1. Invitado, ven y descarga gratuitamente el cuarto número de nuestra revista literaria digital "Eco y Latido"

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  1. ¿Cuántas Morellas puede tener un hombre,
    cuántas ilusiones que lo vistan con las sombras de la muerte?



    Y fue la noche más gris que las tinieblas:
    como si sus ojos eran dos sátiros
    desvirgando a las vírgenes y a los santos
    de mis inhóspitos sentimientos,
    como si su lengua era un látigo
    que azotaba hasta desangrar la arcilla,
    la arena, las cenizas de los orígenes
    de las ascuas de mi vientre.

    ¡Ay! Fue una noche de esas
    en que sale la luna de mi pecho
    para aullar junto a la vera
    de un murallón de sed salvaje
    desbordado por la yugular de mis estrellas.

    Yo vi el reflejo de la noche
    acercándose al dintel de mi puerta,
    y ahí exclamé por su manto de cuervos,
    por la furia misma de su pócima envenenada,
    y la colérica propagación de las prejuiciosas ratas…

    Y fue la noche más gris que las tinieblas
    porque la sangre se vertió en el río,
    porque se empecinó mi suerte
    en que erradique la pálida pena,
    la huérfana condena
    que me desquició con tormento
    y cubrió a todas mis amadas Morellas,
    antes del mismo tiempo,
    con un manto de muerte.



    (...)

    Precisas, fríamente, tranquilamente precisas, cayeron estas simples palabras en mi oído y de allí, como plomo derretido, rodaron silbando a mi cerebro. ¡Los años, los años pueden pasar, pero el recuerdo de aquel momento, nunca! No ignoraba yo las flores y la viña, pero el acónito y el ciprés me cubrieron con su sombra noche y día. Y perdí toda noción de tiempo y espacio, y las estrellas de mí sino se apagaron en el cielo, y desde entonces la tierra se entenebreció y sus figuras pasaron a mi lado como sombras fugitivas, y entre ellas sólo veía una: Morella. Los vientos musitaban una sola palabra en mis oídos, y las ondas del mar murmuraban incesantes: «¡Morella!» Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y lancé una larga y amarga carcajada al no hallar huellas de la primera Morella en el sepulcro donde deposité a la segunda.


    Edgar Allan Poe

  2. Cuando el dolor habla
    sus tropeles de lágrimas y grisáceos
    taladran los horizontes
    hasta que los límites de las sombras sangran
    muy cerca del pecho

    la desventura es un camino intransitable
    para los pasos de cemento

    y los adeptos del silencio
    se vuelven un concierto de afónicas
    y muertas palabras

    cuando el dolor habla
    el pasado y sus rostros se estrangulan con las corbatas
    de todos los sueños burócratas
    con un oficio sin ascenso ni progreso
    / esos mismos sueños
    que antes eran viajeros y visionarios
    de las costas de una isla paradisíaca en el cuerpo

    la vertiente del olvido
    se vuelve una ilusión de un oasis seco
    en medio del desierto
    pero como dije antes
    es sólo una ilusión inalcanzable
    y aunque fuera un milagro su realidad
    sólo es un trago de amnesia temporal

    es que cuando el dolor habla
    lo hace por alguien
    y ese alguien es un recuerdo
    quemándose en la hoguera
    con sus ascuas de punzantes lamentos

    y siempre que él habla
    el corazón oye con todos sus sentidos alertas
    para luego llorar junto a los aullidos lacerados
    y beber todo el cauce de esa herida jadeante

    por eso mismo muchas veces pienso
    ¡por qué no nació aunque sea sordo
    ese perceptible corazón!
  3. Ululan las ventanas
    la fosa de una noche inoculada
    por el insomnio inmóvil
    y su herrumbre
    por los sueños atados a la almohada
    a las alas desesperadas
    que se hunden con sus pesos plúmbicos
    en la seca grieta que trazan los llantos
    los linajes de lágrimas convulsionadas
    sobre las yacientes pestañas de hierro
    ancladas en los lechos

    aúllan los tragaluces con ansias de lunas
    con sus gargantas boqueando
    sobre el silencio
    abiertas sus lumbreras hacia el vacío del tiempo

    absorto tedio de los menguantes astros
    de los cuerpos de opaca luz rancia
    nimios reflejos de Lucernas de “enlunamiento”
    que son erguidas estalagmitas de la conciencia

