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Antología "Devanando el Ocaso" - Reflexión

Publicado por Katia N. Barillas en el blog EfÍmera ilusión. Vistas: 341

CONJUNCIÓN CELESTIAL VS. DESASTRE TERRENAL

Transcurría plácido el primer fin de semana de septiembre del año dos mil veinte. Era sábado cinco y el reloj marcaba los primeros segundos del domingo seis. Los tonos dorados del ocaso habían desfallecido y el cielo vestía su manto gris-obscuro… faltaba mucho para ver el despliegue de las auroras claras. Parte de la humanidad se preparaba y estaba pendiente del ósculo que se darían -al paso y al roce- Selene, “la virgen de marfil” y, Marte, “el guerrero rojo”. Científicos y expertos indicaron varias horas antes del suceso de que, las artes amatorias del universo diferirían con la distancia que hay entre las personas y las montañas.

No hubo nubes ni neblinas que impidieran el encuentro enamoradizo de estos cuerpos celestes. ¡Qué conjunción amorosa! La luminosidad de ambos astros y sus flamantes resplandores serenos se esparcieron... ella, parecía una novia coronada de lirios… él, un coronel dúctil, capaz de dirigir, educar y convencer; incapaz de zaherir a alguien.

Por otro lado, se sentían los insoportables calores de las llamaradas de los incendios forestales que azotaban a California -el Estado Dorado estadounidense- desde el diecinueve de agosto; fogosidades provocadas por una tormenta eléctrica que el empíreo escupió, violando con sus venas luminosas y aterradoras la virginidad de la maleza y también lacerando, la pureza reseca de la diosa Gea. Y esto sucedió propiamente donde las sombras selváticas de las Ninfas dormían ajenas al presagio; allí, donde los Gnomos y los Elfos vieron pasar de prisa a nubarrones mal encarados y escucharon las voces roncas y aterradoras de los truenos que, bifurcaban con sus ecos, los caminos que conducían hacia los esteros y las riberas donde los ojos cristalinos de mariposas y ciervos, observaban cómo se revolvían inquietas las aguas de los ríos, los arroyos y las cascadas que en sus entrañas ocultaban a otros tantos espíritus divinos.

Dos días después del romance astral, desde mi guarida, por el cristal de la ventana, pude captar -a medias- con la cámara de mi teléfono celular, la imagen infernal que vestía la bóveda célica “san franciscana”. ¡Qué tono naranja intenso! El olor fuerte del humo de la conflagración flamígera me ofendía aún en el encierro que llevamos desde hace nueve meses a causa de la pestilencia del tal COVID19. Las minúsculas partículas de cenizas caían -desde los cabellos hirsutos y enredados de la inmensidad sobre los suelos agrestes- como una casposa lluvia fina, producto de todo lo que la incandescencia arrasaba en las montañas californianas. Era como si viéramos en una sola presentación, las simuladas y dramáticas, las silentes y siniestras escenas narradas por el italiano Dante Alighieri en “El Infierno” de su “Divina Comedia”; o como un acto simplificado de alguna de las imágenes bíblicas que describen a la guerra y al hambre y a la peste y a la muerte… los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Se fulguraron las miradas tuyas, mías y nuestras. Mientras la Luna y Marte se besaban (en un romance célico nunca antes visto), yo, dentro de mi casa encendía -loando mi mantra preferido: “hosanna”- las cuarenta y nueve velas que se erguían en las siete ramas de los candelabros judíos que me regalara un gran amigo mío; y doblando las rodillas en cada una de las esquinas donde están ubicados en mi espacio reducido, clamaba a Dios por clemencia para nosotros, sus hijos; y al orar, me formaba mentalmente la clara imagen del sumo sacerdote Sadoq, consejero del rey Salomón, tal y como la describe el egiptólogo y escritor de ficción francés, Christian Jacq, en su obra “El Templo del rey Salomón” – Páginas 88 y 89:

“Sadoq iba tocado con su turbante de franjas color violeta y la tiara de oro con la inscripción que proclamaba: ´Gloria a Yahweh´; su túnica era de lino y, sobre ésta, un sobrepelliz purpúreo, adornado con granadas entre las que colgaban campanillas de oro, cuyo sonido agridulce alejaba las fuerzas demoníacas; y, por encima de todo, una prenda única, “la efod”, tejida con hilos de oro y carmesí, fijada a sus hombros con broches dorados y cerrados por dos enormes ónices desde donde prendía el famoso pectoral de doce piedras preciosas, entre las que se pueden mencionar: el topacio, la esmeralda, el zafiro, el jaspe, la amatista, el ágata, el carbuncio y la sardónice, simbolizando a las doce tribus de Israel. Unido al pectoral, un pequeño saco que contenía dos dados. Arrojándolos, el sumo sacerdote revelaba los números utilizados por Dios para construir el mundo”.

