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Viaje a Herbania (obra completa)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Évano, 2 de Julio de 2014. Respuestas: 2 | Visitas: 1208

  1. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Los siguientes versos son de una de las últimas poesías publicadas por mí en este portal: "Fuerteventura, a ver qué me ofreces, / que no sea la garra gélida y atada / de este León que agoniza". Ahora, en el primer día de mi estancia en esta isla de las canarias, puedo ya describir algo de lo encontrado aquí.

    Mucha gracia me ha hecho oír la expresión "Hasta lueguito", una despedida que yo mismo acostumbraba a decir sin saber de dónde provenía. Igualmente, me ha llamado la atención la melodiosa dicción de los majoreros —que es como se les llama y gustan llamarse a los lugareños—, elevan un poco la vocal tónica y la alargan, así como la átona, aunque esta de tono más bajo, cariñoso, agudo y pausado. Todo ello lo acompañan con leves movimientos de cabeza —por lo general de arriba a abajo— y una mirada fugaz y esquinada hacia el oyente para, a continuación, mirar el hombro y el suelo de ellos mismos; lo que al visitante novato desconcierta, si no cabrea.

    Es lógica la tez morena, por el clima tropical, así como la parsimonia en el transcurrir diario de sus vidas. El clima, la apartada situación de la isla, la aridez de esta, la falta de los ajetreos que conllevan las fábricas y la dedicación a los relajados turistas contribuyen a ello; aunque últimamente la crisis y el paro han acrecentado los nervios en los habitantes de Herbania, el otro nombre de Fuerteventura. Nombre, según leería más tarde en la biblioteca de Puerto del Rosario, que viene de Bania, idioma de los que se creen los primeros moradores venidos del norte de África, de la cordillera marroquí del Atlas. Otra explicación es la de "tierra de hierba"; aunque es menos creída, ya que se hace difícil imaginar que una isla tan árida, cercana al desierto más grande del mundo como es el Sahara, hubiera estado alguna vez florida.

    Los majoreros de la capital de Herbania —que es como a mí me gusta llamar a Fuerteventura—, Puerto del Rosario, son de trato agradable, como ya se habrá adivinado; pero es mejor aposentarse en la paciencia si preguntas por algún lugar en concreto, ya que la explicación será, si no cómica, de dificultosa comprensión. He aquí un ejemplo:

    Me he acostumbrado a leer diariamente —me falta algo si no lo hago—, por ello, mi primer día en Herbania, me levanté temprano y di un paseo en busca de la oficina de información. El paseo es un descenso lento y continuado por la calle central que va de las áridas montañas hasta el puerto entre multitud de tiendas pequeñas, pizzerías, restaurantes con sabor a dueño hecho a sí mismo y bares y tascas donde degustar cervezas, vinos y tapas variadas. El sol parece meditar en el espacio, sin demasiado aplomo en esta enero. El viento lo mece de vez en cuando sin influir en el estado de ánimo; no es frío ni caluroso; ni fuerte ni débil. Parece que pasea contigo, vayas adonde vayas. Tras poco más de kilómetro y medio, la bajada se pronuncia de golpe durante un par de cientos de metros y desembarcas la mirada en un puerto sin apenas comercios: dos bares de pescadores y una pizzería italiana es todo. En frente, dos grandes buques: uno de turistas que viene de la lejana alemania y un carguero de Las palmas, capital de la provincia. Y a la salida de los amarres, una pequeña garita que hace las veces de oficina de turismo. Una vez allí me hice con un plano de la ciudad y pregunté al funcionario de turno —un joven alto, moreno y guapo— que me recordó al medio siglo que se abalanza sobre mí, y a mi coronilla y mi declive físico. Tras varias indicaciones rápidas en el plano fui, más o menos, por las calles que logré retener en la memoria al principio, pensando que ya preguntaría más adelante a otros lugareños, pues me di cuenta que era la primera vez que explicaba el destino de la biblioteca. Es algo común que la gente se sorprenda cuando alguien les pregunta por sitios tan extraños, lugares que requieren poner en marcha las neuronas de la improvisación.

    Eché un vistazo rápido a la silueta de la costa, a las pequeñas calas y los diminutos barcos de pesca anclados en medio de las aguas, pero no por miedo a ser robados ya que la delincuencia allí es casi inexistente por el simple hecho de que Puerto del Rosario es como un pueblo grande sin ningún otro en los alrededores y sin medio para escapar de una isla en mitad del océano. Un leve muro al estilo Gaudí decora y separa mar y paseo marítimo donde, de vez en cuando se yerguen estatuas de bronce de hombres y mujeres de antaña, de antiguos oficios y marineros de los otrora habitantes.

    Después de subir y volver a bajar algunas calles de las indicadas por el apuesto funcionario de información turística—unas calles que siempre eran las mismas—, me decidí a preguntar a un señor de aspecto de jubilado con tics nerviosos que esperaba en un portal. Miraba a derecha e izquierda con sus ojos casi del color del agua. Su cabello cano temblaba por la contención de un baile que parecía encarcelado en el interior de un cuerpo tenso. Se puso aun más nervioso al ver cómo me acercaba adonde él estaba: bien por mis gafas de sol graduadas, bien por mi rostro sudoroso.

