1. Invitado, ven y descarga gratuitamente el cuarto número de nuestra revista literaria digital "Eco y Latido"

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  1. Hice un pacto con la noche:
    ella me deja escribir
    y yo la dejo​
    enamorar a mis sueños.

    También hice un pacto
    con su hermano,
    el día:​
    él me deja la tarde y su siesta
    y yo a cambio
    le ofrezco​
    nuevas albas
    plasmadas
    en mis letras.​

    Confieso
    que en momentos
    me es difícil sostener
    estos pactos,
    ya que mis sueños pueden ser
    fríos
    y las albas
    oscuras.​

    Para remediar eso
    también hice un pacto
    con los astros:​
    ellos iluminan mis musas
    y yo de vez en cuando
    se las entrego...
    para que sean sus putas.​
    A GEORTRIZIA y Luis Adolfo les gusta esto.
  2. Se borran las golondrinas
    de mis ojos de verano,
    se velan los difuntos cuerpos
    de la fe y las creencias
    en un recóndito camposanto
    de mi memoria olvidada,
    se deshilachan las nubes de algodón
    de mis sueños
    debajo de la almohada,
    se desgajan
    todos los rosales
    de mi jardín de marchitas hadas…


    Ya no regresará el mundo
    de su viaje de veraneo
    “partió hacia las islas paradisíacas
    para olvidarse del yermo
    y de lo opaco”,
    hasta el delirio se ha apartado
    de mi sombra embriagada
    sin no antes
    asesinar a la razón
    con sus filosas palabras.

    Perdí las sonrisas
    tras el espejo agrietado,
    los besos fueron cenizas
    barridas por el vendaval de los años,
    las caricias se quemaron en la hoguera
    del vergonzoso fracaso,
    hasta las lágrimas ya no caerán más
    desde los párpados
    del cielo constipado.


    Se borran todas las partituras
    cantadas por las nanas
    hacia mis niños huérfanos,
    toda poesía de vestido blanco,
    se hace indescifrable
    para el corazón
    la presencia de las musas.


    La calle de abrazados
    de Benedetti
    en ruinas ha quedado,
    la tinta de la historia
    como un río
    se ha derramado
    y mi lisiado instinto
    después de tanta agonía,
    finalmente,
    se ha suicidado.





    Yo sigo en la mesa de un bar,
    como si nada pasara,
    bebiéndome el hígado deteriorado,
    fumándome lo que me queda
    de un pulmón sano,
    escribiendo con sangre por tinta
    lo que poco importa ya

    del cáncer,
    la cirrosis
    y los pasados años.
    A GEORTRIZIA le gusta esto.
  3. Una cadena de suicidios testiculares
    se desata en la nueva era​
    en donde suspiran los óvulos infértiles

    un par de dedos hurgan​
    la llaga enrojecida de la visión de la próstata
    dándole insomnios que se encolerizan
    por el placer de la violación de su recto

    una multitud de espermas​
    reclaman con pancartas en las sudadas sábanas
    de una cama​
    para que no se apruebe la ley del aborto
    ya bastantes hermanos espermatozoides
    muertos​
    tienen en la agitada tarea de llegar al útero

    un par de tetas​
    que aparentan ser melones
    se unen en consagrado matrimonio
    la vagina más calentita del burdel de la esquina
    de la noche​
    succiona con sus trompas de Falopio
    los húmedos deseos de la feminidad de las rosas

    parece que el mundo se ha vuelto loco
    por donde miren los caballerescos pantalones
    sólo pueden ver
    nenas con nenas
    /nenes con nenes​
    y encima parió la vieja​
    a un niño que nació sin cabeza
    /sin ninguna
    de las dos​

    un chaval que decretará en el congreso
    que el futuro está en el hombre perfecto
    y ese hombre​
    es el que nace por un tubo de ensayo
    en algún perdido laboratorio
    A GEORTRIZIA le gusta esto.
  4. Ustedes dicen
    que mi poesía es chocante,
    jactanciosa,
    repulsiva…


    También dicen
    que mis versos siempre están muertos
    como el tiempo que uso
    para esculpir
    mis primitivas ideas.


    No se cansan de decir
    que no soy poeta
    y que lo que escribo
    hace sangrar los ojos de la lírica.


    También oí de sus lenguas de víbora
    que soy un parásito pusilánime
    y rencoroso,
    que duermo en los bares
    y lloro delirios,
    que simplemente ofrezco
    un resumen de los vicios y las putas.


    (…)

    Sé que tienen razón,
    y es muy posible
    que a nadie le interese ni una mierda leer
    mis escritos tan chabacanos,
    decadentes,
    apestosos…

    Pero, ustedes, no saben que el lector se olvida
    y el olvido todo lo cura o lo mata.