Todo lo antes descrito, trataba de proyectarlo en mi mente de la forma más idéntica posible al cerrar los ojos y pedir sin descanso, la piedad y la clemencia del “más grande, poderoso y protector”.

Visualizaba además en mi meditación a: onagros, hienas, osos, panteras; a tigres, ciervos, leopardos, leones; a venados, carneros y demás seres vivos, pereciendo en agonía. Como dicen… mientras unos son felices, otros simplemente o lloran o mueren; y los astros siguen amándose allá arriba sin siquiera percibir que los ríos se revuelven en tremenda incertidumbre porque desconocen y desconfían de cómo ha de ser su abrazo con el mar, cuando sus aguas podrían bien ser usadas para aplacar la voraz intensidad de las fogaradas.

Los ciclos de veinticuatro horas no detienen su nómada andar. Luces y sombras se entrelazan. Estamos ya a domingo trece de septiembre… otro día más y todo sigue igual. La primera luz del alba hace su aparición sobre la patria celestial que sigue teñida con los destellos de las flamas, con la densa nubosidad de las fumaradas y los tiznes que ocultan la faz de Helios. El hombre no sabe cómo habrá de controlar el fatídico suceso.

Los vientos siguen arrastrando en sus rachas a las flores bermejas y fantasmales; sus animosidades fueron calcinadas por las lenguas voraces de los fuegos que, además, consumieron las plumas desprendidas de los carbonizados cuerpos de las aves que cayeron yertas porque estaban dormidas en sus nidos junto a sus polluelos y no tuvieron chance de huir con ellos en un vuelo… lo mismo ha pasado con los hermanos humanos que viven muy cerca de donde se están dando los latigazos hirvientes que destruyen todo a su paso; ellos salen de prisa por cuenta propia o evacuados por las autoridades bomberiles tan sólo con lo que llevan puesto.

En este mundo lleno de incongruencias, las señales de dolor por los duelos que consumen no cesarán. Se ven diariamente a los lapidarios, a los herreros, a los orfebres, a los joyeros, merodeando por las “moradas de la paz”, viendo qué pueden lograr para sobrevivir y sobrellevar la existencia. En esa casa pacífica se van evaporando los halos etéreos de las almas vagabundas con las llagas gangrenadas aún sin cicatrizar y muchos de los receptáculos florales de estos mausoleos siguen siendo regados con las falsas lágrimas de las plañideras, lloronas ficticias que son contratadas para hacer creer que están dolidas por el deceso de gentes que no conocían; y se arrancan los pelos de la nariz para que las lágrimas broten fácilmente de sus ojos, al momento en que los sepultureros cierran las tumbas frías donde yacen ataúdes conteniendo cuerpos inertes que, aún cálidos, guardan debajo de la piel, justo al lado izquierdo de la caja torácica, los anhelos catalépticos de corazones latentes.

No se sabe cuándo habrá otro enamoradizo encuentro de algún planeta con nuestro amarfilado satélite. Desconocemos cuando desaparecerán los avernos de las barrancas montosas y es difícil de imaginar cuándo nos desharemos de la pandemia que nos sacude y condena indiscriminadamente al encierro y al distanciamiento y al destierro; pero, hemos de ser y tomar el ejemplo de las gacelas… rápidas y elegantes; siempre al pendiente y en estado de alerta contra catastróficos siniestros. ¡Fe!, amigo mío… ¡Fe!

©Katia N. Barillas
www.katianbarillas.com
https://www.youtube.com/c/NOCHESBOHEMIASdePURAPOESÍA
https://www.spreaker.com/user/katianbarillas

*Imágenes tomadas de la red.
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