    —Buenos días. ¿Sabe usted, por casualidad, por dónde anda la biblioteca municipal? —le pregunté.

    La cara de asombro surgió al instante. Luego, tras una breve pausa y el mirar de un lado a otro, me contestó:

    —Va usted muy desencaminado. Usted no es de aquí —iba a afirmar que no, pero no me dejó hablar—. Por lo que veo usted no es de aquí... Mire, tiene que ir la primera a la derecha, luego baje hasta el puerto y gire a la derecha; usted siempre por la derecha. Luego suba la cuesta de enfrente del puerto hasta la iglesia y gire a la derecha —yo, ya por aquel entonces, empezaba a pensar que si iba girando siempre a la derecha acabaría irremediablemente por volver a preguntarle otra vez a él mismo—. Después de la iglesia —continuó— vaya por el paso de peatones hasta donde está la estatua de Unamuno, creo —yo ya me quería ir, pero la cortesía me retenía—. Pues bien, cuando encuentre a Unamuno gire otra vez a la derecha y vuelva a subir la cuesta. Y ya no le explico más, porque como usted no es de aquí, y no sabe, no puedo explicarle más.

    Me despedí de tan amable señor varias veces, debido a que al principio me seguía, "Por si me perdía", algo que ya daba por sentado por las veinte o treinta calles de más que me había indicado, además de las ya explicadas, y que no narro aquí por no cansar al lector.

    El caso es que me encontré con la biblioteca, pero la de Arrecife, capital de la isla de al lado: Lanzarote.

    ¿Cómo había llegado hasta allí? No lo sé. Tuve que embarcar para retornar a Herbania. Pero no miraba yo las aguas cabreado; sino estupefacto ante lo ocurrido. Pensaba en el barco de vuelta en intentar encontrar al día siguiente a tan simpático jubilado canoso, a ver a qué isla me mandaba esa vez. Por lo menos el viaje de ida me salía gratis y bien podría ser que fuera visitando las siete u ocho diferentes islas de Las Canarias gracias a tan simpático señor.

    Decidí tratar de encontrar otro día la biblioteca municipal de Puerto del Rosario.

    Pero lo que sí encontré fue el museo de Unamuno. "Algo es algo", me dije tras reiterar para mí las gracias al señor de las indicaciones mágicas.

    Curiosamente, el portero del museo era el mismísimo Unamuno. Era de bronce, eso sí, pero les aseguro que esa estatua tan real contiene al cuerpo y al alma del filósofo y poeta español. Yo lo sé porque poseo cualidades sensoriales extraordinarias, como un médium, o un vidente de esos, al igual que una mente disparatada que a muchos no les hace gracia, y en ocasiones ni a mí mismo. No debería extrañarles después del lapsus del viaje inexplicable a Lanzarote.

    Como les decía, Unamuno estaba de portero en su museo. Fui incapaz de darle la mano derecha porque la suya sujetaba a un libro abierto, que por aquellas casualidades de la vida también era de bronce. A pesar de ello, le pregunté si quería que le pasara la página, ya que debía ser la misma durante décadas. "Eres un mentecato —me contestó—. ¿No ves que el libro es también de bronce?". No quise responderle, por educación y porque cuando me lo encontré se me erizaron los vellos del cuerpo de tanto respeto que le tengo, por lo oído ya que hasta aquel instante no había leído nada de él; pero le di una patada en la espinilla, aprovechando que no había nadie por las cercanías, unos alrededores formados por la iglesia blanca de enfrente y su gran plaza. "Lo dicho, eres un pobre mentecato, y un idiota —volvió a insultarme—. Te harás daño al final".

    Después de pensar un poco, quise calmarme y pensar un poco más, pues la estatua tenía razón. Mientras meditaba, intenté pellizcarle los codos. Resoplando me dijo que dejara de hacer el vaca—burra y que entrara en el museo, que hacía mucho que no lo visitaban ni los ladrones.

    Penetré al museo por la puerta (como es lo normal), mirándolo de reojo y despacio, observando las vigas de madera que sujetaban al alto techo y, de vez en cuando, los psicodélicos cuadraditos diminutos del suelo blanquinegro. También andaba lento porque no quería ser descubierto; pero era imposible: los zapatos chirriaban una barbaridad a cada paso, tanto, que en un instante se asomaron a la puerta varias cabezas de transeúntes que estaban lejísimos de allí, pero que acudieron raudos a ver qué ocurría en tan curioso lugar. Cuando se dieron cuenta que era un museo y no había muerto nadie se marcharon decepcionados. "No haga tanto ruido, ha asustado a toda la ciudad", dijo alguno en vez de despedirse. "¿Dónde compró esos zapatos?", me preguntó Unamuno entre risas. "En las rebajas; y me costaron doce euros, pa que lo sepa", le contesté.

    Me descalcé y continué la visita por el Antiguo Hotel de Fuerteventura que, según rezaba en el panel del zaguán, fue lugar de acogida en el destierro que Unamuno sufrió en el año de 1.923, tras ser cesado de la cátedra de Salamanca por el general golpista Primo de Rivera. "Me alegro", le grité al ahora portero-poeta. "Mentecato, robagallinas, asaltatrenes", me gritó él.