    Así que no se preocupen por mí,
    en un par de años nadie recordará mi nombre,
    todo lo contrario a ustedes que serán recordados
    por sus fastidiosas críticas,
    y cuando estén bajo tierra
    todo el mundo dirá
    que sus ideas no sirvieron ni para abono.
    A GEORTRIZIA le gusta esto.
  5. Elevo un par de versos
    para que los lean las glorias del Olimpo
    y en ellos firmo
    pidiendo perdón
    por todos mis logros y fracasos

    sé que muchas veces vendí a mis musas
    por las ignominias
    de un cielo presuntuoso
    por las horas de los burdeles baratos
    por las resacas de las noches de tequila
    y los desvelos de orgías de indecorosos ovarios

    también cambié un par de poemas
    por miserables centavos
    por el olvido del paraíso
    y el lujurioso deseo de los bajos instintos
    por el placer de ver
    masturbándose a la luna
    frente a los respetables principios
    de una legión de castos astros

    incluso incité para que se suiciden
    los menguados soles
    que no sabían calentar en verano
    excomulgué a los ángeles
    y perdoné a las diablas
    por las primitivas ideas
    que me forjaban
    sus curvas con lencerías
    y encajes de cuero

    esculpí
    un pentagrama de fuego
    en los vientres maduros
    de las rameras de Baudelaire

    soñé hasta el orgasmo
    con los versos de Emily Dickinson

    reviví y bauticé con más pecados
    a las putas de Sodoma y Gomorra
    con mi excitada tinta

    por todo esto
    y muchas más deshonras
    que me llevaron al éxito y al chasco
    hoy elevo un par de versos
    para que los lean las glorias del Olimpo
    y en ellos firmo
    pidiendo perdón​
    por tantos años pasados
    A GEORTRIZIA le gusta esto.
  6. Ni un telegrama de despedida,
    triste despedida
    que para muchos puede ser una inútil nadería,
    pero para mí es una pizca de esperanza
    cayendo como consuelo de ángeles
    en la noche fría.


    Ni un adiós recitado al oído
    que haga enternecer a este abril
    indolente y noctívago.


    Así la ausencia
    y la infinita distancia
    sellan los labios del olvido.