    sus cuerpos “agríses” de “inciensosón”
    quieren lanzarse desde la azotea
    para estrellarse en la herrumbre del insomnio
    para enterrarse en la fosa de la noche
    para sucumbir ante el plenilunio y su destello
    A liliana leoni le gusta esto.
  4. Intimo con los recuerdos
    que recorren este inmenso desierto del cuerpo,
    con los fantasmas y sus trenes
    que andan por los ríeles de la eternidad.
    Congenio en vano
    con la cuaresma de un labrantío fértil de toda lujuria,
    con el ayuno que se vuelve un vil presagio de pálida luz
    y la cruz de mi pecho elevándose en ciclópeas catedrales
    que sólo saben hablar una sola lengua
    para debatir con Dios y con el diablo coloquios eternos.

    ¡Ay! Las idiosincrasias de mis cielos conglomerados,
    de mi cóctel de emociones,
    de mi jardín sembrado por los sueños
    se vuelven súcubos vestidos de espantapájaros,
    gárgolas carceleras con la misión de protegerme
    de los picos y las garras de mis propios cuervos
    expedidos por mis ojos.

    Pero no hay amparo ni santuario que me resguarde
    de los primitivos instintos,
    de los gustos caníbales de mi paladar
    que estuvo tantos años seco,
    de mis carencias exigentes
    y sus deseos de eslabonar sangre con sangre,
    piel con piel, pezones con vientres…

    Así atónita queda mi percepción
    en el momento que el cántaro derrama la dulce espuma,
    las maduras mieses femíneas sobre el río,
    y mis poblaciones de hambrientas mundologías
    la ven nacer a ella,
    mi escultural sonrisa de Benerice,
    como una fruta ofrecida por los dioses
    y codiciada por la intimidad de mi dolor.

    Ante el celo del absorto desvarío de las rameras
    que habitan en las profundidades de mis abismos,
    ante la absoluta parvedad de mi conciencia
    y los ecuménicos prostíbulos que son mareas salobres
    vertidas por mis venas
    para negar la existencia de la deidades marinas
    y las ninfas de libidinosas y delicadas sabidurías,
    ante los muros que son calabozos,
    que dividen la realidad de las cenizas
    de los oasis de fervores silvestres de fertilidad,
    me lanzo como cóndor sobre mi inmaculada oveja.

    Puedo decir que en ese súbito instante
    su voz tierna exhuma de mis tumbas abiertas
    todos los huesos que una vez fueron polvo del tiempo;
    su cándida presencia se escurre
    gota a gota
    dentro de los confines más oscuros de mis entrañas
    para revelar la lumbre del fuego de las luciérnagas,
    la mansedumbre que se precipita
    como lluvia que serena
    la marejada de mi multitud irascible.
    Así su sudario santo envuelve todas mis dolencias
    para mecerlas con las nanas de los altillos de las estrellas
    y curarlas con la pócima de los labios
    del resguardo de las mil lunas.

    ¡Ay! El problema es que la miel de lo placentero
    no dura para siempre,
    aunque ese momento sea más que imperecedero.
    Sé que tal vez mañana o pasado
    la volveré a sentir cerca,
    pero con el frío aliento de una daga
    cortando cada una de las rosas de mi mustia mosqueta.
    Mis peregrinos le ofrendaran sus oraciones y cuerpos,
    pero serán inútiles intentos de un vacío
    de religión escéptica.
    Ni mis viejas penitencias limpiaran el polvo
    del armario de la cronología y la evocación,
    y los solemnes ritos del azul y el mar,
    del firmamento y lo celestial,
    igual que alas frágiles de libertad,
    se tornarán pactos consanguíneos
    con las cuencas de azufre del averno.

    Sé que mañana o pasado
    la historia será solamente un tótem
    de musgo y humedad corroída
    por la gran mujer, que nos concibe
    y nos vela desde que existimos
    con nuestra mortaja palpitante de acerba pena,
    la gran madre que se hace llamar: Soledad.
  5. Una argamasa de hojas secas recuadra la llegada del otoño, unos árboles tristes dejan sus ramas caer por el lánguido murmullo del viento y sus cien mil rostros de infinitos silencios.
    Otro otoño más azota con fuerza las ventanas de la gran casa deshabitada, y el perchero asomado sobre el tragaluz sólo se dedica a contemplar la triste melodía de las noches sin sueños, del polvo que desvela a la memoria con telarañas, de las hojarascas ya sin vida por tantos inviernos que llegaron para jamás partir.
    Él sabe muy bien que el tiempo se vuelve eterno cuando la sombra de la exclusión lo margina y lo habita, y más aún cuando esa marginalización es tan grande como el empolvado y abandonado orfanato en el cual fue destinado a quedarse hasta terminar sus días.