    En estas diatribas filosóficas estábamos el poeta de bronce y yo cuando acudió la bibliotecaria del museo que, no sé por qué, no acudió cuando el escándalo de mis zapatos.

    La funcionaria, de edad madura y rostro endurecido, me vio con los zapatos en las manos y discutiendo a gritos con la estatua de la puerta. "¡Haga usted el favor de comportarse, esto es un museo; y cálcese y cuidado con lo que toca y hace que tenemos cámaras de vigilancia!". Y tal como vino se marchó la bibliotecaria; pero volvió al momento para decirme que estaba bien, que me quitara los zapatos y que no volviera más por allí, y menos con ese calzado. "¡Me han costado doce euros!", exclamé orgulloso, pero ella me miró de perfil mirando al techo y resoplando y entendí que no era mucho dinero el gastado, por lo que mi orgullo bajó raudo.

    En las diferentes habitaciones del hotel-museo: en la enorme cocina, en el dormitorio, en el hall, en la sala de estar (que no sé si es lo mismo que el hall ese), en los estrechos pasillos, en el patio interior cuya escalera bajaba a una bodega invisible; en el descomunal cuarto de baño... en todos los cuartos, el diferente mobiliario: baños, lavabos, cuadros, teléfono, floreros, jarrones, cortinas, tablas de madera de algunos suelos y techos, jarras vasos, platos... todos, absolutamente todos los objetos, se divisaban pequeñitos, como en la lejanía, casi la misma distancia que hubiera desde el ahora hasta el 1.923. Y en la entrada de cada habitación, al lado de la puerta, una poesía de Unamuno recibía al visitante; por lo general, un soneto.

    Me costó varias horas, pero encontré un fallo en uno de los versos. Salí corriendo del hotel—museo para comunicárselo al Unamuno portero. Después, en el libro de visitas, escribí: "La estatua es idiota e insolente".

    Marché de allí oyendo la voz de la bibliotecaria; decía algo así como: "Para uno que viene y es gilipollas". Abracé a Unamuno antes de irme. En el fondo nos habíamos hecho un poco casi amigos, de aquellos que al principio se pelean mucho y luego no pueden estar el uno sin el otro; o esa era la sensación que yo tenía sin contar con la suya. Quizá porque, entre otras cosas, me encantaron sus poesías, frases y partes de epístolas, así como los artículos periodísticos que en el hotel-museo lucían.


    *****


    De niño me pasaba las horas dentro de una tienda de campaña que construía con una manta, con el tresillo del comedor de casa y los palos de fregona y escoba. Allí leía una y otra vez los dos únicos libros que me habían regalado: uno era de cuentos cortos de grandes escritores de cuyo título y autores no me acuerdo, un libro que nos dio el ayuntamiento de Premiá de Dalt al acabar el curso; hablo del año 1977, del quinto curso de E.G.B (la antigua Educación Básica española); el otro se titulaba Relatos que me asustaron, narraciones que Alfred Hitchcock había elegido, o escrito él, tampoco me acuerdo ni soy capaz de adivinar porque ni tengo memoria ni hay manera de que yo conserve algo a lo largo del tiempo, salvo mis carnes y esqueleto (no sé por qué he escrito esto).

    Creo que mi afición a los relatos cortos viene de aquella época. Más tarde mi madre compró tres tomos que conformaban una enciclopedia bastante completa para los años setenta. No me acuerdo bien (¡qué raro!) por qué mi madre se peleó con el librero y no se los acabó de pagar, algo así como que le cobró el doble que a otros vecinos, y mi madre es analfabeta, pero no se te ocurra engañarla. sea por esto, sea por aquello, los tomos quedaron en casa, decorando un estante del mueble bar; y yo, como por aquel entonces era asiduo a los anises y vinos dulces del mueble (la culpa no era mía, si no de las madres que nos mandaron al colegio cursos enteros con el desayuno de huevos batidos con vino dulce). El caso es que al final me dio por ojearlos. Aprendí un montón con aquella enciclopedia del la Historia y la humanidad en general, y eso que era medio imposible concentrarse en la lectura porque habían sobrinos míos durmiendo hasta en los cajones de los armarios. Somos diez hermanos, yo el más pequeño y tío de de una treintena, más o menos, alguno de mi edad. Quizá esta fuera la causa por la que necesitaba esconderme en una cueva dentro de casa; quizá por mi timidez o casi autismo roto a la fuerza. Vengo a contar esto porque una de las cosas que siento al viajar en tren es esta: me traslada a aquella caverna de mi infancia, una puerta mágica a mi propio mundo interior y otros paralelos a este. Es por ello que cuando viajo en tren es como si me introdujera dentro de aquella tienda de campaña improvisada por una manta gruesa de lana y también, a su vez, dentro de mi cabeza, y fuera por ella por donde viajara realmente.

