1. Invitado, ven y descarga gratuitamente el cuarto número de nuestra revista literaria digital "Eco y Latido"

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Códices para el tiempo, la memoria y la vida.
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  1. Viejo, el olmo, mira el camino de las tormentas
    Yo soy ceiba
    Desde mi corazón parte hacia el cielo la invocación al trueno
    Mil rayos me parten cada siglo
    Mil savias cicatrizan mis heridas
    Este mi corazón tiene un aguijón oscuro, de carbón
    Nada tiene de malo
    Testimonia talvez
    que sobrevivo.
  2. Me gusta ser
    como las voces que acarician con sus ecos
    mientras la piel desnuda
    define
    ..........la flama
    flotando incandescente
    que ilumina a las sombras


    La soledad entera
    se embriaga entre las mieles


    Con los ojos cerrados
    deja ciegas las sombras
    ausentes
    de los mundos sonoros


    Solo viven las voces
    mascullando en secreto
    misteriosos rituales
    hurtados de algún beso


    Más allá del tan lejos
    Más allá de hasta siempre
    Más allá de los blandos
    tentáculos del cuerpo
    que sustituyen voces
    que besan
    .................con sus ecos.
  3. ​Disfrutando de mi recreo en MP.

    Uno mira a cualquier lado como si cualquier cosa. Mira, y de repente se encuentra con otra mirada. Una mirada ajena, formal, inexpresiva; como si el mirar no fuera el oficio más propio de ser una mirada. Uno mira y cuando se encuentra con esa mirada, se finge, se hace lo mismo que la otra. Se controlan las facciones del rostro volviéndolos inexpresivos y se deja de mirar, como si ni el uno ni el otro se hubieran apercibido de sus mutuas miradas.

    Uno no puede decir qué pasó con la otra mirada, si miró o no miró. Si descubrió algo al mirar o pasó de largo en su recorrido buscando destellos, y fuimos una especie de paisaje cotidiano: mitad muro mitad sombra, calle o sombra, auto en movimiento y sombra.

    Y la mirada sigue haciendo lo único que sabe hacer: mirar, mirarlo todo, mirar aquí y allá, perderse en los detalles luminosos y en las formas.

    Todas las formas roban la atención de las miradas. Las formas y los cuerpos que se mueven, y los cuerpos que sin moverse nos invitan a mirar.

    Ociosa, como la lengua, siempre está, la mirada, pronta a ver y a seguir viendo, y su trabajo parece no tener fin: mirar y mirar.

    Tiene un hábito incorregible la mirada: ver a los ojos, y ver otras cosas aparte de los ojos. Pero cuando mira a los ojos y se mira vista por los ojos que está mirando, sucede que activa un mecanismo para mostrarse indiferente las más de las veces; otras veces, las menos, activa mecanismos de comunicación, gestos que contienen un lenguaje sin lengua sonora o escrita, pero muy comprensibles para el que mira.

    Cuando las miradas se vuelven a cruzar algo sucede. Las miradas se identifican. Suelen ser bondadosas y festivas. Suelen ser reveladoras de un nuevo mensaje sin lengua, que se comprende en sus intenciones. Las miradas se persiguen, se invitan a mirar. Miran en torno a la mirada y se embriagan de lo que ven.

    ¡Mírame! –dicen-.

    Mírame y no me dejes de mirar porque me gusta que me mires como yo te miro.

    ¡Ay hambre de mirar!

    Si no me miras me muero.

    Si no me miras no hay sol y el día se torna hueco y vacío.

    Búscame con la mirada, con el rabillo del ojo, con el fugaz parpadeo que juega a preguntar si lo que miras es un sueño o es algo real, si existe o no existe lo que miro; y apréndete los caminos y las horas desde donde te miro y espero que me mires. Pues si me miras y te miro estamos completos de algún modo; y si no te miro, ni me miras, siento que nada somos más que una mirada fría y sin sentido.

    Ya las palabras y los tentáculos del rey del los sentidos completarán la faz inexplorable por la mirada. Para que los ojos se cierren y se mire desde dentro. Donde todo se funde como el aire que comparten los alientos del uno y el otro para intentar llenarse los pulmones con sus respectivas esencias.
    Para que sea el agua y el polvo quienes continúen la charla de las mutuas miradas.