    Pero no siempre fue así, un par de años atrás en la casa reverdecían los abriles, las alcobas eran rociadas por las canciones tiernas de las nanas que cubrían con simpatía las rosadas mejillas de todos los niños de una alegre algarabía.
    Antes valía la pena vivir, los afectos y las inocencias pintaban de tintes rosáceos los muros del gran orfanato que hoy sólo queda con un perspectiva pálida y monocromática.

    “Está oscureciendo”, piensa el acongojado perchero: sabe que a esta hora la madre Teresa llevaba la comida hasta el comedor en donde él, actualmente, quedó enclaustrado en su exilio. Después de unos pocos minutos de oración, dedicados a dar las gracias por el pan servido, los niños cenaban y él con una pequeña sonrisa disimulada disfrutaba al verlos comer. Pero, desde hace un par de largos años, ya nadie come en la casa, ya nadie la habita salvo las noches baldías y los recuerdos flotando como un álbum de fotografías en blanco y negro.

    Los momentos más regocijantes para él eran, casi siempre, las tardes cuando los niños jugaban a las escondidas y el pequeño Tim se cubría con una manta dentro de su armazón de madera. Siempre lo encontraban, pero eso mucho en verdad no importaba, lo que a él le reconfortaba eran los meritorios y jocosos candores de todos los infantes, pequeños angelitos que le hacían compañía en sus dilatadas tardes de un mueble sin utilidad ni oficio.

    Él siempre los consideraba su familia, su única familia que nunca tuvo, aunque ellos no lo sabían. Desde que se fueron siempre se preguntó: “¿dónde estarán?, ¿si están bien, dónde estarán?, ¿podrán alegrar otra casa, otras habitaciones y enseres con sus amenas compañías como tanto pudieron alegrar su vida?”
    De este modo las horas para la meditación son tan amplias que la remembranza y sus incógnitas surgen como un hábito rutinario que siempre lo lleva a intentar descifrar la misma concluyente pregunta: “¿por qué nunca vinieron a buscarlo para llevárselo con ellos? ¿Será realmente que siempre fue un mueble viejo y sin utilidad, y por eso se olvidaron de él por completo?” Siempre una pregunta contesta la otra, y el pobre perchero termina su reflexión sin poder sujetar nada con sus desgastados muñones, ni siquiera el alma que se le cae al suelo.

    El perchero desde esos años se siente vacío; ya nadie viene a apoyar un sobretodo o algún ropaje sobre él. Ni siquiera María, la muchacha de la limpieza, ya viene a pasar una franela o un plumero sobre la lasitud de su anémica osamenta.

    Así el perchero pasa sus largos e intrascendentes momentos conmemorando los alejados tiempos de una era colmada por el cálido bullicio de la compañía de los niños que en un parpadeo se volvió una marquesina de otoños difuntos. Él sólo sabe que de la noche a la mañana vino una carta a traer la trágica noticia, lo vio reflejado en el rostro de las hermanas, y desde ese día supo que se irían. Él creyó que se lo llevarían con ellos, pero ya tarde se dio cuenta cuando un día despertó abandonado en ese viejo orfanato relegado de la misma conciencia por los apresurados instantáneos de un abandono que fue su fría sentencia.

    Muchas veces piensa largas horas en la muerte, y se pregunta una y mil veces por qué ella no viene a llevarse su miserable y solitaria existencia, pero a pesar de la sombra decadente que alberga la morada entera, el perchero sigue como un fiel centinela asomado sobre el tragaluz, siempre mirando hacia afuera del orfanato, siempre con un ínfimo fulgor de esperanza de que alguien se acuerde de él y venga a rescatarlo de la indiferencia que desde ese día lo encierra en los muros de la soledad perpetua.
  6. Déjame mi dolor, que alimenta mi pensamiento y fortalece mi alma.
    Jean Moréas






    Me gusta ser un estudioso de las lenguas muertas, de los sueños ahogados, de las catacumbas de un léxico putrefacto que mana los interiores más oscuros de la sinopsis de una embriagante vidorria.
    Me gusta estudiar los verbos quemándose sobre la piel del dolor, los lacerantes sustantivos con los que se puede vestir un corazón, las mortajas de melancolía y decepción que trascurren durante las largas horas de la noche y su plenilunio de desvelo.
    También se podría decir que soy un observador de las menguadas siluetas, espectrales rostros y espejos que susurran afonías, hipocondrías, espasmos ubérrimos, absortos suspiros de las bitácoras escritas por el recuerdo.