    Llevaba demasiado tiempo en Barcelona cuando planearon el viaje (yo nunca planeo nada; sino que respondo a impulsos). Primero pasaríamos diez días en León (desde navidades a reyes) y luego viajaríamos a Fuerteventura tres semanas, prácticamente casi hasta finales de enero. Y cuando llevas demasiado tiempo encerrado en una vivienda de un barrio, escuchando los telediarios, el miedo se va apoderando de ti sin que te des cuenta. Las noticias entran en tu cabeza a cuenta gotas, como esa tortura española de la gota continua, esa gota de agua que caía en la cabeza sujeta de un condenado durante días, hasta que enloquecía. No te atreves a enfrentarte con una gran ciudad, preparar maletas, billetes, calzados; a la inmensa estación de Sants, al invierno gélido de León, al autobús que luego te trasladaría al aeropuerto de un Madrid colosal y luego a una isla pequeña en mitad del Atlántico, a 3.000 kilómetros de la seguridad que ofrece esa otra manta situada en una casa de la zona metropolitana de Barcelona. Pero se ha de obligar uno y se obliga y lo obligan

    Antes de ir a Fuerteventura, como ya dije, pasé las navidades en León, con la familia. En los andenes de la estación de Sants de Barcelona fue cuando comenzó la sensación de introducirme dentro de mi cabeza. El tren era mi mente y yo estaba en él. Diez horas de viaje por un interior que me llevaría a otro rincón del mundo, quizá inventado por alguien, quizá por uno mismo, ¿irreal, real? (Tampoco sé por qué he escrito esto y más vale olvidarlo y no preguntarse si la vida es sueño).

    La estrechez de los pasillos del tren, la de los estantes para guardar las maletas, la mujer con la hija dando viajes para fumar en los lavabos, esas parejas de ancianos con los bocadillos y las botellas de agua o bota de vino, el revisor quisquilloso, los que se montan a última hora sin billete, las paradas donde alguien se queda por haber salido al andén a fumar o comprar recuerdos, comida o tabaco; la pequeña barra de bar con los cafés de plástico o las cervezas de lata, el ver películas en un monitor pequeñito que tiembla porque en el asiento de delante no paran de moverse, esos auriculares donde oyes música clásica o la película que estás viendo; el paisaje que nos va dejando atrás lentamente, las montañas que se acercan y se van con sus árboles y aridez; los túneles que de vez en cuando nos parecen los lapsus que hay en nuestra cabeza... Todo ello es como si me hipnotizara y me hiciera pensar que voy dentro de los recuerdos que mi memoria va poniendo delante mío, como si ya lo hubiera vivido una y otra vez y mi memoria me los trajera evolucionados.

    Me encanta el tren, el vaivén, el sabor a épocas pasadas: como una máquina del tiempo donde te das cuenta que el mundo y la vida muere como morimos las personas. Ves las estaciones abandonadas y pintadas de grafitis, fábricas medio derruidas, caserones de siglos pasados donde fácilmente, quizá, haya fantasmas habitándolos por toda la eternidad. Ves también las nuevas ciudades, con altos edificios de cristales tintados, blancos, de colores; y a las luces de neón decorando las noches y, si tienes suerte, las miradas furtivas de alguna mujer a la que le pareces atractivo por un instante y te mira con envidia desde unos cristales que separan los mundos del que se va y el que se queda. Sí, me encanta el tren.

    Luego llegas al destino, León, y es como si tu mente te desembarcara dentro de otro rincón de ella. En este caso un páramo donde casas separadas, solitarias, oscurecidas por los barros y fachadas de adobe, siempre húmedas por las nieblas, nieves y lluvias que amurallan y las separan de un sol que solo logra vencer muy entrada la primavera. Aquí la gente es callada, huraña, precavida, austera, pero a la vez emana de ellas la fortaleza del espíritu frente a la bárbara naturaleza. Allí, embargado en el laberinto del inmenso invierno, con su niebla poderosa y la llovizna y nieves inmisericordes, pasé esos días como se sufren unas migrañas que cuando desaparecen las echas de menos porque es el salir del cuento fantástico donde cualquier historia de hadas, castillos, señores medievales, ninfas de bosques o historias que llevamos ancladas en el fondo del alma pueden y son una realidad que nos fascina y a la que tenemos que volver para no perder ese lado oscuro y maravilloso que tanta falta hace en nuestras vidas.

    Los pueblos y aldeas de León, sus gentes, en invierno, son como las siluetas negras que se hallan combatiendo en los abismos de los mundos oscuros medievales. Monjes meditando y transcribiendo la vida dentro de cuevas, cavernas o casas a la luz de una vela. Caballeros caminando por caminos de montañas y valles en mitad de una interminable llovizna y viento gélido. Como una tierra que se nubla y grisácea por el humo interminable que se eleva de unas chimeneas con olor y sabor a hollín, a roble quemado. Senderos de silencios y personas persiguiendo la esencia perdida de cada uno. Paisajes donde se corta la noche que se prolonga y mezcla con el día con el raudo y seco grito de algún animal cansado de la nieve y la oscuridad. León en esta época es la luz de la caldera de un hechicero en el monte con la compañía de una luna helada en el firmamento y unas estrellas impasibles en el infinito de lo inalcanzable. Es recorrer lo más profundo de uno mismo, sus sombras, sus esquinas inhóspitas, el contacto con lo ancestral, con los antepasados más remotos, la unión con la naturaleza más cruel e inflexible. La dureza del vivir y a la vez la necesidad del contacto con ello.