    Sólo queda olvidar
    la lluvia vespertina
    y su romántica sinfonía en los techos de zinc,
    el alba acariciando el sonrojado de tu mejilla,
    la luna sonriendo sobre el respaldo de la cama
    donde se cumplían nuestras viejas fantasías.
    A GEORTRIZIA y liliana leoni les gusta esto.
  7. ¡Mujer desventurada y misteriosa, acongojada por su propio porvenir, caída de las alturas del cielo en una tranquila noche entre las llamas de su vulnerable mocedad! ¡Caída desde los empinados ventanales del Palacio de Ducal!
    Yo siempre veía su imagen, una y otra vez se levanta su figura ante mí, buscando su inocencia perdida. Pero esta vez no estaba con la belleza de siempre, con la sutileza y elegancia de toda una madre sino mostrando su rostro de pesadez y dolor por su amado niño ahogado. Muchas veces escuchaba un cálido orfeón que manaba su espectro; esta vez un aullido y gemido de dolor acompañaba a su triste corazón, dilapidando una vida magnífica de reflexión en esa capital de desvanecidas visiones y sueños de amor. La Venecia adorada, vergel de la mar, amada por los astros y la luna, por parisinos terratenientes y nobles anglosajones debido a sus pomposas residencias y palacios plausibles del Barroco renacentista, mirando por sus lumbreras amplias con una expresión insondable de añoranzas y amarguras a los secretos que escondían sus aguas taciturnas.
    Yo conocía la leyenda de Venecia, el fantasma de una mujer de alta alcurnia que se suicidó por perder a su hijo en el río. ¿Quién no vio nunca al transitar este estrecho y largo canal a una madre que deambula buscando a su niño? Era la llorona de Venecia, la afligida suicida del Palacio de Ducal. Los que hacen el recorrido por este canal a altas horas de la noche tienen una gran posibilidad de toparse con ella. Yo de hecho me cruce un par de veces con su espectro, con su inigualable belleza de un brillo radiante en medio de la oscuridad. Nunca emitía sonido alguno salvo una melodía parecida a una sacra pidiendo clemencia, sólo se posaba sobre el agua, con la cabeza inclinada, mirando las profundidades de la cuenca.
    Yo siempre la observaba con mi góndola de lejos, ya se tornaba parte del paisaje nocturno que decoraba los canales de Venecia, pero esta vez fue muy distinto.
    Fue en Venecia, bajo el arco del Ponte dei Sospiri, donde vi a la mujer de quien hablo. No recuerdo muy bien toda la escena que envolvía aquel siniestro encuentro. Sin embargo recuerdo con claridad: la obscura media noche, el Puente de los Suspiros y los Lamentos, la divinidad de una silueta, el talante de un cortejo que recorría el estrecho canal y ese nítido aroma a lilas de agua que procedía de su aparición.
    Era una noche muy oscura y silenciosa. El gran reloj de la Piazza acababa de dar las doce, doce campanadas que retumbaban en el silente de la noche. La plaza del Campanile descansaba sin un alma que la transite, las luces del viejo Palacio Ducal se extinguían rápidamente al igual que los faroles de las avenidas. Yo volvía a mi morada desde la Piazzetta por el Gran Canal, pero al llegar con mi góndola frente a la desembocadura del canal se oyó en la noche recóndita una voz penetrante que gritó perturbadamente, procedente de alguna parte del extenso canal. Alarmado por el grito me puse de pie y no me percaté que dejé caer el remo en las profundidades del río. Con mi góndola a la deriva y arrastrándola por la corriente, cada vez me acercaba más a la procedencia de ese tenebroso clamor. Fue cuando una gélida brisa apagó el candil que se situaba en la proa de la barca y en el horizonte, entremedio de tanta oscuridad, pude advertir una aureola resplandeciente…, era la llorona de Venecia. Pero a diferencia de siempre, esta vez, yo me acercaba a ella. La góndola iba derecho a chocar con la figura espectral. Ya con un temor demencial que me recorría los huesos me puse a remar con las manos para sortear la inevitable colisión. Fueron en vano mis intentos, ya que no podía cambiar la dirección de la barca. Se me cruzó por la mente tirarme al río, pero era una idea muy desquiciada ya que no era un buen nadador y seguro que me succionaría la corriente. Nunca le tuve miedo pero si un profundo respeto, siempre me alejaba lo más que podía de su figura y nunca su aparición estorbaba mi camino, pero esa noche fue distinto, su halo brillaba más que las otras noches y sus lamentos eran más agudos y tenebrosos que lo de costumbre. Trémulo me quedé igual que una hoja con el viento, cada segundo que pasaba me acercaba más a su pálida imagen.
    Recuerdo bien su aspecto, llevaba puesto un vestido blanco hasta los pies, su rostro no lo veía entonces porque su costumbre era la de llevar la cabeza agachada mirando las hondas aguas, sólo podía ver su larga cabellera azabache y sedosa flotar por la brisa de la media noche, y no faltaba ese aroma a lilas que impregnaba el lugar.
    Finalmente la barca tocó sus pies, fue cuando pude ver el rostro del fantasma.
    La triste llorona levantó la cabeza y ahí fue cuando pude ver su pálida cara.
    ¡No tiene ojos! grité aterrado. Su cara macilenta era igual a la de una mujer de aproximadamente treinta años pero su rostro definitivamente no tenía ojos, donde debían estar, había dos huecos negros como la misma noche. Se me presentó inmediatamente en la memoria un tramo de la leyenda: decían que la llorona de Venecia, no tenía ojos, ya que en un momento de tanto pesar y sufrimiento, se los quitó, para así no poder ver más el dolor que la albergaba, unos pocos minutos después de quitárselos, se suicido ahogándose en el canal. Un gritó mucho más fuerte que el anterior y más agudo expulsó su boca, el agudo bramido retumbo en las veredas venecianas e hizo estallar los cristales de la fachada del Palacio de Ducal, a pocos metros de ahí. Ahí fue cuando caí al canal atemorizado por la figura espectral. De ahí ya no recuerdo más. ¿No sé cómo no me ahogué?, ¿no sé qué fue lo que paso en verdad?
    A la mañana siguiente, abrí los ojos y me di cuenta que estaba en una cama de un hospital de la región local, una enfermera con una sonrisa que inspiraba confianza, me preguntó: ¿durmió bien?, ¡durmió casi dos días!
    Yo asombrado, respondí: ¿Dónde estoy?, ¿Qué pasó…, qué pasó con la llorona?
    La enfermera se me quedó mirando con extrañeza y me replicó: usted está en el hospital regional de San Marcos, los bomberos locales lo trasladaron hasta acá, sus pulmones estaban llenos de agua, casi se ahoga por la asfixia, tuvo un Dios aparte.
    Hizo una pausa e inmediatamente continuó con una pequeña mueca sardónica en su rostro: ¡Nos comentaron que casi se ahoga por navegar en su góndola con un estado extremo de ebriedad!
    En ese instante pensé que lo ocurrido con la llorona podría haber sido un mal sueño, una terrible pesadilla. Recordé que en el camino a casa siempre hacia una parada en la taberna para saciar la sed por el cabernet, ¿será qué esa noche me fui con copas de más, igual que tantas otras noches?
    Llegué a la conclusión que fue un sueño o un efecto alucinógeno producto de mi embriaguez habitual.
    Bueno señor, interrumpió mi meditación la enfermera, me alegro que este mejor, su mujer y su hijo están muy ansiosos por verlo. ¡Me voy y lo dejo con ellos, seguro que tienen mucho de qué hablar!
    La enfermera se marchó pero con su exclamación me dejo más atónito que antes.
    ¿Mi mujer y mi hijo? pero es que yo no soy casado, yo no tengo ni mujer, ni tampoco un hijo. ¿Qué raro? Pensé. ¿Y es mucho más raro qué desde desperté sentía ese profundo aroma a lilas? ¡El mismo de mi pesadilla! Se abrió la puerta de la habitación y entró una mujer, blanca y a la vez pálida como un papel, de extensa y sedosa cabella azabache, con un vestido blanco que le llegaba hasta los pies, era idéntica a la llorona de Venecia, al espectro de mi pesadilla, con la única diferencia que sus ojos estaban cubiertos por unas gafas de sol.
    Se acercó a mi cama y no emitía palabra alguna, solo parecía como si me estuviese observando.
    ¿Quién eres, qué…, qué quieres? le pregunté yo, aferrándome a las sábanas e intentando ocultar el temor.
    Ella bajo la cabeza y se quitó las gafas.
    ¡No, no puede ser! ¡Eres tú! Esa mujer no tenía ojos, era la llorona de Venecia.
    A GEORTRIZIA le gusta esto.
  8. Hay momentos que los días en vez de llenarse
    se vacían
    que las horas solamente trascurren para las manecillas
    del reloj
    que las nubes no se mueven /aunque sea a paso lento/
    ¿o es eso
    o la tierra ya se cansó de dar vuelta y decidió
    no
    girar más?

