Viudas negras

Te conocí una noche cualquiera, una de tantas noches de copas con los amigos y garitos abarrotados de historias a medio terminar. Fué fácil, me dijiste tu nombre y me enamoré de ti. Me ataste a tu pecho mientras me contabas tu vida, o la vida que has inventado para necios como yo. Me calaste rápido, tenías claro que yo era otro infeliz al que romper el corazón por despecho a quien te lo rompió a ti, como quien arranca todas las flores del jardín por una espina que una vez una rosa le clavó.

Hicimos el amor cómo si fuera la última vez. Sentí tu rabia, una furia salvaje en cada movimiento, en cada marca de uñas en mi espalda. Tu venganza fue un maravilloso éxtasis en mi cuerpo. Ese era mi castigo. El que arrastraré para siempre, porque sabías que ya nunca sería igual para mi, porque otros cuerpos no me harán sentir que la vida llena cada poro de mi piel y cada ausencia de mi ser.

No volví a saber de ti. Me dejaste el corazón roto y la espalda en carne viva. Me dejaste marcado el sabor de tus labios, y ya nada sabe igual. Me dejaste grabado ese recuerdo que uno no puede olvidar, ese que te ataca cada noche a solas y te decepciona cada noche en compañía. Me dejaste cerrado el paraíso en cuanto cerraste la puerta de mi habitación.

Y ahora cada noche, como un ritual envenenado, busco vuidas negras ansiosas de venganza que me maten por dentro y me marquen la espalda, en los mismos sitios, hasta que se graben a fuego las cicatrices de uñas salvajes que me recuerden que ya solo existo para ser devorado en noches de copas y garitos abarrotados de historias a medio terminar.

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