    Mientras todo se cumple como un sueño: mírame mientras te miro, que el mirar... tiene magia.
  4. Me ha llegado el verano
    me ríe con sus dientes de cristal
    y acaricia mi inquietud
    con su cuerpo de murmullo diamantino

    Lejos
    como esperanza desquiciada
    algo juega a la luz como arco iris
    ese campo de fuego dibujado
    donde la aurora ha muerto
    como nido fantasma

    De aquí y allá
    confundido entren cielos
    donde se cruzan los vientos pasajeros
    viaja mi libertad
    sin anhelos de alas
    sin refugios de miedo
    sin destierros dolientes
    sin preguntas que lloren al oriente
    por las huellas de pasos
    marcadas sobre polvos
    tras algún despertar

    (Inconcluso por interrupción antipoética: la chamba)
  5. dejó de ver sin cerrar los ojos
    así partió la única huella de su especie
    contemplando los destellos
    de su último día

    cuántos ancestros navegaron por los mares azules
    como carabelas vivientes
    entre continentes
    tras corrientes marinas
    el viejo mundo ¿guardará sus huellas?
    ¿algo recordará
    sus arribos de playa?

    la extinción
    parteaguas de un proceso evolutivo
    derrota del instinto de sobrevivencia
    Solitario George
    mi adiós se escribe con un dejo de nostalgia
    y otro dejo de advertencia desairable.
    Adiós para siempre
    insustituible George,
  6. las ideas venían de no sé dónde
    eran murmullos del despertar
    ecos del no sé qué...
    o del no sé quién
    asombroso construir de rostros nunca vistos
    de voces jamás escuchadas
    y esas playas que están ahí tan reales
    sin que haya estado en ellas nunca

    ....libro interno...
    ...........vidas pasadas...
    ................... iluminaciones divinas...

    nunca me gustaron las respuestas fáciles
    mucho menos, las que llevan siglos rondando
    en el imaginario o anti-imaginario colectivo
    de rito en mito
    de la superstición arcaica a la moderna
    hoy sustentadas con cuño hollywodence
    para mujeres y hombres mitolinfáticos

    entre mi voz y yo cocemos los entuertos a coces de preguntas
    y miramos ese lugar sin sitio especifico
    desde donde se anuncia el latido de mi Yo No Soy

    para establecer un punto de acuerdo con mi consciente
    mi mente se dibuja en infinito universo
    que se liga con el enano que resguarda
    en cápsula mortal
    todos los pasos viejos y recientes
    todas las palabras escoltadas por las imágenes
    tabúes, paradigmas, ahí,
    en su punta de alfiler etéreo y neuronal
    más allá de todos los universos comprensibles y auditables
    la palabra sin lengua conocida
    el verbo que brota para ser traducido a mi consciente
    desde la fuente de mi yo no soy:
    la inexplorada mente
    que inventa para cada Era
    su demonio y su dios.
  7. Nos quedamos en silencio.
    ###### de la primera parte.


    Se quitó los zapatos, y sus dedos, medio flacos e irregulares, quedaron al descubierto. Seguro que no le gustaban, pues cuando se dio cuenta que los estaba mirando los cubrió de inmediato con la sábana.

    Nos quedamos callados.
    Yo le llevaba unos meses de edad.

    Ambos estábamos en la misma escuela, aunque en grupos diferentes.

    Sorbió más de mi chocolate y luego me convidó un trago.

    Veíamos enternecidos la llovizna sobre toda la costa y el mar.

    Abajo empezó a escucharse ahora el primer movimiento del "Concierto Andaluz". Satisfaciendo la incurable megalomanía del Abuelo.
    Nos relajamos ambos con la música.
    Luego, sin quitar la vista del horizonte, me preguntó, simulando en la pregunta, mera curiosidad, y una muy estudiada indiferencia.

    -¿Es cierto que ya es tu novia “la Bety”?

    - No, respondí de inmediato.

    Y eso dio campo para que ella soltara un despectivo discurso:


    -Es una boba, se ríe como guajolote, me choca… ¡y tiene un diente raro! ¿No se lo has notado?

    Bety y yo compartíamos el mismo pupitre en el salón de clases, justo al centro y al frente de todo el salón, ya que era el límite de la división entre la sección de niños y niñas, y en esos tiempos dos niños usaban un mismo mesa banco.
    Todos los que quedaban en la línea del centro tenían a un niño y a una niña de usuario.

    No respondí porque Bety y yo éramos muy buenos amigos. Intercambiábamos lápices, sacapuntas; las tortas, los refrescos, los dulces; y muchas sonrisas, y charlitas breves durante todo el día; y muchas veces andábamos juntos a la hora del recreo.


    Laurita se incorporó ligeramente en la cama, me miró de reojo y modificó la pregunta:

    -¿Andan diciendo por ahí que ustedes son novios?...