    No vi el sol en esos días. El frío eres tú mismo. La realidad se dispersa y se va con las lluvias y nieves laderas arriba, hasta esa masa nubosa que envuelve toda lontananza durante meses. Es una combinación de neones y Navidad con altiplanos gélidos y bosques de brujas. Como si se celebrara la Navidad en el país de la oscuridad.

    Pasadas las fiestas de Navidad, un autobús me trasladó a Madrid para embarcar en el avión que me llevaría a Fuerteventura, la otrora, para mí, Herbania. El autobús era como si a un vagón del tren lo hubieran soltado para que circula por carreteras de alquitrán.

    La entrada en la capital de España, en la madrugada del día de Reyes, me hizo pensar que yo era uno de los reyes magos yendo a colocar los regalos dentro de los zapatos que en las ventanas hubieran dejado los niños y niñas del mundo. La luz rosada, sangrante y violeta del alba despertaba sobre la lontananza de las nubes. Ante mis ojos, una ciudad cuya sola ilusión es ver quien amontona más dinero para asegurarse lo que ellos llaman seguridad o libertad de futuro, o más triste aun: la vejez. Yo ya sé que ello es imposible, por lo que disfruto de un presente también imposible de atar o ligar. La vida es un caballo salvaje que trota y cabalga libre, un animal al que es imposible domar porque si lo domas atas a la vida y porque, sencillamente, el caballo eres tú.

    Una gran ciudad, cuando duerme, no sueña; sino que se prepara para otra jornada más. Veo tras los cristales del autobús a las aceras, las calles, los vehículos, la cansina gente... Veo todo ello del color de la desilusión, de la inercia, del látigo oculto, del peso de los problemas, de jorobas incapaces de sobrellevar una enfermedad artificial. Máquinas con los cables chisporroteando en las cabezas. Cortocircuitos que van de un lado a otro. Inmisericordia. Manos tendidas a diablos cabizbajos. Cuerpos en las esquinas desnudas incapaces de dar amor. prisas por arribar lo más pronto posible al acantilado, al precipicio de uno mismo. gritos automáticos, bramidos, colmillos que descienden por infinidad de escaleras. Sabor a chicle de alquitrán. Olor a miedo, a lo ajeno, a uno mismo, a la vida.

    Después del autobús enlacemos con el metro que une al aeropuerto. El metro es la versión moderna del tren. Una cabeza, una mente nuestra corroída y rápida que transita por lo muerto de nosotros, por los bajos de la ciudad, el que circula por túneles fúnebres donde nadie mira a nadie: si trazáramos líneas imaginarias que partieran de los ojos de los viajeros que van en metro, increíblemente, ninguna línea coincidiría con otra si no fuera por alguna esquina rauda de algún ojo más veloz que la misma luz. Desconfianza, temor, miedo, ese es el vagón de metro de nuestro interior, el que se halla debajo de lo artificial que habita arriba.

    El avión es otra cosa. Allí tu mente te alza a lo más alto de ella, a lo más elevado, para que te veas diminuto, insignificante. Te sube por encima de las nubes y te dice: ¡Mira, idiota, y tú preocupado por tus pequeñas tonterías diarias". Y es verdad. El sol, inalcanzable en su trono, las nubes que van y vienen por donde el viento quiere, la tierra arañada tan abajo, como en el infierno de la cabeza, con sus montañas, algunas floridas, otras quemadas; los pueblos recogidos, como temerosos ante la amenaza de una naturaleza sobria e inalcanzable y que estruja. Las venas de los ríos, serpenteantes, brillosas a los rayos, con sus ojos de pantanos; y las nieves de la dominante Sierra Nevada Andaluza, con su Mulhacem dominando todo el maravilloso sur de esta España divida en nacionalidades y paisajes que en el fondo se aman tanto como se odian: como el declive de un matrimonio cualquiera después de muchos años de convivencia.

    Y llegas al estrecho de Gibraltar y entras en el padre continente, esa África de la cual brotó, para la desgracia de este planeta, la humanidad. En el estrecho los vientos luchan, entre cruzan espadas como el hombre lo hace para dominar la mayor extensión posible de sus estupideces. El avión bambolea y penetra y baja por la costa occidental de África, por la costa de Marruecos y el infinito mar de arena de un Sahara que lucha con el infinito océano Atlántico.

    Y de pronto, una isla de pata de pollo se divisa tan abajo como los pies de la mente por donde viajas. Crees que es imposible que un avión, otro vagón con alas suelto del tren que vuela, sea capaz de aterrizar en tan poco espacio. Pero la mente que te ha alzado creyendo que viajas en un vagón con alas, te desciende rápidamente y te hace ver que todo lo que trae tu vista es relativo y engañoso, que es un infierno o un cielo, según la aptitud y el pensamiento adoptado ante el mundo de una humanidad tan difusa como las arenas del desierto o las aguas de los mares, o las nubes de los cielos. Lo que parecía pequeño en realidad es inmenso, que no es tanta agua la que rodea y encarcela a tan poca tierra, que una vez allí estás a salvo, y que hay otros mundos, como esta isla de montañas volcánicas que lucen en bronce, como Unamuno, y en un oro traído por el viento de las arenas del Sahara. Son montañas y llanos desérticos, con a penas unos matojos para las cabras y algunas palmeras que pululan por los pocos pueblos que en la isla adormecen. Las nítidas playas, unas de arena blanca, otras de arenas de volcán o de rocas de lava, o de unos leves acantilados que recortan la costa este con unos faros del fin del mundo antiguo, son en realidad como esa soledad que en ocasiones nos rodean y, que a muchos nos encanta y son la única manera que tenemos para crear, organizarnos, encontrarnos con el verdadero yo de cada uno.

