minuit, París, 1961).
    [31] I. Isou: Introduction à une nouvelle poésie et à una nouvelle musique (Gallimard, París, 1947).
    [32] N. Sarraute: L’ ère du soupçon: “La sospecha fuerza al novelista a cumplir con lo que es ─dice Philip Toynobee recordando la enseñanza de Flaubert─ su obligación más honda: descubrir novedad”, y le impide cometer “su crimen más grave: repetir los descubrimientos de sus predecesores”.
    [33] R. Barthes: Le degré zéro de l’écriture (Seuil, París, 1953).
    [34] E. Ionesco: Notes et croquenores (Gallimard, París, 1962).
    [35] G. Schéhadé: Histoire de Vasco (Gallimard , 1956).
    [36] F. Billetdoux: A la nuit, la nuit (1955); Tchin-tchin (1959) Va donc chez Törpe in Thèâtre (la Table Ronde, París, 1961).
    [37] R. PInget: Leitre norte (Minuit, París, 1959).
    [38] Happenings: Acontecimiento; forma de espectáculo total donde predomina lo visual. Los happenings del francés J.J. Level simbolizan rebeliones burlescas contra “la industria cultural”.
    [39] M. Butor: “La novela como búsqueda” (1955), en Répertoire. (Minuit, París 1960).
    [40] A. Gide: Les faux monnayeurs (Gallimard, 1925); Les caves du Vatican (Guillimard, 1950).
    [41]N. Sarraute: L’ère du supçon (Gallimard, París, 1956).
    [42]A. Robbe-Grillet en el coloquio Este-Oeste sobre la novela Leningrado, agosto 1963. Según texto aparecido en “Espirit”, julio 1964.
    [43] A. Robbe-Grillet: Sur quelques notions prémiéers, 1957.
    [44]A. Robbe-Grillet en el coloquio Este-Oeste sobre la novela Leningrado (“Spirit”, julio 1964)
    [45]Y luego a la televisión.
    [46]N. Sarraute: L’ére du soupçon (Gallimard, París, 1956)
    [47]J. R. Huguenin: Une autre jeunesse (Seuil, París, 1965).
    [48]N. Sarraute: coloquio Este-Oeste (“Spirit”, julio 1964).
    [49] “El mundo esta hecho para desembocar en un buen libro”, decía Mallarmé, proponiendo así la fórmula más clara del estetismo más desesperado. Algunos poetas, como Saint-John Perse e Yves Berger, se aproximan mucho actualmente a esta postura extrema.
    [50]Diálogo con M. Butor en Les écrivains en personne, de Mad. Chapsal (Julliard, París, 1960).
    [51]A. Robbe-Grillet: Sur queleques notions péromées (1957).
    [52]S. de Beauvoir: Que peut la littérature? (col. “10/18”, Plon, París, 1965), p.73.
    [53] “El amor es un juego, la vida debe convertirse en juego (es la única esperanza de nuestras luchas políticas) y “la misma revolución es un juego”, como decían los revolucionarios más conscientes de mayo. La rápida recuperación de su figura por los valores morales, humanísticos y, en definitiva, cristianos puso de manifiesto que, una vez más, nuestra sociedad no estaba preparada para escuchar ese lenguaje” (Robbe-Grillet, en “Nouvel Observateur”, 29 junio 1970).
    [54] J. Roudaut: Michel Butor ou le libre future (Gallimard, París, 1964).
    [55] M. Butor: Le roman comme recherché, en Réportiore (Minuit, París, 1960).
    [56] A propósito de su película Détruire, dit-elle (1961), M Duras declaraba: “Por destrucción capital entiendo también la del juicio, la de la memoria, la de todas las coerciones y especialmente la de toco cuanto procura el conocimiento. Yo estoy a favor del cierre de las facultades, de las escuelas, etcétera; pero se al mismo tiempo que estoy en una utopía. Lo cual no me importa.”
    [57]Del latín religare, vincular.
    [58]Véase: Les chemins actuels de la critique (Union Generale d’Editions, París 1968).
    [59] R. M. Albériès: L’aventure intellectuelle du XXe siècle (A. Michel, París, 1959).
     
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    Última modificación: 3 de Octubre de 2014

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