    -No, -respondí, intentando parecer muy ajeno al tema.


    Me levanté para beber lo poco que había dejado de chocolate en la taza.

    Se volvió a recostar sobre la almohada y se quedó con la mirada fija en el techo.

    Abajo iniciaba ya, el segundo movimiento del “Concierto Andaluz”. Seguramente el abuelo ya había revisado todos los chismes del periodiquillo local y se aprestaba a pasar al desayunador.

    Me volví a recostar sobre las sábanas desordenadas.

    Sentí que su manita flaca sujetó suavemente la mía.
    Me admiró su valor, porque, aunque yo había estado pensando hacer lo mismo, temí tomar su mano y hacerla ir de chismosa con la Tía, que seguramente me reprendería por más de una hora, como era su costumbre.

    Algo sentí.
    Algo nuevo: nervios, agruras, escalofríos.
    Mi corazón latía apresurado mientras el tiempo de detenía.
    La miré a los ojos y me sostuvo la mirada.
    Me miró de forma extraña, como nunca me había visto.
    Yo también la miré así. Era una forma de ver que hablaba, que decía cosas a través de sus destellos emotivos.
    Una mirada que no me percibía como algo ajeno. Nunca más otra persona, otro ser.

    Siguió sin apartar su mano de la mía.
    Estuvimos agarrados de la mano mucho rato.
    No quería mover los dedos por temor a que la retirara.

    Ella entonces apretó la mía con más fuerza.
    Me emocioné muchísimo y sentí que ella también se emocionaba.
    Los dos nos hacíamos los tontos.

    Muy nervioso.
    Titubeante.
    Sin verla a la cara por temor a una mala respuesta, le pregunté:

    -Laura: ¿Quieres que seamos novios?

    Ella, con la vista puesta en la ligera lluvia que acariciaba la costa sin robarnos la presencia del mar, me respondió casi impersonalmente:

    -Sí. Pero sin besos. Advirtió.

    Entonces nuestras manos se sujetaron más amorosamente.
    Como estableciendo una posesión antes desconocida, del uno con el otro.

    Y esa mañana.
    Compartiendo la llovizna, y compartiendo un chocolate casi frío, en una mañana de domingo fresco y haragán, iluminados por una luz de tal ternura que nunca dejó de ser luz de un amanecer, hasta que regresó la noche.
    Ella y yo nos convertimos, de alguna forma infantil e inocente, en pareja.

    Nos llamaron al desayunador.
    Nos soltamos las manos y descendimos por la escalera de madera.

    Más tarde, la familia y nuestros vecinos más cercanos nos desayunábamos unos riquísimos tamales de bola, galletas hechas en el horno de la casa, y deliciosas tazas de chocolate de la mejor calidad, que solo se producen en la región. Alimentos preparados con la inigualable sazón de la tía, entremezclados con el aroma del inseparable café humeante del abuelo.

    Charlas vestidas con los diversos temas cotidianos poblaban los sonidos del ambiente. Como fondo, el Concierto de Aranjuez, por enésima vez, a bajo volumen, mientras que afuera, la lluvia ligera se daba de besos con los alcatraces, los lirios y las piedras del río.

    Laura y yo, en silencio.

    Ajenos como siempre, al interés de los adultos, nos veíamos fijamente desde uno y otro lado de la mesa.
    Por primera vez no estábamos atentos a la charla para entender el mundo emotivo de los mayores porque teníamos el nuestro.
    Éramos cómplices de un bello secreto.
    El primer gran secreto de nuestras vidas.

    Todo esto sucedió hace mucho tiempo. No recuerdo la fecha exacta. Solo sé que fue en el verano de 1967.
    Un verano como pocos han habido en mi vida.

    Ciudad de México, verano de 2003. Melquiades San Juan.
  8. Ayer, inmerso en este verano de 2003. El día nublado trajo a mi alma evocaciones de ternura, y recordé.

    Recordé aquella mañana de 1967 en la finca del abuelo, en las faldas del Volcán Tacaná.
    Era uno de esos días en que el Sol no asoma nunca. Espesas nubes poblaban el cielo y no acertaban a descargar de una vez por todas, sus aguas torrenciales sobre la tierra.
    Nada se podía hacer con ese tiempo, más que tomar un aromático café, un chocolate espumoso, leer un periódico viejo, escuchar la radio o el tocadiscos Telefunken con esa enorme bocina que el abuelo (orgulloso de su compra) había traído en su último viaje a la ciudad de México.