    El sol no se acaba nunca en Herbania, ha ganado la batalla a nieves, nieblas y lluvias; su aliado el viento es más poderoso de lo que nos imaginamos. Lo derruye todo: efigies, rocas, montañas... Con paciencia y con todo el tiempo que le da la gana. Solo el mar es digno adversario de tan temido enemigo, y este es enemigo del sol. Y el sol es la luz al final del túnel que recorría este tren tan extraño que circula por el interior de mi cabeza.

    Y de pronto, el tren con alas, te deja en una estación que ya no está dentro de ti. Has salido del invierno peninsular y te hallas en el reino del verano eterno, en una isla donde nunca es primavera ni otoño ni invierno. Jamás florece la vida, pero tampoco la muerte. Es el sol y el viento infinito contra la lluvia y el frío, una lucha que no sucede en nuestro interior y donde no intervenimos ni tenemos capacidad para ello porque se realiza en el campo de batalla de esta Tierra. Es la vida contra la muerte, o lo que es lo mismo: una lucha de nunca acabar, como la humanidad misma. Vivimos en el Purgatorio, de donde saldremos cuando la creación de Dios se desplome, o sea: nunca. Por tales razones decido disfrutar, a mi manera, de los rincones que nos ofrece tan extraño lugar; un lugar donde las almas vagan y habitan a estatuas de bronce, caserones, edificios, oros, diamantes, piedras, árboles, mecheros, botijos, mentes, limones y naranjas... todo vive en este mundo en interiores de personas, animales y objetos; el resto es la realidad del exterior: el reino de la diosa naturaleza muerta, una naturaleza que para nosotros parece muerta. Pero Viento, Agua, Roca, Fuego, Oscuridad y Luz son los dioses de una realidad exterior que solo imaginamos.


    *****


    Puerto del Rosario no es Madrid, sino un pueblo grande, por lo que tarde o temprano habría de encontrarme con la biblioteca municipal. En la parte vieja, cerca del paseo marítimo, en una esquina de un callejón zigzagueante, yacía medio dormida, como la misma población, que es de aquellas que no acaban de desperezarse, como un continuo bostezo al sol que termina a los pies de la cama de la noche, como si uno no despertara nunca claramente. Pero ese día no entré porque decidí observar un gran crucero que en ese instante amarraba en el puerto.

    Cientos de alemanes jubilados eran vomitados por el enorme barco. Parsimoniosos se desparramaban por la misma calle, una que sube hasta el centro comercial construido hace poco. Nada que detallar de él, es como cualquier centro de cualquier ciudad de cualquier país, un imán que atrae a los corderos por la supuesta seguridad que los lobos les otorgan. La consecuencia de ello es que las dos calles que desembocaban con sus innumerables comercios hasta el puerto, unos negocios creados con el esfuerzo por la supervivencia de los ancestrales habitantes, decaían descoloridos y hondeaban carteles de se vende o se alquila. Con el tiempo me di cuenta que todos los desembarcados recorrían un trayecto común, inexplicablemente trasmitido mentalmente de unos pasajeros a otros, tanto fueran italianos, ingleses, franceses o marcianos. La globalización mental se hace patente si la observas tan solo un instante.

    Me cuesta entablar relaciones con la gente, soy como un casi autista que vaga solitario por los alrededores lejanos de las personas; por lo que me atraen los "unamunos" de bronce y por lo que fui a explicarle que había encontrado la biblioteca sin ayuda ninguna. "Menudo lince estás tú hecho", me susurró entre medias de una multitud de turistas que pasaban de él y que seguro que ni lo conocían. Todos se dirigían a la blanca y tropical iglesia de enfrente. "Te jodes, la gente prefiere la iglesia a tu museo", le dije sonriendo mientras gruñía por lo bajo. "Observa la puerta de la iglesia, verás que escena tan curiosa", me dijo.

    Un vagabundo pedía limosna en la entrada. De rodillas, mirando las baldosas grisáceas del suelo, ofrecía un platillo en alto para recibir limosnas de los ancianos extranjeros. Difícil decir la edad del desbaratado y sucio pedigüeño. Difícil atraer la caridad de los asustados turistas. De pronto vino un hombre joven con chaqueta de cuero y cadenas en ella, de pelo largo y botas camperas, tatuado, de aspecto roquero. A gritos, mientras se acercaba al vagabundo le exigía: "Aquí no, te han dicho mil veces que no pidas limosna en la puerta de la iglesia. Ya te ha dicho el cura y la madre Inés que si necesitas ayuda vayas a cáritas, que allí te darán alimento y cama, lo que necesites". Su voz loca asustó a un pedigüeño que salió corriendo calle abajo. "Entra en la iglesia y luego vuelves", me ordenó Unamuno. Le hice caso.