    Admito que no todos los recuerdos deben ser tristes, pero en su mayoría se encargan de derrumbar los muros de la sana razón, golpean tu puerta con la sombra del delirio y te abren las ventanas de tu miserable cuerpo para que puedas saltar a un alba que nunca llega. ¡Ay! Esos dolorosos recuerdos no son nada más que una argamasa que te aplasta con toneladas de miles de ilusorios cielos, miles de vivencias que crecen como helechos y se ramifican en las paredes de tus lamentos.

    Es que, queridos amigos, les cuento que a mí me gusta instruirme en el dolor del ser humano, su lengua muerta, su despojo de miasma fecundando ruinas de Pompeyas olvidadas.
    Pues el dolor siempre está ahí palpitando aunque muchas veces no lo veamos ni lo oigamos, siempre anida en nuestras sombras para sembrar su legión de ángeles devastados con sus extensas alas exangües que cubren por completo nuestra tierra. Muchas veces pienso que el dolor es terrenal, un transeúnte mundano que se desplaza como brasas que enardecen un quemazón de los músculos, de los estados físicos, de los huesos mismos de nuestros hábitos de predicadores de miserias.
    Pero muchas veces el dolor sube a un grado más astral que lidia con la psiquis de un cosmos para siempre ser un triunfador en esa batalla… y así crear una sinfonía, una ópera inmensa de cacofonía y ruidos muertos.


    ¿Cómo lo hace? ¿Cómo contamina nuestros ÁNIMOS, íntimos pensamientos, albores de un amanecer que arde con el rojo crepúsculo de un sueño flotando en el infinito y no podemos rescatar?

    Lo hace mediante sus runas con formas de léxicos, signos, caracteres, verbos mustios sin digerir, iconografías de preocupación y dispepsia, retratos de un paisaje que gritan sus vahídos vomitando llantos sobre la cal, la arena, el cemento de nuestro habitad . Yo a esto: le llamo lenguas muertas… Lenguas que por más que existan son difuntos pasos llenos de inequidad, lagrimales, hiel y tics de histrionismos que tiñen el todo con sus oscuras experiencias.

    La pregunta que cualquiera se puede hacer es: ¿por qué yo me sumerjo en su mundo para estudiar estas lenguas muertas? Es por el simple motivo que “ESE MUNDO DE DIFUNTAS RUNAS ES EL NUESTRO, Y ESE MUNDO ES MÁS MISTERIOSO Y PROFUNDO QUE EL DE LA EFIMERA ALEGRÍA”.

    Así como hay quienes estudian el alma de los cuerpos, los distintos grados de dicha y felicidad, las energías positivas, la razón mental, el éxtasis y su vertiginosa y fugaz alegría, hay quienes deben estudiar lo negro y más oscuro del ser humano: cielorrasos de pecados, venas con alacranes que escurren ira, los poemarios y madrigales de agonía acidulada, los misales y sus anaqueles de frustración y chasco, los desiertos de soledad y hastío, los piélagos de caos, la heces fóbicas de los reconcomios de ratas… y su tumor propagándose de dolor. Así es la única manera de poder sumergirse en las aguas de la salvación.
  7. Tras los trashumantes textos de un cíclope tuerto que escribe y descomprime gota a gota la savia de mi tinta con la pluma garabateando noctámbulas notas del silencio, ese fiel albergue que atestigua hasta mis huesos y su polvo
    desencarnado
    de la noche, se construye un castillo con muros de espectros enjaulados con las vivencias entre penumbras de enmascaradas palabras, con rostros de una fiesta burlesca con antifaces de libertad si llave ni alas, pero tan infinita como el mismo universo.

    Cada ladrillo de ese castillo es una quimera que teje la telaraña para atrapar a esa dilapidada suerte plomiza,
    alquitranada
    hasta las cenizas más oscuras de mis grutas íntimas.