    Allá afuera reinaba la humedad. La suave y permanente llovizna parecía no tener ninguna prisa. Era una de esas brisas constantes que no entorpecen la visión, antes la adornan, la hacen acogedora, romántica, y tremendamente perezosa.

    Ese domingo del verano de 1967. Alojado en la recámara del segundo piso de la finca, me quedé en la cama hasta muy entrado el día. Mi abuelo, procurando que me levantara, me abrió las amplias cortinas de la habitación; y sin hacer ruido, esperó a que la tierna luz me despertara suavemente.

    Abajo, en la sala, puso en el tocadiscos su acetato preferido (y el mío también) "Aranjuez," de Rodrígo, interpretado por las pulcras manos de Narciso Yepes.
    Al terminar se dejaría escuchar " Fantasía para un Gentil Hombre”.
    Siempre he relacionado este recuerdo con ese Concierto.

    Desperté. Me acomodé las almohadas y me quedé mirando la inmensidad del paisaje selvático que aparecía a través del enorme ventanal panorámico.

    A lo lejos apenas se distinguía el mar, gracias a esa cintilla blanca espumosa con cuerpo de víbora inquieta y mutante, que distinguía, como olas, el inmenso azul celeste en el que se confundían cielo y mar, a la vista. Persistentes olas, en su perenne intento de remontar sus límites naturales, desafiando a las costas.

    Las costas... Ahí estaban las costas, verdes, derrotadas por la vegetación que las cubría como si fuera una cabellera esmeralda.
    Luego, como tejoncitos colorados, los poblados: barro vuelto teja protegiendo de las lluvias y del sol inclemente del trópico al barro vuelto hombre, del que nos hablan todas las leyendas.
    Barro desafiando a la selva: la reina de todos los espacios, con su color esmeralda de irregulares matices, que la hace parecer a la distancia, como una alfombra remendada o desteñida.

    La llovizna bañaba cariñosamente a toda la tierra que mis ojos veían, como un maná cristalino del cielo.

    Mi tía Clemencia, que se auto nombraba "La Solterona". Con su rostro difícil, como lleno siempre de ira, que matizaba con una permanente sonrisa, para equilibrarlo, ya que según ella “el gesto” no le ayudo para pescar marido, llegó y me consintió con una taza de chocolate espumoso y tibio, para que no me quemara la lengua. Acompañó su maternal gesto con un: "eres un “güevón" primero; y luego: "estos días son como para ti".

    Acto seguido me empezó a hacer cosquillas en las plantas de los pies, provocando mi risa y algunas patadas defensivas pero siempre afectuosas, con las que trataba de hacerlas desistir de su travesura.
    Solo me dejó en paz cuando sonó la campana de la entrada de la casa, anunciando, por lo insistente del tañido, que quien llamaba era una visita conocida, cercana a la familia.

    Escuchamos. a través de la puerta entre abierta, que llegaban unos amigos muy queridos.


    Mi Tía bajó los escalones con la alegría dibujada en su raro rostro, mientras gritaba y gritaba:

    -¡Aquí estoy Bere! ¡Ya voy! ¡Ya voy!

    Los saludos afectuosos se dejaron oír.
    Imaginé una escena llena de abrazos y besos.

    Se escuchó el castigo apresurado de los tacones sobre las duelas de madera de la sala, y también unos pasitos que venían subiendo velozmente por la escalera hacia mi cuarto.

    Apareció Laurita en la puerta. También me llamó "güevón", palabra muy de moda ese día, por cierto.
    Se abalanzó sobre mi cama con las negras intenciones de quitarme cobijas y sábanas.
    Tuve una reacción tardía y defendiendo lo único que me quedaba, empezamos a luchar por la sábana.

    Laurita y yo habíamos jugado juntos desde niños. Algunas veces nos habíamos liado a golpes por cualquier motivo: dulces, juguetes, papeles protagónicos en los juegos…

    Últimamente, había notado que tenía unos ojos muy grandes, una nariz muy dibujadita, delgadita y exquisitamente breve; y que sus labios eran como los de una de sus muñecas, parecían un corazoncito, siempre húmedos. A escondidas se ponía el lápiz labial de su madre. De repente me gustaba mucho su voz; y a veces repetía constantemente las palabras más chistosas de su repertorio, esas que no completaba por pereza o descuido, o aquéllas que eran de uso muy particular en su núcleo familiar.

    Le gané la contienda por la sábana y, atándola con ella, la hice estar inmovilizada un buen rato bajo el peso de mi cuerpo.