    que las palabras naufragan en el mar
    y cuando las queremos rescatar
    ya se hundieron hasta el fondo
    como pesadas anclas

    hay momentos
    que la vida respira
    anémica
    apática
    gandula
    y su brisa no mueve ni una hoja
    y ni nosotros
    nos damos cuenta de que está viva
    A GEORTRIZIA le gusta esto.
  9. Advertencia: Este es escrito es algo fuerte y muy decadentista, si son fáciles de impresionarse no lo lean.


    Capítulo I​


    Soy de irritarme con facilidad, siempre mi amada, Elisabeth “que en paz descanse”, me comentaba que tenía una molesta característica; la de fastidiarme por trivialidades de la vida y mi incomprensible indignación hacia los inoportunos merodeadores del ámbito terrenal. Entre ellos se encuentran mis colegas “los trabajadores del cementerio”, los familiares de los difuntos, los médicos forenses que vienen a reclamar un cuerpo por burocráticas y ridículas gestiones tardías “efectos negligentes de sus actos”, y sobre todo los roedores nocturnos que albergan mi ámbito laboral, que es el mismo de mi hogar. Entre ellos puedo decir que están las ratas ocupando el primer lugar de mi colérica existencia.

    Detesto a las ratas, me causan repulsión. Las odio tanto que un par de veces tuve el placer de torturar a un par.
    Atrapé algunas con mis trampas caseras; ataba un pedazo de carne a un piolín, sosteniendo una caja con una varita de madera. Cuando la rata venía por la carne, el piolín se estiraba y la caja caía atrapándola con vida. Muchas veces tomaba la caja con la rata dentro y la lanzaba a las llamas de la chimenea, me deleitaba oír como la rata chillaba agónica mientras se quemaba y moría. Otras veces tomaba a la rata con una pinza por su asqueroso y peludo estómago y la crucificaba a un tablón de madera con un par de clavos en su cola, patas y vientre.
    Probé cientos de sistemas de tormento para estas malditas, creo que fue un pasatiempo que disfrutaba muchas veces, después de la muerte de mi querida Elizabeth.
    Pero a pesar de que maté un par de ellas, el cementerio está infectado de estas pestes, siempre vienen más, no importa cuántas mate.
    Llego a tener la teoría de que estas pestes anidan bajo las tumbas y se diseminan con gran velocidad.

    Hace apenas unas pocas noches, decidí poner veneno en los lugares que ellas frecuentan, pero parece que el veneno en vez de matarlas, las multiplica.
    Muchas veces traje un par de gatos para combatirlas, pero en pocas semanas, todos desaparecían.
    No miento si digo que una noche encontré el cadáver de uno de mis gatos, roído hasta los huesos por esas alimañas repulsivas.
    Es que algunas de esas malditas superaban el tamaño de los gatos y no me extraña que tengan la misma o incluso más fuerza que los felinos, en cantidad podrían matar a un gato y arrastrarlo hasta sus nidos.

    Ya se tornan más que una molestia, son una amenaza para la economía del cementerio, es que también he notado un par de tumbas roídas.
    ―¡Esas, malditas ratas, ni a los muertos dejan descansar en paz!

    Tengo la teoría de que se alimentan de los cadáveres y si algún familiar de los difuntos se entera, el cementerio entraría en una grave crisis económica, ningún familiar pretenderá enterrar a sus muertos en un lugar así.
    ―Son ellas o soy yo ―me digo constantemente―, las dos razas juntas no pueden habitar este mundo o por lo menos este lugar.
    Puede ser que esto de las ratas se está tornando una obsesión, pero esas malditas no pueden ganar.



    Capítulo II​


    Hoy, martes trece de abril, me levanté más temprano que de costumbre. Me desperté con una idea fija en mi mente; exterminar a esas malditas. Es que en toda la noche no me dejaron dormir; sobre el tejado de chapa que cubre mi alcoba las podía escuchar danzando alborozadas. Otra necesidad más para acabarlas, a eso sumándole que me causa odio pensar que esas pestes se están alimentado de los cadáveres, y que pudieron haberse comido a mi preciada Elizabeth.

    Me acerco a la tumba más cercana y comienzo a escavar para que mi teoría se torne una verdad irrefutable. Cavo un metro de tierra hasta el ataúd y noto que definitivamente tenía razón. La madera del cajón esta agujereada por los laterales, como si esas malditas hubiesen perforado el cajón para sacar los pedazos del cadáver y llevarlos a sus nidos. Alrededor del cajón puedo percibir pequeños pasadizos que se adentran en la tierra.
    ―Ya no tengo dudas. ¡Tengo razón!
    Sólo para satisfacer mi curiosidad decido abrir el ataúd y me encuentro con que al cadáver le falta más de la mitad del cuerpo. No tiene piernas ni brazos, sólo tiene el torso y la cabeza.
    Es el cadáver de una anciana que no estaba muerta desde mucho tiempo, apenas la enterré hace tres días; a pesar de sentir el hedor normal de un difunto en descomposición no era tiempo suficiente para que la tierra haga estragos con el cuerpo, es más puedo decir que noto que la parte superior del fémur esta roída.
    Son los malditos roedores que le royeron hasta los huesos.