    Un castillo hecho de cielorrasos teñidos de grisáceos matices, de oxígeno oxidado con nubes diluviadas en una ciénaga, incluso es un castillo construido con sombras de arena. Un castillo que hospeda a tantas princesas de fábulas olvidadas y nunca halladas por los príncipes valientes.

    Así se levantó con tantas páginas y capítulos de mi libro ese castillo de mi dramaturga estrella de ópera consumada
    dirigida por un director sordo, mudo y ciego.

    También debo decir que con facilidad se desnuda ese castillo de voz pálida y con el vientre hambriento e incluso indigesto por los pesados sueños, y sus habitaciones conservadas por las salinas minas de los sótanos de la muerte, estas oraciones que muchas veces se pierden en el inalcanzable horizonte reflejado en las pupilas de mis solitarios cuervos.
  8. Miro fijo al espejo,
    ese pequeño fragmento de cristal
    me muestra la única verdad irrefutable
    ante mis ojos.


    Los años decantan como vinos añejos,
    con la particularidad de que no son más sabrosos
    por envejecer,
    y el tiempo se vuelve un recinto
    que con sus muros encarcela
    todas mis visiones, sensaciones,
    simbologías y runas de esencias postradas
    por las espinas y abrojos de un alba lastimada
    que alumbra en vano sin amanecer.


    Miro la frágil ventana que con su ensombrecida luz,
    pero muy nítida para mis retinas,
    me enseña las canas de un calendario
    con arrugas de siglos y sueños de un tren
    que recorrió cientos de estaciones,
    pero jamás se detuvo para vivir cada paisaje.


    Con algo de recelo y temor declino la mirada;
    es que me duele ver lo que pudo haber sido
    y lo que naturalmente es,
    mas el lazo de la curiosidad
    me hace aferrarme a ese retrato
    que me narra la antología de mi savia
    estancada en el empolvado anaquel del cuerpo.


    El mismo retrato que todas las mañanas
    al quitarme las pitarras del insomnio
    me mostraba una veracidad
    que mis ojos nunca quisieron ver.


    Pero hoy empieza la proeza de mis pupilas
    con su culpabilidad ilustrándome
    la antigua arte de mi abandono.


    Él, ese frío, impasible y estoico
    pedazo de vidrio,
    no inventa nada,
    sólo expone los pliegos de mis rostros
    y sus grandes ojeras de nihilismos
    confabuladores de mi íntimo ser.


    Así su piel transparente será desde hoy
    la que juega a los dados,
    con la causa y el efecto
    vestidos con las mortajas del azar,
    dentro del burdel de mi mente
    y su cóctel de personalidades y sueños.


    Así este sujeto libre al infinito y su imparcialidad
    será el juez que juzga a mis meretrices y clientes,
    a mis asesinos y victimas, también a mis desiertos
    sin oasis ni camellos.


    Sólo espero que las entrañas de mi yo
    y su inconsciente
    no se aterren ante el equitativo veredicto
    y no decidan colgarse de los altillos del cielorraso;
    en tal caso, si eso sucede,
    Dios será nuevamente testigo
    de mi fe de erratas
    en esta demencia.
  9. Como sombras pútridas
    una vez descendió la noche,
    para sembrar sus tétricos nombres,
    mientras las alas del firmamento caían
    sobre su manto negro de hegemonía.

    Bajó por el cuello del cielo
    hasta toparse con las fauces de fuego
    y los alientos gélidos
    de un ascendiente averno.

    Trajo una señal consigo,
    un gris brilló en el espejo de la luna
    que reveló su rostro pálido y afligido,
    un triste destello de atroces presagios
    debatiendo cientos de preceptos
    de sudarios celestiales,
    pero con almas de diablos.

    Dejó sus esculturas de azufre
    bajo las inmemorables metrópolis
    y sus deseos impúdicos de Adonis,
    visiones de Pompeya, Sodoma
    y la mar de una adulterada Gomorra
    que ensalzaron sus orgullos
    hasta las bóvedas del éter
    y su infinito de hipócritas creencias.

    Se elevaron con el nihilismo
    de bárbaros y ateos.
    Cosecharon mosquetas muertas
    con sus rastros de estiércol,
    y miles de mares y ríos
    de gusanos sanguinolentos.

    Y fue la noche más oscura
    y más ciclópea que de costumbre,
    la mítica sombra que aterra a los ángeles
    con más de veinte siglos en penumbras
    quemando cruces, rosarios y santos
    para abolir los castos corazones
    de un mundo incauto.