    El joven roquero estaba en las primeras filas, frente a un altar de tonos blancos y dorados. Se había quitado la chaqueta y se santiguaba veloz una y otra vez, acuclillándose y levantándose una y otra vez con un fervor que me asustó a mí y a los visitantes europeos, los cuales salían en desbandada. Yo me quedé observando los cuadros de santos y crucifixiones y el altar y la zona alta para el coro mientras de reojo miraba a ese extraño feligrés de aspecto medio loco que no reparaba nada más que en la virgen del altar.

    Media hora después la misma escena continuaba: turistas que entraban a la iglesia, daban un vistazo y salían rápido, asustados por tan extraño personaje. Fui con Unamuno para preguntarle por qué quería que viera esa escena. "¿Crees que ha actuado bien el joven que ha echado al vagabundo que pedía limosna?", me preguntó. "No lo sé, el filósofo es usted; además, no tengo todos los datos para juzgar; no sé, por ejemplo, si quiere el dinero para emborracharse, o si solo pide por avaricia. Y también me ha pillado de sorpresa, habría de pensarlo bien", le contesté. "En esa escena, —continuó—, está el ser o no ser de la humanidad, la cuestión vital". "No será para tanto", dije con voz de tontaina. "Eres un tontaina soberbio y creído, no te tomas muy en serio lo que digo. Esta es la cuestión: debe el hombre que puede dar de comer cuidar del hombre pobre que no puede por sí solo, o es mejor dejar que este se busque la vida por su cuenta, que acarree con las consecuencias de su saber espabilarse o no en la vida?". "Me duele la cabeza, Unamuno, me da usted dolor de cabeza. Me voy, mañana, de camino a la biblioteca paso a saludarle, aunque me tengo que desviar un poco." "Piénsalo esta noche en la cama, y tráeme algún periódico para leer, que solo me entero de las noticias a cachos sueltos, los que cuentan la gente mientras pasa de largo, y casi siempre en idiomas que no entiendo", me vociferaba mientras me alejaba.

    Al día siguiente, después de un café con leche y un bocadillo vikingo, que era queso, jamón cocido y huevo, me dirigí a la biblioteca entre esos majoreros que parecen estar y no estar, como cuerpos que se iluminan y salen a la superficie del sol intermitentemente, dulces y esquivos.

    Le di los buenos días al cascarrabias de bronce y le pregunté si había pasado buena noche. No me contestó y le di una colleja. Permaneció callado, por lo que le dejé una página de diario pegada con celo en el libro sin letras que sujetaba su mano izquierda. "Para que lea algo nuevo, y se dé cuenta que he pensado en todo. Como no puede pasar las hojas las iré dejando una por una". Ya me iba cuando me gritó que volviera. "Si vas a la biblioteca lee Platero y Yo, es el centenario de su publicación". "Qué memoria que tiene", le dije. "Qué memoria ni leches, lo pone aquí, en la hoja de periódico que me has dejado". "Está bien, le haré caso". Mientras me iba lo oía refunfuñar que quién diría que ese libro iba a ser el más traducido y el más vendido en español, después del Quijote. "Contento habría de estar el poeta Juan Ramón Jiménez...".

    Leí la prosa poética de Platero y yo, su aparente inocencia. Fui dejando hojas de diario a Unamuno, para que se pusiera al día de lo que ocurría por la Tierra de hoy. Pero pronto se cansó porque "Es lo mismo de siempre —decía—, lo mismo de hacía cuatro mil años, y dos mil y quinientos y doscientos y cien. Lo mismo de siempre —repetía tristón—, los mismos idiotas dirigentes, en especial los españoles, propiciando la emigración de los genios y artistas de su pueblo; los mismos godos bárbaros a los que sólo les interesan los imperios y el poder absurdo de alcanzar una cima donde sólo se halla la soledad del asesino que ha mutilado, violado, vejado, sometido y encarcelado al pueblo para lograr la cima más idiota de la Tierra; una cima que en el fondo es la sima más honda del infierno que ellos mismos han cavado con las palas de los esqueletos de los muertos de su pueblo". Acabó por demandarme poesías y libros de escritores posteriores a su muerte; y yo, a mi libre elección, llevaba dos libros y me sentaba en el banco que hay al lado de la puerta de su museo y él. Le colocaba uno a Unamuno y le iba pasando las páginas mientras yo leía otro sentado, aunque era tan rápida su lectura que en una mañana devoraba una obra. "Debería haber reeditado mis poesías —afirmaba de vez en cuando—, como había pensado antes de mi muerte. Debería no haberme encallado tanto en la férrea métrica y haberme dedicado más al verso libre, como veo que hicieron los poetas más tarde; aunque estoy orgulloso de ser de los primeros que anduvieron tal camino... ¿O ese fue también el Juan Ramón Jiménez de las narices...? Esta memoria mía se hiela en su funda de bronce".

    Al final, Unamuno y yo quedamos como buenos amigos; yo sabía que era porque le interesaba mi amistad, por la soledad que da un siglo, que es mucho, y si no se lo preguntan a Gabriel García Márquez. No le di más collejas ni patadas en las espinillas, ni él no me volvió a insultar.