    Veo que se acerca una rata por los pasadizos laterales a la difunta.
    ―¡Por Dios, es enorme!
    Negra como la cloaca misma, peluda y repulsiva, con dos grandes maxilares que sobresalen de su hocico por su color amarillo y una grisácea cola larga sin pelo.
    Puedo notar que se sujeta con esas enormes garras al difunto cuerpo.

    La maldita no nota mi presencia y se dispone a seguir el trabajo que comenzó; la labor de seguir desprendiendo los pedazos de la difunta anciana.
    Tomo con fuerza la pala y se la clavo en la cabeza, la rata chilla y muere al instante.
    Veo que por los otros huecos de la tierra vienen más, un par más, muchas más.
    ―¡Por Dios, está repleto de esas pestes!
    Una de esas malditas me trepa por la espalda y me clava sus filosos maxilares en el cuello, yo la jalo de la cola y la lanzo con furia. En ese preciso instante otra brinca sobre mí y clava sus maxilares en mi mano con la que lancé a la anterior. Salgo espasmódico de la fosa y con una cólera mayor al que antes les tenía, entre blasfemias, juro que esas pestes serán exterminadas. Lo juro por mi sangre, juro que serán ellas o seré yo.



    Capítulo III​


    ―Tengo una idea de la que no se pueden salvar ―me digo con una sonrisa de oreja a oreja.
    Camino hasta el almacén del cementerio, ahí tengo todas las herramientas necesarias para llevar a cabo mi plan. Un bidón con cinco litros de nafta, un pedazo de tela humedecida en querosén para que actúe de mecha y una caja con cerillos.

    Pienso frenéticamente en la idea de incendiar su nido; sé que es una medida extremista, pero les tengo tanta repulsión a esas malditas que se nubla mi mente y no puedo pensar en otra cosa para exterminarlas. Aparte el fuego acaba con todas las pestes habidas en el mundo y por eso mismo tiene que funcionar.

    Camino hasta la fosa donde estaba el cadáver roído por esas alimañas; había visto un par de huecos en la tierra, seguro que esos huecos conducen hasta sus nidos, aparte por la forma en que estaba cortado el cuerpo y los pedazos que fueron arrastrados, los nidos no estarían lejos de ahí.

    Llego hasta la fosa y me encuentro que el torso de la difunta ya no está, en su lugar sólo queda su podrida cabeza.
    ―¡Dios, esas malditas se mueven rápido!

    Mientras desciendo a la fosa, empiezo a sentir un estado de somnolencia, una pesadumbre en todo mi cuerpo; me mareo, tambaleo y caigo justo en la postura que entes estaba el cuerpo de la difunta.
    No estoy inconsciente, tampoco durmiendo, sólo siento una enorme parálisis en todo el cuerpo.
    No me puedo mover por más que lo intento, sólo puedo respirar y ver como esas malditas alimañas se acercan.
    Ahora es cuando pienso que tal vez la pestes que me mordieron, en la mano y el cuello, tenía algún tóxico en sus maxilares, como una anestesia parcial para mis músculos del cuerpo, alguna sustancia que no me duerme por completo, pero me inmoviliza por un tiempo “igual que el pentotal que usan los cirujanos para operar a sus pacientes”. Tal vez, de esa forma desaparecieron todos los gatos que he tenido. Los mordían, los inmovilizaban y se los llevaban a los nidos.
    ―Sí, realmente, era así… ―me digo―. ¡Estoy en un grave peligro!

    Intento gritar, pedir ayuda, pero mi boca no emite sonido alguno, tengo también la lengua paralizada por completo al igual que mi cuerpo, y entro en pánico mientras los malditos roedores se acercan.
    Un par de esas pestes empiezan a jalarme de la botamanga del pantalón, parece que la intención de estas malditas es llevarme de cuerpo entero a sus nidos pero… ¿cómo? Semejante contextura de mi anatomía no puede pasar por esos huecos hechos en la tierra, son huecos grandes, pero no lo suficientes para que pase un cuerpo entero.
    No sé cómo, pero realmente logran arrastrarme y mi cuerpo pasa mientras la tierra se va desmoronando “los fragmentos de tierra caen sobre mi cuerpo, no me asfixian, ya que el acarreo dura unos segundos hasta desembocar en un conducto ampliamente grande y con espacio para que desfile todo un regimiento”.

    Es un labor impresionante el de los roedores, han hecho huecos por todo el cementerio que conducen a un conducto matriz bastante amplio, lo usan como canales en los que trasportan el alimento “en ocasiones vivo”.

    Tengo sujeto a mi mano el bidón de nafta con la mecha embadurnada en querosén, no la puedo soltar por la inmovilización que me generaron los roedores; la contracción de los músculos y los tendones del cuerpo no se dilataron, todo lo contrario, se tensionaron más desde que el tóxico hizo efecto, y el bidón con combustible quedó firmemente sujeto a mi mano como la primera vez que lo agarré.
    Esto me da una posible solución a mi problema de pestes y un gran dilema que entra en contradicción con mi vida misma.
    Sólo necesitaría una chispa para comenzar la combustión, una vez dentro de los nidos, ellas se quemarían vivas y, por consecuencia, yo también.