    Fueron los hijos de la luz
    que poblaron el terruño fértil
    para volverlo un lugar áspero y estéril.
    Los mismos que traicionaron a su hermano,
    vendieron a su padre
    y, si con eso no bastará,
    flagelaron, desde antes de ser fetos,
    el vientre virginal de su madre.

    Bestias salvajes
    que no saben llevar con honor
    la onomástica tradición
    de sus linajes,
    sólo acarrean la pasión
    por la sed de la sangre.
  10. En los rotulados insomnes
    del prestigio del miedo
    en las noches de un plenilunio
    aullando a los rencores de las venas
    en los fríos glaciales
    de las sombras de ventiscas
    amenazantes
    que se visten con antifaces de huesos
    sin enterrar
    en los lacerantes latidos
    de las voces del dolor
    revestidos de muros de súbitos lamentos
    y desfigurados mantos de silencios


    se oye crujir las alas de un tropel de ángeles
    desgarrados
    por las grises matices de un helecho
    que crece hasta volverse un muérdago
    en las alturas del firmamento
    con su pálido éter de azul ficticio


    con sus brotes que se ramifican
    siglo tras siglo
    noche tras noche
    por el hiriente roce de los íntimos confines
    del manto del desvelo
    / de la penumbra de los deseos
    mudos / sordos y ciegos


    / y fue la luna una virgen que falleció
    al contemplar su nacimiento
    / también fueron las estrellas mártires
    al defender la sangre derramada de su pasión
    / fueron los santos y apóstoles
    los sacrificados por su franca cruz
    / los corderos sobre las ascuas de una yugular ardiendo
    / sobre los colmillos de las fauces
    de un guarida de viperinas serpientes


    para / así / solamente ser postigos secos
    quemándose
    en las fintas de una traición


    / una blasfema felonía
    que perdura por más de veinte siglos
    nadando sobre el cauce
    de un empolvado y ceniciento cielo


    dejando un mar de hipótesis y dudas
    que surge de la vertiente casi apagada
    de una herida
    que cicatrizó con la salina y árida savia de la ira
    / la misma de las muecas que perdieron su halo de fe


    / como borroneados sueños
    que se vuelven en mímicas de una risa endemoniada
    / mística / sarcástica
    de los azares del retoño del muérdago de la amargura
    que asola con sus descomunales huertas
    de frutos podridos de remordimientos
    / con su sombrío progreso
    de guirnaldas de larvas que exhuman
    las ruinas de las metrópolis del resentimiento


    / labrando un absurdo y oscuro resplandor
    de la historia
    se disemina su amargo sabor del antiguo pasado
    / del injurioso presente / del anegado futuro
    por un desconcertado infinito


    / su historia promulgada
    que sólo sabe hablar la lengua de la muerte
    y las runas de la amnesia de la vida
    A liliana leoni le gusta esto.
  11. Arena y sal palpitando en la herida,
    forjando penas y abrojos de un llanto,
    de alas sin ángeles, coros sin canto,
    noches sin astros, abriles sin vida…


    Ascuas quemando la barca perdida
    de viejos sueños sin luz, sin encanto;
    así navega en el mar del quebranto
    para encontrar la ilusión suprimida.


    Él, un viajero del tren del recuerdo,
    que viaja siempre llevando la estrella
    de un peso muerto que vela a su luna,


    conoce bien el dolor, por el cuerdo
    y sano amor que se fue con su bella
    ama, al beber y perder su fortuna.
    A liliana leoni le gusta esto.
  12. La literatura es como un náufrago al que jamás por completo rescatan,
    pero jamás se hunde. Esa angustia de no salvarse, pero tampoco ahogarse
    es lo que le da vida propia y la mantiene en constante evolución.
    (Jorge Daniel Dadourian)


    Horas libres que se burlan de los graznidos, del cacareo de la lengua vestida con un frac de charlatanes palabras y burdas flatulencias del cadáver del viejo léxico.

    No pensemos que no hay graznidos en las runas de nuestra extenuada conciencia. Para nada debemos creer que la tinta no se adhiere al papel del dolor carcelero con su enredadera de ramajes cercenados y secos.

