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  1. En este presente eterno
    que me envuelve con el
    día a día circular, a veces
    confluyen atropelladas
    imágenes y sonidos
    de lo distante.
    Y los rearmo impaciente
    para rebobinar la vieja
    película.
    Cuando niño en un
    balneario de mar donde
    pasábamos el verano se
    instalaban de la noche
    a la mañana carpas gigantes,
    las veo elevarse entre la niebla
    con sus toldos de colores desabridos
    chamuscados por incansables soles.
    Era el circo, que nunca
    me gustó.
    Y sus habitantes-artistas, domadores ,
    payasos y toda la parafernalia.
    Gigantes, mujeres barbudas
    Tristes damas hirsutas que me causaban
    estupor y pena. Entrábamos gratis con la condición
    de llevar gatos y perros, no sabíamos de
    su destino.
    Pobre, desgraciado destino.
    Nunca lo supimos, pero no lo niego, para
    mi horror, que lo intuíamos.
    Con la bolsa a cuestas entre maullidos
    y ladridos solíamos espantarnos observando
    tigres y leones en sus jaulas, rugiendo y esperando.
    Después de la función con mis dos amigos
    seguíamos a algunos artistas que se perdían entre
    los arenales, escondidos ellos, escondidos nosotros,
    cuchicheando nosotros, jadeando ellos.
    Noche de actuación y ansiedad.
    Pero lo que más nos atraía era perseguir emboscados
    silenciosos, a tres artistas camino de la playa
    muy abrazados.
    El hombre montaña y las siamesas.
    Entrelazados, ellas entrañables, mano con mano,
    sentadas en un muro que daba al mar, el gigante
    se enfrentaba y las besaba alternativamente,
    luego las envolvía como en un frenesí entre
    sus inmensos brazos; nosotros quietos silenciosos, sin
    entender nada mientras una luna chiquita plateaba el
    mar, mientras se oían rugidos, ladridos, todo al unísono.
    Ante mí, ante nosotros.
    Sin entender nada.
    A José Valverde Yuste le gusta esto.