    Capítulo IV​


    Después de unos prolongados minutos de acarreo me encuentro en una ciudad de una gran labor arquitectónica, un trabajo impecable al que no se le escapa ningún detalle. Muros levantados con greda debajo de la tierra formando un gran albergue para los roedores. Caminos prolongados en las cuales circulan con un paso ordenado centenas de alimañas. Incluso, parecería que hay una escala jerárquica entre ellas; hay ratas obreras que se encargar de escavar y construir, otras son las de expedición que van a buscar comida, también las más distinguidas que tienen rangos de jefes y distribuyen las tareas hacia las súbditas, estas a diferencia del resto son mucho más grandes y caminan erectas apoyándose en sus dos patas traseras. Deambulan igual que cualquier humano.
    Un detalle más no se me escapa de la vista: también tienen luz eléctrica, se ve claramente cables de luz que pasan la corriente hacia inmensas lámparas en el techo para iluminar toda la ciudad.
    ―¡Es increíble!

    En estos momentos empiezo a pensar que un bidón de nafta no alcanzaría para quemar todo esto, la ciudad es tan grande que sólo le generaría una pequeña fogarata, es muy evidente que ni una estación gasolinera podría destruir esto.
    Las ratas construyeron toda una ciudad y lo hicieron debajo de mi cementerio.
    ―¿Cómo lo hicieron? ¿Y cómo destruir su creación? ―me pregunto perplejo.
    A ninguna de las dos preguntas por el momento les encuentro respuestas.
    Posiblemente, todo este lugar, haya sido una cueva deshabitada por mucho tiempo, y las ratas hicieron su hogar en ella; pero una cueva debajo de la tierra es muy poco probable, incluso ya es increíble ver como estas alimañas restauraron el lugar.

    Finalmente me dejan en la entrada de una inmensa bóveda tapada por una roca aún más grande. La piedra esta sujetada por una soga que conecta a una polea; un sistema mecánico que permite abrir y cerrar la bóveda.
    Así, una rata mayor da la orden de comenzar la función del mecanismo y un par de ratas menores hacen girar la rueda de la polea para así poder ver las profundidades del lugar que utilizan para almacenar la comida.

    Estas ratas son muy inteligentes, tanto como los humanos. Es imposible que a un animal, sea cual sea la especie, se le ocurra tal genialidad y que se desarrolle con tanta eficacia.

    Dentro de la bóveda puedo observar que no soy el único ser vivo para las manutenciones de los roedores.
    Mientras pienso, cómo es posible que las ratas hagan todo esto, me encuentro con un par de gatos "mis antiguas mascotas" mutilados por los roedores y otros que incluso están con vida. Los felinos respiran, puedo ver sus vientres que se expanden y contraen, pero no se pueden mover por las toxinas de los maxilares de las ratas.
    Un paisaje tétrico y desgarrador alberga esta especie de depósito de alimentos.



    Capítulo V​


    Un hormigueo empieza a recorrerme todo el cuerpo, dura un par de segundos y apenas termina me doy cuenta que puedo comenzar a mover los dedos de las manos. El efecto de las toxinas se está disgregando gradualmente; todavía no puedo mover los músculos con fuerza, pero una leve fricción de mi mano sobre el bidón de combustible que, a pesar de todo, sigo sosteniendo me trae consuelo a la tensión que sobrellevo.
    Sé que sólo es cuestión de un par de minutos para que pueda levantarme y ponerme a buscar una forma de salir de esta bóveda que me encierra.

    Me invade el asombro cuando oigo la voz de una mujer afuera de la bóveda. Una voz suave y delicada, muy familiar, es idéntica a la voz de mi amada esposa, Elisabeth.
    ―¿Cómo? Es imposible ―me repito una y otra vez―. ¿Cómo puede ser? Elisabeth, murió por la peste blanca en la navidad del año pasado.
    Con gran interés intento escuchar lo que dice.
    ―¡Muevan la roca!
    Apenas termina la orden, se oye como rechina la polea oxidada y se empieza a filtra la luz mientras la piedra lentamente se desplaza.
    Ya cuando la roca termina de moverse puedo divisar a la distancia la figura de esa conocida mujer.
    ―Es Elisabeth, definitivamente es ella ―me digo intentando convencer a mi mente por toda la extrañeza de los hechos.

    Tras mi sorpresa se mezclan una incontable cantidad de sentimientos, no son sólo de alegría, ya que mí sentido común me dice que más allá de lo increíble del suceso algo no está bien.
    ―Es Elisabeth, está viva, y tiene potestad sobre las ratas.

    Esta con el mismo vestido que la enterré esa noche trágica de diciembre, pero su aspecto a cambiado. Su larga cabellera de color negro azabache está completamente enmarañada, su rostro tomo por partes un color pálido igual que el semblante de un muerto y por otras partes se puede notar su piel reseca e incluso comida por los gusanos. Sus manos escuálidas dejan ver hasta los huesos.