    A veces lo que gritamos nadie lo oye para volverse campanadas que derraman gota a gota el néctar de un texto que obedece el mandato del mármol frío que tanto nos forjó y que abre brechas con su cortina de llanto, pero lo más triste no es que nadie lo oiga sino que ni siquiera nosotros, los autores, tenemos oídos para oír como caen a pedazos esas nubes sin lugar en el cielo.

    Mientras esas malditas horas, esas rameras que se aferran a nuestras paredes para copular con nuestros helechos de humedad rancia y corroída, se burlan sin compasión alguna por nuestros sentidos.

    Muchas veces generan un ámbito de transatlánticos dentro de un mar de naufragios infinitos, unas basílicas sin párrocos ni devotos, una taberna para la sed de mil gargantas que comienzan, justo en ese instante, el rito de la vigilia del alcohol; y ahí, estimados amigos, es cuando más hay que temer a la lacerante sombra dramaturga. ¡Ay! ¡Es qué duelen, y no saben cómo, esos complejos de ensayos con rostros de grisáceas historias! Y hay que tener mucho cuidado con eso, ya que esa daga punzante se puede convertir fácilmente en una rutina con la mortaja de la adicción.


    La noche cumple una función muy importante en esto que digo, y si a la noche le sumamos las tremendas dosis de los insomnios de la luna, el humo de colillas de los cigarrillos que se vuelven bestias salvajes que galopan por cada suspiro que vierte nuestro dejo de inspiración, los tragos largos de café que nos mantienen con un tartamudeo hipnótico de pestañas entreabiertas… la relación entre el autor y la autoría se vuelve una inmolación, la ofrenda de la sangre de nuestra razón con piel de cordero para los lejanos y ajenos ojos de los dioses de un público redentor.


    ¿Pero cómo redimir el doctorado del universal dolor? Muchas veces se hace casi imposible, sólo se filtran unos graznidos del cielorraso sin techo que nos alberga con la ceniza y el hollín de una mundología de sueños decadentistas, pero hasta ahí llega nuestras profesadas religiones, nunca toman la fuerza necesaria para prevalecer en el obituario de la difunta memoria. Y la eternidad… ¡Ay! Esa eternidad aplastante que pesa con sus pesadas cadenas de gloria omisas nos borra con la manga de su camisa para que nuestros desfigurados nombres sean sólo garabatos borroneados de algún forastero sueño.


    Pero a pesar de eso se revelan los vocablos; surgen palabras sueltas, frases abstractas sobre la marquesina de la frente, algún que otro verso confianzudo se ofrece con una postura imponente en un coloquio donde debaten los verbos y los adjetivos para ser tomado en cuenta, y un “somurmujo” grita su creación frente al mismo glosario de palabras para ser aceptado como una jerga de los íntimos graznidos. Tal vez ese “sumurmujo” muta en un calificativo prófugo del patíbulo inconsciente de nuestro yo, mas sea como fuera, siempre es una evolución constante de nuestros graznidos volcados al ensayo del corazón que canta como ave para las octogenarias albas nocturnas de la agonía de nuestra musa.


    Graznidos de “sumurmujos” y “soyollantos” se enlazan como eslabones de un rosario que se vuelve la oración de nuestras vidas, la cruz de todo ensayista o un diario íntimo al cual sólo falta sellar con la firma.

    Pero para que dicha obra, realmente, pueda latir es necesario algo más que narrar los hechos de forma cronológica o surcar los renglones con la médula postrada ante los abrojos y las dolencias, debe llegar de forma directa como una saeta en el centro del alma de los dioses y sus ojos de público apático, debe tener un sabor que complazca hasta el más exigente paladar y ser de fácil digestión para un cuerpo sin estómago.


    Así se forma un dilema entre los ensayos y las verdaderas obras artísticas, entre el artista y el aficionado al dolor, pero todos tienen una única resolución, una visión a veces pálidas y otras veces seráficas de las entrañas de sus graznidos.

    Son nuestras verdades como buques cargados para desembarcar en algún puerto, el tema es que a esos buques nadie jamás le busca un puerto, y quedan naufragando con la angustia de nunca hundirse por completo, pero tampoco poder besar las costas y su tierra firme creando una paradoja de las metas del artista y sus obras:

    ¡Bendita angustia que le da vida propia a cada uno de mis ensayos para volverse una biografía universal de mi literatura primordial!
  13. Las damas que velan mis muertes se visten con túnicas negras y grises de luciérnagas de cenizas, de faros que alumbran con sus neblinas de oscuras luces, de lluvias empolvadas por el silencio…
    Usando las máscaras de mi dolor lloran las mil noches sin lunas, los latidos abrazados a cada abrojo, a cada alfiler y aguja hincando en mi cuerpo por este conjuro vudú que fue librado al azar de mis estrellas. Lloran con todas sus fuerzas mi abstinencia, también la carencia, la hambruna del corazón y sus noches inmensas como desiertos para la sed de las octogenarias gargantas de mi voz.