    Primero asimiló su derrota (con alguna resistencia, claro); y luego, cuando ya no había motivo para que la continuara sujetando, empezó a moverse compulsivamente, sin disputar la sábana, indicando con ello, que el juego había terminado.

    Conociendo su carácter y lo chismosa que era con mi Tía, que la adoraba como su madrina que era, la dejé en libertad.

    Reacomodé las almohadas debajo de mi cabeza y hombros.
    Recogí el cobertor y me quedé mirando a través de la ventana la costa y el mar.

    Ella –abusiva- sorbió un poco de mi chocolate, que ya se enfriaba, y se acomodó a mi lado quitándome bruscamente una de las almohadas.

    Sentí que también le gustaban los días así.

    Nos quedamos en silencio.

    ######## a la segunda parte
  9. es en tu cuerpo,
    en ti, de esa manera

    mientras aromatizas mis sentidos
    y te vuelves marea


    marea alta
    ..................marea baja


    marea alta
    .................marea baja


    (¡ ay mi espumosa lengua
    derramada en tu arena !)

    que me haces olvidar
    el estúpido absurdo, de soñar
    con ser nube.
  10. como tú piensas yo no pienso
    no miro donde tú miras
    los gritos tuyos no son mis gritos
    sin embargo
    nada de eso tiene que ver con nuestro encuentro
    eres tú y tu manantial de aguas cristalinas
    soy yo y mis tormentas

    de alguna forma ciclo del agua
    de alguna forma, beso.
  11. Lo que no escuchamos.

    Antes de la invención de la radio no sabíamos que hay en el cosmos muchas señales.

    El oído humano solo tiene la capacidad de escuchar ondas sonoras.

    La vista, el rango de frecuencias relacionadas con la luz.

    ¿Qué rangos de frecuencias perciben los demás órganos como la piel, el cabello?

    ¿Cuál el cerebro?

    Qué otras partes del cuerpo emiten o reciben señales y en qué frecuencia oscilan éstas.

    A diferencia de otras personas, desde temprana edad (por mi cercana relación con la radiocomunicación) sé que el universo emite muchísimos sonidos. Sonidos que no percibimos porque nuestros receptores de señales de radio naturales no tienen la capacidad de percibir todas las frecuencias, solo lo hacen con aquéllas que tienen relación con su sobrevivencia y actividades cotidianas.

    Con la invención de la radio, la humanidad se encontró con señales que desconocía. Por ejemplo, las generadas por el campo magnético de la tierra, esas que quedan después de una tormenta eléctrica, las que resultan después de una explosión solar que incide en el campo electromagnético del planeta, modificando la capas de la ionosfera.

    Cuando disfrutamos desde una playa, un valle solitario o una montaña, de la visión de una noche estrellada, disfrutamos del silencio.

    Nos enternecemos con su paz y vuelcan esas impresiones tantas inspiraciones en nuestros sentidos que decimos
    ¡Maravillosa paz!
    ¡Maravillosa silencio celestial!

    Nada más errado.
    Nuestras limitaciones perceptivas nos hacen la broma.
    Un simple radio receptor de Alta Frecuencia nos permitiría escuchar la vorágine de señales que desde todos sitios del universo se emiten. Explosiones solares nocturnas, interacciones de los cuerpos celestes. Señales viejas, viejísimas que no somos capaces de interpretar inmediatamente.
    Señales que siguen su viaje por el cosmos cientos de miles de años luz y rebotan en algún cuerpo, o se fragmentan en alguna zona de asteroides, debilitándose quizá, o reflejándose con más fuerza en diversas direcciones.

    En los inicios de la radiocomunicación, las primeras radiotransmisiones humanas fueron hechas a partir de antenas emisoras de polarización vertical y en frecuencias poco apropiadas para largas distancias. Marconi hizo su primera emisión transcontinental en frecuencias muy bajas, frecuencias que percibían todos las señales radioeléctricas emitidas desde el cosmos y sobre todo, las generadas por la interacción de la superficie de la tierra, de sus objetos y superficies elevadas, eternamente buscando el equilibrio de sus cargas (potencialidades) eléctricas.

    Hoy, la radiocomunicación tiene pocos misterios. Las frecuencias bajas tienen poco uso, las muy altas y ultra altas construyen el vehículo para la magia del mundo moderno, las que están en el rango de la luz dentro de la fibra óptica. Todas aparejada a proyectos de infraestructura que hace apenas un siglo eran una utopía: Los satélites, las estaciones espaciales, los sistemas repetidores ubicados en la luna y quizá en otros cuerpos celestes dentro del sistema, ocuparán la capacidad inventiva de los seres humanos.