    Ella se acerca hasta donde estoy yo, y con la luz que entra por la puerta de este recinto puedo ver mejor los detalles que me dan la certeza de que tiene el aspecto de un muerto que ha estado todos estos meses enterrado.
    ―¡Mi amor, te extrañé! ―me dice mientras se acerca dejando por el suelo pedazos de su vestido deteriorado.
    ―¡No te acerques! ―le digo con terror mientras me arrastro, con las pocas fuerzas que tengo, para terminar acorralado a las paredes de la bóveda.
    ―¡Qué es lo que pasa contigo? ¿Acaso, ya no me quieres?
    ―¡No, aléjate! ―le replico desviando la mirada de su rostro que tanto espanto causa.
    ―¡Aléjate, no te me acerques!
    Ella sonríe e inmediatamente gira la cabeza para ordenarles a los roedores: ―¡Cierren la bóveda!
    ―¡¡¡No!!! ―grito desesperado hasta perder el aliento.
    El pánico es tan grande que lanzo el bidón de combustible sobre ella, pero no me percato que esta tan cerca de mí, por consecuencia, yo también soy empapado en combustible.
    ―¡Qué genial idea, amor mío! ―ella me dice cogiendo los cerillos que se me cayeron tras el horror de su aparición. Enciende un cerillo y continúa―. Esto hará a nuestro amor más candente.



    Capítulo VI​



    Me despierto sudando, gritando, pataleando y pegando un brinco de la cama al suelo de mi habitación.
    ―Todo fue una maldita pesadilla ―me digo mientras intento tranquilizar a mis latidos que pareciera que se me quieren escapar por la boca. Me aferro a las sábanas pensando que fue un sueño muy nítido, pero nada más que eso; estoy a salvo en mi hogar, en mi cama.

    Oigo el ruido que provocan los roedores sobre el techo de zinc que da a mi alcoba. Los brincos de esas pestes producen un estruendo cada vez más grande.

    Miro la hora, son las tres de la madrugada; me tengo que dormir, ya que mañana me espera un día agitado en el cementerio, más agitado que de costumbre porque tengo que ver cómo puedo exterminar a la plaga de las ratas.

    Me dispongo a ir por un vaso de agua para calmarme y así nuevamente conciliar el sueño.
    Entro en la cocina para coger un vaso y una pequeña rata se me cruza por entre los pies.
    ―¡Malditas pestes! ―grito enfurecido.
    En el trayecto de la alcoba a la cocina me doy cuenta que la puerta de entrada de mi casa estaba abierta.
    ―¡Qué despistado soy! ―me digo mientras me llevo la mano a la frente.
    Seguramente dejé la puerta sin llave y mal cerrada, ando medio loco por el tema de las ratas que invadieron mi cementerio, y por culpa de eso tengo ratas dentro de mi casa.
    Pero sé que no debo pensar en el problema de las ratas, ahora tengo que dormir para mañana poder solucionar eso.
    Entro nuevamente a la alcoba sin prender la luz, ya que no quiero desvelarme por completo.
    Me acuesto, finalmente parece que voy a conciliar el sueño, mas una mano huesuda comienza a acariciarme el pecho y la voz de Elisabeth me susurra al oído:
    ―¡Amor mío, por fin juntos de nuevo!

    Así, frente a la mirada de decenas de ratas que marchan por la alcoba, la mortuoria y cadavérica Elisabeth sujeta mis brazos para inmovilizarme mientras a la vez se sube sobre mi cuerpo para darme la última noche de necrófilo sexo.

    Fin.
  10. Frente al espejo los ojos se pierden
    buscando al niño que alguna vez fui,
    los recuerdos comienzan a desconocerme,
    la mueca juvenil de una posible sonrisa envejece,
    las horas se vuelven canosas y arrugadas…

    ¿Cuántos eneros y julios
    están guardados en su silencio?
    No me acuerdo cuál fue la última vez
    que cantaron sus notas.
    ¿Cuántas aves de mis sueños
    emigraron a otras costas?
    Tantas que pasaron los años volando
    y yo ni me he dado cuenta.

    Pero mi camarada
    me acompañó siempre que amaneció
    y jamás me mintió;
    mas nunca tuve tiempo para escucharlo.



    (...)


    The truth and its reflection



    Facing the mirror eyes are lost
    looking for the child I once was,
    memories begin to disown,
    youth grimace of a smile possible age,
    times become graying and wrinkled ...

    How many joules eneros and
    are stored in your silence?
    I do not remember when was the last time
    they sang his notes.
    How many birds of my dreams
    emigrated to other shores?
    So many years went flying
    and I do not even have noticed.

    But my comrade
    I accompanied whenever dawned
    and he never lied to me;
    but never had time to listen.