    Una vez que has visitado las islas más orientales de Gran Canarias, es imposible no acordarse del Sahara (prefiero un Sahara no acentuado a un Sahara acentuado, me suena más bello, más etéreo, como arena que resbala entre los dedos cuando la empuñas, como esos habitantes de la Herbania suave y esquiva). Es imposible, decía, no acordarse del Sahara una vez has visitado Fuerteventura o Lanzarote, y menos si uno ha leído El Principito, de Antoine de Saint-exupéry, o su Tierra de Hombres, un libro que contiene párrafos que dibujan la isla de Herbania maravillosamente, aunque no hable de ella. He aquí un ejemplo: "Parece que el trabajo de los ingenieros, de los delineantes, de los analistas del centro de estudios, consiste, aparentemente, en borrar y pulir, en aligerar aquel empalme, equilibrar a esta ala para que ya no se la note, hasta que ya no sea una ala incrustada en un fuselaje, sino una sola forma que, perfectamente lograda, se ha desprendido de su ganga, una forma que sea como un conjunto misteriosamente ensamblado, espontáneo como un poema. Parece que la perfección se alcanza no ya cuando no queda nada por añadir, sino cuando no queda nada por suprimir...". Así vi yo la isla de Herbania: una perfección construida con la esencia de una naturaleza mínima, con los trazos leves de un genio que pinta detrás de un inmenso vacío, de una inmensa soledad que atrae misteriosamente a las almas que yerran por un mundo que creen tan solitario como el infinito universo.

    De esta manera, durante cuatro semanas, viví entre dos mundos: el de las letras y el de la isla volcánica de dulces y esquivos habitantes, como un godo (nombre que nos dan los isleños a los peninsulares) en una isla que ha hecho del desierto un lugar donde titilan cuerpos y almas que aparecen y desaparecen en breves tiempos de luces y sombras, como los rayos solares que inciden en las lavas adormecidas y las arenas voladoras del Sahara dorado, con un Unamuno de bronce que es portero de su propio museo, como cualquier poeta o escritor, que al fin y al cabo es lo que es: el portero de su obra, el que nos abre las tapas de sus libros, o la puerta de su museo, y nos dice: pasad a mi mundo interior, porque a mí ya ni me pertenece ni me dejan entrar porque ya ese mundo es y pertenece a otro universo, a otro reino, a otra dimensión: la de las almas descritas por las letras. El otro, uno de tantos mundos de los que pululan por este planeta, el de las tierras de León, o la otra cara, otra totalmente contrapuesta a la de Herbania. Si una es arena la otra es hielo; si una es calor de sosiego y paz, la otra es frío que crea ermitaños, fortalezas en interiores que a veces construye gente indestructible y otras las vuelve locas o las obliga a emigrar porque hay quien no es capaz de vivir consigo mismo, enfrentarse a los gigantes, buenos o malos, que están en sus adentros. Yo admití a los míos ya hace 37 años, cuando leía dentro de una tienda de campaña construida en el interior del comedor de la casa de mis padres, cuando me enfrentaba a los relatos que asustaron a Alfred Hitchcock y a las dulces aventuras de personajes cervantinos, platerescos, "alicianos" y compañía. Como el bien y el mal, personajes creados para ser alistados en los ejércitos de los ángeles y los diablos a través de los siglos de los hombres, unos hombres que lucharon en sus tiempos en cada uno de los bandos sin ellos saberlo; o quizás son esos personajes los que van conformando los espíritus y las almas de las generaciones evolutivas de la humanidad. En todo caso, uno puede elegir entre leer fantasía e imaginación, o terror y miedo; entre aventuras amorosas, o detectives casi reales. Como eligen unos habitar las tierras del hielo o la de las arenas cálidas. Pero para elegir con libertad hay algo indispensable: se ha de vencer al miedo, salir de la tienda de campaña de cada uno, lanzar la manta lejos y comenzar a caminar. Es la conclusión más valiosa que me llevo de este viaje a Herbania, y haber conocido a Unamuno, por supuesto.



    Fin de la obra. Gracias por leer.
     
    #1
    Última modificación: 13 de Noviembre de 2015
  2. Luis Á. Ruiz Peradejordi

    Luis Á. Ruiz Peradejordi Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Relato bien construido, apasionante y entretenido, tal vez porque las citas leonesas me lleguen muy de cerca. Tintes muy autobiográficos, como en toda obra que se precie. Y un final de obra que es una clara toma de posturas una afirmación de la propia indefición de la vida. Hermoso canto a la lectura. Bellamente escrito.
    Un abrazo.
     
    #2
  3. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Muchas gracias, don Luis, por pasar por este viaje que realicé el fin de año y principios de este. Difícil narrar viajes, explicarlos. En el caso de León no vi el sol en dos semanas, ¡pero qué le voy a contar a usted jajaja...! De todas maneras, cada lugar tiene su encanto y León me encanta, porque son dos mundos: el de invierno y a partir de la primavera, que me dan la sensación de pasar del medievo, con sus mundos "fantásticos" y "duros" a la vida en sí cada año. Un abrazo, amigo.
     
    #3
    Última modificación: 6 de Julio de 2014

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