En este presente eterno que me envuelve con el día a día circular, a veces confluyen atropelladas imágenes y sonidos de lo distante. Y los rearmo impaciente para rebobinar la vieja película. Cuando niño en un balneario de mar donde pasábamos el verano se instalaban de la noche a la mañana carpas gigantes, las veo elevarse entre la niebla con sus toldos de colores desabridos chamuscados por incansables soles. Era el circo, que nunca me gustó. Y sus habitantes-artistas, domadores , payasos y toda la parafernalia. Gigantes, mujeres barbudas Tristes damas hirsutas que me causaban estupor y pena. Entrábamos gratis con la condición de llevar gatos y perros, no sabíamos de su destino. Pobre, desgraciado destino. Nunca lo supimos, pero no lo niego, para mi horror, que lo intuíamos. Con la bolsa a cuestas entre maullidos y ladridos solíamos espantarnos observando tigres y leones en sus jaulas, rugiendo y esperando. Después de la función con mis dos amigos seguíamos a algunos artistas que se perdían entre los arenales, escondidos ellos, escondidos nosotros, cuchicheando nosotros, jadeando ellos. Noche de actuación y ansiedad. Pero lo que más nos atraía era perseguir emboscados silenciosos, a tres artistas camino de la playa muy abrazados. El hombre montaña y las siamesas. Entrelazados, ellas entrañables, mano con mano, sentadas en un muro que daba al mar, el gigante se enfrentaba y las besaba alternativamente, luego las envolvía como en un frenesí entre sus inmensos brazos; nosotros quietos silenciosos, sin entender nada mientras una luna chiquita plateaba el mar, mientras se oían rugidos, ladridos, todo al unísono. Ante mí, ante nosotros. Sin entender nada.