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  11. En un viejo cementerio
    donde la tierra se volvió árida
    por la pesadumbre de los muertos
    bajo la penumbra de la pálida
    figura de la luna insomne
    reverdecen las calas y los crisantemos
    “esas marchitas flores
    que durante tantos días y noches
    decoraron las lápidas
    y sus corroídos nombres”

    de las entrañas de una tumba abierta
    crece la fétida semilla de un helecho
    y mientras trepa colonizando gusanos
    /calaveras descompuestas
    /testamentos sin descendencia
    y vestigios de los hombres sin tiempo
    un rito macabro comienza a dar vida
    al antiguo jardín de las flores de cenizas

    en el tercer toque del ángelus
    del tercer plenilunio
    cada tres años cuando se celebra
    el día de los muertos
    comienza la reencarnación de las calas
    y los crisantemos
    flores sin recatos ni doctrinas morales
    que desprenden el rijoso
    e incontinente aroma
    de las vírgenes sacrificadas en el averno

    un dulce bálsamo que seduce
    y atrapa a los incautos
    en especial a los familiares de los difuntos
    /hijos de los fallecidos padres
    /nietos de los olvidados abuelos
    /maridos que enviudaron
    incluso con su conciencia
    y sólo llevaron flores el primer día del entierro

    (…)


    así si ustedes perdieron a un ser amado
    y nunca fueron a visitarlo después de su entierro
    tengan mucho cuidado
    con el tercer toque del ángelus
    del tercer plenilunio
    cada tres años cuando se celebra
    el día de los muertos
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  12. Otro amanecer que golpea mi puerta
    espantando a los pájaros de mis sueños;
    el hastío, la herrumbre,
    las mustias promesas
    me elevan sobre los techos
    para dejarme caer debajo de la noche
    y sus bares de delicadas faldas.

    Se acompasa la escasa luz de mis pupilas
    con el llanto de las cigarras
    en la mente;
    es que las cigarras de verano
    visten a mis muertos
    y velan todo el calendario
    de mis años
    sin caricias ni besos.

    La vergonzosa asfixia
    que acarreo como féretro para mis huesos
    oprime sus tallos de espinas sin rosas,
    sin jardines ni siquiera crisantemos
    en mi pecho;
    y en las noches vacías,
    guardadas en un reloj de arena
    que no sabe contar el tiempo,
    salgo silbado bajito
    mis defunciones de cielo.
    Salgo a los bares de cenizas
    para intentar apagar esta hoguera de recuerdos.

    Entre gargantas desiertas,
    entre mariposas negras que revolotean ebrias
    por mis sentidos
    doy muerte al febril músculo
    del corazón latiendo
    con cada vaso de whisky o ginebra
    que me ofrecen
    esas cigarras de veranos somnolientos.
  13. A las musas del Parnaso
    les ruego que me despojen de esta profesión
    de escritor
    /es diez mil veces mejor
    ser minero
    pescador
    militar​
    o incluso sepulturero​


    la gente no sabe lo jodido que puede ser andar
    con las ideas hechas un ovillo
    por tanto pensar​
    /con la mente conservada en formol
    sin malgastar reflexiones
    como cualquier mortal
    o con las horas percudidas
    por la resaca de la noche
    el café
    y los cigarrillos​

    es cierto que todo oficio
    tiene sus gajes
    menos​
    el de crear sueños y delirios

    por eso​
    a las musas del Parnaso
    o a los dioses del Olimpo
    o a los diablos que amparan mis bajos instintos
    les ruego que me concedan nuevamente
    mi sano juicio

    incluso​
    le ruego a mi Dios socarrón
    que me confinó
    a quemarme las pestañas
    detrás de las hojas amarillas
    que seque la tinta
    de mi corazón herido

    ser escritor
    no es un trabajo
    sino un suicidio​

    por eso​
    a las musas del Parnaso
    o a quien tenga los poderes de un dios
    le ruego que me despoje de esta profesión
    de escritor
    /si no desea hacerlo
    por favor le pido que reconsidere la opción
    de alivianarme el trabajo
    matando a todos mis críticos
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  14. Hay miradas que callan
    cuando deberían expresar
    más de lo que podrían hablar.

    Hay sonrisas que sonríen
    solamente
    por vana cordialidad.


    Hay oídos
    que aparentan ser sordos
    para no escuchar el llanto de la verdad.


    Hay ojos que se pierden
    en el horizonte
    buscando la felicidad
    sin ver que la tienen acá nomás.


    Hay lenguas
    que se anudan como corbata
    para ya no pensar.


    Hay corazones
    que no saben mostrarse
    y simplemente laten
    por miedo a morir
    y nada más.


    Hay roces
    que se entumecen por vergüenza
    al que dirán.


    Hay besos
    que no humedecen
    la piel de las rosas
    para aparentar
    buenos modales.


    Y hay mucho silencio
    en la alcoba
    por las noches
    a punto de estallar
    en mil fragmentos.
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  15. Tres trompadas y un gancho izquierdo
    en el mentón
    me dejaron en menos de un minuto
    fuera del ring.

    ―¡Chico, tú no sabes mantener la guardia! ―me decía siempre
    mi viejo entrenador.
    ―¡No sabes y nunca aprenderás! ―continuaba
    para luego escupir en su balde
    y desviar la mirada, de mis ojos, con fiasco.

    Hoy, dos imprevistas palabras
    me dejan KO
    frente a los ojos del cura y su cita nupcial.
    Un claro y rotundo: ¡No acepto!
    Y unos minutos de desconcertante silencio
    me dejan pensando en las viejas palabras
    de aquel entrenador.

    ―Imperiosamente,
    tengo que aprender a mantener la guardia,
    si no quiero más nocauts.
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