    La red que usamos para estar tan a mano, como si nos tocáramos dedo con dedo o nos miráramos de pupila a pupila, tal como apreciamos el progreso de la tecnología, será obsoleta, si no es que ya lo está, para los proyectos vanguardistas de la siguiente década.

    Qué sigue.
    Qué otra maravilla surgirá y nos cautivará en los siguientes años.
    Qué en el próximo siglo.

    Por hoy solo podemos respirar entre momento y momento interactuando en la red. Nos absorbe la vida, nos suple las carencias físicas y casi nos hace, virtualmente omnipresentes. Todavía es cosa de ciencia ficción pensar que nos podría alguna vez hacer materialmente omnipresentes.
    No lo veremos quizá, pero podemos pensar en ello.

    Quedan murmullos todavía por escuchar, estoy seguro.
    No los escuchamos porque el Siglo pasado se mantuvo ocupado en el desarrollo de la radio; y el inicio del presente, en el perfeccionamiento de los patrones de modulación y coordinación para el manejo de las señales. La inteligencia humana crea cada día dispositivos y sistemas para que parezcamos más galácticos que terrenales. Estamos embebidos en nuestro encantamiento, unos diseñando y otros usando. Tan entretenidos que quizá no estamos poniendo atención a más formas de comunicación. Que las hay, estoy seguro.

    Bueno ya habrá espacio para ello cuando se agote esa veta, la que nos lleva en la montaña rusa a la velocidad de la luz.
    En el trayecto (como casi siempre pasa) ocurrirá un accidente tecnológico que abrirá otras puertas. O quizá ya estén abiertas y la experimentación esté en pañales. Bueno, de algún modo estaremos al pendiente, y si esa puerta es suficientemente amplia, probablemente, estaremos en contacto.



    Post Data, luego reviso qué hicieron los dedillos.
    Por fortuna aquí nadie lee.
  12. Fragmento de una charla, con una leve adaptación de mi texto original.

    Hay algo que los devotos no saben de los ateos. Estas "basuras humanas" tenemos una relación, quizá más cercana y recurrente al "concepto de Dios", que la sostenida por el confesionalismo por hábito irreflexivo, sin descartar que existen formas de religiosidad reflexiva (¿).

    Por ejemplo, en mí, el concepto asiste, como lo hace con cada mente humana, a mis instantes de contemplación y reflexión interna. Viene sin nombre, como amigo.
    Sin la vieja y hurgada doctrina que le emponzoña la investidura con homicidios, genocidios, egolatrías e iracundias.
    Se viste con ropas desgastadas (sin marca) y gusta de escuchar más que mandatar o predicar.

    Detesta los ropajes ridículos con que lo presumen omnipotente, y no es autoritario. Ama la voz del hombre porque destruye la soledad de los silencios que lo habitan en ese mundo terrible de ser eternidad obligada.

    Me mira amoroso y me dice que no trasmute nunca mi obsesiva cauda de preguntas, porque en tal caso, de ser creatura suya, es la pregunta y la búsqueda la senda que conduce al saber (...), semilla de toda sabiduría.

    Cómo puede un sabio -me dice- odiar la sabiduría y alimentarse únicamente de la fe ciega y sorda.

    Las preguntas suben al cielo y alimentan los oídos que puedan existir en cualquier lado; es el silencio la respuesta que invita a elucubrar respuestas: erróneas, aceptables, certeras...

    ¡Ay hombres, qué daños os hacéis en mi mítico nombre!


    Mi Dios tiene que ser necesariamente tolerante y filosófico.

    En cambio, se desfonda el dogma, bajo el costal de las preguntas sin respuestas.
    Acosado.
    Sitiado por las lanzas que quieren desgarrar el velo, recurre a la mentira.

    No hay mentiras eternas ni preguntas que perduren ante la resultante del silencio: la búsqueda. Se enconcha y surgen los purgatorios: El dogma llama “tentación” a lo que no puede cubrir con falsas respuestas, “Demonio” a lo que trasgrede sus oscuridades obligadas.


    Dios se me desvanece por las tardes apagando los fulgores de hogueras hechas con libros poblados de pensamientos.

    ¡Anciana paz te digo adiós!
    ¡Vieja mentira, romántica, producto de mi instante casi fantasmal: te despido!