    Y yo acá sigo dialogando con mis difuntos, dialogando con las sombras de un concepto sin rostros, ni siquiera con muros, ni paisajes varados en el tiempo, encarcelado en la cúspide más alta de mi catedral sin credo.
    Mientras más dialogo más me aferro a las mosquetas de helechos, al salitre de la arena de mis lagrimales de una laguna de penas.
    Cada palabra de nuestras platicas evoca más y más a las fauces de una sarta de rosarios y cadenas que engullen todas las percepciones de mi origen y nacimiento, que me cubren con la mudez de los himnos de piedra para luego quedar solo ante el pálido espejo de las damas de la noche que velan mis muertes.

    Dichosas damas que velan mi sangre seca de años, mis venas cortadas por los días y sus calendarios, mis huesos roídos por las ratas de mi mente…
    Dichosas damas que me enseñaron a respirar dentro del hollín de una urna incinerada por los hipócritas efectos, que me alimentaron y acobijaron con el amparo de la noche y sus lápidas de lactancia.

    Esas damas una vez me mataron, me dieron de beber su remedio envenenado que cura todas las dolencias de mis anales, y desde ese momento sólo saben velar a mis muertes.
  14. Tomo el pincel y empiezo a pintar
    mis rostros suicidas,
    algún que otro horcado
    colgado del ápice de la vida.

    Pinto nubes borroneadas,
    lánguidas,
    deshilachadas,
    vacías…
    como mil décadas grises
    de la mano de un cielo
    que solloza cenizas.

    Pinto y pinto
    noches repletas de silencios,
    de afónicos muros
    levantados en las paredes del tiempo,
    de sordinas mudanzas
    de las mosquetas a los helechos,
    de los helechos a las ciénagas,
    de las ciénagas a los campos de espinas.

    Pinto con un aire de póstumo artista;
    es que mis ojos sufren
    las agónicas heridas,
    pero no lloran, jamás lo hacen,
    sólo se enajenan en la mar salvaje
    de marinos sin ron,
    ni nereidas,
    ni tampoco brújulas ni días.

    Tristes huérfanos de las costas
    son mis ojos,
    de los buques que se encallan
    en un sinfín de mareas
    a la deriva.

    Y ellos en ese enajenamiento
    sólo se ponen a dictarle al pincel
    los paisajes devastados
    por los sueños arrepentidos.

    Tal vez, si algún día hubiesen llorado,
    hubiesen desahogado el cúmulo de ese cauce dolido
    con sus mustios patrimonios
    de difuntos sentidos,
    los sueños no serían
    penitencias y castigos,
    y esas pinturas no serían las de un póstumo artista.
  15. Yo fui un silencio,
    un lapso veraniego
    de noches intensas.


    Un silencio de aves empollando
    las alas libres del deseo,
    pero que nunca rompieron el cascarón
    para salir en altos vuelos.


    Yo fui un simple silencio
    con ecos de recuerdos palpitando
    sobre la piel de las sábanas,
    la alcoba
    y el reencuentro.


    Un triste silencio
    que quiso ulular todo,
    pero calló más de lo que puede almacenar,
    todas las runas y sus ancestrales genealogías
    de ceremonias vividas.


    Un silencio de lúbrica sangre
    al punto de hervir,
    que enmudeció hasta las octogenarias lunas
    de mi enmohecida vera
    y dejó ciegos y sordos a los astros
    con sus opacas lumbreras de azares.


    Jamás me anunciaron
    los trinos de las campanas,
    el canto del zorzal y el alba,
    ni el ángelus asechando con el insomnio
    de todos mis muertos.


    Y nadie se percató
    que fui un sordino orfeón
    de ángeles destronados del cielo,
    del corazón rendido entre estrofas de angustias.


    ¡Ay! Yo fui un invisible silencio,
    y ahora es tarde para derramar esta sed desierta,
    para entrar en los oídos del tiempo.