    Se vuelve Neptuno con cuerpo de ballena gris. ¡Lo puede hacer, es Dios! Lo puedo afirmar: soy la pluma de un cuerpo formado con genes de espejismos.

    Dios espera que vuelva a ensombrecerse el mundo ante mis ojos para conversar conmigo esas charlas eternas.

    Yo le digo ¡No existes! y él responde: ¿de verdad?... y explota en risas como niño travieso.

    Nos sorprende la tarde con sus vientos tibios y deliciosos ocasos.

    Con su magia crea una playa desierta de hogueras de libros, espadas y cruces.

    No hay voces que anuncien burdos juicios ni amenacen conciencias con condenas.

    Emisarios del miedo se devoran en su propia inmundicia.

    Veo al viejo desnudo. Inocente de todos los horrores fatales que le adjuntan los promotores de la fe.

    La playa nos concede su espuma, el viento quiere volverse música.

    Algún lucero quiere volverse -a lo lejos- vanidoso pavo real, al que se le perdona hasta su exceso de belleza por el bien de la belleza misma.

    Mi desnudez se viste de pluma y cuenta.
    Crea un nuevo Dios cada día.
    Uno para cada horizonte que me acecha, para cada angustia que brota más allá del misterio que me espanta con su espejismo infinito.

    De mi cuento dirán: ¡es demonio, no existe!
    Son dioses berretas que nos convierten en siervos, esclavos, en fantasmas sumisos del sermón que provee todos los miedos y amores absurdos.

    En la playa, Dios ha desaparecido; quizá pez, quizá agua, quizá sueño fantástico de cunas infantiles; quizá nada.

    ¡Qué importa! Después de todo: ¿No somos espejismos? Luces que se encienden y se apagan. Voces que se atrapan a sí mismas para llamarse vida.


    Las preguntas suben al cielo y alimentan los oídos que puedan existir, es el silencio la respuesta que invita a argumentar respuestas.


    No es la fe la que impulsa la vida. Es la vida la que comprende todo en la cápsula sideral donde resuenan tantos ecos.

    ¡Heme aquí hablando de Dios!
    ¡Por Dios!... ¡Soy Ateo!

    Dios, desde su universo de mitos en la mente del hombre, sonríe.

    Somos hombres. Espejismos vueltos instantes en los cuerpos del hombre con una pluma y un lenguaje.
  13. Yo adoro los trenes. Cuando era niño solía huir de la casa para mirar a las máquinas de vapor hacer maniobras en el patio de la estación de ferrocarril de mi pueblo. Después de comer, escuchaba el pitido de la locomotora y cruzaba corriendo las tres cuadras que separaban a mi casa del enorme patio. Me ponía en cuclillas y me pasaba horas enteras mirando ese hueso que salia de un cilindro y echaba humo blanco.

    Mi mayor felicidad, cuando la abuela nos llevaba a todos los nietos a un poblado vecino para comprar huevos frescos, queso y chocolate para su tienda. Eramos once nietos y la abuela, con sus casi 80 años encima, dejaba ver su "buena madera" como buena generala ordenándonos a todos para ir bien acomodados en los asientos de madera y hierro.

    Recuerdo bien el traca traca y los pitidos de la máquina espantando al ganado dormido sobre las vías. Asomábamos la cabeza para mirar la cauda de vapor desde la punta del tren. Mirábamos a los maquinistas y le gritábamos lo más fuerte que podíamos, nunca nos descubrieron, ensordecidos sus sentidos por el chaca chaca y el puffff de la enorme caldera de vapor. El viaje duraba una hora. Cuando estábamos por llegar pasaba un señor vestido de azul recogiendo los boletos de los que se iban a bajar.

    Ya entrada la noche, desde la estación del ferrocarril se escuchaba el silbato de la locomotora que venía desde Guatemala. En medio del silencio se escuchaba el crujir de los ganchos de los trenes al empalmarse unos con otros, se escuchaba también, como si fuera una ola, el sucesivo tirón de los carros al ser arrastrados tras la máquina.

    Algo de melancolía me da al recordar el día que fuimos todos los vecinos a ver la llegada de las nuevas máquinas de diesel. Cambiaron todas las vías hasta la estación de mi ciudad porque el tren era más ancho. Todos ellos agitaban pañuelos para saludar a la máquina nueva que arribaba por primera vez. Yo volteaba a ver al lado contrario, hacia donde estaban formadas todas las máquinas viejas que serían mandadas a la Ciudad de El Carmen, en país vecino de Guatemala, para que siguieran dando servicio hasta sus últimos días. Las máquinas nuevas no me gustaron. No tenían ese llamativo brazo que parecía torcerse dolorosamente cuando daba inicio la marcha del tren, tampoco dejaba esa estela de humo como cola de caballo. Se lo dije a mi prima Juanita y se puso a llorar. Nos tuvieron que llevar a comer muchos helados para que se nos olvidaran las máquinas de vapor.

    Un día (después de ver una película de un tal Joselito, un niño español muy llorón, que cantaba bonito) después de cumplir los 12 años, me fugué de mi casa. Me fui en uno de esos camiones que remolcan enormes cajas llenas de botellas de cerveza (en México les llaman "trailers"), el viaje fue de más de 2000 kilómetros, más de medio país, el último tramo lo hice en ferrocarril, todo una noche hasta llegar a la ciudad de México. Desde entonces vivo en esta ciudad y viajo en tren casi todos los días. Estos trenes no hacen ruido, no echan vapor, hasta hace unos cuantos años dejaban salir de sus ruedas un olor a balata quemada, luego les cambiaron el sistema de frenos; ahora son magnéticos, no hacen ningún ruido.
    Los trenes y yo nos hemos vuelto silenciosos. Algo solemnes. Yo por las canas y las arrugas; ellos, por la rigidez de su fría estructura modernista.

    Todos los trenes de pasajeros son urbanos. Por los valles y montañas de México solo corren trenes de carga. A veces siento nostalgia y quiero viajar en tren, me hago un delicioso té de canela, me arrellano en mi sillón "reposet" favorito y cierro los ojos. Lo primero que escucho son unos ladridos: es mi "Terry", que se alegra de verme después de tanto tiempo.
    Me ato los cordones de los zapatos y salimos corriendo por el traspatio para que nadie nos descubra.

    Cuesta mucho volver.
    Cada vez las calles son más borrosas.
    Si no fuera por los ladridos con que mi perro marca el rumbo, talvez no podría volver.
    No obstante llegamos. Las máquinas están esperando.
    El maquinista nos ve y empieza su jornada: Chun Chun para atrás. PSHHHHHEEEEE el freno.
    Trararack el cambio de dirección.
    Luego hacia adelante, hasta pasar el cambio de vía.
    El garrotero se baja y cambia la vía.
    Viene de reversa para dejar los furgones que llevarán granos de café.
    Silbidos, traqueteo, vapor, y el brazo de hierro que juega a las vencidas con las ruedas.
    Desvanecidas casi, la siluetas intangibles, hacen su rutina.

    Terry está, como en aquéllos años infantiles, echado a un lado de mí.
    Son siluetas fantasmales que pronto dejarán de existir.
    Es quizá el encuentro final. El maquinista viene y me saluda. Veo manchas de grasa desvanecidas sobre su nariz, y entre sus manos la inseparable estopa. Tiene ojos tristes, casi llorosos. Sufre, como todos esos fantasmas a los que se les ha destruido todo su mundo. Extiende la mano y le pago con unos billetes de 100 no me olvides por hacer volver las imágenes de mis recuerdos.

    Se va.
    La tarde vaporosa, por las primeras lluvias, me invita a oler al naranjo, que ha entrado en celo.
    Unas moscas zumban cerca de mí, arrullándome para la siesta.
    Me dejo ir con la esperanza de volver.
    Al volver es que te lo cuento: un cuento de trenes.
  14. Cuando le dije a Mariana que a partir del día X iba a dejar de llamarla "Mi Mujer", "Mi Esposa" fue y compró para mí una enorme pulsera grabada con su nombre. :S
  15. Y solo se ha quedado solo así: solo, para todo. Aunque en los libros viejos seguiremos encontrando la presencia de ese “sólo” que se ha quedado en solo, diga lo que diga, sea lo que sea; los hábitos tardarán en desaparecer. Pensaremos en “sólo,” y luego lo dejaremos así: solo, porque hoy las redacciones ya han tomado medidas para que no se permita la entrada a “sólo” bajo ninguna circunstancia.

    Bajo la lluvia, cobijado entre las letras moribundas de algún periódico viejo que espera el viaje a los centros de reciclado para volver a ser papel o pulpa para algún algo. “Sólo” disfruta sus últimos instantes de presencia ante cualquier iris analfabeta o desquiciado antes de ser pasado por los lavadores de tinta poblados de solventes y disolventes químicos y orgánicos para borrar de la plana, el cachete, la hoja, cualquier detalle de su vida.

    “Sólo” no existe, se ha quedado en solo para todo.

    él solo cuida a su madre.